Sara y Adri (4)

Continuación. Donde asistiremos a la estratagema de Alicia y Sara montará el número del falso novio.

CAPÍTULO IV

El edificio del colegio estaría construido desde unos ciento cincuenta años atrás. Con las remodelaciones pertinentes, claro está. Aún no lo he contado, pero desde que se construyó pertenecía y era regido por una orden religiosa. Un colegio de monjas.

Las instalaciones eran completas y pulcras. La orden decidió destinar ese edificio como colegio para chicas a principios de siglo. A partir de los años sesenta el uniforme dejó de ser obligatorio. Y en los años setenta lo convirtieron en colegio mixto. El centro cubría desde los preescolares hasta los preuniversitarios, así que técnicamente era un colegio, no un instituto. En la actualidad la mayoría de las clases eran impartidas por profesores laicos.

Era uno de esos colegios gratuitos hasta que los alumnos comenzaban la secundaria, con quince años. Desde entonces pasaba a ser subvencionado parcialmente por el gobierno local. A pesar de eso el precio de la matrícula era elevado. Ahí estaba el negocio de las hermanas religiosas. En la combinación de educación de calidad y precios altos. Ellas ofrecían bastante de las dos cosas. Todavía no ha sido mencionada la palabra "privado". Pero en su conjunto el centro tenía bastante de eso. Tenía un aire familiar, elitista, católico, económicamente era exclusivo... Aunque el alumnado lo componían tanto niños de familias muy desahogadas económicamente como procedentes de la clase obrera.

El edificio ocupaba toda la manzana. Con una altura de tres plantas, se dividía en cuatro alas de la misma longitud. A la enseñanza se destinaría apenas la mitad de todo el complejo. El resto servía a otras necesidades de las hermanas. En el centro de la construcción se alzaba la torre de su propio campanario. Todo estaba levantado en sólida piedra gris con estilo neoclásico y por doquier se abrían numerosas ventanas de madera barnizada. Era una sobria mezcla de lo clásico con lo moderno, ya que funcionalmente estaba a la última.

En ese ambiente de disciplina todo el mundo se acostumbraba a aparentar que hacía lo correcto. Aunque a veces, todos somos humanos, no fuese así. No es que las monjas fuesen demasiado cerradas ni rígidas. Simplemente les gustaban "las cosas bien hechas". Quizá esto explique que la gente que sale de estos centros tiene cierto aire de indestructibilidad. Por un lado son cultos, bien preparados y muy educados. Por el otro, están acostumbrados a hacer lo necesario para que no los pillen si son responsables de algo que no esté del todo bien.

Hacía quince minutos que la primera clase de la mañana había comenzado. En el aula todo el mundo parecía necesitar una o dos horas más de sueño. Menos el profesor de Filosofía, que hablaba despreocupado desde su mesa sobre algo más bien poco interesante. Sara miraba por la ventana hacia la calle. ¿Dónde estaría? No le había dicho que no fuese a venir. Se volvió a girar y sus ojos se posaron de nuevo sobre el asiento vacío de Adri.

  • Sara, le hablo a usted -por lo visto el profesor le estaba preguntando algo y ella no lo había oído.

  • Perdón... -le contestó aturdida- perdón, no lo estaba escuchando.

En la clase hubo algunas risas. El profesor le lanzó una mirada agria. Se contuvo de meterle bronca porque era buena estudiante. La pregunta fue repetida y contestada.

Las clases acabaron a mediodía. El primer día de la semana y el último tenían las tardes libres. La última clase había sido la de Matemáticas. Sara caminó despacio hacia la puerta, abrazada a su carpeta. Pasó cabizbaja por delante de la mesa del profesor y oyó cómo Alicia se excusaba porque sus padres no podrían entrevistarse con él esa tarde.

  • Entonces dígales que quiero verlos mañana por la tarde cuando acaben las clases. Alicia, su rendimiento está bajando y me gustaría hablar con ellos sobre eso -ella intentaba mirarlo con cualquier cara que no fuese de odio-. Si mañana no los veo, yo mismo los llamaré y concertaré la cita. ¿Entendido?

  • Sí -asintió dócil y se despidió.

