Se aprovecharon de mi mujer gracias al coronavirus
Tras una larga cuarentena por el coronavirus, Bruno y su inocente y joven esposa Marina visitan un centro comercial con su hijo pequeño. Pero lo que iba a ser una feliz jornada de acaba convertida en otra cosa por culpa de un malévolo jefe de planta y su peculiar visión de la nueva normalidad.
Mi mujer salió de los grandes almacenes. Estaba preciosa, un vestido tipo lady, nuevo, gris, de vuelo, que se le ceñía perfecto y unos tacones de vértigo, color nude, estos ya lo llevaba antes de haberlos comprado.
–¿Es el vestido, Marina? Sí que te ha gustado, que te lo has llevado puesto.
–Al final me han hecho descuento. Me han dicho que estaba rebajado, aunque en la etiqueta no decía nada. Gracias por comprármelo.
Marina era preciosa. Más guapa si cabe después de haber sido madre. Nuestro hijo Sven tenía poco más de un año. Ella, quince menos que yo. Media melena, cuerpo de escándalo y lo único que se le veía con ese vestido, unas pantorrillas torneadas desde la perfección.
Se preguntarán cómo un tipo del montón, como yo, tenía una mujer así: más joven, más guapa y un auténtico bombón. Había dos razones: una, que era muy cándida. Otra que la había conocido en un bar de pueblo perdido, a medio camino entre León y Burgos. Servía cervezas mientras su padre un hombre tosco y viudo atendía la barra. Ella dice que se enamoró. Yo quiero creerla. Pero muchas veces me temo que simplemente quiso escapar. Y yo fui su mejor opción.
Marina todavía no había cumplido los 30. Tenía un carácter dulce per pero a veces se pasaba de buenaza. Hacía unos pocos minutos me había llamado y me había preguntado.
–¿Hay límite de presupuesto para el vestido?
Desde luego, le dije que no. Parecía superfeliz, pero yo la conocía y vi una sombra de preocupación en sus ojos.
–¿Qué te pasa, querida?
–Uhmm, no sé si contártelo –pero su resistencia, como siempre, sólo duró unos segundos– ¿Te acuerdas del jefe de planta?
Cómo olvidarlo. Me había echado hacía hora y media porque Gabriel, nuestro hijo, estaba llorando.
–Debe abandonar el centro, señor. La gente ha esperado mucho nuestra reapertura par ahora aguantar los gritos de… esa… criatura –difícil describir el tono despectivo de cómo pronunció la última palabra de la frase.
Me lo dijo de forma heladora. Parecía un hombre que controlaba, el espacio, la situación, que decía como estaban las cosas. Además, como por arte de magia apareció detrás de mí un guardia de seguridad que parecía el eslabón perdido entre el hombre y el gorila. Si en algún momento había pensado en protestar, mi apocado carácter se achantó del todo. Le dejé mi tarjeta de crédito a mi deliciosa mujer y le recomendé:
–Cómprate algo bonito.
Así, que me fui con el cochecito del peque. En cuento salí empujando al carrito Sven se calló. Él había conseguido lo que quería, yo no. En teoría, yo no lo conseguía nunca. Y el jefe de planta tenía razón. Después de una larga cuarentena por el coronavirus la gente quería comprar en paz.
Y lo importante es como acaba. Marina estaba preciosa. Todo había acabado bien… ¿o no?
–El caso, Bruno, es que había una cola enorme. Han reducido el número de probadores y cuando ha llegado mi turno ha aparecido el jefe de planta y ha echado a la dependienta. Ha dicho que era un control rutinario… o esa otra palabra…
–¿Aleatorio?
–¡Eso!
Rabiaba por dentro. ¡El muy hijoputa! ¡Primero se libraba del marido! ¡Y luego se aprovechaba del pibón! ¡Menudo cabronazo! Y la boba de mi mujer no habría sospechado nada. Nunca comprendía que todo lo que le pasaba, en la mayor parte de los casos, sólo tenía una razón: estaba más buena que repetir postre. Siempre era igual. Por ejemplo, en su trabajo. Trabajaba de visitadora médica. Y un día volvía de su jornada laboral y me decía:
–¡Por mucho que digan. mira que es maja la gente! He pedido a unos mecánicos aparcar en su vado unos minutos porque tenía que ir a la farmacia y luego se ha complicado todo y he tardado 45 minutos. Cuando he vuelto me habían cambiado el coche tres veces de sitio tres veces y lo habían guardado en un taller anexo.
