Sandra y el sexo. Cap.6 Primeros dias en París

Principios de julio de 1980. Edouard me vino a buscar a la Gare de l'Est. Durante el trayecto de más de cuatro horas, había pasado y repasado todo cuanto quería soltarle : reproches, insultos, preguntas, etc. Pero en cuanto lo vi, allí plantado ante mí, guapo a matar y con esa sonrisa que me deja

SANDRA Y EL SEXO

CAPITULO 6

Primeros dias en París

Principios de julio de 1980.

Edouard me vino a buscar a la Gare de l'Est. Durante el trayecto de más de cuatro horas, había pasado y repasado todo cuanto quería soltarle : reproches, insultos, preguntas, etc. Pero en cuanto lo vi, allí plantado ante mí, guapo a matar y con esa sonrisa que me dejaba desarmada y temblando como la hojarasca, solté las dos maletas y me abalancé sobre él, comiéndomelo a besos :

  • ¡Caramba ! No decías que me ibas a estrangular y a cortar en pedacitos...
  • Y lo haré... No te quepa la menor duda.
  • Bueno, bueno... Mi fierecilla... Déjame verte...

Antes de que el tren entrara en la estación, me había maquillado : labios, sombra de ojos, uñas.... Llevaba un tiempo haciéndolo a diario, desde que entré a trabajar en la gestoría de mi padre. Un cambio radical en mi manera de vestir y de mostrarme en público : de « progre » desvergonzada a « pija » un poco putilla. Un cambio que vino dado en parte por la demanda de mi padre que me dijo que no podía trabajar en su despacho como si saliera de la película « Hair » ; en parte, también, por mi espíritu rebelde y las ganas de mostrarle a mi padre : ¿ No querías caldo ? Pues toma, dos tazas. Además, recuerdo que llevaba puesta una mini falda tejana, una blusa blanca y unas sandalias de tacón alto. Y las uñas de mis manos y pies manicuradas de rojo.

  • ¡Estás divinamente buena, Sandra ! Venga, vamos a casa.

A la salida de la estación, cogimos un taxi. Le pregunté qué había pasado con su coche y me explicó que lo había vendido y que ahora tenía una moto. Tras poner las maletas en el maletero, nos sentamos en el asiento trasero y Edouard le indicó una dirección al chófer, un señor bastante mayor, que se parecía muchísimo a un cantante que me gustaba mucho, Moustaki. Este, antes de arrancar, se giró hacia nosotros y, échandome una ojeada de arriba a abajo, me preguntó :

  • ¿Es la primera vez que viene a París, jovencita ?
  • Sí... ¿Tanto se me nota ?
  • Un poquito... ¿Quiere que les dé una vueltecita romántica ?
  • No, gracias. Le respondió Edouard, cortándolo. Yo vivo aquí...

No habíamos andado más de cien metros que Edouard ya tenía su mano sobre mis muslos. Yo iba mirando por la ventanilla, absorta con aquella marabunta humana que inundaba las calles, maravillada ante los edificios majestuosos que iban desfilando ante mis ojos.

  • ¿Es excitante, verdad ? Me susurró Edouard, rozando con sus labios mi cuello.
  • Mucho... ¡Hummm ! Le contesté separando los muslos.

Seguí mirando por la ventanilla del taxi mientras él me acariciaba por encima de las bragas. Sus dedos se movían como tentáculos inquisidores. Me volvió a susurrar al oído :

  • Así me gustas, tesoro... Así, mi fierecilla cachonda.
  • Cachonda, vale... Pero no soy la fierecilla domada.
  • Tú y tu literatura española...
  • ¡Que es de Shakespeare, idiota !
  • Lo que tú digas, bonita... Pero estoy seguro que el tío ese no te hubiera tocado como yo.
  • Seguramente... ¡Hum !
  • ¡Tienes las bragas mojadísimas !
  • ¡Qué romántico, amor !

Dejé de mirar lo que ocurría en la calle. Pero antes de cerrar los ojos, mi mirada captó la de nuestro chófer, antes de que moviera su retrovisor. Quizás, un año antes hubiera reaccionado de otra manera ; más púdica. Pero, día a día, iba descubriendo mi faceta más desvergonzada, más exhibicionista. Además, los cuatro meses haciendo de secretaria me habían permitido observar y descubrir hasta que punto atraía a los hombres maduros y cómo me gustaba calentarlos. Ni que decir tiene que Edouard era más que conciente de la maniobra del taxista... y de mi consentimiento :

  • Sácate las bragas, Sandra
  • ¿Aquí ? Pregunté como la más inocente de las jovencitas de mi pueblo.