Mientras recorría el pasillo desierto, una mano se posó en su hombro. Se giró y vio a Alicia, sonriente.

– Se te ve chafada, tía.

– Bueno... oye, ¿te estaba metiendo bronca –se giró para ver si estaban solas– el cochino acuático?

– Lleva unas semanas tocándome el coño. He bajado en sus últimos exámenes y quiere hablar con mis padres. Va listo.

Sara se rió. Alicia le guiñó un ojo y se marchó contenta. No se le ocurría cómo iba a evitar su amiga que el profe de Mates se reuniese con sus padres si él quería. Pero también estaba segura de que si Alicia prefería que esa reunión no se diese a él le iba a ser difícil conseguirla. Su compañera tenía una gran determinación. Era buena chica, pero sus padres un poco esnobs y controladores, así que ella había aprendido a mantener una imagen de formalidad ante ellos aunque tuviese que actuar un poco.

Las mañanas de los Martes a primera hora en clase eran difíciles de distinguir de las de los Lunes. Quizá los chicos habían superado levemente el trauma de tener que volver a clase tras el fin de semana.

Sara se apartó el flequillo de los ojos soplando hacia arriba. De buena gana se habría quedado durmiendo en casa. Terminaron de entrar los últimos alumnos seguidos por el profesor. Adri iba entre ellos. Miró hacia donde estaba Sara y ella le saludó con una sonrisa desde su asiento.

Tras una interminable primera hora de Historia de las Religiones, Adri salió del aula hacia los lavabos. Si no estiraba las piernas y bebía un poco de agua, se dormiría en plena clase. Regresó. La profesora debería estar a punto de entrar. Sara estaba junto a su pupitre.

– ¿Cómo estás? Ayer no viniste.

– Tuve médico. Tengo que volver el próximo Lunes.

– No te perdiste gran cosa –le dio un golpecito en el hombro, imitando a un boxeador–. Luego te fotocopias mis apuntes si quieres –Adri le dio las gracias cuando la profesora pedía silencio para empezar la clase.

Llegó el final de la última clase de la mañana y los alumnos salieron alborotados del aula como champán a presión. Querían abandonar lo antes posible aquello antes de tener que regresar de nuevo por la tarde. Sara le dijo a Adri que si quería podía comer en su casa. Su madre estaba trabajando en el hospital. Salieron juntos de la clase. Se cruzaron con Alicia, que escribía un mensaje en su móvil. Le saludaron al pasar. Ella les respondió con la cabeza y siguió con su mensaje. "sra sta tard.tat prprado.Dspes d comr t llamo", destacaba oscuro sobre blanco en la pantalla del pequeño aparato ("Será esta tarde. Estate preparado. Después de comer te llamo").

A las cinco de esa tarde el profesor de Matemáticas, alias cochinillo acuático, según sus queridos alumnos, recogía sus folios tras la entretenida hora de trigonometría cuando Alicia se acercó a su mesa. Le dijo que al final sus padres se reunirían con él esa tarde, pero que debía ser a las siete por motivos de trabajo. Otro contratiempo. Le estaba costando poder hablar con los padres de la chica. Si los esperaba hasta tan tarde le iba a tocar cerrar el colegio a él, pero aprovecharía para corregir exámenes. A fin de cuentas, qué mas le importaba hacerlo en el centro que en su casa. Allí no lo esperaba nadie.

Puntual, a las siete de aquella tarde, Alicia llamaba con los nudillos a la puerta de la sala de profesores. "Adelante", se oyó la voz algo nasal del profesor desde el otro lado. Asomó la cabeza, vio que estaba solo y cerró la puerta tras de sí.

– Mis padres se retrasarán. Por el tráfico. Me han pedido que venga y le avise –dijo mientras se acercaba.

– Muy bien. Puedes sentarte. Pero no hagas ruido mientras termino de corregir estos exámenes –y bajó la vista y volvió a enfrascarse en sus folios, que iba marcando con bolígrafo rojo.

