Sandra y el sexo. Primer capítulo. Mi despertar
Hola, me llamo Sandra. Soy francesa y profesora de español. Tengo 54 años y toda una vida de experiencias excitantes para contaros. Empiezo con la que fue mi primera relación sexual con un hombre, allá por el año 1977. Espero que os guste.
SANDRA Y EL SEXO
PRIMER CAPITULO
MI DESPERTAR
Era la vigilia de mi cumpleaños. Julio de 1977. Iba a cumplir quince años. Con mis padres, pasábamos todos los veranos en un camping del sur de Francia. Nuestra tienda familiar estaba plantada al lado de la de una pareja alemana, muy amigos de mis padres, desde hacia muchos años. Tenïan un hijo, Jürgeng, del que yo estaba locamente enamorada. Pequeño inconveniente : era 13 años mayor que yo. Además, estaba casado. Hasta ese verano, yo me lo miraba boquiabierta. Lo encontraba el más atractivo de los hombres. Rubio, de cabellos largos, alto, esbelto... Yo, bajita, delgada, morena... Pero él, bromeaba conmigo y me trataba como si fuera su hermana pequeña.
Pero yo había crecido, de un año para otro y ahora, unos hermosos senos despuntaban bajo el bikini y un coñito rezumante y envuelto de un frondoso vello, pedía a gritos las caricias de un verdadero hombre y no los torpes manoseos de algunos jóvenes babosos y llenos de granos de mi instituto, que no sabían ni dónde se encontraba ni para qué servía mi clítoris. Pero, yo había crecido sobretodo en mi cabeza. Me sentía mujer. Y empezaba a tomar conciencia de mi naturaleza caliente .
Antes de proseguir, debéis poneros en la piel de una joven adolescente de aquella época : no había internet, ni redes sociales, ni nada de todo lo que hoy hace que la mayoria de jóvenes hayan tenido, desde su pre-adolescencia, contacto con imágenes pornográficas. Las únicas fotos de este tipo que yo había visto eran las de las revistas que mi prima Nathalie, algo mayor que yo, me había enseñado, « cogidas prestadas » de su hermano mayor. Y, alguna que otra vez, que había sorprendido a mis padres haciendo guarradas. En cambio, el descubrimiento de mi propia sexualidad, de mi cuerpo, al fin y al cabo, se había producido de manera espontánea y muy natural. Mis padres eran lo que en Francia se llama « hijos del 68 », hippys, « haz el amor y no la guerra »... Me habían educado de manera muy, cómo decirlo, libre, con mucho diálogo... A los 12 años, me vino la regla por primera vez. A esa misma edad, me masturbé por primera vez. Guardo en mi memoria ese primer orgasmo como un tesoro, como una piedra preciosa. Me acuerdo que me dije a mi misma, un placer tan delicioso no puede ser, de ninguna manera, algo malo ; ni para la salud, ni para el espíritu.
Mis tetas afloraron como setas en otoño a mis 13 años. Mi prima Nathalie fue la primera en acariciarlas. Debería decir que fue ella en haberme hecho el amor... Esa noche, en la que, solas en casa, jugando a disfrazarnos con la lecncería de mi madre, bailando con los discos de mi padre, bebiendo un poco de ese horrible alcohol que escondía el mueble-bar del comedor ; ella empezó a besarme como se besan los adultos, a acariciarme como yo había visto hacerlo a mi padre on mi madre... Esa tarde comprendí que yo era una joven muy fogosa y que el sexo era, simple y llanamente, una delicia !
Yo tenía 13 años. Y Nathalie 17. No éramos lesbianas. Ni sabíamos lo que eso podía significar. Ella me explicaba, con sumo detalle, todo lo que hacía con su novio, Christophe. Yo le preguntaba mil y una cosas... Ella me dio multitud de orgasmos. Con sus manos, sus labios, su lengua... Su vulva, que le encantaba frotar contra la mia. Y yo aprendí, también, a dar placer a una mujer. Hacía todo lo que me pedía... La primera vez que hizo que me corriera, viendo como yo encadenaba los orgasmos, uno tras otro, me dijo muy seria : Sandra, el hombre que esté contigo se lo va a pasar en grande !