No le dije nada. Ella vivía en su mundo. También callé sobre un manchurrón de grasa que vi en sus ceñidos pantalones blancos cuando los vi al final del día, en el cesto de la colada. Justo a la altura de su pluscuamperfecto trasero. ¿Lo habría notado? ¿O había algo más que su edulcorada versión sobre la amabilidad de los extraños? Nunca lo sabría. Nunca sería capad de saberlo a ciencia cierta.
Igual que cuando me confesaba cosas de su juventud. Siempre contaba que había tenido un profesor de gimnasia de aquellos que daba la clase con pantalón de vestir, chaqueta de chándal y cigarrillo en la comisura. Cada trimestre el último ejercicio era la cama elástica. A ella le encantaba. Y explicaba que siempre venía el director del instituto a mirar. Ella nunca lo relacionó con que jamás suspendiera, pese a que era evidente que su cultura general había sido más bien escasa. Pero yo me imaginaba aquellas tetazas que ya con 16 años debían de ser de traca subiendo y bajando en cada salto y todo me encajaba.
–Los padres de la guardería me han pedido que me vista de Cleopatra para el día de Halloween. ¡Cómo todos vamos de egipcios!
Y sí, como vio Bruno luego, en las fotos todos iban de egipcios. Pirámides no levantarían aquellos esclavos, no… Pero más de un obelisco erecto se detectaba en las instantáneas. Ella se lo enseñó como si nada de todo eso se mostrase en las imágenes. Como si aquel escote y las aperturas de su falda hasta las ingles un hubiesen tenido nada que ver.
–Total, que no va el tipo y entra conmigo en el probador, Bruno. ¿Te lo puedes creer?
Me lo creía, me lo creía. No me veía la cara, pero debía de estar rojo de rabia.
–Señorita, nuestros vestidos y prendas están del todo higienizados pero justo por eso nuestra clientas tienen que someterse a unos protocolos muy estrictos. ¡Desnúdese!
–Seguro que no lo hiciste, Marina. ¡Menudo pieza!
Marina paró de caminar y se me quedó mirando mientras se mordía el labio.
–¿Lo hiciste? ¿Te desnudaste delante de ese cabrón?
–Es por la salud, señorita. Estamos pasando una pandemia.
Al parecer Marina no supo decirle que no. Lo que les contaba antes: su resistencia siempre acaba sucumbiendo. Lo entendí cuando bajó los ojos. De alguna manera todo encajaba, siempre tenía problemas en los entorno de autoridad. Me lo había explicado muchas veces.
–Señorita, para bajar de esta montaña rusa será mejor que le levante yo la barra de seguridad. Es lo que marca el protocolo.
–¿Qué podía a decirle yo, Bruno? Y sí, ya sé lo que piensas, al hacerlo me rozó las tetas.. Pero sólo un poco…
–Señorita, como bomberos tenemos prohibido tocar mascotas ajenas. Así que le ponemos la escalera pero la que baja a su gatito es usted.
–¿Qué podía decirles yo, que no soy bombera? –Qué con la minifalda que llevaba además del gatito iban a verme el conejito, pensé; pero no lo verbalicé en voz alta, desde luego.
–Marina, para visitar este cliente mejor que te pongas falda corta. La de vuelo, no. La verde ceñidita, mejor, si te parece. Y si te haces un poco la tonta y se te desabrochan dos botones de la blusa, pues mejor que mejor. Que este trimestre no llegamos a los objetivos.
–¿Qué podía decirle yo, si es el jefe de ventas? Y me lo ha sugerido con tanta educación.
–Señorita, lleva el piloto roto del coche. Y aunque seamos policía local de un ayuntamiento de playa tendrá que bajarse y deberemos cachearla que estamos en alerta terrorista.
–¿Qué podía decirles yo?
