Sandra y el sexo. Capítulo 3. T

Si bien no era mi intención explicaros el porqué no volví a acostarme con Jürgeng, he creído necesario hacerlo, en parte para responder a algunas de vuestras preguntas, en parte, también, para sacarme un peso de encima. Esperando que os guste, os mando un besito mimosín.

SANDRA Y EL SEXO

CAPITULO 3

T

  • Sandra, por Dios... ¿Qué está pasando ?
  • No preguntes, David, por favor... Coge tus cosas y vámonos. Jürgeng nos acompaña a la estación.

Nunca nadie supo lo que ocurrió a la mañana siguiente de mi encuentro con Jürgeng en la lavandería. Nadie. Ni David, ni mi madre... Ni siquiera mi padre, con el que me fui a vivir durante una temporada. Todavía hoy en dia, me cuesta explicarlo. Pero voy a hacerlo porque pienso que me sentiré mejor después...

Tras despedirme de mi amante, al llegar a la tienda, vi que mi madre y T habían regresado. Se oían murmullos y risas. Temí que el ruido que hacían hubiera despertado a David. Cuando entré y me recosté a su lado, suspiré aliviada al ver que dormía como un angelito. Los murmullos y las risas de la otra « habitación » estaban dejando paso a los gimoteos guturales de T y los gemidos lúbricos de mi madre. Estaban follando otra vez. A pesar de que ello me ponía de los nervios, en aquel momento estaba tan sumamente colmada que, haciendo oídos sordos, me acurruqué contra la espalda de mi novio y me dormí en un santiamén.

Mi madre me despertó a eso de las 9 de la mañana. David ya no estaba a mi lado. Me dijo que se iba con él al supermercado para hacer todas las compras de la semana. Media hora más tarde conseguí emerger de los vapores de éxtasis en los que llevaba sumergida desde la medianoche anterior. Necesitaba una ducha con urgencia : tenía las nalgas pegajosas, el coñito rezumante y todo el cuerpo impregnado de un fuerte olor a sexo. Me puse unas bragas sucias, la misma camiseta larga que llevaba y saqué la cabecita al espacio interior que nos hacía las veces de comedor (en caso de lluvia) y de armario ropero. Al agacharme para coger mi bikini, una camiseta limpia, el jabón y la toalla, me di cuenta hasta que punto me dolía todo, principalmente los brazos y las piernas. Tenía agujetas. Lo primero que pensé es que, por la noche, cuando volvería a estar con Jürgeng, cambiaríamos de posición. Me pondría yo sobre él. Sí, lo haría así.

La luz del sol matutino me cegó unos segundos. Pero más me sorprendió ver a T sentado en la tumbona, a un lado de nuestra parcela.

  • ¡Hombre, la bella durmiente ! Me dijo con su desagradable vozarron.
  • ¿No les has acompañado ? Le repliqué sin cortesía alguna.
  • Buenos días, primero...¿No ?
  • Ya... Voy a la ducha... Nos vemos...
  • No tan rápido, niña... No tan rápido.
  • ¿Qué ?
  • Ven...Siéntate... Tenemos que hablar.
  • No creo que tengamos nada de qué hablar, tú i …
  • ¡Que te sientes, leche !

Debería haber salido corriendo. Pero no lo hice. Ese hombre me daba asco, con su tripa prominente, siempre con el torso al descubierto, velludo como un orangután. Asco y en aquel momento, miedo.

  • ¿Qué quieres ? Le pregunté sentándome en una de las cuatro sillas plegables, con las piernas juntas y poniendo mis cosas sobre mi regazo. El me miraba de arriba a abajo, con esa cara de vicio que tanto le gustaba a mi madre.
  • Ayer os vi... Me soltó con mucha calma. Se había levantado y lo tenía, ahora, a mis espaldas.
  • No sé de qué me hablas, T. Sentí su panza rozando mi espalda y una de sus manos, posándose sobre el hombro.
  • Deberíamos entrar... Hablaremos mejor adentro. Hice ademán de levantarme pero el aferró mi hombro con más fuerza.
  • ¿Qué haces ? ¡Suéltame !
  • No grites, Sandra... No te conviene... Dejó de presionarme el hombro pero su mano seguía en contacto con mi piel. Una mano sudorosa, que parsimoniosamente iba acariciando mi hombro, mi nuca.
  • Esta bien, no grito... Pero sácame la mano de encima, ¿vale ?
  • Vale, vale... Anda, coge una silla y entra conmigo.

Era tan joven, yo. Tan inocente, a pesar de que yo creyera lo contrario. Fui incapaz de ver las fauces del lobo, como si fuera una caperucita virginal. Le obedecí. Cogí una silla, él otra y nos sentamos en el interior.