Pero, volvamos al cámping. Los primeros dias de las vacaciones, los pasé yendo a la playa con mis padres, por la mañana un ratito y, después de comer, los dejaba haciendo la siesta (eso es lo que me decían) y yo volvía a la playa con un grupito de adolescentes que nos conocíamos desde pequeños. Eran los primeros años del topless y, aunque la mayoría de las jovencitas de mi edad no lo practicaban, yo sí que lo hacía. La verdad es que los chicos de la pandilla estaban encantados y, a más de uno, se les notaba. Hay que decir que en aquella época y con los trajes de baño que se llevaban, era muy difícil disimular una erección. Entre mis amigas, había una que se llamaba Yolande, que tenía un par de tetas impresionante para su edad. Los chicos le insistían para que se despojara de la parte de arriba del bikini ; pero no había manera. A pesar de lo que podáis pensar, nuestras conversaciones y nuestros juegos eran muy inocentes. Pero nos lo pasábamos muy bien.
Cuando Jürgeng llegó al cámping, todo iba a cambiar para mí. Prinicpalmente, porque llegó sin su mujer y sin sus dos hijos. Una vez se hubo instalado, pasó a vernos. Era la hora del aperitivo (sagrado para los franceses). Y nos pusimos todos a la mesa para brindar por el reencuentro. Los años anteriores, yo les saludaba y acto seguido me iba a jugar con mis amigos. Aquel día, me quedé con ellos. E hice bien. Yo iba vestida con un pantalón corto, unas chancletas y la parte de arriba del bikini. Y enseguida noté que me miraba de una manera distinta a cómo lo había hecho hasta entonces. Me besó en ambas mejillas y me dijo, en su francés aproximativo, que estaba muy crecida y muy guapa. Me sonrojé como una niña pero también noté como el grifo de mi vulvita se abría, inundándomelo tanto que temí que se notara a simple vista. Era como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Mis pezoncitos se endurecieron ante el escalofrío que sus palabras habían provocado en mí.
Unas horas más tarde, volvió a pasar por nuestra tienda. Quería llevarme a un baile organizado a pocos quilómetros, en otro camping de aquel pueblo costero. Les pidió permiso, a mis padres, con una formalidad que les hizo tanta gracia que no pudieron negarse. Era realmente otra época. Hoy en día, los padres de una niña de 14 años no dejarían ir a su hija, sobretodo con un hombre hecho y derecho. Pero ellos dijeron que sí enseguida. Lo conocían desde que era un crio y sentían por él mucho afecto. Y confiaban plenamente en su exquisitez y buenas intenciones.
Estaba en el cielo. Así que me puse guapa. Me vestí con un vestido azul cielo, lleno de flores estampadas de muchos colores, muy ceñido a mi cintura y sin sujetador, pues era de estos vestidos que recogen los senos y que reposan las mangas sobre los hombros. Estaba terminando de arreglarme cuando entró mi madre y al verme exclamó que estaba lindísima y que iba a ser la más bonita del baile. Luego, me pidió que me sentara y se dispuso a pintarme las uñas de los pies. Del mismo color que mi vestido. Era la primera vez de mi vida que lo hacía. Y eso me hizo sentir aún más mujer, si cabe. Me prestó su lápiz de labios y me enseñó como ponérmelo, sin exagerar, de una manera sensual pero discreta.