Y así era mi Marina. Siempre colaborando con las representantes del orden. Siempre confiando en la autoridad. Había una línea muy fina que unía a esa chica que siempre aprobaba en marketing y ventas cuando fue a la facultad –no llegó a acabar porque encontró trabajo antes y las ventas se le daban francamente bien– y ese pobre mujer que era importunada por el revisor del AVE para que tuviese que enseñarle el billete de tren, que, desde luego estaba en lo más alto del portaequipajes, oportuno para que el corto jersey que llevaba ese día se subiese mucho más allá de lo que hubiese marcado la prudencia y muchos afortunados pudiesen ver ese estómago plano y hasta el borde de su sujetador violeta. Pero ahora más que en el final de una línea empecé a intuir que estábamos hablando de traspasar la línea.
–Antes de ponerse el vestido tendrá que ponerse gel hidroalcohólico.
–Querrá decir por las manos, ¿no? Porque ya me las he limpiado a la entrada.
–Quiero decir por todo el cuerpo.
–¿Qué iba a decirle yo, Bruno? Lo explicaba de aquella manera.
–Pues, no. Tenías que haberle dicho que no… que estabas en ropa interior delante de un desconocido, Marina. ¡Por Dios!
–¡Y justo llevaba ese conjuntito blanco que tanto te gusta! ¡Me lo había puesto para hacerte feliz esta noche!
–¿El de los lacitos malva?
–¡Ese!
–Pero Marina, si ese es superpequeño. Si casi no te abarca los pechos, si te hace unos melones pecaminosos que para qué… si…
–Me lo compraste tú, pichín.
Siempre me llamaba pichín.
–Al menos te habrías quitado los zapatos.
–Pues no.
Y se encogió de hombros. Ella sabía, como yo, que esos tacones le hacían una figura de infarto. Por eso llevaba tacones en el trabajo. Era entrar con tacones en una farmacia o en una consulta médica y vender un 20% más. Pura ciencia, bromeaba ella. Pero ni puta gracia me hacía ahora a mí la bromita.
Aceleré empujando el carrito con mi hijo Sven. Oía el taconeo de Marina tras de mí, y cada repiqueteo se me clavaba en el alma.
–Es que no pensé, querido. Este confinamiento tan largo me ha dejado atontada.
Atontada para lo que quería. Porque cada mañana levantaba la persiana con un camisón transparente o con unos pijamitas ceñidos que ya había detectado yo más de un vecino de enfrente que la tenía cronometrada. En cambio, cuando cada noche, yo reclamaba mis derechos conyugales, derechos que más que derechos eran necesidad imperiosa por la circunstancia de encamarme jornada tras jornada con tamaña hembra, todo eran excusas.
–Es que con este virus tengo mucha angustia, amor. Esta sensación de fin del mundo, de que vamos a morir.
Pues si íbamos a morir yo iba a pasar a la otra vida con un cipote como un reloj de sol. Por eso esa primera salida había sido tan importante, por eso había querido comprarle el vestido, para que la nueva normalidad también me devolviese la vieja sexualidad, ahora un tanto dejada de lado. Y por eso, justo por eso, mi irritación era todavía mayor, sólo comparable a cómo tenía la polla. Erección por encabronamiento, concepto para acuñar.
–No te enfades, pichín. Me he puesto el gel que me ha dado. He empezado por las piernas, he seguido por mi barriguita, los brazos…
–No sigas –me estaba imaginando refregándose las tetas, inclinándose un poco, como cuando íbamos a la piscina de mi cuñado y el pobre infeliz no podía quitar ojo de ese par de melones que mi señora esposa exponía sin querer en esas ocasiones– ¡Y no me digas más! ¡El muy sátiro mirando!
–Bueno, Bruno. No sólo él…
–¡Qué me dices! ¿Se puso a vender entradas, el muy gañán?
–No, no… Pero como no cerré yo la cortinilla, sino que la cerró él, pues lo hizo de aquella manera.. y quedaron un par de dedos… Ya sabes, esas cosas pasan. Fue sin malicia, Bruno. Seguro. Pero el segurata, el mismo que te echó, estaba mirando. Todo el rato.
–¿Maguila Gorila? ¡Me van a oír! ¡Me van a oír!
–Señorita, tengo que reconvenirla de nuevo… Lo siento. El protocolo es muy estricto. Tiene que ser por todo el cuerpo.
–¡No me lo puedo creer!
–¡No te lo tomes así, pichín! Él tenía razón. Por la espalda no llegaba.
–¿Te lo puso en la espalda? ¿Te tocó? ¿Con esas manazas?
