Sandra y el sexo. Cap.7 Recuerdos de la gestoría.

De todas las aventuras que conté a Edouard la noche de mi llegada a París, la única en la que no me extendí demasiado en los pormenores, fue precisamente la de mi experiencia con el señor André, el jefe supremo de la gestoría en la que había estado trabajando los últimos meses. Sin embargo, a vosotros, queridos lectores, voy a contárosla con todo detalle.

SANDRA Y EL SEXO

CAPITULO 7

Recuerdos de la gestoría

De todas las aventuras que conté a Edouard la noche de mi llegada a París, la única en la que no me extendí demasiado en los pormenores, fue precisamente la de mi experiencia con el señor André, el jefe supremo de la gestoría en la que había estado trabajando los últimos meses. Sin embargo, a vosotros, queridos lectores, voy a contárosla con todo detalle.

Todo ocurrió una semana antes de mi cumpleaños. Quince días antes de que decidiera abandonar aquella gestoría, aquella triste ciudad de provincias y emanciparme de una vez por todas.

Aquel dia llegué a la oficina una hora tarde. Había salido la noche anterior a tomar unas copas en el único bar decente que había en esa ciudad deprimente. Había terminado la noche con un buen pedo encima y ni me acuerdo cómo fue pero terminé haciéndole una mamada en los servicios del bar a un tipo que me había invitado a un par de « vodka-orange », la bebida que más me gustaba por aquel entonces.

Mi padre me recibió con una bronca de armas tomar, a la que respondí, como ya iba siendo habitual, con un gesto de indiferencia, un leve movimiento de mis hombros, que le sacaba de quicio. Me dijo que se tenía que ausentar todo el día y que se llevaba a la mujer que le hacía de secretaria, a él y al señor André, el gestor, y que debería ser yo la que me ocupara de hacer las tareas que normalmente hacía la secretaria. Poco tiempo después de que se hubieran marchado, el señor André me llamó a su despacho :

  • Ven, Sandra. Voy a dictarte una carta.
  • Enseguida, señor André.

Yo apenas ponía los pies en su despacho, si no era para llevarle un café o el correo del día ; o una vez al mes, cuando me entregaba un sobre con mi exigua paga. Era un hombre cincuentón, de pelo canoso, bastante normalito, siempre entrajado. Lo que más llamaba la atención era su bigote, espeso e igual de canoso que su pelo ; y en forma de U invertida. Me hizo sentar en la silla (una de estas sillas de despacho, con ruedas) delante de su mesa, coger papel y boli y empezó a dictarme. Enseguida se dio cuenta de que yo no estaba mucho por la labor :

  • ¿Voy demasiado deprisa, Sandra ?
  • No, señor. Perdone, pero es que he pasado muy mala noche y no me encuentro muy bien.
  • No importa... Tenemos todo el tiempo del mundo...

Se levantó y se dirigió hacía una de las paredes del despacho, en la que tenía una cafetera eléctrica. Palpó la jarrita de cristal para ver si todavía estaba caliente. Me preguntó si quería un poco de leche y si me ponía azucar :

  • Es usted muy amable. Sí, un chorrito de leche y dos terrones, por favor.
  • ¿Estás a gusto con nosotros, Sandra?
  • Sí...Bueno... ¿Por qué me lo pregunta?
  • No sé... Se te ve un poco ensimismada...Como si no te gustara este trabajo.

Preparó el brebaje y me lo trajo. Como yo seguía con la libreta y el boli en las manos, dejó la taza sobre la mesa y me pidió que los dejara y que me bebiera el café, tranquilamente. Se situó a mis espaldas y me estuvo hablando un buen rato sobre la oficina, la relación que tenía con mi padre, lo mal que éste lo había pasado con la separación y con el disgusto que yo le había dado. Yo permanecía en silencio, sorbiendo el café y mirando los objetos que decoraban su mesa, ajena al contenido de su discursito moralizador. Y sintiéndolo cada vez más cerca, como lobo acechando a su presa. Observando, estaba segura, la vista que el escote de mi blusa le ofrecía y mis piernas, expuestas hasta medio muslo.