La mirada de Alicia paseó por la habitación. Entre ella y el profesor Pérez, una mesa rectangular, alargada, llena de folios en montones como pequeños edificios. En la pared, estanterías repletas de volúmenes de distintas ciencias. La estancia estaba bien iluminada con la luz blanca que caía de tubos fluorescentes. Las paredes, pintadas sencilla y asépticamente en blanco estaban adquiriendo una tono amarillento en su parte superior y una leve pestilencia característicos del humo del tabaco. ¡Qué cabrones! Si algún alumno era atrapado por las monjitas fumando en el centro o en las calles cercanas eran expulsados durante varios días.

El sonido de un pequeño estallido hizo levantar al hombre su cara redonda y rojiza hacia la joven. ¿Qué había sido ese chasquido? Alicia estaba de pie, frente a él, la mirada desafiante. Con la mano derecha se volvió a golpear su cara en el lado izquierdo con todas sus fuerzas. Se le puso roja como un tomate y le saltaron las lágrimas mientras empezaba a gimotear. El profesor no salía de su asombro. A aquella niña le pasaba algo.

– Pero... ¡se puede saber qué demonios te crees que estás haciendo!

– ¡Me da igual que me pegue! Ya no pienso volver a hacerlo más –gritó con los dientes apretados, entre lágrimas–. Es... es asqueroso.

No comprendía nada. Ella lo mira con rabia, entre sollozos. Entonces, de repente, su expresión cambió y volvió a serenarse. La mutación fue tan poco espontánea que al profesor Pérez un escalofrío le recorrió la espalda. Alicia alargó la mano, cogió su teléfono móvil de la mesa y pulsó un botón.

– ¿Su móvil tiene grabadora de voz? El mío sí.

– ¿Pero qué...?

– Cállate –le interrumpió, cortante–. Ahora tengo una grabación en la que se oye cómo me pega, su voz de pervertido y a mí llorando. ¿En serio sigue pensando en molestar a mis padres?

El cincuentón la miraba sin salir de su asombro. Así que era por eso. Aquella chica tenía algún problema mental.

– Alicia, ¿es que eres tonta? –ella le sonrió con suficiencia–. ¿Te crees que te vas a salir con la tuya? No te creerán. Nadie creerá que he querido abusar de ti habiendo citado a tus padres hoy aquí –la chica suspiró.

– Mis padres no han sido citados –su voz era fría–. Ni lo serán. Usted lleva todo el año abusando sexualmente de mí. Me amenazaba con suspenderme si no le hago guarradas –tras los cristales empañados de las gafas, el miedo se reflejó en los ojos de él–. Esta vez le he grabado mientras me pegaba porque me negaba a tener sexo.

» Si usted da malos informes de mí, o mi próximo examen de su asignatura tiene mala nota... adivine qué diré.

– Eres... ¡eres una zorra, hija de puta!

Le había brotado del estómago. Se arrepintió al instante de haber cedido a la ira. Ella era su alumna. Estaba haciendo algo malo pero precisamente él debía educarla. Ser un referente moral además de académico.

– ¡No grites, que te pones más feo de lo que ya eres, cochino acuático!

La ira lo venció definitivamente. Se abalanzó sobre ella que abrió los ojos con sorpresa. "¡Dame ese teléfono móvil!" La agarró fuerte por los brazos y la sacudió. Cuando se sobrepuso del susto, le sonrió cínica. Estaba despeinada y tenía toda la cara roja y perlada por los llantos de hacía unos minutos. Fuera de sí, aunque extrañado por el autocontrol de ella, la soltó. Le quedaron dos marcas rojo brillante en los brazos. Ella cogió aire y lo soltó despacio. Lo miró con una impropia autosuficiencia y comenzó a hablar despacio, como si tuviese que darle una lección a un alumno que tarda en comprender.

– Le he pedido a un amigo que venga a recogerme. Llegará dentro de unos minutos y me encontrará golpeada y llorando mientras un baboso intenta meter su mano en mis pantalones.

– Yo... tu teléfono...

– Claro, mi teléfono –se aguantó una risita maliciosa–. Piensa en qué dirán las monjitas. Piensa en quién querrá contratarte, aunque no se llegase a demostrar nada en tu contra. Sólo con la acusación tu cara será la de un famoso pervertido que abusa de sus alumnas.

