Sandra y el sexo. Cap. 11. Au revoir, Paris!

Me voy unos dias de vacaciones. Al sur de Francia. Con un poco de suerte podré tomar el sol, desnuda y vivir algún que otro encuentro interesante. No quería marcharme sin dejaros el ultimo capítulo, que espero que no sea el último. Aunque eso sólo depende de vosotros. Un beso.

SANDRA Y EL SEXO

CAPITULO 11

AU REVOIR, PARIS

Fabien o A rey muerto, rey puesto

(Junio de 1982)

  • ¿Otra vez, Fabien ? ¡Mira que eres sobón, tú !
  • ¡hum, sí ! Es que esta camisa que llevas me pone que no veas...
  • Pero... ¡Si la camisa es tuya !... ¡Anda, déjame lavar los platos tranquila !

Dos meses después del accidente de Edouard, Fabien me propuso de irme a vivir con él. De hecho, me lo había propuesto antes, pero yo no quise marcharme enseguida del piso de Ménilmontant, en parte porque me daba pena dejar a Maryse, la casera, que estaba realmente destrozada, en parte, también, porque yo necesitaba digerir aquella pérdida, hacer mi duelo, como decimos los franceses.

  • Cierto, la camisa es mía... Pero lo que hay debajo... ¡Hummm ! Sentenció, complacido, besándome y mordisqueándome el cuello mientras me desbotonaba los pocos botones que quedaban por desbotonar.

El día que le dije que sí, que me venía a vivir a su casa, creo que fue el momento más dulce de su vida. Fabien era el único de nuestro grupito de amigos que era parisino al cien por cien. Algo mayor que los demás, vivía en un piso que pertenecía a sus padres, ambos funcionarios de no sé qué ministerio que se habían ido a vivir a la Polinesia francesa, tras pedir un traslado. Entre nosotros, le llamábamos el burgués ; no porque fuera rico, sino simplemente porque sólo él tenía un trabajo decente, coche y casa propios.

  • ¡Uf ! ¡Para ya ! Que aún voy a romper alguna copa...
  • Sandra... Amor mío... ¡Hummm ! ¡qué piel tan suave tienes ! Exclamó al sacarme la camisa y recorrer mis hombros y mis brazos con sus manos calientes hasta que éstas entraron en contacto con las mías, llenas de espuma del lavavajillas.

En vida de Edouard, ya me había acostado con Fabien algunas veces. No me gustaba, físicamente, pero tampoco me repelía su físico. Siempre me he sentido más atraída por los hombres altos y morenos, de complexión atlética y Fabien era rubio, de piel muy blanca, más bien bajito y canijo. Y de todos los amantes que habían, hasta ese momento, gozado de mi cuerpo, era el que la tenía más pequeña. No obstante, gracias a lo que aprendí sobre el sexo tántrico con mi adorado doctor, a saber, que son los primeros centímetros de mi vagina los que más placer iban a procurarme, creo que me comporté con él lo suficientemente hembra en celo para que buena parte de su complejo de semental discapacitado se difuminara con el tiempo y se transformara en una especie de adoración hacia la que decía era « la mujer de su vida », o sea, yo.

  • ¡Bueno, bueno ! El pequeñín vuelve a estar despierto. Comenté socarrona cuando mis manos, guiadas por las suyas, entraron en contacto con su verga.
  • ¡Uuummm ! Me vuelves loco, Sandra. ¡Loco ! Clamó eufórico, cubriéndome la nuca de besos babosos.

Llegué a su casa una fría y lluviosa tarde de noviembre, con un par de maletas y la guitarra de Edouard, el único recuerdo material que me llevé de él. Me recibió como a una princesa, como si fuera Lady D la que hubiera decidido de venirse a vivir con él. Tuvimos una larga charla, repetición de la que ya tuvimos el día que le dije que aceptaba su propuesta, pero que yo me sentí obligada a reiterar, principalmente porque yo le veía extremadamente pillado de mi persona. Me escuchó con pasmosa atención y, posteriormente, me condujo a la que iba a ser mi habitación. Prometió solemnemente no hacer nada que pudiera ir en contra de mi voluntad. Añadió, eso sí, que yo le gustaba más que mucho y que allí lo tenía, para lo que una servidora quisiese mandar.

  • ¡Fabien ! ¡Que no estoy limpia ! Protesté al ver que me estabaja bajando las bragas.
  • No digas tonterías... ¡Es como más me gustas ! Ya lo tenía en cuclillas, dándome besitos en la parte inferior de mi espalda, recorriendo con sus manos mis piernas, desde los tobillos hasta las caderas. - Tú sigue lavando los platos, mi amor...