Uno de estos objetos era una foto de su mujer y sus dos hijos. La cogí y le dije :

  • ¿Qué guapos son ? La parejita... ¿Cómo se llaman ?
  • Rémi y Juliette. El chico tiene 16 años y la niña, 17.

Me contestó posando una mano sobre mi hombro y acercándose hasta que su torso entró en contacto con la parte de arriba de mi espalda. El lobo seguía su trabajo de acoso. La gacela se iba poniendo tensa, en estado de alerta:

  • ¿Su mujer ? Le pregunté ladeando la cabeza e inclinándola hacía su cara. - Es muy bonita.
  • Sí... - su mano se iba aventurando hacia mi cuello, muy lentamente- Esta foto me la regaló el día de mi cumpleaños.
  • ¿Y cuántos ha cumplido, si puede saberse ?
  • ¿Qué edad me echas ? Me preguntó aventurando unos dedos sobre la base de mi cuello, rozándolo como quien no quiere la cosa. Al mismo tiempo y con la otra mano, cogió el marco con la foto familiar y lo depositó, boca abajo, sobre la mesa, lo que provocó que lo tuviera aún más cerca. Podía oler su colonia, una fragancia cargada de aroma varonil. Mi cuerpo empezaba a reaccionar sensualmente.
  • A ver... si tiene una hija de mi edad... Pero se le ve mucho más joven que a mi padre...No sé, yo díría que unos 38 o 39.

Descrucé las piernas. Lo seguia teniendo detrás mio, pero con las dos manos sobre mis hombros. Quería que se diera cuenta de que me estaba abandonando. Esperé, callada, su reacción.

  • Eres muy amable, Sandra... Tengo 45 años. Sólo dos menos que tu padre.
  • Pues, no lo parece...
  • Gracias. Tú también me pareces una chica muy atractiva...Y muy provocativa...
  • Yo no he dicho que usted me pareciera atractivo, señor André.
  • ¿No te lo parezco? Me preguntó girando la silla para que me quedara de cara a él.

Aquello se estaba poniendo muy peligroso. El lobo, con su traje color antracita, plantado a medio metro de mí. La gacela, sentada, con la blusa marcando escote, y la mini falda que casi dejaba ver el color de las bragas, ofrecida como apetitoso festín. Alargó la mano y me acarició la mejilla, rozando con la yema de su pulgar mis labios entreabiertos.

  • ¿No te lo parezco? Repitió la pregunta, acentuando la presión de su dedo hasta que éste se topó con mis dientes.
  • Sí... muy atractivo... Murmuré, mordiéndole con suavidad el pulgar que me ofrecía.
  • ¡Qué vicio tienes, pequeña! ¡Quién lo hubiera imaginado! Exclamó, dejando que su dedo explorara mi boca, desabrochándome con presteza la blusa, con la otra mano.
  • No se anda por las ramas, usted... ¿Qué se imaginaba? Ya se había olvidado de mi boca y ahora me sobaba ambas tetas por encima del sujetador. - ¡Ummm! ¿No me tenia que dictar una carta, señor André?
  • La carta puede esperar...Me imaginaba que eras una chica muy seria, muy estudiosa. ¿Tienes novio, Sandra? Me preguntó de sopetón mientras me sacaba los senos de las copas del sostén.
  • ¡Ummm! No... Ahora... ¡Ummm! Los pezones... Ffff!
  • Sí, bonita... Te gusta, ¿verdad? ¡Pero que duritos que están!

¡Dios! ¡Qué manera de magrearme! ¿Cuánta sabiduría en esas manos! Me tenía tan al rojo vivo, tan a punto de...Y de repente, el señor André, va y se olvida de mis tetas, se baja la bragueta, se mete la mano dentro de los calzoncillos y se saca la totalidad de sus atributos: una señora polla y un par de huevos impresionantes:

  • ¡Señor André! Pero... pero...
  • ¡Tócala, que no muerde!