Sintió como un mazo le golpeaba el vientre. Cayó de rodillas llorando, la cabeza enterrada entre sus manos. Alicia se rió como si estuviese haciendo una travesura. Cuando habló su tono era menos frío, conciliador.

– Usted me ha obligado a esto. No estoy dispuesta a tener problemas con mis padres por haber tenido un mal mes en su asignatura – lo miró con condescendencia–. Le diré lo que vamos a hacer: usted no me molesta a mí y yo no le molesto a usted. Todas mis notas en su asignatura serán buenas. Entre el 7 y el 10. Sea generoso –hablaba casi con cordialidad; necesitaba convencerlo de que lo que le había dicho era una buena solución. La única solución. Hizo una pequeña pausa para asegurarse de que sus palabras surtían efecto. Entonces su voz volvió a ser cortante.

» Si me suspendes diré que es porque me negué a que siguieras abusando de mí y enseñaré la grabación. Si haces lo que digo no saldrás perjudicado. Pero si vas contra mí tu vida acabará destruida para siempre –le encantaba esa frase. La había estado ensayando en casa. ¡Era tan melodramática! Siempre había querido usarla en una conversación real. Él seguía inmóvil, con la cara oculta entre sus manos, desarmado.

» Decide ya. Pronto vendrán a recogerme.

A los pocos segundos levantó la cara, la expresión confundida, y acabó asintiendo con la mirada perdida, casi a cámara lenta, como si se hubiese transformado en un muerto sin voluntad.

– Ah. Hay algo más. Necesito tu semen.

La miró extrañado. ¿Qué había dicho? Cuando comprendió intentó negarse pero ella lo empujó contra su silla y llevó las manos a su bragueta.

– Colabora. Ya sabes, si no, enseñaré la grabación.

Aquello no podía ser una pesadilla. Era demasiado horrible. A pesar de todo, la tenía dura.

Alicia siempre había odiado a ese hombre. El tipo de odio que se le puede tener a un profesor, claro. Le parecía un hombre patético, asqueroso. Las cosas que había que hacer. Cuando había fantaseado con la idea le pareció totalmente irreal. Hasta que se dio cuenta de que estaba dispuesta a hacerlo. El año que viene iría la facultad y estudiaría Derecho. No necesitaba tener un máster en Matemáticas para eso. Sería una buena abogada. Y no iba a permitir que ninguna tontería estropease la estampa de niña seria y buena que tanto le había costado forjarse ante sus padres. Sabía lo que quería. Y si había que hacer ciertos sacrificios porque los demás le ponían obstáculos, como sus padres y su manía de controlarla, como aquél imbécil que se pensaba que lo único que existía en el mundo era su asignatura, los haría. Sacrificios como aquél.

Aunque Pérez siempre le había dado un poco de grima, su pene era el de un hombre normal. No es que lo tuviera como un chico de su edad pero no le resultaba tan desagradable como el resto del profesor. "De noche todos los gatos son pardos" pensó socarrona. Lo miró. Completamente inerte. Salvo por la erección. ¿Estaría excitado? Quizá era por los nervios. Aunque un hombre, digamos poco agraciado como aquél, pasados los cincuenta, soltero y con evidente poco trato con las mujeres, quizá podía encenderse ante la perspectiva de ser dominado por una joven de diecisiete años, guapa, espabilada y además, alumna suya. Le pareció patético y tuvo que reprimir las ganas de humillarlo. Parecía que iba a aceptar y cumplir el trato.

Verlo derrotado, dócil, en cierto modo la incitaba. Podría obligarlo a hacer más y más cosas. Pero se ceñiría a eliminar la amenaza. Suficiente lejos estaba llegando ya.

Sujetó su pene con la mano derecha. Estaba tieso apuntando al techo. Empezó a mover su mano arriba y abajo.

Pérez se sentía a quilómetros de allí. ¿Qué demonios estaba haciendo? En unos pocos minutos había traicionado todo en lo que creía. Esa chica era su alumna. Y él había consentido en tener sexo con ella. No se reconocía. Claro, que ella lo había coaccionado. Pero, ¿qué clase de ejemplo le estaba dando? Él había sido de los mejores de su promoción en magisterio. Y ¿qué hacía? Se comportaba como un pervertido. ¿Y si llegaba alguien y los veía así?