No me acosté con él el primer dia. Pero a la segunda noche, fui yo misma la que se metió en su cama. Llevaba casi dos meses sin follar, lo que para mí es demasiado tiempo. Sólo había tenido contacto con un hombre : el señor Jean, el casero. Pero eso os lo cuento luego. Volvamos a Fabien. Entré en su habitación sin llamar. Y no hicieron falta ni palabras ni prolegómenos. Se la mamé hasta que se la puse bien dura y me senté sobre él. Casi podría decirse que fue una violación, si no fuera por la cara de felicidad del amigo, a las antípodas de la que pone alguien que sea obligado a fornicar. Me corrí varias veces sin cambiar de posición, utilizándolo como se debe utilizar una buena polla, por muy pequeña que sea. Con un tacto y una dulzura a las que Edouard no me había acostumbrado, me pidió si se podía correr dentro de mí. Con mi permiso concedido, descargó todo su semen en mi coñito que se contrajo en un último orgasmo placentero.

  • ¡Slurp, slurp, slurp ! ¡Ummm ! ¡Me encanta tu agujerito !
  • ¡Aaahh ! ¡Aaahhh ! ¿Síii ? Y aaa mi que me lo chupeeessss, ¡Faaauuummm !
  • ¡Slurp, slurp, slurp ! ¡Uf, Sandra, mi amor ! ¡Cómo se abre !
  • ¡Todo tuyo, cielo ! ¡Todo Mmmm tuyooohhh !

Con Fabien viví unos meses de auténtica felicidad. No sólo porque fue el primero en ofrecerme una verdadera estabilidad emocional, sino también porque era muy cariñoso, atento, galante y... sumiso. Hacía todo lo que le pedía, sin rechistar y con devoción. Lo que más le gustaba hacerme eran los masajes...¡Qué manos tenía ! Todo y ser economista y director de una sucursal del BNP, había hecho unos cuantos cursos de fisioterapeuta y eso se notaba. Igual que Edouard me había enseñado a tocar la guitarra, con Fabien aprendí a dar masajes. Esta nueva « habilidad » iba a servirme más adelante para ganarme unos duros, cuando retomara mis estudios.

  • ¡Dios ! ¡Cómo me gusta sentirla en mi culito !
  • ¡Y a mí, tesoro ! Creo que no voy a tardar en … ¡Síiii ! ¡Yaaaaaahhhhhh !
  • ¡Uauuuuhhhh ! ¡Me quemas por dentroooooohhh !
  • Lo siento, mi vida... Aguanto muy poco cuando te tomo así...
  • No digas bobadas... Me haces muy feliz, Fabien.
  • Eres un ángel, Sandra... Sabes... me apetecería que repitieras lo que me hiciste ayer...
  • ¡Ja, ja, ja ! Y a mí me gustaría ver la cara que pondrían tus clientes si te vieran...

El día anterior, Fabien estaba tomando un baño, leyendo tranquilamente. Entré para lavarme los dientes y prepararme para ir a dormir. En un momento dado me vinieron ganas de mear y como el váter no estaba en el cuarto de baño (como en la mayoría de casas francesas) le dije que volvía enseguida, a lo cual él me sorprendió diciéndome :

  • Cariño... No lo he hecho nunca... Pero me encantaría que...
  • ¿Qué está maquinando esta cabecita loca ?
  • ¡Hum ! Podrías meterte en la bañera

y... * ¿Me estás pidiendo que me ponga a mear aquí ?

Le pregunté señalando el baño rectangular del que sobresalía su polla erguida. * Si, amor mio... Quiero verte mear... Quiero sentir tu champán dorado... Quiero...

Me despojé del picardías que llevaba y entré en la bañera, de cara a él. Cuando empezaba a meterme en el agua, interrumpió mi gesto :

  • No, no te sientes, por favor... Quédate de pie... Acércate...

Y así lo hice. La bañera era lo suficientemente ancha para que yo pudiera permanecer de pie, con los pies bien apoyados y las piernas abiertas en forma de V invertida. Me abrí la vulva con ambas manos y dejé que mi vejiga se aliviara. Un chorro de orina ambarina se precipitó sobre su torso :

  • ¡Más cerca, mi amor ! Suplicó abriendo la boca como pez fuera del agua.

