Sarah Jane

Cuando la Sarah Jane-barco vira para encarar la boca del puerto, la Sarah Jane-mujer esta en pie, con los ojos cerrados y el rostro algo elevado, inmóvil, recibiendo la caricia de los rayos solares. Como si fuera un bello y juvenil mascarón de proa.

El viento de fuerza 2 hincha la génova, impulsando velozmente a la Sarah Jane, que apenas cabecea. Cada pocos segundos, casi con precisión de metrónomo, la proa hiende una ola de mayor altura, y entonces hay una guirnalda de encaje blanco que adorna la cubierta antes de convertirse en finos hilillos de agua devueltos a la inmensidad verde de la que proceden. Y en esas ocasiones, una sutil nube como de bruma refresca mi rostro.

Sonrío.

La primera vez que abordé un velero, creía en mi ignorancia que la brisa vendría de proa, y me veía con los cabellos al viento, extendidos detrás de mí.

Navegar es para mí algo más que una afición. Solo con la caña entre mis manos me siento verdaderamente vivo. Lo otro, mi trabajo, es solo el medio que me permite escapar siempre que puedo y la meteorología me lo permite, a reencontrarme con mi barco, que es más mi hogar que la casa donde a veces me falta el aire, que allí no huele a yodo.

Yo no la bauticé. Me limité a aceptar el nombre que eligió su primer propietario, un norteamericano que deseaba algo más grande que sus 12 metros de eslora, eso me dijo. Me pareció, no sé, que con otro nombre perdería algo de lo que me cautivó de ella. Además, no hay en mi vida una Alicia María o Ana Teresa para resaltar su nombre con grandes letras en popa.

¿Os habéis dado cuenta? Hablo de la Sarah Jane en femenino, y es que es así como la siento.

Los días de la semana parecen arrastrarse lentos, iguales unos a otros, y quisiera que las horas constaran únicamente de 30 minutos, o incluso menos, para que llegara al fin el viernes, y con él, mi reencuentro con la Sarah Jane. Pero en ese caso, también el fin de semana sería corto, y enseguida volvería otro lunes.

Por fin jueves. Esa noche lleno una bolsa con la poca ropa que voy a utilizar. La comida la compraré en un supermercado que hay cerca del puerto. Pongo la bolsa en el maletero de mi auto, y me digo que solo quedan unas pocas horas hasta que vuelva a verme en el puente de mi barco.

En un primer momento, pienso que he equivocado el amarre. Pero no, ahí están las letras doradas en la popa para certificar que se trata efectivamente de mi velero. No conozco a la chica sentada en el banco de popa. Rubia, con los cabellos largos, muy bonita. Según voy acercándome, distingo nuevas porciones de su anatomía. Viste una camiseta de tirantes muy ajustada, que resalta el color tostado de su piel, y sus pechos medianos, muy bien formados. Cuando salto sobre la cubierta, puedo ver el resto: pantalones muy cortos, piernas largas tan tostadas como el resto de su piel al descubierto. Y está descalza.

Me detengo ante ella, y la miro con gesto de interrogación. Por fin, parece advertir mi presencia, alza la vista, y me dirige una sonrisa encantadora.

–¡Hola, Charlie! –exclama como si me conociera–. Has tardado mucho.

–Es que había mucha gente en el supermercado, y

«Pero, ¿qué demonios hago yo excusándome? –me pregunto–. Es ella la que tiene que explicar su presencia»

–¿Quién eres?

–Soy Sarah Jane –responde.

«Ya. Ha tomado el nombre de mi barco, muy poco original»

–¿Puedo ayudarte en algo? –pregunto con tono algo seco.

–Sí –responde, mirándome francamente a los ojos–. Quiero navegar contigo.

Los suyos son azules, de un color como el del cielo en la mañana, inmediatamente antes de que salga el sol. Y su mirada me desarma, y todas las frases agolpadas en mi boca, y el recelo que me produce su presencia allí, se evaporan como por ensalmo.

Me limito a arrojar mi bolsa de viaje por la portilla, y encender el motor diesel. Ella se pone en pie, y camina en dirección a la proa. Un ágil salto la conduce a las tablas del embarcadero, donde desata el amarre del noray, deshaciendo el nudo con dedos expertos. De nuevo sube a la cubierta, y se dirige a proa. Cuando la Sarah Jane-barco vira para encarar la boca del puerto, la Sarah Jane-mujer esta en pie, con los ojos cerrados y el rostro algo elevado, inmóvil, recibiendo la caricia de los rayos solares. Como si fuera un bello y juvenil mascarón de proa.