No me hice rogar. Acerqué una mano a su asta y la agarré suavemente por su base. Enseguida me percaté de su grosor, pues mis dedos no llegaban a rodearla por completo. No sólo era la más gorda que mis jóvenes manitas acariciaban, sino que era la primera que veía sin prepucio, con su capullo violáceo mirándome como ojo de ciclope.

  • ¿Te gusta? Me preguntó, posando una de sus manos sobre mi cabeza.
  • Es una maravilla. Le contesté mirándolo fijamente a los ojos.
  • Pues, como ves, me parece que a ella tú también le gustas mucho. Concluyó acercando mi cabeza hasta que mis labios entraron en contacto con su glande. - Muéstrame lo que sabes hacer con esta boquita, Sandra.
  • ¡Señor André! ¿No se estará usted aprovechando de mí? Le pregunté dándole un besito en la punta de la polla.
  • Mira, Sandra... ¿Te digo la verdad?
  • Por supuesto... Esta vez fue mi lengua la que le dió un buen lametazo.
  • Creo que como secretaría no vas a ganarte la vida... Pero estoy seguro que sabrás sacar mucho más rédito a otras cualidades, digamos, más físicas.
  • Me parece que tiene usted, sobretodo, mucho morro...
  • ¡Ja, ja, ja! ¿Por dónde íbamos?

No tuvo que preguntármelo dos veces. Primero, se la lamí a lo largo y a lo ancho, dándole discretos lengüetazos sobre su capullo. Acto seguido, le chupeteé la punta, mientras con una mano le acariciaba los huevos y con la otra se la agarraba por su base. Olía a limpio, no como la del tío de la noche anterior; aunque yo iba tan colocada y mis papilas gustativas tan adormecidas por el alcohol que ni siquiera me percaté del gusto de su lefa cuando se vació en mi boca.

  • ¡Chúpamela, pequeña! ¡Cómetela entera!

Mentiría si dijera que en aquel preciso instante me puse a pensar y a comparar aquella verga con las otras que mi boca había conocido. Al contrario, la engullí, la lamí y relamí, la chupé tragándomela hasta que mis labios toparon con mi mano. El señor André gruñía como un cerdo, resoplaba como un animal. Súbitamente, me agarró por la muñeca, apartando la mano que me servía de tope para que, conjuntamente con la que me asía la cabeza y me la presionaba contra su pantalón, su polla me penetrara por entero. Me estaba literalmente ahogando. No podía ni respirar, con la nariz aplastada contra los pelos de su pubis.

  • Aaaggggggg! Aaagggggg! Un reflejo de arcada me salió de lo más profundo de mi garganta.
  • Carita de ángel, pero una mamona de primera categoría. ¡Otra vez!

Recibí un curso acelerado de garganta profunda. Una vez vencidos los primeros reflejos de arcada, adapté la postura de mi cuello para que su falo entrara profundamente en mi garganta. Entrara y saliera. Entrara y saliera. Aquello no era una simple mamada. El señor André me estaba follando por la boca. De vez en cuando, paraba, me dejaba respirar y volvía a la carga. Me decía que jamás se la habían comido tan bien. Me felicitaba con sus gemidos, cada vez más brutales. Sus vaivenes se iban acelerando. Yo aprovechaba las salidas, para respirar, como si fuera una nadadora de crol. Babeaba como un caracol y la saliva se me escurría, cuello abajo, entre las tetas.

Cuando comprendí que mis manos no servían para nada, las utilicé para acariciarme los senos, pues en aquella postura se me hacía difícil llegar en buenas condiciones a mi coñito. Me lloraban los ojos, me faltaba el aliento. Estaba al borde del colapso cuando, de repente, sentí sus dos manos como si fueran tenazas sobre mi cabeza:

  • ¡Yaaaaaaaaaaaaaaaaaaagggggggggggggggggg! Gritó como un energúmeno al correrse.