  • No has desayunado nada... ¿Quieres un café o un té ?
  • No, no quiero nada. Le respondí aún pensando lo contrario, pues tenía la boca pastosa y el estómago que me daba retortijones. -Puedes ir al grano, ¿por favor ?
  • Sabes, niña... Creo que no eres más que una putilla.

Lo dijo con una frialdad y un desprecio que fue como si me hubieran dado un puñetazo en todo el vientre. Un sudor frío me recorrió el espinazo. Creo que me puse incluso a temblar. Era como un cervatillo en el punto de mira del cazador, conciente de que algo grave iba a producirse. No dije nada. Pero él siguió hablando :

  • Lo supe desde el primer día. Siempre pavoneándote ante nosotros, meneando el culito, paseando medio en bolas para excitarme...
  • Estás loco...

No me salían las palabras. Era todo lo contrario. Era él quien me espiaba, quien me desnuba con los ojos, quien entraba en mi habitación sin llamar y con cualquier excusa. Era él el que me decía palabras soeces o me hacía preguntas sobre mi sexualidad.

  • No, no estoy loco. Ayer os vi...
  • Ya me los has dicho... Y ya te he contestado que no sé de qué me hablas.
  • Deja de hacerte la tonta y escucha. Te vi con el alemán ese. Te vi cómo se te follaba, cómo te daba por el culo, cómo...
  • ¡Eso no es verdad ! - chillé, sollozando, en un arrebato de ira. Y añadí, cometiendo un error fatal : - No hay ventanas.

T abrió dos ojos como platos y una risa estentórea le deformó la cara en un rictus carnívoro. El cervatillo acababa de confesar su culpa sin que el cazador tuviera que apretar el gatillo.

  • ¡Ay, niña ! Ni siquiera sabes mentir. Podías haberte hecho la tonta ; pero, no. Tu misma te has delatado. Es cierto que no hay ventanas, pero sí que hay una claraboya muy bonita y por la que se ve muy bien lo que pasa en el interior de la lavandería.

Rompí a llorar. Estaba totalmente anonadada, acongojada, avergonzada. Me sentía la reina de las idiotas. El me dejó soltar el lloriqueo, esperando pacientemente a que me calmara. Al final, me ofreció un pañuelo :

  • Anda, sécate esos mocos. Lo más importante es que te lo pasaste bien, ¿no ?

No comprendía nada. ¿Qué pretendia ese hombre ? ¿Qué podía hacer ? ¿Decírselo a mi madre ? Recuperé un mínimo de calma e intenté un penoso cambio de estrategía :

  • Sí, me lo pasé bien. ¿Qué hay de malo en ello ?
  • Nada, cielo, nada. No hay nada malo en que un hombre de treinta años se folle a una niña de dieciséis... Sobretodo, si es tan golfa como tú - añadió, soltando una nueva carcajada.
  • ¿Se lo has dicho a mi madre ?
  • Mira, niña. No se lo he dicho a nadie, por ahora...
  • ¡Eres un cerdo !
  • ¡Ja, ja, ja ! Eso es lo que me dice tu madre. Por cierto, si eres la mitad de buena que ella, en la cama... Pero no cambiemos de tema. ¿Sabes qué pasaría si se lo contara a tu mamá ?
  • Que te dejaría plantado en el acto – le contesté sin acabar de créermelo.
  • No, ricura. Le pondría una denuncia al cabrón, ese, por abuso de menores.
  • No sería capaz...
  • Ella quizás no, pero yo la convencería. Y si no, me iría a ver al caballo ese que tiene por mujer... Que, por cierto, vuelve a estar preñada... ¿Lo sabías ?

No, no lo sabía. Ese era mi problema, que ni siquiera me fijaba en ella. Como si Jürgeng fuera mio y sólo mío. Ya no sabía qué era lo que me dolía más, si lo que se me avecinaba o saber que para Jürgeng yo no había sido más que una aventura, un pasatiempo divertido.

  • ¿Qué quieres de mí ? ¿Follarme ?
  • No, ricura... Para que luego seas tú la que me denuncie... No, gracias. No pienso tocarte.
  • ¿Entonces ? Me imagino que me cuentas todo esto porque tienes algo entre ceja y ceja, ¿no ?
  • Mmm... Al final resultara que la putilla no es tan tonta como parece...
  • ¿Que coño quieres, entonces ? - le pregunté llena de rabia.
  • Niña... Calma... No sé de quién has heredado este temperamento...De tu madre, seguro que no. ¡Es como una ovejita !

Hubo un momento extraño en el que ni él ni yo, ni decíamos nada, ni hacíamos nada. Pero una idea iba madurando en mi mente. Pasara lo que pasara, me pondría en contacto con mi padre, avisaría a Jürgeng y me marcharía de allí. Con David, por supuesto. El pobre no tenía la culpa de nada.