Cuando Jürgeng pasó a buscarme no pudo evitar que se le escapara un silbido admirativo. Me ruboricé una vez más y mis padres, riéndose, le pidieron que fuera bueno conmigo y que me trajera de vuelta al cámping a una hora prudencial. Y también, que no me dejara beber alcohol. Todos de acuerdo, nos despedimos y nos dirigimos hacia su coche, aparcado fuera del recinto del cámping. Yo flotaba en una nube de felicidad. Me sentía como si fuera la novia de un dios teutón, de un guerrero nibelungo que iba a transportarme a su paraíso celestial. Yo lo observaba desde mi escaso metro sesenta como quien mira un rascacielos. Me sentía pequeñita a su lado... Sin embargo, algo que surgía de las profundidades de sus ojazos azules, un destello, una chispa, alogo me decía que él ya no me veía como la niña que había sido hasta entonces... Y llegamos al otro cámping.
Había una orquesta y la gente bailaba frenéticamente, como poseídos. Tocaban temas de Claude François, de Bonney-M... En fin, no me acuerdo muy bien de la música. Sí que me acuerdo que me puse a bailar como una loca, que me sentía borracha. Sin una gota de alcohol en mis venas. En diferentes ocasiones, Jürgeng me había tomado por la cintura, contorsionándose a la misma cadencia que yo. Sentía sus manos sobre mi piel como si no hubiera tela que las separase. Percibía como mi cuerpo se iba calentando, como una máquina de vapor. Mis braguitas estaban empapándose a marchas forzadas. Hasta podía sentir como mi botoncito de placer se hinchaba y endurecía... Y llegaron las lentas.
Me propuso que nos sentaramos a lo que yo le respondí que quería bailar con él. Debía haber algo de muy malicioso en mi mirada porque, de inmediato, cambió de actitud. Me cogió de la mano y me llevó, sin dilación, al centro de la improvisada pista de baile. Estaba lleno de parejas que bailaban, se besaban, se magreaban... Nadie se fijó en nosotros. La orquesta tocaba « Hey, Jude » de los Beatles. Me agarró de la cintura. Yo levanté los brazos y los enlacé alrededor de su cuello, mis dedos sumergiéndose en su nuca. Apoyé mi cara contra su busto. Llevaba la camisa desabrochada, con lo que mi cara entró en contacto directo con su torso. ¡Qué bien que olía ! Una mezcla de colonia y sudor. Olía a hombre. A hombre de verdad.
En un momento dado, se inclinó hacia mí y me besó. Cuando nuestros labios se encontraron, créi que me desmayaba. Me puse de puntillas y él bajó ambas manos sobre mis nalgas. La cabeza me daba vueltas como si estuviera en el « látigo » de la feria. Podía sentir su sexo endurecido contra mi vientre. Su lengua se abrió paso entre mis labios y la mïa la acogió con vehemencia. Sin dejar de besarme, sus manos me magreaban el culo, lo atraían como poderoso imán contra su sexo, frotándolo contra mi pubis angelical. De repente, interrumpió el morreo y cogiéndome de la mano me dijo : ¡ Ven !
Me llevó casi corriendo hasta el coche. Nos subimos y fuimos a la playa, a apenas un quilómetro del cámping. Aparcó en un lugar discreto. Sacó una gran toalla de playa del maletero. Todo estaba en silencio. Unicamente se oían los rumores apagados de la música y el leve arrullo de las olas. Casí podía oir más a mi propio corazón, como un auténtico redoblar de tambores. Estaba muy nerviosa. Y muy excitada. Caminamos algunos metros hasta llegar a un pequeño espacio, entre dunas. Extendió la toalla y nos recostamos sobre ella. La luna llena, cual fotóforo gigante, alumbraba picaronamente nuestro reducido nido de amor.
Me besó de nuevo ; pero esta vez, sus manos me acariciaron, más directas, más osadas. Una, subiendo por el interior de mis muslos, ligeramente separados. La otra, bajándome el vestido, dejando mis senos al descubierto. Al contacto de la frescura de la brisa marina, mis pezones se irguieron como dos puntas de flecha y solté un gritito cuando Jürgeng me los pellizcó suavemente. Me preguntó si tenía frio y yo le contesté que, al contrario, que tenía mucha calor, muchísima calor. Unos segundos después, me sacó el vestido por encima de la cabeza.