Su semen salió propulsado de su polla y se introdujo directamente en mi tráquea. Parte de su lefa me salió despedida por la nariz, inundando la única via respiratoria que me quedaba. Carraspeando y viniéndome una nueva arcada, me eché para atrás, con la boca abierta como pez fuera del agua. A mi jefe, pero, todavía le quedaba leche en el depósito y no tuvo ningún reparo en terminar de vaciarlo sobre mi frente:

  • ¡Uauuu! ¡Uauuu! ¡Uauuu! ¡Qué pasaaadaaa!
  • Sí, eso pienso yo... ¡Qué se ha pasado, usted, conmigo! Mire cómo me ha dejado, le dije, recogiendo con la yema de mis dedos los restos de lefa que se me escurrían por la cara, llevándolos a mi boca.
  • Lo que te decía, ¡puro vicio!

Estaba levantándome cuando sonó el teléfono. El señor André me miró instándome a que lo cogiera yo. Le hice comprender que en el estado en el que estaba me iba a ser muy difícil hablar correctamente y que, además, le iba a dejar su teléfono bien pringado. Lo cogió él:

  • ¡Hola, cariño! Es mi mujer,

me explicó tapando el auricular. * … * Ah, vaya... Y ¿tú no puedes pasar a buscarla? * … * Bueno... Ya iré yo. Pero antes tengo que hacer una visita a un cliente...

Mientras escuchaba la conversación, terminé por sacarme la blusa y el sujetador, éste último impregnado de nuestras babas. Utilicé un par de pañuelos de papel que cogí de encima de su mesa para limpiarme como pude y volví a ponerme la blusa. El señor André me guiñó el ojo, fijando su mirada en los pezones que despuntaban alegremente. Su polla seguía fuera del nido, medio morcillona, con ese par de huevos XL que colgaban relajados.

  • No te preocupes, cielo. Tardaré lo menos posible.
  • Yo también te quiero. Hasta luego, amor.

Tras colgar, se acercó a mí y con toda la desfachatez del mundo me metió mano bajo la mini falda, palpando groseramente la humedad de mi chocho:

  • No te preocupes, conejito -dirigiéndose a mi coño como si tuviera personalidad propia- Ahora nos ocuparemos de ti.
  • Y mi opinión... ¿no cuenta para nada?

Antes de responderme, deslizó su mano por encima de mis bragas y me hundió un par de dedos en mi raja. Lo que encontraron le dio los argumentos suficientes para contestarme:

  • Niña mía... ¡Tu florecita habla por ti! - y sacándolos, se puso a palpar las yemas con el pulgar, llevándoselos a su nariz, oliéndolos con complaciencia. -¡Como agua para chocolate! Concluyó.

Diez minutos más tarde, tras haberme bebido medio litro de agua (no conseguía quitarme la carraspera, como si su esperma se hubiera quedado colgado de la campanilla de mi garganta) y haber orinado litro y medio, estaba yo metida en su coche, sin saber muy bien ni adónde me llevaba ni qué iba a hacer conmigo. No recuerdo que marca de coche era. Sólo me acuerdo que era super largo, extra ancho e hiper cómodo. Y que en el salpicadero había una de esas horribles fotos -de sus hijos, más pequeños que en la del despacho-, enmarcadas en hojalata y con un mensaje que despertó un ataque de hilaridad descontrolada por mi parte: Papá, no corras.

  • ¿ Qué te hace tanta gracia, Sandra?
  • No, nada... ¿Adónde vamos?
  • A tu casa... No tengo mucho tiempo, pero es donde mejor estaremos.
  • ¿Y su hija?
  • Está en el instituto. Puede esperar una hora, ¿no?
  • Vaya, ya veo... Un polvo rápido...
  • ¡Ja, ja, ja! Tranquila, mujer... Se puede esperar un par de horas, que no pasará nada.

Me gustó que me llamara “mujer”. Ya empezaba a hartarme tanto “niña”, “pequeña”. Me preguntaba si su mujercita le procuraba el tipo de mamada que yo le había regalado. En esto que me pregunta:

  • ¿Tienes preservativos, en casa?
  • No...