–No te creas, Bruno. Tenía buenas manos. No fue por mí culpa. Dedos rugoso, tacto templado, empezó por el cuello y fue bajando, bajando…
–Señorita, si fuera tan amable de inclinarse hacia delante.
–¿Lo hiciste?
–Me lo pidió con tanta amabilidad, me empujó tan suavemente con esas manos tan firmes… que tuve que hacerlo… Tuve que hacerlo.
–Pero entonces lo tuviste que sentir.
–¿Sentir que?
–¡Marina, no te hagas la tonta! ¡No te hagas la tonta que me caliento! Al inclinarte tu culito debió de quedar en pompa, del todo expuesto, y con esas braguitas… ¡Por Dios! ¡Si son diminutas! ¡Y con esos tacones! ¡Lo peor, los tacones!
–Bueno, sí, un poco… –¡Pues sí! ¡Lo sentí! ¡Y la tenía durísima!
No me extrañaba. Se me estaba poniendo dura a mí de oír lo que me contaba.
–Perdone, pero me tengo que asegurar de que toda la superficie está cubierta y sin peligro para la salud.
–Y me fue metiendo la mano entre las tiras de las bragas, como si nada. Como si tuviese derecho. Y sus dedos tocaron mi preciosa intimidad, como si ya se supieran el camino. Yo me aparté claro. Pero al huir de sus aproximaciones digitales a mi rincones más secretos mi culito se clavó más en ese pollón duro, pétreo. Pero no fue culpa mía, Bruno, no. Tienes que creerme. Es que de repente empecé a sentir sofocos, un calor agobiante… No podía respirar, mientras me recorría las piernas, se colaba debajo del sujetador, me apretaba los pechos con vicio, frotándome en círculo los pezones con aquellos dedos que parecían capaces de llegar a todas partes.
–Tengo que asegurarme que todo su cuerpo, queda protegido. Ese sujetador es muy pequeño, si se le saliese un pezón y rozase la tela, señorita, no quiero ni pensarlo.
–Señora…
–Claro, claro… señora.
Me lo imaginé diciendo “señora” en el mismo tono que antes me había dicho “criatura”.
–El caso es que el seguía, Bruno. Me daba tal repaso a las piernas que estas me temblaban, suerte que tenía las manos apoyadas firmemente en la pared.
–¡Suerte! ¡Estabas supe excitada, joder!
–¡Bueno, sí! ¡Pero no pasó nada!
–No te creo.
–Te lo juro, Bruno. Tienes que creerme. ¡Soy tu mujer!
–Mi mujer según para qué. Porque tu votos en la Iglesia el día que nos casamos no decían eso.
–Pero llegó la dependienta y reclamó la presencia del tipo.
–Señor de la Forja, hay un problema en planta que requiere su atención.
–Así que el tipo salió precipitadamente, cerrando la cortina para que la vendedora no pudiera ver nada. Y me dejó así, te imaginas…
–¿Medio desnuda?
–Medio desnuda y caliente como una perra, amor. Estaba tan cachonda que sólo pude apoyarme en la pared. Notaba mis braguitas mojadas, el flujo rebosaba por todos lados… ¡Como en este confinamiento no lo hemos hecho mucho!
¿Mucho? ¡No lo habíamos hecho nada! Y tal como lo decía parecía que me culpaba a mí. Y ella, ella, me decía que se había excitado. Tendría que fijarse en cómo me palpitaban a mí ahora el pantalón. Tenía unos huevos más hinchados que un balón de playa.
–Entonces recogiste y te viniste, ¿no?
–No exactamente, querido. Justo había cogido el bolso que entró el segurata en el probador. Tenía un cuello de toro y unos ojos de loco. Daba miedo.
–Pero ese bolso es diminuto, Marina. No tapa nada. ¿No te podías haber cubierto con la camisa?
–¡No me dio tiempo! ¡Y no me riñas por el bolso! ¡Esta temporada se llevan así!
Siempre me hacía lo mismo. Acababa exhibiéndose delante de todos con las excusas más peregrinas. Como si el destino de aquel cuerpo de escándalo sólo pudiese ser acabar devorado por los ojos de los machos más lujuriosos. Es lo que pasó hace dos años en la casa con piscina de mi cuñado.
–Mira, ya hemos arreglado lo de que me había olvidado el bikini. ¡Adriano me ha dejado éste, es de su hija pero me va bien!