Le obedecí, me las saqué y se las di. El las tomó con una mano, constatando hasta que punto ya las tenía empapadas, y con la otra volvió a acariciarme el coño, abriéndomelo como si se tratara de un higo maduro :

  • ¡Uf ! ¡Cómo he hechado a faltar esta pelambrera !
  • ¡Eres un guarro, Edouard ! ¿Qué va a pensar este señor ?
  • ¡Je, je, je ! Seguro que se está poniendo las botas...
  • Soy una chica decente, yo. Le agarré el paquete, estrujándoselo con alevosía. Ya estaba duro como una piedra.
  • La has echado en falta, ¿eh ?
  • Un poco, sí, la verdad... Le dije presionándole la punta del nabo.
  • Te voy a follar con estos dos dedos. Dijo ofreciéndomelos para que se los chupara antes de penetrarme con ellos.

Me avancé un poquito, abriémdome el coño, esta vez, con mis propios dedos. Hundió los suyos en mí y con el pulgar se puso a masturbarme el clítoris. Un brusco frenazo hizo que la sesión de penetración digital terminará de golpe :

  • ¡Me cago en Dios ! ¡Mire la calle, abuelo !
  • ¡Uf ! Perdón, perdón... Ya... Ya estamos llegando.. Rue Ménilmontant.

Unos segundos más tarde, el taxi se detuvo delante del número que Edouard le había indicado. Hice ademán de recuperar mis bragas, pero mi « ex-novio » me hizo un gesto que indicaba que les había otorgado otro destino. Bajamos del taxi. El chófer salió a su vez y nos ayudó a sacar las maletas del maletero. El pobre hombre seguía en estado de choc. Edouard le dió una palmadita en el hombro y, como pago del trayecto, le entregó mis bragas. Lo dejamos allí, parado como una estatua, balbuceando un no sé qué sobre los francos que marcaba el taximetro. Yo le guiñé el ojo y le lancé un besito.

  • ¡Mira, mi moto ! Exclamó Edouard, una maleta en cada mano, señalándome con la cabeza una rutilante BMW
  • ¡Puñeta ! Veo que sigues ganándote la vida honradamente, ¿eh ?
  • ¿Por quién me tomas, Sandra ?
  • Por cualquier cosa menos pour un angelito, gamberro.

Entramos por un portal que daba a un largo y oscuro pasillo que olía a humedad y orines. Desagradablemente sorprendida, le dije :

  • ¿No me habías dicho que vivías en un pisito muy mono ?
  • Sí, mujer... Todavía no hemos llegado. Esto es París, querida.

Al final del pasillo, otra puerta, que tuvo que abrir con llave, esta vez. Tenía razón, este tipo de construcciones sólo se podían encontrar en París. Como si fuera un oasis, salimos a un gran patio, lleno de plantas y flores :

  • ¡Oh, qué bonito !
  • Lo ves, tonta...
  • ¿Aquí vives ? Le pregunté señalando la casita de dos plantas que se presentaba ante nosotros.
  • ¡Qué más quisiera ! Yo vivo en la planta de arriba. La planta baja es la de los caseros.

Eché una ojeada a mi alrededor. Aunque en aquel momento no tenía ni la menor idea de qué iba a ser de mi vida, de si me iba a quedar con ese tío, ni nada, me sentía tan sumamente excitada que me pareció que había desembarcado en el paraíso. Edouard atravesó el patio y me pidió que le siguiera. Una voz de mujer lo interpeló :

  • Señor Edouard... ¿Adónde va, tan a prisa ?

Los dos nos giramos hacia el lugar del que venía la voz. Deduje que aquella mujer era la casera. La verdad es que me produjo una impresión extrañísima : se parecía un montón a mi madre, pero en más mayor y más gorda :

  • ¡Hola, señora Maryse ! - exclamó Edouard, obsequiándola con la más melosa de sus sonrisas.
  • ¡Déjese de lisonjas, querido ! Me debe el alquiler de esta semana...

Si algo no era (ni soy, creo), es tonta. Rápidamente comprendí que Edouard no había cambiado para nada. Seguía siendo el mismo bribón :

  • Mañana mismo se lo pago, señora Maryse...
  • ¿Y esta chica ? -preguntó, mirándome con cierta curiosidad, con los brazos en jarra. - Otra más para su colección, supongo. Añadió con sarcasmo.
  • Permítame que se la presente -dijo, viniendo hacia mí y cogiéndome de la mano. - Es Sandra, mi novia.
  • Eso es lo que quisiera él, señora. Repliqué, sonriéndole. - Sólo soy una amiga...
  • ¿Una amiga ? ¡Ya ! ¿Y las maletas ?
  • Se va a quedar un tiempo conmigo. Añadió mi « novio », sin dejar de sonreir.

Me acerqué a ella y le tendí la mano. La estrechó sin fuerza, sin dejar de mirarlo a él :

  • Encantada de conocerla, señora.
  • Sí...sí... Lo mismo digo... Le espero mañana sin falta. A las nueve en punto. Concluyó la casera.