Entonces notó como los dedos de ella se cerraban en torno al tronco de su pene. Se lo acariciaban y se movían arriba y abajo lentamente. La sensación lo transportó de nuevo a la realidad, a aquella habitación que normalmente le servía de oficina compartida con sus colegas. Ahora estaba echado en su silla mientras una muchacha joven y apetecible le practicaba el onanismo.

Estaba vencido, entregado. La obedecería en lo que ella le ordenase. Qué patético. Esa idea, ese nuevo statu quo la excitaba sobremanera. Empezó a mover su mano con un ritmo más veloz. Su profesor exhaló un gemido apenas perceptible. Así que le estaba gustando. No pudo evitar mirarlo a los ojos de soslayo con una sonrisa provocativa. El hombre, sudoroso, estaba tenso, la espalda erguida, agarrado al asiento. Se adelantó, tembloroso, en un ademán para tocarla o besarla. La mirada fría de ella se lo prohibió.

La sensación de poder la estimulaba. Empezó a machacar el miembro de su maestro con más fuerza y más rápido, sin piedad. Le pegó sus labios al cuello y succionó acariciándolo con la lengua. Eso fue lo último. Un escalofrío le sacudió todo el cuerpo y el hombre empezó a eyacular mientras resoplaba. Alicia siguió pajeándolo hasta el final. Su semen caía sobre la mesa, sobre sus folios. Los últimos chorros, más cortos y empujados con menor fuerza, quedaron sobre los dedos de ella.

– Espero que no fuese algo importante –dijo ella mirando las hojas.

Se restregó la mano manchada de semen por la cara. Él, exhausto, la miró sin comprender nada. La chica sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón y se limpió la cara con él. Quedó manchado de maquillaje, sudor y de su semen.

– Ésta sería la prueba número dos de la acusación –soltó una risita orgullosa. Entonces, se puso seria y le tendió la mano–. ¿Tenemos un trato? –el sr. Pérez, alelado y con el miembro manchado aún a la vista, se la estrechó–. Espero que no me defraude. Nos vemos mañana.

Le sonrió de forma amistosa, como si no hubiese pasado nada. Tenía ganas de que llegase su novio ya. No se quería quedar a solas con el profesor después de su chantaje. Pero sobre todo era porque toda aquella mierda la había puesto muy cachonda. Cuando su chico la recogiese iría con él a su casa y follarían.

A los pocos minutos, un chico alto, algo mayor que ella, se asomó por la puerta. Alicia le dirigió una mirada alegre. El profesor aún tenía la polla fuera, encogida ya del todo, y los folios de la mesa manchados de leche. Con suerte la mesa le cubriría la vista de la entrepierna del alcance del chico. Y como los folios eran blancos a lo mejor pasarían desapercibidos desde la puerta. Si el chico no se acercaba... ¡Qué más daba si se acercaba o no! Era su novio. Era su cómplice: él lo sabía. Si ella lo acusaba sería su testigo probablemente.

Pruebas y testigos. Él, un pobre profesor cincuentón, feo y condenado a la soltería perpetua. Ella, una alumna guapa y apetitosa. Y además pruebas materiales y un testigo. Ella tenía razón. Sólo tenía una opción.

Alicia se despidió de él con la mano y salió sonriendo a su novio. El chico miró al hombre con una mezcla de cinismo y desprecio.

"Al menos la psicópata esa ha preferido hacerme una paja y chantajearme a enviarme al macarra del novio a pegarme", intentó consolarse. Derrotado por una estudiante de Bachillerato. Él era un hombre maduro, un académico que podría haber dado clase en la universidad si hubiese querido. Aunque tenía que reconocer que el plan de Alicia estaba construido con sólida lógica matemática.


El Viernes los chicos del grupo de Filosofía tenían la tarde libre así que se reunieron en casa de Sara para continuar con el trabajo. No es lo que más les apetecía hacer una de sus dos únicas tardes libres semanales, y encima justo antes del fin de semana, pero ese trabajo era importante para su nota final.