–Mi sobrina, te va diminuto y los amigos de mi cuñado llegan en cinco minutos a ver el partido.
–Bueno, por suerte voy toda depiladita.
O aquella vez que llegué a casa y noté que se había cambiado de ropa.
–Es que vino el presidente de la escalera por las cuotas atrasadas y me enganchó el vestido en su silla de ruedas. ¡Justo el día en que no llevo sujetador! ¡Se saltaron todos lo botones de delante! ¡Suerte que también estaban el vicepresidente y el administrador de la fincha y me echaron una mano!
O aquel día cuando volvió de comprar.
–El frutero me ha pedido que me haga una foto en el puesto de los melones para celebrar el quinto aniversario en la página de Facebook de la tienda. Como siempre me hace descuento no me he podido negar.
–¿Con ese escote? ¡No me lo puedo creer, Marina!
–Tranquilo, que esta vez llevaba sujetador. Un “push up” de esos.
Mientras yo iba repasando esos recuerdos, ella me siguió contando. Mi cabeza estaba a punto de explotar.
–El caso es que el guardia de seguridad no dijo nada. Sólo me sujetó de un hombro y empujó hacia abajo con fuerza, hasta que caí de rodillas.
–De aquí usted no se mueve.
–Yo no sabía, que hacer pichín. Era tan fuerte… ¡Parecía tan enfadado! ¡Y lo que le abultaba el pantalón!
–¡No sigas, Marina, no sigas! –y yo huía de ella empujando el carrito del bebé. Pero ella me tiraba del brazo.
–¡Me hubiera ido Bruno! ¡Pero sacó la porra! ¡Y empezó a repasarme el cuerpo con ella! ¡Yo temblaba como una hoja! Sentía aquella superficie rugosa, tersa, rozándome partes de mi cuerpo! ¡Estaba aterrorizada!
–¡Y cachonda! ¡Y cachonda, Marina! ¡Que nos conocemos!
–Bueno, sí… pero eso ya te lo he reconocido. El caso es que cerré los ojos. Aquello era insoportable. Y entonces oí:
–Chupa mi porra.
–Pensé que así me dejaría marchar, pichín. Pensé que sólo quería un pequeño numerito cercano al sadomaso de salón. Así que abrí la boca muy lentamente, temblando… y entonces pasó.
–¿Qué puede pasar más, Marina? ¿Qué puede pasar más? ¡Qué eres madre!
–Que noté algo raro y abrí los ojos. ¡Y no era la porra, cariño! ¡Era su porra! ¡Un vergazo de impresión!
–No me jodas, que se la chupaste. ¡No me jodas, Marina!
–Intenté que no, querido. ¡Te lo juro! ¡Pero me sujetó la cabeza y empujó con tanta fuerza que…! ¿Qué podía hacer yo? En mi estado, abandonada en aquel probador, aquel tipo con uniforme… Es que entraba sola.
–¡Sola! ¡Pues a mí siempre me dices que tienes la boquita pequeña! –y así era. Marina era célebre por sus labios carnosos combinados de manera seductora en un boca de piñón.
–A pesar de su fuerza pude sacármela un momento y poner mis reglas. Le dije que no se corriese. Que me avisase antes.
–Tranquila, chata. Yo controlo.
–¡Y siguió a lo suyo, el muy condenado!
–Si es que era como un gorila. ¡Un vigor! ¡Pero yo tenía un plan! ¡Que se corriese y salir huyendo! ¡Si era necesario medio desnuda! ¡Y reunirme contigo, amor!
–¡Y se corrió! ¡Sin avisarte!
–¡Sí! ¿Cómo lo has adivinado?
–¡Por lo mismo que tenías que haberlo intuido, tú, Marina! ¡Porque la pinta de macaco en celo!
–Pero tranquilo. Me lo tragué casi todo… Sólo salpicó un poquito. Y por suerte llevaba kleenex. Casi lo único que cabía en mi bolso diminuto.
Siempre me tenía que poner en evidencia.
Como aquel día, justo antes del confinamiento, en casa de unos amigos. Sven había llorado largo rato y ahora por fin se había dormido. Las mujeres estaban con el niño en el cuarto, arrobadas. Y va mi Marina y suelta en medio de un salón lleno de abnegados maridos:
–¡Pues con lo que ha costado dormirlo ahora no quiero despertarlo pero cómo me duelen las tetas! ¡Y justo cuando se ha averiado el sacaleches!