Mis ojitos no daban crédito a lo que estaban contemplando. Fabien, con los ojos cerrados contra su voluntad, recibía en su cara y, principalmente, en su boca toda la orina que fui capaz de darle.

  • ¡Ammm, ammm, ammm, ammm, ammm !
  • ¿Está bueno, mi champán ?
  • ¡Di-vi-nooo ! ¡Ammm, ammm, ammm !
  • ¡Toma ! Las últimas gotitas...

Me acuclillé sobre su cara y le dejé el coño abierto para que me lo lamiera en profundidad. Me penetró con su lengua tanto como pudo, moviéndola como un estilete, haciendo que me corriera gustósamente. Acto seguido, me di la vuelta y me empalé sobre su polla, corriéndonos al unísono, entre gritos de placer y el ruído del chapoteo del agua, desbordándose por doquier.

  • ¡Caramba ! No sabía yo que te gustara tanto el champán... ¡Venga, pues ! Vamos al baño...
  • ¿Por qué no aquí, en la cocina ?
  • ¡Pero que guarro que eres, Fa ! Vale... pero luego limpias tú.

Se estiró en el suelo y me acuclillé sobre su cara, dejándole, en esta ocasión, mis nalgas pegadas a su nariz :

  • Primero, ¡limpiame el culín ! Le pedí al mismo tiempo que forzaba mi esfinter a evacuar toda la lefa que me había inyectado.
  • ¡Orjjj, orjjjj, orjjj ! Apenas conseguía respirar, entre mis glúteos y su propia leche con regustito anal.

Una vez hubo terminado su limpieza, me incorporé y le obsequié con mi néctar urinario, mucho más transparente de lo que había sido el dia anterior.

  • ¿Está satisfecho, mi perverso banquero ?
  • Sandra... Tengo algo que decirte... algo que me quema por dentro desde hace muchos días...
  • ¡Vaya ! Qué serio te has puesto... Y ¿me lo vas a decir así, tumbado en el suelo ?
  • Sí... no puedo esperar más...
  • Habla, pues... Le dije sentándome a su lado.
  • Quiero que te cases conmigo.

Me entraron ganas de reir, viéndolo de aquella manera, con la mitad de su cuerpo empapada de mis orines, pero la seriedad de su rostro y la gravedad de sus palabras cohartaron mi risa y vi que, para mí también era el momento de hablar. De hablar muy en serio :

  • Lo siento, Fabien...
  • ¿No me quieres ?
  • No es eso...Déjame hablar, por favor...

Y le conté lo que quería explicarle desde hacía unos días. Que me iba. Que iba a dejar el trabajo y con él todo lo que iba relacionado con París, Fabien incluido. Había tomado la decisión de volver a estudiar, de volver a matricularme en la universidad. Que ese y no otro era mi destino, mi Tao, mi camino, como diría mi querido doctor Murkherjee. Y que, en realidad, ya estaba decidido pues acababa de recibir la confirmación de mi matrícula en la Facultad de Lenguas de Marsella.

No puedo decir que se lo tomara bien. De hecho, las últimas semanas fueron muy desagradables. Hizo varios intentos para que cambiara de opinión. En vano. Llegó incluso a ofrecerme el dinero que hiciera falta para que yo pudiera estudiar en París. Y tuve que explicarle, una vez más, que yo era un alma libre, que jamás querría ser la mantenida de nadie. Di el tema por zanjado cuando le expliqué que no me iba sola. Y creo que se quedó más tranquilo cuando supo que la persona que me iba a acompañar en la nueva vida no era un hombre, sino nuestra amiga común, Veronique, marsellesa de origen y apasionada, como yo, de la lengua de Cervantes.

Monsieur Jean o el casero recompensado

(finales de Junio de 1982)

Poco antes de marcharme para Marsella quise despedirme de mi antiguo casero, el señor Jean. Aún tenía grabadas en la memoria las palabras de Maryse, su mujer, cuando le dije que me iba de aquella casa. Ella siempre me había visto como a una enemiga, de tanto que estaba encaprichada con Edouard. Por eso cuando me confesó que se alegraba de que me fuera, la borré, simple y llanamente, de la lista de personas a las que les diría que me iba.

  • ¡Qué sorpresa ! Exclamó el señor Jean al verme. Sólo le veía la cara, dentro de su quiosco, y su pelo alborotado, de sabio loco.
  • ¡Hola ! Sí, ya ve, pasaba por aquí...
  • ¡Cuánto tiempo ! Pero ¿Por qué no has pasado por casa ?
  • Lo sé, lo sé... Quería despedirme de usted. No quería marcharme sin antes venir a verle, para decirle adiós.
  • ¿Te marchas ?