Tras una hora y media de trabajo habían avanzado bastante. Pararon para merendar y Sara preparó unos sanwitches.

– El apartado 2 nos ha quedado demasiado largo –dijo, pensativa, mirando al infinito mientras masticaba su bocadillo–. Creo que sería mejor reducirlo y alargar un poco los demás para que estén más compensados.

Hubo alguna queja. Parecía que no iban a acabar nunca. A Alicia le parecía bien el cambio que Sara proponía, pero también le gustaba como estaba ya el trabajo. Carlos, que no había dado pie con bola en toda la tarde, no parecía tener muchas ganas de alargar más aquel trabajo. Quizá lo sucedido el Viernes pasado le pasaba factura. Sara lo trataba con normalidad, igual de bien que siempre. Parecía que para ella la semana anterior no había sucedido nada importante. No es que él quisiera tener nada con ella, pero de alguna manera le pinchaba un poco en su ego su actitud despreocupada.

– Creo que Sara tiene razón. El 2 es sólo una de las cosas que nos piden. Y nos ocupa casi lo mismo que el resto de los apartados juntos. Sólo tendríamos que acortarlo un poco y añadir alguna cosa más al resto. En sí, casi lo tenemos –intervino Adri.

Sara lo miró y se sonrieron. Él le puso la mano en la espalda y se la acarició suavemente. Terminaron de merendar.

– Vale, yo lo veo bien –acabó concediendo Alicia–. Pero me tengo que ir ya y la semana que viene no podré quedar. ¿Cómo lo hacemos?

Había que entregarlo en una semana y media. Tendrían que hacerlo sin ella. Viendo que Carlos tampoco tenía muchas más ganas de Filosofía, al final se ofrecieron a terminarlo Adri y Sara. Sólo les llevaría una o dos horas más. Se acercaba Junio y todos iban ya pensando en tener todo el tiempo posible de cara a preparar los exámenes. Y los que podían ser más generosos en eso eran ellos dos. Iban algo más sobrados que los demás. Sus compañeros agradecerían más esas horas libres. La semana siguiente Sara adelantaría por su cuenta. Y el Martes de después lo terminaría con Adri y lo pondrían en común en clase antes de presentarlo.


– ¿Cuál has cogido?

– "Algo pasa con Mary". Los del videoclub me han dicho que te partes de risa –Sara sacó la funda de su bolso y la puso sobre la mesa.

– De los directores de «Dos tontos muy tontos» y «¡Vaya par de idiotas!» –leyó Adri de la carátula–. Eso no promete mucho –la miró con una mueca escéptica.

El móvil empezó a vibrar sobre la mesa. Sara descolgó.

A su alrededor la cafetería estaba casi llena. Grupos de amigos y algunas parejas charlaban con latas de refresco y helados por delante. El ambiente era acogedor. Sería un buen día para los dueños.

Sara hablaba con cara de fastidio. Parecía no tener muchas ganas. Se despidió pronto y colgó. Adri la miró arqueando las cejas.

– Es el tío que me ligué el fin de semana en la disco. Tendrías que verlo, ¡es un armario! Me enrollé con él –Adri se rió–. Y el Miércoles repetimos en casa. Pero... no me apetece verlo. De hecho, voy a cortar con él. Es un poco, no sé, machito ibérico.

– Tu eterna búsqueda del chico ideal.

– No busco a nadie. Y si encuentro a alguien pues, lo habré encontrado y ya está.

– Y mientras tanto... –la miró con una sonrisa pícara. Sara abrió los ojos y se ruborizó levemente.

– Bueno, ¿y qué? –los dos rieron.

Desde la mesa, Cameron Díaz, con el pelo de punta, los miraba alegre.

Al girar la esquina, Sara lo detuvo cogiéndolo por el brazo.

– ¡Dios, qué pesado es! Espérame aquí un momento, porfa –se dirigió hacia la portería de su edificio.