Hubo, para mí, un momento de desconcierto, pues, sin que comprendiera porqué, él se puso a reir. Y he de confesar que aquella risa me había vejado profundamente. ¿Eran mis pechos los que le hacían reir ?, me preguntaba calládamente. Su mujer era más gorda que yo y tenía un par de tetas impresionante, dignas de una vaca lechera, me decía a mi misma, enfurruñada. No te enfades, mujer,
me dijo sin parar de sonreir.
Lo que pasa es que tienes pelo en las axilas como una mujer alemana.
Y dicho esto se puso a levantarme los brazos y a estirarme del vello del sobaco. Creo recordar que le pregunté si aquello le daba asco, a lo que respondió, aún más divertido, que me dejara de tonterías, que me encontraba super guapa y atractiva. Le di un bofetón, fingiendo que estaba enfadada. Y nos volvimos a besar.
Para él, el tiempo de las palabras y las bromas se había terminado. Me empujó suavemente e hizo que me recostara sobre la toalla. Me sacó las bragas y se las llevó a la cara, oliéndolas con fruición, emitiendo unos ruiditos guturales de aprobación. Yo estaba tetanizada. De excitación, en gran parte, pero también de miedo. Estaba ante ese hombre, desnuda como mi madre me trajo al mundo, sin saber ni qué hacer ni qué decir. Mis ojos lo observaban inquietos. El seguía vestido, con su pantalon de lino blanco, la bragueta tensa, sobredimensionando la magnitud de su paquete ; y la camisa a medio desabrochar, con esos pectorales y esos bíceps de Júpiter germánico... ¿Por qué no se desnudaba ya ? Pensé para mis adentros, fundiéndome como una brasa ante su mirada.
Entonces, se arrodilló entre mis piernas, abriéndolas ostensiblemente, e inclinó su cabeza dirigiéndola a mi sexo. Con sus dedos, me abrió la vulva y exclamö
Ihre muschi ist sehr nass, meine liebe.
Lo que significaba, cuando más tarde se lo pregunté : ¡Qué coño más húmedo que tienes, mi pequeña ! Y hundió su lengua en él.
Yo ya conocía los placeres de un buen cunnilingus. La boquita y la lengua de mi querida prima me habían ofrecido sus caricias unas cuantas veces. Pero, ahora, era muy diferente. Era la lengua de un hombre ; una lengua experta. La lengua del hombre al que deseaba con toda mi alma. Con toda la fuerza con la que una hembra en celo puede desear a su macho. Por eso, cuando la punta de su lengua se amparó de mi clítoris, me arqueé brutalmente y emití un largo y sonoro chillido de éxtasis. Acababa de tener el orgasmo más rápido de mi corta experiencia sexual.
Jürgeng, sorprendido por mi violenta reacción, interrumpió sus caricias bucales y me miró maliciosamente. ¡ Santo Dios, pequeña ! ¡Eres un volcán !
Temerosa de que aquello significara el final de nuestra primera sesión de sexo, le supliqué que continuara, que era insoportablemente bueno lo que me hacía. Sonriendo, se aplicó de nuevo, con la maestría del hombre que sabe dar placer a una mujer. Su lengua diabólica se paseaba lasciva por toda mi intimidad. Sus manos se deslizaron hasta mis tetas y sus dedos me retorcieron los pezones, multiplicando terriblimante mi lujuria. Pensé que me iba a desvanecer. Uno, dos, tres... Hasta cuatro orgasmos consecutivos, me procuraron su lengua y sus dedos.
¡Para, para, paraaaa !
Le grité, le supliqué casi sollozando, cubierta de sudor, mojada hasta las entrañas.