  • Mira, Sandra. Te propongo lo siguiente : tú entras conmigo ahí dentro -dijo señalando su « habitación »- haces lo que yo te pida y yo me callo para siempre. Concluyó haciendo ese gesto de jurar con los dedos en los labios.
  • Y... ¿cómo sé que vas a cumplir tu palabra ?
  • No lo sabes, Sandra. Pero no te queda otra alternativa.
  • ¿Puedo pensármelo ?
  • No. Ya son las diez. No creo que tarden más de una hora en volver. A menos de que se paren en algún descampado... ¡ja, ja, ja !

Acepté. Me cuesta mucho describir mis sentimientos de aquel momento. El paso del tiempo los ha desfigurado bastante. No obstante, sé que me sentía algo más tranquila. Y, principalmente, serena, pues ya había tomado una decisión. Así que entré en su « habitación » y esperé las órdenes.

  • ¡Desnúdate !

El espacio era exiguo. Y casi todo él estaba ocupado por el colchón, recubierto por una sábana de color crema, llena de manchas. Me saqué la camiseta y me tapé los senos con ambas manos.

  • No me hagas la mojigata... ¡Todo !

Me saqué las bragas y las eché sobre el colchón. T se inclinó para recogerlas. Se las llevó a la nariz y las aspiró teatralmente :

  • ¡Qué bien huelen las rameras !

Yo seguía de pie. Con un antebrazo me tapaba las tetas y con la otra mano, mi pubis. T se bajó el calzón floreado. No pude evitar mirarle el pene. Lucía una buena erección. Me sorprendió su grosor. Era como un chorizo de cantimpalo, emergiendo ufando entre una selva de pelos :

  • ¿Te gusta, verdad ? No es tan largo como el de tu alemán, pero no está mal, ¿eh ? - giré la cara a un lado.
  • ¡Mírame ! ¿Te gustaría chuparla, verdad, Sandra ? - se la agarraba por los huevos, exhibiéndola, orgulloso.
  • ¡No te tapes, coño ! - le hice caso, dejando colgar los brazos a lo largo del cuerpo. -¡Joder, qué saco de huesos ! - su mirada libidinosa, no obstante, decía lo contrario.
  • ¿Qué quieres que haga ? - le pregunté con desdén.
  • Tienes unas buenas tetas, niña...¡Tócatelas ! - me acaricié los senos con desgana. - Ahora, date la vuelta... Quiero verte el culo – lo hice, como una muñeca mecánica- ¡Bah ! No sé qué cojones ve tu alemán en estas nalgas famélicas...
  • ¡No me ofendes, capullo !
  • ¡Oh, là, là ! ¡Qué fiera ! Así me gustan las putas... ¡Anda ! Muévete un poco que pareces un cadáver.

Me di la vuelta y me moví como un autómata. No le gustó nada que me burlara de él de esa manera.

  • No me provoques, Sandra. Pórtate bien y nuestro acuerdo quedará cerrado. De lo contrario... Ya sabes...

Se acercó a un lado del colchón y recogió algo del suelo. Era un consolador. De color marrón oscuro, imitando la forma de un pene. Y de un tamaño considerable.

  • ¡Chúpalo ! - me exigió, tendiéndomelo con una mano, mientras con la otra se masturbaba.
  • Estás como una puta cabra, T
  • ¿Chúpalo, te digo !

Le di unos lametazos. Enseguida comprendí porqué sabía tan raro.

  • ¿Qué gusto tiene ? ¿Sabe a chocho de mamá ? ¡Métetelo en la boca ! Piensa que es mi polla, putilla.

Hice lo que me pedía. Apenas me cabía en la boca. Me instó a que lo chupara más y más profundo. Una sensación extraña empezó a tomar cuerpo en mi mente. Me estaba comportando como imaginaba debían hacerlo las putas más depravadas. Cada vez que cerraba los ojos, T me gritaba que los abriera, que le mirara la polla. Me iba diciendo las guarradas más obscenas que jamás había oído antes. Me avergüenza decirlo pero me estaba poniendo cachonda. El debió darse cuenta pues sonrió satisfecho :

  • ¡Joder, niña ! ¡Cómo me pone ver esta carita de ángel comepollas ! ¡Túmbate !

Me acosté sobre aquel colchón que horas antes había acogido los cuerpos desnudos de mi madre y de aquel cerdo depravado. Había manchas por todas partes, restos de sus fluídos íntimos. Un olor acre invadía el aire de la tienda. Y el calor se iba haciendo cada vez más sofocante :

  • Tengo mucha sed. Le dije dejando a un lado el consolador. Notaba como mil gotitas de sudor se escurrían de todos los poros de mi piel.