El señor Jean regentaba un quiosco, a tocar de Pigalle. Era la primera vez que me acercaba a su puesto y me quedé sorprendida de la cantidad de revistas pornográficas que lo adornaban, como guirlandas un árbol de Navidad.

  • Sí, me voy a vivir a Marsella... Quiero continuar mis estudios...
  • Haces bien...Haces bien... Pero... ¿por qué no aquí, en París ?
  • Oh... Necesito cambiar de aires... Pasar página, ¿me comprende, verdad ?
  • Que si te comprendo... ¡Ya me gustaría a mí pasar página ! Pero, no te quedes ahí, pasa, pasa adentro.

El quiosco en cuestión era como una glorieta, abierta por delante en dos brazos repletos de estantes. En primer plano, la prensa y las revistas más corrientes y en un segundo plano, una multitud de revistas porno, mostrando sin ninguna censura todo tipo de guarrerías imaginables y por imaginar. No tardaría en llegar la ley que prohibiría el tener a la vista este tipo de portadas ; pero todavía no estábamos en ello. Di la vuelta a la glorieta, abrí una puerta lateral y entré. El espacio interior era más grande de lo que se podía imaginar desde fuera. Y el señor Jean se lo había arreglado como si de una pequeña « garçonnière » se tratase : una mesa, una silla, un hornillo eléctrico y una pequeña cama plegatín.

  • ¡Qué bien se lo tiene montado, aquí !
  • Bueno, se hace lo que se puede... Me paso tantas horas aqui, solo... Pero no te quedes ahí plantada... ¡Jolín, estas muy hermosa, Sandra ! Deben echarte un montón de piropos...

Recuerdo muy bien cómo iba vestida, ese día : una camiseta de tirantes roja, bastante escotada, sin sujetador, y unos vaqueros super cortitos, ajustados y que apenas me cubrían las nalgas. Las uñas de manos y pies de rojo chillón y una cinta del mismo color recogiéndome el pelo.

  • Gracias, señor Jean...
  • No me llames señor, por favor... ¿Puedo ofrecerte algo ? ¿Un té o un café ?
  • Algo fresquito, ¿tiene ? Hace mucho calor, hoy.
  • Sólo tengo cerveza... ¿Te gusta ?
  • ¡Vale !

Me ofreció una cerveza que sacó de una neverita, escondida bajo un pliegue de revistas. También sacó otra para él.

  • ¿Quieres vaso ? Me preguntó mientras depositaba detrás suyo las revistas mencionadas.
  • No, no hace falta. Gracias.

Alguien desde fuera llamó su atención. Un cliente, supuse. El señor Jean se dirigió a la parte delantera, desde dónde podía asomarse al exterior del quiosco. Aproveché ese momento para echar un vistazo a las revistas que, segundos antes, estaban sobre la nevera. A diferencia de otras muchas de las que se exhibían en los estantes, éstas no tenían fotos en sus portadas. Sólo palabras, en grandes letras de colores chillones. Y en inglés... Una palabra se repetía en todas ellas : Zoo.

  • Vas a pensar que soy un pervertido...
  • No, balbuceé... Lo siento, no debería haber fisgoneado, me excusé dejando las revistas en el mismo sitio donde las había cogido. Soy muy chafardera, añadí con un pelín de coquetería.
  • Si sientes curiosidad... puedes echarles una ojeada. Pero antes, sentémonos y brindemos por este reencuentro.

Yo me senté en la silla y él utilizó la nevera como taburete, poniéndola a mi lado. Hicimos chocar nuestras botellas y dimos un buen trago. Cogió las revistas y las dejó sobre la mesa :

  • No son revistas del zoológico de París, precisamente... Dijo con una sonrisa picarona.
  • Señor Jean... ¡Que no me chupo el dedo !
  • No, ya me lo pienso... Jean, llámame Jean... Ou Jeannot (diminutivo, algo así como Juanito).
  • Muy bien, Jeannot, le dije, guiñándole un ojo, el izquierdo, que no sé porqué pero nunca me ha salido con el derecho.

La primera que hojeé era una revista holandesa. Lo que me había parecido inglés era en realidad flamenco o alemán. Dos mujeres, bastante regorditas y de grandes pechos, se acariciaban mutúamente junto a un burro. A medida que iba pasando las páginas, el centro de interés de las dos rubias se iba trasladando a la verga del inocente animal. El señor Jean me observaba en silencio, dando traguitos al botellín de cerveza. De reojo, lo miraba y casi podía sentir como iba alterándose su respiración, ojeando el canalillo que se formaba entre mis tetas.