Entonces, se puso de pie. Y sin cesar de mirarme, estirada, abierta, ofrecida, ebria de sus caricias, se desnudó. Totalmente. A la luz tamizada de la luna, aparecía ante mí, todavía más bello, todavía más fuerte, aún más hombre. Mis ojos barrieron su cuerpo, desde su cabellera dorada, hasta sus muslos y sus piernas musculadas. No tenía ni un ápice de grasa. Todo en él era músculo y nervio. Era como un pura sangre dispuesto a montar a su yegua. Y me fijé, por fin, en su verga. Para mis ojos inexpertos era el falo más hermoso y grande que mujer pueda imaginar. Una polla larga, gruesa y ligeramente curvada hacia arriba, como una cimitarra mora. Y un glande reluciente, como una pelota de ping-pong... Evidentemente, yo estaba lejos de ser objetiva.
Se acostó a mi lado. Me acarició la cara, el pelo, los pechos. Con infinita ternura. Me murmuraba cosas en alemán que yo no comprendía pero que resonaban en mi cabecita como si fueran música celestial. Con mucha suavidad, me tomó la mano y la dirigió hacia su polla. No me atrevía ni a tocarlo. Me ayudó colocando mi mano sobre sus testículos y me puse a acariciarlos como si fueran huevos de cristal. Medio riéndose, corrigió mi torpe gesto e hizo que le agarrara la verga. Era extremadamente dura. Mis sentidos estaban sobrexcitados pero mi cerebro, totalmente paralizado, no mandaba ninguna orden a mi mano. El me agarró la muñeca, sin violencia, y me mostró como debía pajearlo. Me apliqué en ello lo mejor que pude. Mi mirada iba de su cara a su verga, de su polla a sus ojos. Me miraba profundamente, una ligera sonrisa de satisfacción dibujada en su rostro. Muy bien, así, muy bien... Ahora, tómala en tu boca...
Le contesté que yo nunca había hecho eso. Lo sé, lo sé,
me dijo,
pero estoy seguro que te gustará hacerlo,
concluyó. La verdad es que me moría de ganas de comerme esa polla. Mi primera polla. Me recosté sobre su vientre y empecé besándole el glande, sintiendo en mis labios el gusto suavemente salado de su fluido preseminal. Mi prima me había enseñado cómo practicar una felación...Pero con un plátano. Ese recuerdo me vino a la mente por espacio de unos segundos. No tiene nada que ver, pensé para mis adentros. ¡La cara que va a poner cuando se lo cuente !
Jürgeng me sostenía la cabeza con ambas manos. Abrí los labios y le chupé la punta, como si me comiera un helado. Lo hacía lo mejor que podía, procurando que mis dientes no le rozaran demasiado el glande. El empujaba mi cabeza delicádamente para que su polla se adentrara en mi boca. Ese acto me parecía super agradable, super excitante. Se la chupeteaba, se la lamía con sumo deleite. A mis oidos llegaban sus gemidos guturales. Lo estaba haciendo bien. Se la estaba mamando como cualquier mujer con experiencia en la materia lo hubiera hecho. Y sabía lo que iba a pasar. Nathalie me lo explicó detalladamente. Aunque ella, me decía, no dejaba que su novio se corriera en su boca. No le gustaba. Recordando sus palabras, paré un instante y le pedí que me avisara cuando fuera a correrse. Le costó comprender lo que le pedía pero al final lo entendió y me dijo que estuviera tranquila, que ya me lo diría, pero que continuara, que se lo estaba pasando muy bien.
Durante algunos minutos, seguí chupándosela. Cada vez más adentrándose en mi boca. Sus dedos se crispaban entre los mechones de mi pelo y la presión que ejercían sobre mi cabeza, hizo que sintiera su glande en mi garganta, y los pelillos de su pubis cosquilleándome los labios. Noté que me faltaba el aire y me vino una arcada. Pero no me retiré. En aquel momento no tuve conciencia del tipo de mamada que le estaba procurando, ni tampoco de la capacidad de aguante de mi primer amante. Qué pronto iba a aprender que una buena parte de los hombres se corren a los primeros lametazos.