Y dicho esto, se dió media vuelta y se metió de nuevo en su casa. Bueno, no he comenzado con buen pie con ella, pensé para mis adentros.

  • ¡Anda, ven ! Me instó Edouard, volviendo a coger las maletas.
  • Parece que no le caigo bien...
  • ¡Qué va ! ¡Está celosa !
  • ¿Celosa ?

Le seguí. Subimos unas escaleras que nos llevaron al piso de arriba. Abrió una de las dos puertas que había en el descansillo. Entró y me invitó a seguirlo. Una vez dentro, dejó las maletas en el suelo y agarrándome por las nalgas me dió un morreo que me dejó sin aliento. Acto seguido, me volteó, haciendo que me inclinara hacia delante, posando mis manos sobre la puerta de entrada. Hizo que separara mis piernas, un poco :

  • ¿No vas a enseñarme el pisito, antes ?

Por toda respuesta, me penetró, sin más preámbulos, ferozmente. ¡Qué ganas tenía de sentir su polla ! Mi coñito se puso a canturrear su versión paticular de la Música Acuática

y mi garganta a gemir de puro goce. Edouard me sobaba las tetas por encima de la blusa con tal pasión que terminó por arrancarme un par de botones.

  • Mira por la mirilla... Me susurró entre dos mordiscos a mi nuca.
  • ¿Qué ?

Le hice caso y mi sorpresa fue mayúscula al ver la imagen deformada de la señora Maryse, con la cara casi pegada a la puerta :

  • ¡Será guarra, la tia ! ¡Nos está espiando !

Entonces, cambiamos de posición. Con la espalda contra la puerta, Edouard me levantó una pierna y volvió a penetrarme, de abajo a arriba, sacándola y volviéndola a meter con furia. Nuestras bocas se devoraban, golosas, insaciables, carnívoras. Y terminamos por corrernos al unísono, en un atronador concierto de gemidos, en un clamor de gritos y chillidos.

Cuando Edouard salió de mí, medio minuto más tarde, me giré para mirar de nuevo por la mirilla :

  • Se ha ido... ¿Crees que... ?

Me giré y vi que estaba mirándose la verga, aún en estado de erección. La tenía toda teñida de rojo.

  • ¡Vaya ! Me ha venido la regla... Mejor. Hace dos semanas que no tomó la píldora...
  • ¿Y eso ?
  • Se me terminó y tengo la receta del ginecólogo caducada.
  • Te buscaré uno...
  • ¿Dónde está el baño ?

Como es habitual en Francia, el váter y el cuarto de baño están, por regla general, separados. Me quité la falda, me senté en la taza y me puse a orinar. Edouard se quedó mirándome, con el rabo en una mano. Capté la intención de su mirada y le espeté :

  • ¿En qué estás pensando, guarro ?
  • Me encanta verte mear... ¡Me pone palote !
  • Anda, deja de decir guarradas y tráeme un tampón de mi maleta lila... ¡Joder ! Mira como me has dejado la blusa...

Volvió al minuto siguiente. Con el tampón en la mano :

  • ¿Me dejas que te lo ponga yo ?
  • ¿Con o sin aplicador ?
  • Lo que tú me digas... No lo he hecho nunca.
  • ¡Ay que ver ! Lo que yo no haga por ti...

Me levanté y le expliqué como debía hacerlo. No le dije, sin embargo, que era una de las obsesiones de David. Pero como me hizo pensar en él, aproveché para preguntarle :

  • Y de David... ¿has sabido algo ?
  • Sí... Vino a verme hace unas semanas...
  • ¿Ah, sí ? - ya me había metido el tampón hasta el fondo, pero seguía con dos dedos en mi coño. - Ya está dentro, cielo. Ya puedes sacar los dedos. Y... ¿cómo lo viste ?
  • Bien, la verdad, muy bien... Se ha echado una novia nueva...
  • Qué bien, ¿no ? Me alegro mucho.
  • Sí, yo también... Una tía muy simpática.
  • Vaya... ¿Y cómo es ?
  • ¿Sigues pensando en tu David ?
  • No... Bueno, a veces... Era muy buen chico... Ella. Te he preguntado por ella...
  • Yolanda, o algo así, se llama... Con un culo y unas tetas impresionantes.
  • ¿Guapa ? ¡Y deja de sobarme !
  • ¿Si era tan guarra como tú ?
  • ¡Idiota !

Mientras hablábamos, yo me había despojado de los restos de mi blusa y me había dirigido hacia donde había dejado las maletas, para volverme a vestir.