Ella era así. Primero calentaba y luego pensaba. Al principio, eso, justo eso, me había vuelto loco. Y luego también, pero en otro sentido del término.
O en aquel crucero que nos regalaron a los dos por haber sido ella una de las mejores vendedoras de su empresa. Siempre cenábamos en la Mesa del Capitán, algo a lo que no era ajeno los espectaculares modelitos de fiesta que lucía Marina. Y no va y deja caer para regocijo de todos los mandos del barco:
–He pasado toda la tarde tomando el sol en cubierta. ¡Estoy tan caliente!
O en las barbacoas que hacían los de mi equipo de futbol de los sábados dos veces al año. Siempre había algún graciosillo que le daba la butifarra más morcillona pinchada en un tenedor.
–¡No sé si me va a caber! ¿Os he dicho alguna vez que tengo la boca pequeña?
Una y otra vez ella metía la pata y yo no sabía donde meterme. O sí, en el lavabo a cascármela. Pero, claro, cualquiera la dejaba sola. Ahora, nunca había llegado tan lejos como en aquellos grandes almacenes.
–Bueno, supongo que entonces te fuiste.
–Pues iba a hacerlo, sí. Porque el segurata igual que vino se fue. Pero justo salía cuando me volví a topar con el jefe de planta. Estaba iracundo.
–¿Dónde te crees que vas? ¡Por tu culpa se ha generado tal cola que ahora el follón es incontrolable!
–Me sujetaba de la muñeca, querido, Me hacía daño. Y yo todavía seguía en ropa interior.
–¡Qué desgraciado!
–Me tiró al suelo. No le fue difícil porque yo estaba exhausta, cachonda y con estos tacones… ¡Comprendí que iba a violarme!
–¡No me digas que lo hizo, Marina! ¡No me lo digas!
–No, no lo hizo. Estaba ya encima de mí, me había arrancado las braguitas de un tirón…
–Bueno, esas braguitas poco tapaban. Como el bolso.
–Estaba como un poseso… Cuando llegó otro tipo. Bajito. Con bigote.
Otro tipo… Pasaba más gente por ese probador que por el transbordo de Sol.
–Venía con dos seguratas, otros. Y se llevaron al insufrible jefe de planta pateando.
–Señorita, tengo que pedirle mil disculpas. Soy Dagoberto Rinante, director de este centro.
–Señora.
–Señora, señora, desde luego.
–Nos habíamos quedado solos. Parecía un hombre bueno, serio, formal. Tanto que te olvidabas que estaba desnuda.
–¿Pero no te vestiste, mujer?
–Me tapaba el coñito con el minibolso. Piensa que el perverso jefe de planta había roto mis braguitas.
–Pero haberte puesto algo, Marina. Que no sé donde tienes la cabeza.
–La empresa le pide disculpas. Y su vuelve mañana a poner un queja la recibiré yo personalmente y le haré entrega de un cheque regalo de 3.000 euros. Esta actuación de un empleado nuestro resulta inaceptable.
–Pero no fue un empleado –protesté, yo– fueron dos.
–Sí, cariño. Pero él no podía saber lo del guardia, que total, Bruno, fue una chupadita de nada.
–¡Pues no dices eso cuando yo te lo pido!
–Bruno, si me sigues haciendo reproches no te cuento más. Pero yo creo que el matrimonio es compartir.
–De nuevo sólo puedo insistirle en las disculpas, tanto mías como de la empresa. Estamos profundamente avergonzados.
–No por favor. Soy yo la que estoy en deuda. Usted me ha salvado. Si supiera como agradecerle lo que ha hecho por mí…
–No le diría eso, Marina.
–Pues sí. Es lo que tiene. Si me hubieras salvado tú, te lo hubiera dicho a ti. Pero ¿dónde estabas tú?
Con nuestro hijo, pensé. Pero me mordí la lengua. Pensando que si me callaba a lo mejor ella, al final del día, también ponía su lengua donde pudiese aliviarme y dónde tenía concentrada toda mi rabia. Entre las piernas.