No recuerdo dónde puse mis manos. Seguramente, sólo me sirvieron para apoyarme en la arena o sobre la toalla. Sólo recuerdo que Jürgeng comenzó a gruñir y a murmurar palabras en alemán. Me sujetaba con fuerza la cabeza y movía sus caderas como si me follara la boca. Aquello sólo podía terminarse de una manera...
El primer chorro de esperma me entró directamente en la garganta. Sorprendida y con una fuerte sensación de ahogo, intenté desembarazarme de aquel surtidor de semen, pero Jürgeng me atenazaba la cabeza, impidiéndome liberarme de ese flujo incesante de leche. Yo no conseguía tragármelo todo, pero tampoco podía escupirlo. Mis papilas gustativas no habian tenido la ocasión de saborear tan exquisito brebaje. Me encantó su gusto. Extraño, único.
¡Oh, perdón, perdón, perdón !
Se excusó sinceramente.
Perdóname, pequeña Sandra...¡ Era tan bueno
! Con su polla todavía en mi boca, me puse a carraspear y terminé por tragarme todo su semen.
Se sentó y buscó en sus bolsillos un paquete de Marlboro. Encendió un cigarrillo, me miró y encendió un segundo, que me ofreció. Fumamos. Yo sin tragarme el humo. Me sentía colmada. Pero era aún virgen. El cigarrillo me produjo un ataque de tos que le hizo reir. Como si hubiera leído mis pensamientos, se puso a hablar. Me dijo que aunque yo todoavía era una jovencita, él sabía que era diferente a cualquier otra de niña de catorce años. ¡Quince ! Le contesté airada. ¡Hoy es mi cumpleaños ! Y quiero que me desvirgues...¡Ese será tu regalo ! Se puso serio. Miro la hora. Es más de medianoche. Vístete. Volvemos al cámping. Tus padres deben empezar a inquietarse y les prometí que volveríamos pronto. Pero,¿no quieres hacer el amor conmigo ? ¿No te gusto ?. Recuerdo hasta que punto su actitud me entristeció. Me sentí decepcionada, frustada. Todavía tenía el sabor de su semen en mi boca ; todo mi cuerpo exhalaba olor a sexo. Yo no tenía que una cosa en la mente : que me follara !... Quería que me tomara, que hiciera de mí una mujer, a parte entera.
Pero, yo no era más que una niña, así que le obedecí. Me vestí, me metí en el coche y volvimos al camping, bajo un silencio lleno de sobrentendidos. Aparcó el coche en el párking exterior. Paró el motor. No se movía, la mirada fija en un punto perdido, al frente. Yo, todavía menos. Me gustas mucho, pequeña,
dijo.
Pero eres demasiado joven...Y... Mi mujer llega mañana, con los gemelos...
En ese momento no lo pude soportar y rompí a llorar como una Magdalena. Mi joven cabecita de idiota ingénua ya no comprendía nada. Había pasado en un tris-tras del paraíso al infierno. Me sentía patética, ridícula. Y el milagro se produjo.
Sin decir ni una sola palabra, volvió a arrancar, salió del párking y volvió a tomar la carretera. Pero no en dirección a la playa, sino que tomó un caminito de piedras y tierra que llevaba a una granja abandonada. Mientras conducía, me había cogido la mano y la había puesto sobre su paquete. Estaba nuevamente duro. ¡Tenía ganas de mí ! Pasé del llanto a la risa. Ya se sabe, a los quince años, corazón de melón.