  • Pronto te daré de beber... Pero...Todavía no hemos terminado. Quiero que te masturbes con esta polla negra. ¡Vamos !

Una vez más, varios sentimientos contradictorios recorrieron mi mente. Ese hombre quería que me masturbara delante de él y lo iba a conseguir sin necesidad de forzarme, sin ni siquiera tocarme, simplemente a través de un puro y duro chantaje. Estaba en un punto sin retorno. Lo odiaba a muerte y sin embargo mi cuerpo me estaba pidiendo a gritos que me dejara llevar por mi deseo y que le diera lo que pedía. Y asi lo hice. Me metí un tercio de aquella polla de plástico en el coño, cogiéndola con ambas manos. Entró con una facilidad pasmosa, tal era el alto grado de lubricación que mi chochito producía.

  • ¡Qué pedazo de zorra ! ¡Más ! ¡Toda dentro !

Me abandoné. Cerré los ojos y me follé. Me metí y saqué aquel consolador, a ritmo sostenido. Sólo se oían los « ¡plof, plof, plof ! de mi coño rezumante y no tardaron en oirse, contra mi voluntad, los « ¡ains, ains, ains ! de mis suspiros de goce. Mentiría si dijera que pensaba en Jürgeng... No, solamente pensaba en mí, en la ola de placer que se iba acercando.

  • ¡Ponte de rodillas, Sandra !

Como si me hubieran despertado de un sueño profundo, abrí los ojos y lo vi, de pie, muy cerca de mí, pajeándose violentamente. Comprendí enseguida lo que aquel sátiro pretendía. Con el consolador clavado en mí, me arrodillé ante él, asiendo mis senos entre las manos, ofreciéndolos para descargara sobre ellos su viscosa lefa.

  • ¡Abre la boca ! ¡Abre bien la boca !

Todo ocurrió muy deprisa. No sé quien de los dos fue el primero. Sólo sé que nos corrimos los dos : él en mi boca, llenándomela de una cantidad de semen que me pareció monstruosa ; yo, sintiendo como los muslos me temblaban, intentando mantenerme erguida.

  • ¡La madre que te parió ! ¡Qué boca, por todos los santos ! ¡Ffff !

Por un instante, con su esperma cosquilleandome la glotis, pensé en escupirlo. Pero no lo hice. Tenía buen sabor. Me lo tragué. Todo. Me saqué el consolador del coño y se oyó un sonoro « ¡plop !, a la vez que éste se puso a gotear, contribuyendo a aumentar el número de manchas sobre ese colchón de vicio.

Me levanté, recogí mis cosas y salí de allí sin decirle nada. Sin más demora, me fui a tomar una ducha y me dirigí, sin dudarlo, a la tienda de Jürgeng y su familia. Estaban preparándose para ir a la playa. Cuando él me vio, vi en sus ojos como si una alarma de peligro se hubiera encendido. Su mujer me miró con recelo. Pero yo la ignoré y pedí a Jürgeng que viniera a hablar conmigo un segundo. Le supliqué que no hiciera preguntas y que nos llevara a la estación de trenes más próxima. Al igual que David, quiso saber lo que pasaba. Con falsas excusas, intenté convencerle que no pasaba nada grave pero que debíamos marcharnos y que él y su mujercita preñada harían bien en hacer lo mismo. Jürgeng, al oir que yo hablaba de la preñez de su mujer, creyó que esa era mi razón para querer desaparecer de esa manera. Se excusó torpemente, probando a que yo cambiara de idea. Pero ya me iba bien que creyera eso, que sin ser falso, no hubiera sido excusa suficiente para que yo no quisiera repetir la gimnasia sexual de la víspera.

T y mi madre me lo pusieron mucho más fácil. Al volver de hacer las compras, mi madre no tardó nada en estar lista para ir a la playa. Nos propuso de acompañarlos, a lo que yo me negué rotundamente. Mi madre, como siempre en la inopia, se limitó a hacer un comentario sobre mi carácter insoportable. El resto, ya lo sabéis. A la que los perdí de vista, me puse a hacer mi bolsa y rogué a David que hiciera la suya, con sus consabidas preguntas que se quedaron sin respuestas.

Finalmente, Jürgeng accedió a acompañarnos y, una vez llegados a la estación y constatar que teníamos una hora de espera antes de que llegara el tren que iba a llevarnos a Lyon, intentó convencerme de que hicieramos el amor una última vez, en los lavabos.

  • Eres un cabrón egoista, Jürgeng.

Esa fue mi respuesta. Me di media vuelta y me fui con David hasta la cafeteria de la estación. Tenía que llamar a mi padre, lo antes posible.

Fin del tercer capítulo.