Mi respuesta negativa le hizo pararse en doble fila delante de una farmacia. Mientras lo esperaba, me dije que iba a ser la primera vez que me follaran con una goma. La idea no sólo me tranquilizó (pues había dejado la píldora pocas semanas antes) sino que redobló mi excitación. Un instante después, se metió de nuevo en el coche y me tendió una bolsa de papel. La abrí y miré el contenido: una caja de seis condones y un tubito de lubricante.

  • ¿Y ésto? - le pregunté, mostrando el tubo, como si no supiera para qué servía.
  • Pronto lo sabrás...
  • ¡Uy, que miedo me da! Exclamé metiéndole mano en su esplendido paquete.

Creo que pasé los noventa minutos más sexualmente completos de mi corta existencia. Sin embargo, no puedo decir que fueran los más bonitos. Aquel hombre no conocía el significado de las palabras “preámbulos eróticos”. Era, permitidme la expresión, una máquina de follar. Sin llegar a ser un bruto, no lo iba a recordar como el más delicado de mis amantes.

Llegados a casa, enseguida quiso que fuéramos a mi habitación. Le pedí que me dejara darme un agua porque quería, al menos, sacarme el pringue que llevaba por la cara y pecho. Consintió con un leve gruñido y me pidió que me diera prisa. Mientras tomaba una ducha rápida, pensaba que ni siquiera nos habíamos besado. Volví a la habitación, con la toalla anudada al cuerpo. Me lo encontré tumbado en mi cama, totalmente desnudo, apoyado de lado, con un preservativo en la mano. Me gustó de inmediato. Tenía un cuerpo fibroso, unos muslos y piernas musculados, un torso velludo y muy poco vientre. Me desprendí de la toalla y cuando iba para retozarme a su lado, me pidió:

  • Espera, quiero verte así, de pie, desnuda...
  • ¿Le gusto? Le pregunté meneando las caderas y acariciándome los pechos.
  • Mucho... Date la vuelta... quiero verte el culo.

Me marqué unos pasitos improvisados de danza erótica, acercándome a un lado y a otro de mi cama, acariciándome las nalgas, unas veces, los pechos, otras, el interior de mis muslos y mi vulva.

  • ¡ Pero qué vicio tienes, Sandra! ¡Anda, ven aquí!

Colocó el condón sobre su glande y empezó a extenderlo hacia abajo. Se me quedó mirando, interrumpió la colocación y me pidió:

  • ¡Ven! Termina de ponérmelo tú... No, con la mano, no... Con la boca.
  • ¿Con la boca? No lo he hecho nunca...
  • No te preocupes... ¡Seguro que aprendes rápido!

Ya tenía otra vez su pijo entre mis labios. Esta vez, no me acompañó con sus manos. Yo solita fui engullendo su verga, apretando con fuerza los labios, hasta que éstos toparon con sus pelillos.

  • ¡Puaj! ¡Qué mal gusto tiene esto! Exclamé, desagradablemente sorprendida por el sabor del látex lubrificado.
  • Túmbate, Sandra... Pasemos a las cosas serias.

Me acosté de cara a él. Me agarró las piernas por mis tobillos, abriéndolas prácticamente en un ángulo de 180 grados. Acercó su polla hasta la entrada de mi coño y sentenció:

  • ¡Toda tuya!

Me penetró salvajemente. Sin soltar mis piernas. Grité como si me hubieran atravesado las entrañas con un sable de samurai:

  • ¡Síiiiiiiii! ¡Baise-moiiiii! (en francés en el original: ¡Fóllameeeeeeee!)
  • Ahora me tuteas, ¿eh?
  • ¡Síiiiiiiii! ¡Fóllameeeeeeee!
  • ¡No cierres los ojos! ¡Mírameeee!
  • ¡Oh, síiii! ¡Oh, siiii! ¡Te miroooohhh!