  • ¡Voy ! - otro cliente reclamaba su atención. Perdona, Sandra... Atiendo a éste y después cierro para que estemos tranquilos.

No me pareció mala idea ya que de igual manera que por la ventanilla él podía asomarse, también podía hacerlo cualquier cliente que se inquietara de no recibir respuesta del quiosquero. Aunque estaba claro que su coletilla « así estaremos más tranquilos » tenía cierto tufillo de emboscada. Pero, a decir verdad, me había presentado ante él de manera claramente provocativa, y aquella situación, tal y como se estaba desarrollando, me estaba dando un morbo importante.

Seguí hojeando la revista mientras él, desde el exterior, bajaba las persianas que cubrían los estantes y terminaba por cerrar la puerta-ventana desde la que atendía a los clientes. Me quedé a oscuras, justo en el momento en que estaba mirando el póster desplegable de la revista, en el que se podía admirar la tranca del burro metida casi por completo en el coño de una de las flamencas.

  • ¡Ya está ! Exclamó Jeannot encendiendo un florescente que había en el techo de su guarida. Al ver la doble página desplegada encima de la mesa me preguntó :
  • ¿Qué te parece ?
  • Pues, no sé qué decirle... Es la primera vez que veo algo así...
  • Si te da asco... Me dijo sentándose de nuevo a mi lado.
  • No, no me da asco... Susurré, pasando a las páginas siguientes.
  • Estas son las que me gustan más, me dijo posando un dedo en una de las fotos en las que se veía la boca de una de las chicas engullendo aquel cipote descomunal.
  • ¡Ay, pillín ! A usted lo que le gustaría es convertirse en burro...

Su reacción me dejó un poco perpleja. De repente, se puso serio, cogió la revista, la cerró y la depositó junto a las otras :

  • No te burles de mí, Sandra... Sabes, estoy muy solo, mucho más de lo que puedas imaginarte.
  • No me burlaba, señor Jean... ¿hace mucho tiempo que no está con una mujer ? Quiero decir, a parte de su esposa...
  • Mucho, sí... demasiado... Y mi esposa, Maryse...
  • Perdone si le pregunto cosas de las que no desea hablar...

Se levantó y sacó dos nuevos botellines de la nevera. Los abrió y se me quedó mirando muy fijamente :

  • Hace mucho tiempo que a mi mujer ni la toco...
  • Pero... ¿por qué ? Le pregunté sin apartar mi mirada de la suya. Yo me imaginaba...
  • Siento decirte, Sandra, que tú no sabes nada del infierno que vivo con ella.

Aquella situación no era, en absoluto, la que yo me esperaba con aquella visita. Yo no era quién para decirle lo que fuera a ese señor, simplemente quería despedirme de él y agradecerle lo amable que había sido conmigo, en todo momento. Me levanté dispuesta a marcharme :

  • Lo siento mucho, señor Jean. No quería ni ofenderle ni remover viejas heridas... Me voy...
  • No, por favor... No... Perdóname, te lo ruego. Sólo soy un viejo amargado, cornudo y apaleado. Perdóname, Sandra... Quédate un poco más conmigo... Te lo suplico.

Volví a sentarme y le rogué que lo hiciera él también. Le pedí que se desahogara conmigo, que me contara todo lo que deseara que, en ningún caso, iba yo ni a burlarme de él ni a humillarlo. Y habló, largo y tendido. Vació todo lo que tenía en su mochila de desgracias y desamores. Me contó cómo fueron los primeros años con Maryse, lo enamorados que estaban...La hija que tuvieron y que se les murió siendo una niña. Cómo Maryse se fue encerrando en si misma, culpándole a él y al mundo entero de esa perdida irreparable...

Y lloró como un niño en mi regazo, con la cabeza apoyada sobre mi pecho. Yo le iba acariciando su pelo alboratado, aplacando sus sollozos. El se abrazaba a mí, cada vez más pegado a mi cuerpo. Podía sentir nuestro sudor empapándonos la piel. En aquel garito, la calor se volvía sofocante. Hasta que pasó lo que tenía que pasar.

  • Chuut ! Tranquilo, tranquilo... Ya pasó. Le murmuré, separándolo con suavidad de mi pecho.
  • Perdóname, Sandra... Me estoy comportando como un idiota.
  • No diga eso...