–Además, tengo que informarle que ese criminal, que no tiene otro nombre, no la ha untado con gel hidroalcohólico sino con una variante de dicho gel combinada con ginseng, azafrán y yohimbina que penetra por la epidermis y que la ha dejado en un estado… no sé como decirlo…
–Lo sé, lo sé… Gracias por ser tan delicado.
–Es mi obligación. Su, debilidad, podemos decirlo… podría durar horas. Me han dicho que se la ha restregado por todo el cuerpo durante muchos minutos.
–En efecto, ha aplicado grandes dosis y ahora… Míreme.
–¡Sí, hombre! ¡Encima que te mirase! ¡Pero si no debía hacer otra cosa! ¡Estabas en pilota picada delante de un desconocido!
–Todavía llevaba el sujetador, Bruno. Aunque, bueno, puede que se me hubiese salido un pezón. Ya sabes, ¡estaba tan nerviosa!
–Nerviosa no es la palabra, estabas más caliente que una plancha.
–Y entonces se lo dije.
–¿Le dijiste qué?
–Yo no me puedo ir así, señor director. Tengo que ir a buscar a mi marido pero en este estado durante el trayecto podría caer en manos de cualquier desaprensivo. ¿Se imagina lo que podría pasar?
–¡No me jodas, Marina! ¡Te estaba engañando! ¡No existe esa droga! ¡No entra por la piel! ¡No se aplica con friegas!
–¡No le critiques! ¡Él me salvó!
–¡Él te sugestionó, que no es lo mismo!
–Tú no sabes como me sentía. Se la acaba de chupar a un orangután con uniforme y seguía ardiendo por dentro, tan excitada que no podía caminar, tan mojada que notaba húmedos la cara interna de los muslos. ¡En ese estado cualquier sátiro malnacido se hubiese podido aprovechar de mí!
–Fólleme, Dagoberto. Aquí, ahora. Es la única manera de que pueda volver sana y salva con mi marido.
–Pero, señora…
–Es la única solución que se me ocurre, señor. Hágame suya y así evitaremos males mayores.
–No sé…
–¿Es que no le gusto?
–Y bueno, en ese momento sí que a lo mejor aparté un poco el bolso para que pudiera verme el pubis. Pero fue por nosotros. Para salvar nuestro matrimonio. Y mi honra.
No podía dar pábulo. Mi mujer, mi santa mujer, ofreciéndose como una vulgar ramera.
–Amorcito, cálmate –y me cogía el bícep, tensionado por la rabia cada vez más a punto de desbordarse–. Lo hice por nosotros. Y controlando. Le dije que sólo me la metiera un poco. Para quitarme las ganas, para no quedarme indefensa en lo que pudiese durar el camino hacia ti.
–Bueno, señora, al fina y al cabo yo siempre he dicho que la clienta siempre tiene la razón.
–Y vamos, que en dos minutos ya estaba debajo de él. Y yo le decía: ‘pero sólo un poco’. Y el me prometía que sí… que estuviese tranquila.
–Pero te la metió hasta el fondo ¿no? ¡Cómo si lo estuviera viendo!
–Lo siento, señorita, está tan mojada, que resbalado, ha sido sin querer. Ahora se la saco… ¡oh, vaya, ha vuelto a resbalar!
–Señoraaaaa… ahhhh, ¡le recuerdo que soy señoooora!
–¡Y volvía a sentir aquellas pelotas enormes golpeándome contra el perineo. Una vez y otra y otra…
–Dime que no gozaste, Marina. Que sólo fue un cúmulo de circunstancias.
–Bueno de circunstancias y de semen. Porque como se corrió el director del centro. ¡Qué abundancia!
–¿Dentro? ¿Lo hizo dentro?
–Ya te he dicho que era un caballero, pichín. Mi salvador. Se corrió fuera. Pero como un semental desbocado. Y ya había gastado todos mis kleenex antes.
–Al menos la tendría pequeña.
–Pues no. No era un pichín, como tú. Era una señora picha. ¡Y como entraba! ¡Dios! –y se mordía el labio al recordarlo, mi pequeña y traidora viciosa. Si no me pusiera tanto…
–¡Marina, dime que no llegaste al final!
–¡No llegué una vez! ¡Llegué dos! ¡En el segundo creo que mis gritos se oyeron por toda la planta!