Cuando las primeras olas comienzan a mecer ligeramente la nave, ya fuera de la protección del espigón, se dirige con paso calmado al alojamiento de la vela mayor. Sus pies descalzos se adaptan a la cubierta al caminar, y contrarresta el leve balanceo con ligeras flexiones de sus rodillas, como un consumado marino. De nuevo demuestra que no es éste su bautismo de mar. Sus dedos extraen diestramente la lona, y luego acciona la polea hasta que la vela se hincha, al recibir el soplo de la brisa. Detengo el motor, y fijo la caña. Después extraigo la génova de su cajón bajo cubierta, y me uno a la muchacha, que me espera. Trabajamos juntos durante unos instantes, en silencio, hasta que también el trapo que entre ambos hemos unido a sus sujecciones, y elevado mediante otra polea, toma el viento e imprime mayor velocidad a la Sarah Jane.

Con absoluta economía de movimientos se sienta ante la caña, la destraba, y hace virar lentamente al barco hasta que toma un rumbo paralelo a la costa.

Tengo una sensación de irrealidad. Es la primera vez en mi vida que la veo, pero al mismo tiempo, es como si la conociera de siempre. Y su figura sentada, con la mirada soñadora fija en el horizonte, me parece por un instante que es parte del velero, que forma un todo con él. No puedo, no sé explicarlo mejor.

Apenas ha comido. Se ha limitado a morder distraidamente un tallo de apio, y a beber tres colas.

–¿De donde eres? –pregunto al fin, rompiendo el silencio que ha sido la tónica general entre nosotros durante toda la mañana.

–Nací en Los Angeles, aunque mi padre se trasladó a vivir a España (es diplomático) y me he criado aquí –explica con su voz profunda, sin apenas acento.

–Y, ¿a qué te dedicas?

Me dirige una mirada de las que hacen derretir las piedras.

–Navego. La mar es toda mi vida.

Mira sucesivamente al cielo, en el que han aparecido como por arte de ensalmo unas nubes, cerca del horizonte, y después a la lejana costa.

–Charlie, deberías fondear aquí.

–¿Por qué? –pregunto–. Tenía intención de poner proa al noreste, hacia mar abierto.

–Créeme, es mejor que eches el ancla.

Se pone en pie, y va hacia la génova, comenzando a arriarla. La sigo. No sé por qué lo hago, pero la ayudo con el aparejo, hasta que la Sarah Jane se detiene completamente. Arrojo el ancla por la borda, y me vuelvo. No está sobre cubierta.

Bajo los tres escalones, y la encuentro en pie, inmóvil. Sonríe dulcemente, y me mira directamente a los ojos, componiendo una imagen que me produce una honda emoción.

Se desnuda lentamente, sin dejar de mirarme mientras lo hace. Después, cuando la totalidad de su piel tostada regala mi vista, tiende una mano hacia mí. No hay palabras. Me quito la ropa, y la sigo a mi camareta. Se tumba boca arriba, con las rodillas flexionadas y los muslos ligeramente separados, y extiende los dos brazos en mi dirección. Y sonríe, y en sus labios hay una promesa de amor que inunda mi pecho de un sentimiento desconocido.

Me tiendo sobre ella, y paso los brazos en torno a su espalda, en un íntimo abrazo. Los ojos quedan prendidos, como si ambos quisiéramos saciarnos de la contemplación de la otra mirada. Por fin, toma mi mentón entre sus manos, eleva ligeramente la cabeza, y me besa.

Sus labios saben a sal y yodo, y su saliva es como un néctar que me embriaga. Cada poro de mi piel toma conciencia del contacto de su cuerpo, y me siento como elevado a otra dimensión. Es una sensación de gozo inexplicable, que excede todas mi experiencias anteriores. Siento deseo físico, sí, pero no oso moverme siquiera para intentar la satisfacción de mis instintos, porque intuyo que eso rompería el hechizo de su beso, el más dulce con que me han obsequiado nunca.

Por fin, ella libera mi rostro, y cubro el suyo de besos. Suspira cuando mis labios rozan su cuello, y sus ojos se cierran. Y la sonrisa, su cautivadora sonrisa, no se aparta de sus labios entreabiertos, mientras recorro su piel con pequeños besos. Mi boca conoce la suavidad de sus senos, y la dura rugosidad de sus pezones; se detiene sobre el misterio de su vientre, y luego pasa a sus caderas y a sus muslos, sin atreverse a hollar la flor de su feminidad, expuesta ante mis ojos.