Sin bajarse del coche, me dio un morreo de campeonato, sobándome las tetas apasionádamente. Yo le apretaba la polla como si estuviera amasando esos bloques de arcilla que nos daban en el colegio para modelar. De repente, se soltó de mi presa y salió del coche. Le seguí. Cogió, esta vez, una manta del maletero y la extendió cerca del muro de la granja, allí dónde le pareció que la tierra estaba más blanda. Se acercó a mí y me desnudó por completo. Mi cuerpo temblaba como la hojarasca. El aire era fresco y húmedo. Pero por nada del mundo iba yo a perderme ese momento sagrado, por mucho que tuviera la carne de gallina.
Tengo que hacer pipi,
le dije algo avergonzada.
Claro, pequeña, hazlo. Aquí mismo. No mires, eh,
le repliqué maliciosamente. Me puse en cuclillas y oriné ante su mirada, llena de interés lascivo. Incluso una simple meada, se convertía en un acto extraordinariamente excitante.
Luego, me pidió que me acostara sobre la manta y se desnudó. Vino directamente sobre mí. De inmediato sentí la punta de su polla frotándose contra mi vulva. Como si se tratara de un acto reflejo, me abrí de piernas. El mantenía el torso erguido, apoyándose en sus manos, los brazos tendidos y su mirada de hielo azul abrasador fijada en mis retinas. Todavía no me había penetrado que yo ya jadeaba. Entonces, se ladeó un poco, apyándose sobre uno de sus codos y con la otra mano me abrió los labios de mi coño. Mi vagina era un auténtico maremoto, una laguna tropical. Jürgeng estaba loco de deseo. Parecía un toro presto a embestir...
Me penetró de una única y potente arremetida. Mi himen se desgarró con suma facilidad y mi vagina acogió su verga en toda su extensión. Solté un tímido gémido de dolor. Sólo sentí un ligero escozor, al principio, y durante unos segundos, la sensación que su verga me quemaba por dentro. Ajeno a mis reacciones, Jürgeng me montó, como semental a su yegua, con lentos, largos y profundos vaivenes. De inmediato, el placer recorrió todo mi sistema nervioso. Yo le miraba con los ojos como platos, observando hasta que punto su cara reflejaba el goze animal del macho que monta a su hembra. Jamás antes había experimentado un éxtasis similar. Aquel bello ejemplar de hombre, aquel dios de masculinidad, me estaba follando divinamente. Era como un martillo hidráulico. Como una máquina de coser, entraba y salía de mí, como la aguja sobre el tejido... Y a cada penetración, cada vez más violenta, cada vez más profunda, mil sensaciones indescriptibles se peleaban por expresarse a través de mis gritos, mis gémidos, mis maullidos...
No sé cuanto tiempo estuvo dentro de mí. Pero lo que puedo afirmar hoy, como hace cuarenta años, que me corrí varias veces y que iba a procurar por todos los medios que aquella maravillosa experiencia se reprodujera tantas veces como mi cuerpo me lo pidiera y que la vida quisiera ofrecérmelas.
Cuando una está en el séptimo cielo, como yo lo estaba en ese momento, no se pone a pensar que él no se ha puesto preservativo, ni que tú no tienes la regla, ni siquiera estar cerca de tenerla. Si se corría dentro de mí, corría el riesgo de quedar preñada. Yo no pensaba en nada de eso, pero él sí. Cuando sintió que estaba a punto de correrse, se retiró de mí y se puso a masturbarse, de rodillas, entre mis piernas. A pesar de su reciente corrida, volvió a ofrecerme un primer chorro de semen que vino a aterrizar entre mis pechos. El resto, ya casi sin fuerza, sobre mi vientre.
Se recostó sobre mí, jadeando, sin aliento, sudoroso... Colmado. Me besó en la boca. Un beso largo y profundo. Lleno de ternura. Y me dijo unas palabras que nunca iba a olvidar :
- Sandra, pequeña... Eres maravillosa. ¡Estás hecha para el amor y el sexo !
FIN DEL PRIMER CAPITULO