Dejó mis tobillos y me agarró por las caderas, con lo que sus arremetidas se hicieron más brutales, más produndas. Yo no cesaba de mirarlo, con la boca entreabierta, babeando entre chillidos y gemidos lancinantes. Eramos dos bestias, poseídas por la lujuria. Nuestros sexos, como soldados enraizados en un mortal cuerpo a cuerpo:

  • ¡Andréeeee! ¡Aaaaggggg! ¡Aaaaaaaagggg! ¡Meeee muerooooohhhh!

¡Qué orgasmo, Señor! Me corrí como una perra en celo. Gritaba, chillaba, buscaba en vano algo que morder. Me contenté con arañarle los hombros, los brazos... Le hice daño. Quería hacerle daño. Dejarlo marcado para que su mujercita lo viera.

  • ¡Salope! (en francés en el original: ¡Puta!) ¡Te vas a enterar de lo que es un hombre!

Me tomó por la cintura y me volteó hasta que hizo que me quedara, primero acostada sobre mi vientre, y enseguida, irguiendo mis nalgas, a cuatro patas:

  • ¡Te voy a romper el culo, niñata!
  • ¡Auuuuuhhh! ¡Bestia! - aullé cuando me soltó la primera bofetada en las nalgas.
  • ¡Pásame el tubo, venga!

¡Santo Dios! Jürgen, David, Edouard eran unos angelitos comparados con aquel fauno desbocado. Me dio una azotaina tan fuerte que no iba a poder sentarme durante dos días. Yo le iba poniendo las manos y él me las apartaba, dándome más duro, cada vez más duro:

  • ¡Pare! ¡Pare! ¡Se lo ruego!... Señor André... ¡Por favor!
  • Buena chica... Así me gusta. Ya me empezaba a pensar que habías olvidado quién manda aquí.
  • ¡Oooooooooooohhhhhh! ¡Aaaaaaaaaahhhhhhh! Grité como jamás había gritado cuando me penetró por detrás.
  • ¡La puta! ¡Qué ojete mas estrecho! Exclamó, dándome otra sonora palmada en las nalgas.
  • ¡Auuuuu! ¡No me pegue más, por favor!

Las primeras acometidas fueron un tormento para mí. Pero mi culito se fue acomodando a su verga, dilatándose poco a poco. De vez en cuando, sacaba su polla de mi culo y gruñía palabras soeces que, lejos de ofenderme, enaltecían mi líbido. Yo le correspondía pidiéndole que me diera más y más fuerte. Entonces, me la ensartaba de nuevo con redoblada violencia.

  • ¿Te gusta, eh? ¡Díselo bien alto a tu jefe!
  • ¡Oh, siiii, señor Andrééé! ¡Encore! ¡Encore! ¡Encoooooore! (traduzco: ¡Deme más, más, maaaassss!)

En aquella ocasión, no me corrí. Hubiera tenido que masturbarme simultáneamente para conseguirlo, pero ni él lo hizo ni yo tuve la prestancia necesaria. Sin embargo, él si que se corrió, jadeando como un cerdo, dejándose caer con todo su peso sobre mí. Y así estuvo un buen rato. Hasta que su verga acabó por perder dureza y terminó saliendo de mi culo. El se levantó, se sacó el preservativo, lo dejó en el suelo, buscó su ropa y se vistió. Yo me quise girar totalmente, pero me dolía un montón el ano y me escocían las nalgas. Me lo miré, esperando alguna señal de reconocimiento de su parte, esperando algo. Lo único que dijo fue:

  • Creo que te has ganado un aumento de sueldo.

Casi sin despedirse, recuperó sus pertenencias y se marchó. Aquel hombre, padre ejemplar, marido atento, gerente serio y profesional, me había follado por partida triple. Y sin ni siquiera darme un triste beso. Cuando días más tarde me entregó un sobre con mi paga multiplicada por tres, me dije a mí misma que quizás tenía razón y que, en París, iba a encontrarme otra forma más onerosa de ganarme la vida.

Fin del séptimo capítulo.