Al fin, con gran cuidado, me atrevo a posar mis labios sobre su clítoris, y su cuerpo todo se estremece entre mis brazos. Sus ojos azules sonríen, como su boca entreabierta, cuando tira dulcemente de mis axilas, obligándome de nuevo a cubrir su pequeño cuerpo con el mío. Nuestros labios se unen, y de nuevo pierdo la noción del tiempo y del espacio.

Segundos después (o minutos u horas, no lo sé) tomo conciencia del abrazo de su vagina en mi miembro endurecido, sin que antes de aquel momento hubiera sido consciente de haberla penetrado. Su cuerpo se mece entre mis brazos como las olas que balancean ligeramente el lecho sobre el que nos amamos. Y finalmente, llega la exaltación de su clímax, y sus labios exhalan pequeños gritos enardecidos, y sus manos acarician mi espalda, mientras yo a mi vez me dejo llevar a la cima más elevada del placer, que con Sarah Jane no es únicamente físico, sino que pone en mi pecho una sensación de gozo que nunca antes había conocido.

Luego, cuando me tiendo de costado para liberarla de mi peso, acaricia dulcemente mis labios con la yema de sus dedos, y sonríe:

–Sssssst, duerme ahora, mi amor –susurra.

–Despierta, Charlie, por favor –urge la voz de Sarah Jane, sacándome de mi sueño.

Abro los ojos. El ligero balanceo se ha convertido en una fuerte oscilación, y el viento silba entre las jarcias. Hay ahora urgencia en sus movimientos, cuando se pone en pie y viste rápidamente sus ropas abandonadas ante la camareta.

La sigo a cubierta. Al noreste, el cielo ya no es azul, sino de un ominoso color plomizo, rasgado por continuos relámpagos. El viento es muy fuerte, y me obliga a inclinarme en dirección contraria, tratando de guardar el equilibrio.

Sarah Jane se dirige al mastelero, y despliega la mayor. Me detiene cuando me ve decidido a enjarciar la génova:

–Es demasiado trapo, Charlie, el viento es muy fuerte.

Izo el ancla, y me dirijo al puente. Ella está ya sentada ante la caña, y el barco vira, dejando el viento a popa. Quiero relevarla, y enviarla a la relativa seguridad del interior, pero me disuade con un gesto. Es mejor marino que yo, lo advierto al poco tiempo. Parece anticiparse a las ráfagas racheadas, y el barco, expertamente dirigido por ella, siempre adopta la mejor posición para recibir cada una de las olas enormes que se elevan a impulsos del fuerte viento. La Sarah Jane-barco vuela, alejándonos de donde las descargas eléctricas se transforman en el horrísono sonido de los truenos, ahora perfectamente audibles.

El cielo se abre, como un dique que se rompe, y una verdadera catarata de agua helada cae sobre nosotros. Desciendo al interior el tiempo estrictamente necesario para tomar del armario los trajes de tormenta y los arneses de seguridad. Nuestros cuerpos están empapados, pero el chaquetón impermeable produce una ligera ilusión de calor.

Sujeto el arnés sobre su cuerpo, y solo después visto el plástico de color amarillo, y aseguro el mosquetón del mío.

Pasan muchos minutos, no sé cuántos, porque no puedo distinguir la esfera de mi reloj. El viento es ya casi un huracán cuando creo divisar entre la cortina de agua que no cesa la luz del faro del puerto del que partimos hace solo unas horas, que se acerca rápidamente.

Hay un momento en el que la Sarah Jane-barco escora fuertemente a babor amenazando con volcar, cuando Sarah Jane-mujer varía ligeramente el rumbo, para dirigir la proa a la bocana del puerto que intuimos más que vemos. Voy rápidamente a la vela, y acciono las poleas hasta que queda arrugada en la cubierta. Tengo que desistir rápidamente de sujetarla para impedir que golpee a impulsos del fuerte viento: he estado en un tris de caer a las revueltas aguas espumosas. Noto en mis pies la vibración del motor diesel, accionado por la muchacha.

Entonces una ola nos toma por popa, y volamos literalmente sobre la cresta, con el borde del espigón peligrosamente cercano a la amura de estribor. Luego, se hace la calma, y queda solo el viento, que dentro del refugio del puerto parece incluso menos intenso.