Me lo creía. Mi Marina era de mucho chillar. Tenía un chillido agudo que siempre llamaba la atención. Mi vida estaba llena de anécdotas con su grititos.
Tipos fumando en un área de servicio en la autopista. Marina y yo volvíamos a nuestro coche. Por desgracia, en pleno puente, no había podido encontrar un sitio a la sombra. Todo el coche recalentado. Marina entraba y aquella diminuta minifalda se subía tanto que su culito iba a tocar con el asiento ardiendo.
–¡Uuuuuuyyy!
Y claro ya estaban los fumadores que se giraban la veían con una pierna dentro y otra fuera del coche, aquellas largas y fantásticas piernas, ofreciendo una vista imposible de olvidar.
O aquella otra ocasión. Excursión en bici en un casa rural. Marina con un pantalón tan corto y ceñido que no es que enseñase medio culo, es que debía de ser ilegal en algunos países. Final de ruta en descenso lleno de adoquines. Yo, detrás, veía como el sillín golpeaba su coñito una u otra vez. Y ella.
–Uyyy, ohhhh, ¡Ahhh! ¡¡Aah, aah, aah! ¡Uauuuuu! ¡Uyyyyy!
Todo el grupo supo que ella sí que había disfrutado de la excursión. Algunos pantalones de ciclista estaban a punto de reventar y eso que eran tipos que iban delante.
Marina en el jardín botánico. Iba tocar un rosa y se pinchaba con una espina.
–¡Uy!
Y así el resto de visitantes podían ver como, a continuación se chupaba el dedo, de una manera tan sensual que hacía volar la imaginación de todos los hombres a cien metros a la redonda.
–¡Me van oír, Marina! ¡Me van a oír! ¡Mañana mismo vuelvo y presento una queja!
–Pero querido, no puedes poner por escrito todo lo que te he contado… ¡No puedes humillarme así!
Habíamos llegado a casa.
–¿Me vas a castigar por haber sido un poquito mala?
–¡No lo dudes! En cuanto bañes y acuestes al niño vas a saber con quién estás casada.
No parecía muy preocupada. Más bien lo contrario.
Antes de entrar, y justo cuando pasaban un grupo de chavales con sus skates, una inoportuna ráfaga de viento levantó la falda de vuelo del nuevo vestido de mi mujer de forma sorpresiva. Yo estaba abriendo la puerta y ella había pasado a sujetar el carrito por lo que al tener las manos ocupadas ni bien ni mal atinó mucho a taparse.
–¡Uyyyy! –gritó ella alterada al sentir allá abajo toda aquella corriente de aire, por si había algún hombre en la calle que no se hubiese fijado en el percance.
Fuese verdad o no lo que me había contado, lo cierto es que, al contrario de cuando salimos de casa, ahora no llevaba bragas.
* * *
–Bueno, pues aquí tiene nuestro cheque regalo. Cinco mil euros. Y le agradecemos que no vaya a poner una queja a Consumo.
Dagoberto Rinante se me quedó mirando, mientras yo guardaba el sobre.
–¿Le puedo hacer un pregunta, Bruno?
–Sí, claro.
–Mientras le despedíamos, Francisco de la Forja, el que había sido nuestro jefe de planta, no explicó una historia increíble. Que su esposa había venido el día antes, que había tonteado con él y que le había dado instrucciones de lo que tendría que hacer: la hora a la que llegarían, cómo deshacerse de usted, el modo de tomarla a ella… Todo.
No lo esperaba. Tuve que improvisar:
–No le crea. Esas cosas son imposibles de improvisar. Siempre habría el peligro de que alguien que no estaba, ejem… invitado… se colase en la fiesta.
La alusión a su inesperado rol había quedado clara. Esperaba que fuese suficiente para que cambiase de tema. El jefe de planta podía no ser el único que tomase el camino de la calle. Al decirlo me vi a mí mismo como el hombre que controlaba, el espacio, la situación, quien decía como estaban las cosas. Y pensé en el pobre idiota que había perdido su empleo sin ni siquiera llegar a catar a Marina.
–Esa no era la pregunta.
–¿Y?
–¿Y a usted? ¿No le duele?
Me levanté de manera parsimoniosa y salí del despacho. Antes de que se cerrase la puerta me volví y le contesté:
–En nuestra familia tenemos un dicho: si no duele un poco, no gozarás.