Sentado en la entrada había un chico algo mayor que ellos. Cuando la vio acercarse se levantó. Tenía estampa de luchador grecorromano y se pavoneaba como un actor de cine. Adri pensó que tenía que ser el rollo de Sara, con el que había hablado hacía un rato por teléfono. Estaba muy seria, fría. Con él nunca se ponía así, pero la había visto otras veces. Tenía que estar muy enfadada. Trataba al otro como a un desconocido. Él gesticulaba ¿irritado? y ella decía que no con la cabeza como si le importase poco, su mirada gélida. Adri esperaba que se marchase sin más. Si el "Capitán América" se ponía agresivo, podría hacer un nudo con ellos dos con poco esfuerzo. Sara señaló hacia dónde estaba él. El otro giró la cabeza como si tuviese un resorte.

Sara volvió junto a él.

– Vamos a ver la peli.

– ¿Todo bien?

– Sí, es el tío que te he dicho antes; es un plasta. Oye... –se detuvo y lo miró con cara de circunstancia– ¿me puedes hacer un favor?

– ¿Cuál?

– Le he dicho a ése que eres mi novio, para poder quitármelo de encima.

– ¿En serio? –Adri tuvo que obligarse a no mirar al cachas para aguantarse la risa.

– Sí. Es que quería subir a mi piso.

Adri la miró irónico.

– Ay, Sarita, estás como una cabra –suspiró–. Bueno, ¿qué tengo que hacer?

– Nada, tú sígueme la corriente –y le puso una sonrisa angelical.

Se cogieron de la mano y se dirigieron hacia la puerta. El hombre armario seguía allí, erguido como un perro guardián. Miró a Adri de arriba a abajo. "Tiene que ser una broma", pensó. Sara los presentó.

– ¿Qué pasa? –le espetó a modo de saludo. Adri lo saludó con la cabeza.

– Bueno, nos vamos –dijo Sara.

Entraron en la portería. Antes de que Sara cerrase la puerta oyó como el otro murmuraba "será guarra, pedazo de puta". Apretó los dientes e hizo como que no lo había oído. Ese tío era un imbécil. Menos mal que había cortado con él. Adri la esperaba junto a las escaleras. Caminó con la cabeza baja hasta él. El otro los miraba desde el otro lado de la puerta.

– ¿Aún sigue ahí? –le susurró a su amigo sin girarse.

– Como una estatua.

Sara suspiró.

– Ese tío es idiota. Vale... sígueme la corriente, Adri.

Clavó sus ojos en los de él. Rodeó su cintura con los brazos y sus cuerpos se juntaron. La cabeza de ella descansó sobre el pecho del chico. Adri pudo oler su pelo perfumado. Sara levantó despacio la cara y la acercó. Sus labios se acercaron, se rozaron. Contuvieron la respiración y se miraron a los ojos. Volvió a apoyar la cabeza en su hombro.

– ¿Se ha ido? –susurró.

– Nos está mirando como un asesino.

– Joder.

Su respiración se hacía algo agitada. Volvió a levantar la cabeza. Se abrazaron con un poco más de firmeza. Acarició la oreja y la mejilla de su amigo con la cara. Él le pasaba la mano delicadamente por la espalda. Juntó sus labios con los de Adri. Cerraron los ojos. El calor y la suavidad los envolvieron.

El enfadado observador no pensaba quedarse a ver aquello. Maldiciendo entre dientes, con los puños apretados, se fue caminando rápido. Como alguien le buscase las cosquillas se iba a enterar. "¡Tú!, ¿qué miras?" le soltó a un chico con el que se cruzó. El otro se cambió de acera e hizo como que no lo había visto.

Seguían unidos junto a las escaleras. Sara podía notar el cuerpo firme de él a través de su camiseta de algodón, de sus tejanos, mientras se prolongaba la caricia de sus labios. La respiración del uno se había acompasado a la del otro. Se separó lentamente y abrió los ojos. Encontró la mirada de su amigo, intensa.

– Oye –murmuró con un hilo de voz–, ya no está, ¿verdad? –Adri miró.

– No, Sara. Ya no hay nadie.

Se quedaron un rato mirándose, abrazados. Sentían el cuerpo como si acabaran de despertarse y estuviesen en la comodidad de sus sábanas. Se sonrieron, algo turbados. Había que moverse. Se separaron despacio y comenzaron a subir los peldaños.