Minutos después, la Sarah Jane-barco está asegurada en su amarre, y la muchacha y yo nos esforzamos en recoger la lona, y atarla precariamente sobre cubierta; ya será tiempo al día siguiente de ocuparnos de ella. Estamos chorreando, y puedo percibir el castañeteo de los dientes de Sarah Jane-mujer. La llevo casi en vilo hacia el cálido interior, y le quito rápidamente la ropa húmeda, envolviendo su cuerpo desnudo en una manta.

Solo me detengo para prescindir del estorbo del chaquetón, sin hacer caso de los escalofríos que recorren mi cuerpo. Caliento rápidamente agua y preparo un té fuerte.

Minutos después, el color ha vuelto a su rostro, y las manos que froto entre las mías han perdido también su lividez, y comienzan a calentarse.

–Te debo la vida –murmuro en su oído.

Se pone en pie lentamente, dejando caer la manta al suelo. Sonríe, como hace unas horas, y me tiende la mano.

-Sssssstt –susurra–. No digas nada, solo hazme el amor.

Y otra vez, nuestros cuerpos se unen sobre las sábanas aún revueltas. Y de nuevo el gozo y la exaltación de tener su cuerpo, y conocer la dulzura de sus besos. Y llega el clímax, y pierdo la noción de todo lo que no sea el tacto de Sarah Jane entre mis brazos, y el amor que destilan todos sus poros.

Luego, ambos nos dormimos estrechamente abrazados.

A la mañana siguiente despierto solo en mi camareta. De Sarah Jane-mujer solo queda el hueco de su cabeza en la almohada, y un leve rastro de su perfume en las sábanas, que solo poniéndolas en mi nariz puedo apreciar. Imagino que estará en cubierta, quizá sorbiendo un café, aunque no percibo el aroma de la infusión.

Ahora le debo mucho más que la entrega de su precioso cuerpo: le debo mi vida, que sin ella habría acabado hace unas horas, junto con mi barco.

Me detengo a vestir un pantalón corto, y calzo las naúticas, subiendo los tres escalones que me separan de la cubierta. La sonrisa muere en mis labios, cuando veo que está vacía.

Pienso que igual ha bajado a tierra, a comprar algo, o quizá a telefonear. Pero dentro de mí algo me dice que no es así. Y su ausencia produce un vacío en mi interior que sé que no podré llenar.

Mecánicamente, conecto la radio.

A primeras horas de la mañana, fuerzas de Salvamento Marítimo han iniciado la búsqueda de los tripulantes de dos barcos de recreo sorprendidos por la tormenta, aunque se tienen pocas esperanzas de encontrarlos sanos y salvos, debido al fuerte temporal con vientos de fuerza 5 y olas de diez metros que se desató repentinamente al final de la tarde de ayer

Apago la radio.

Me sobresalta la voz de un hombre mayor, desde el muelle.

–Permiso para subir a bordo –exclama en inglés.

Se trata de Arthur, el anterior propietario del barco. Le estrecho la mano, y le miro interrogante.

–Quería asegurarme de que está Usted bien –dice, mirándome con sus ojos azules, que son como… Pero no, no puede ser–. Ayer, cuando estaba a punto de estallar la tormenta vine hacia aquí, y vi el amarre vacío. Temía que el temporal le hubiera sorprendido en alta mar

–¿Por qué el barco se llama Sarah Jane? –pregunto con la boca seca, aunque con un estremecimiento hasta lo más hondo anticipo la respuesta.

–Era el nombre de mi hija de 19 años. –Su voz se quiebra en este punto–. Murió de leucemia, hace dos. Por eso vendí el barco, porque no podía soportarlo. Creía ver sus cabellos rubios al viento

–¿Sabe, Charlie? –añade con los ojos húmedos–. Tenía costumbre de quedarse inmóvil, de pie en la proa.

El viento de fuerza 2 hincha la génova, impulsando velozmente a la Sarah Jane, que apenas cabecea. Cada pocos segundos, casi con precisión de metrónomo, la proa hiende una ola de mayor altura, y entonces hay una guirnalda de encaje blanco que adorna la cubierta antes de convertirse en finos hilillos de agua devueltos a la inmensidad verde de la que proceden. Y en esas ocasiones, una sutil nube como de bruma refresca mi rostro.

Sonrío.

Algo en lo más profundo de mi ser me dice que algún día la Sarah Jane-mujer volverá al barco del que forma parte, sólo es cosa de esperar. Y de nuevo la veré al frente, en pie, como un bello y juvenil mascarón de proa.

Navidad, 2006a