  • Tengo ganas de ti otra vez, Sandra.
  • Pues te vas a tener que esperar... Tienes mil cosas que explicarme, antes. ¿Quieres que te las enumere ?
  • Ja, ja, ja... Mira que eres cruel, conmigo. Para que veas que soy todo sinceridad, te voy a invitar a cenar y voy a responder a todas tus preguntas.
  • Todo sinceridad... Pero que cara más dura que tienes... Primero enséñame el pisito, venga.
  • Descúbrelo por ti misma. Yo voy a lavarme un poco y a vestirme.

Era un auténtico cuchitril. Una sala de estar, con un sofá de skay negro, una mesita baja, dos taburetes ; en la misma sala, una escalera de madera para subir a la mezzanina o altillo donde estaba la cama, un simple colchón ; una cocina minúscula, con una nevera, el cuarto de baño, con una ducha y un lavabo ; y el váter. En un rincón, una cadena de música y unos cuantos discos, todos de jazz. Debajo del altillo, un armario medio destartalado y una guitarra española entre la pared y el armario :

  • Muy acogedor. Le dije ironicamente. Y muy limpio, concluí recogiendo unos calzoncillos sucios que campeaban sobre uno de los taburetes.
  • No te burles, Sandra. Para ser París, está muy bien... Y me sale muy barato.
  • ¡Ya ! Al menos, luz no le falta...

Ya lo tenía de nuevo ante mí, lavado y peinado. Yo todavía en bragas y sujetador. Caliente como una parrilla argentina. Me vino a la mente una conversación telefónica de más de dos horas que había tenido con mi prima Nathalie, el dia de mi cumpleaños, en la que le conté todas mis aventuras, incluído el episodio con T, mi devaneo lésbico con Malis y mis pinitos con el señor André, de la gestoría, que todavía no conocéis pero que se lo iba a contar a Edouard esa misma noche. ¿Sabéis que me contestó al final de mi detallada exposición ? ¡ Tú lo que eres es una ninfómana! Me reí con ganas :

  • Y ahora, ¿de qué te ríes ?

  • Me parece comprender porqué te sale tan barato. De hecho, ¿cómo te ganas la vida ? Necesito saber si la policía va a venir a buscarte otra vez.

  • Ya te dije por teléfono que aquello era agua pasada. Y, ya que eres tan listilla, ¿por qué crees que me sale el piso a buen precio ?
  • Maryse... te la follas una vez por semana. ¿Me equivoco ?
  • ¡Ja, ja, ja ! No, no te equivocas...
  • ¿Y te lo pasas bien ? Carne no te debe faltar...
  • La pobrecilla pasa mucha hambre...
  • ¡Uf ! Cállate, ya... Luego me lo cuentas, especie de cabrón... Ahora, dime, ¿qué me pongo ?

Seguí su consejo y me puse unos pantalones largos, una camiseta de tirantes y una chaquetilla tejana, para no pasar frío puesto que íbamos a coger la moto.

  • Total, que voy a pasar de vivir con un traficante de droga a convivir con un gigoló... ¡Qué suerte, la mía ! Y eso de que cada día llegas con alguna jovencita...
  • Ahora eres tú, la que estás celosa, ¿eh ?

Eran casi las nueve de la noche, cuando salimos a la calle. Pero antes de llegar afuera, al atravesar el patio, nos interrumpió de nuevo una voz, masculina esta vez :

  • Señor Edouard, un momentito, por favor.
  • Buenas noches, señor Jean.

Deduje que era el casero. Y comprendí porqué la gordita de su mujer se había encaprichado del gigoló. Era un señor muy bajito, más chupado que la pipa de un indio...Además, su indumentaria, un maillot (que en Francia los llaman « Marcel » en honor a Marcel Cerdan, el boxeador) y unos pantaloncitos cortos, hacían que resaltasen aún más sus brazos y piernas famélicos. Sin embargo, tenía una cara agradable, unos grandes ojos azules y con una melena desordenada y gris que le confería un aire de ermitaño. Formaban la pareja más dispar que jamás había visto.

  • Mi señora me ha dicho que tiene usted novia...
  • Me llamo Sandra. Encantada de conocerle, señor Jean.

Le tendí la mano que cogió entre las suyas, haciéndome un repaso visual, de la cabeza a los pies :

  • El gusto es mío, señorita... ¡Es usted un bomboncito !
  • Gracias. ¡Va a hacer que me sonroje !

El casero no me soltaba las manos. A pesar de su delgadez, lejos de ser frías, sus manos eran extremadamente cálidas. Por un instante, me invadió un sentimiento extraño. Sentí pena por él. Edouard se excusó diciendo que salíamos a cenar. Nos despedimos, no sin antes que el señor Jean me diera un beso en cada mejilla. Edouard me tendió un casco :

  • Anda, ponte esto... seductora de viejos.

Fin del capítulo 6