Me miré la camiseta. La tenía empapada de sudor y de las babas del señor Jean. Cuando mis ojos se fijaron en él, vi que tenía clavada la mirada en mis tetas. Mis pezoncitos despuntaban como dardos. Todo mi cuerpo estaba en ebullición. Deslicé hacia abajo los tirantes de la camiseta y le descubrí mis senos. El señor Jean abrió unos ojos como platos :

  • Sandra, yo...
  • Jeannot, no hable más...

Giré la silla hasta ponerme de cara a él e incliné la cabeza hacia atrás. Me estaba ofreciendo a ese hombre que no me gustaba y que me triplicaba en edad. Pero había algo en mí que me empujaba a ello. No sé bien el qué ni el porqué. Quizás las ganas de hacerle un favor. El había sido muy bueno conmigo...

Timidamente, empezó a acariciarme les pechos. Los recorría con la yema de los dedos, los amasaba dulcemente con la palma de sus manos. Quería que sintiese que yo le deseaba, aunque no fuera cierto. Sustituí sus manos por las mías, agarrándome las tetas como si le fuera a hacer una cubana :

  • No son nada del otro mundo... ¡pero son todas suyas !
  • Son... Una maravilla, Sandra... una maravilla.

Me las estuvo chupando, mamando, succionando, un largo momento ; como un bebé. Mi garganta emitía maullidos de placer. Era muy agradable. Pero yo quería más.

  • Muérdalos, Jeannot... Muérdame los pezones.
  • Yo... no quiero hacerte daño, Sandra.
  • Sí lo hace, se lo diré...

Y vaya si lo hizo. La mar de bien. Al principio, con mucha suavidad. Mis maullidos fueron dejando paso a unos gemidos guturales similares a los gorjeos de las palomas. Sus dientes mordían cada vez con más fuerza, tirando del pezón como si quisiera arrancarlo de la teta. Levanté los brazos e inicié un vaivén progresivo de mis caderas, abriendo mis piernas, sintiendo como la tela de mis bragas y la costura de mis vaqueros frotaban mi vulva. Un fuerte olor de transpiración me llegó al olfato proveniente de mis áxilas, cubiertas de vello oscuro, chorreante de sudor :

  • ¡Qué bueno, Jeannot ! ¡No pare, no pare, no pareee ! Me... Me... vieneeee.

Me estremecí como una lámina de hojalata y grité sin ningún reparo para que él sintiera la fuerza del orgasmo que acababa de provocarme. Olvidándose momentáneamente de mis tetas, Jeannot dirigió su boca a mi sobaco y se puso a olfatearlo con fruición y a darle lametazos :

  • ¡Nooo ! ¡Ji, ji, jiiii ! ¡Pare, so guarro ! ¡Ji, ji, ji ! ¡Me hace cosquillas !
  • ¡Me haces tan feliz !
  • ¡Hummm, Jeannot ! Y eso que sólo estamos en el aperitivo.

Me levanté y le pedí que se sentara en la silla. Me desnudé íntegramente y me senté sobre la mesa, en el borde. Abrí las piernas y le dije :

  • Ahora... ¡El primer plato !
  • ¡Dios del universo ! ¡Esto es el paraíso !

Me comió el coño gloriosamente. Y es que estas cosas son como el ir en bicicleta : no se olvidan, por mucho que hayas dejado de practicar.

  • ¡Qué lengua, Jeannot ! ¡Mmmmmmm !
  • ¡Slurp, slurp, slurp !
  • ¡Síiii ! Ajjjj ! Así... Métame un dedo... ¡Ajjjj ! ¡Mmmm ! ¡Dos, tressss !
  • ¿Así, Sandra ? ¡Qué caliente que está !
  • ¡Auuuuooooohhhh ! ¡Todaaaaaa ! ¡Siiiiiiiiiiiiii !

La mano del sexagenario señor Jean me catapultó a uno de los orgasmos más intensos que había gozado hasta ese momento. Me enderecé y vi el rostro de Jeannot iluminado de orgullo. Y como la madre naturaleza me dotó de la capacidad de encadenar los momentos de éxtasis como ráfagas en un rifle de repetición, agarré como pude su antebrazo y le insté a que me follara con redoblada intensidad :

  • ¡Me corrooooooohhhh ! ¡Jeannoooooojjjjjj ! ¡Bastaaaaaaa !

En algunas ocasiones, el placer es tan intenso que se convierte en insoportable. El señor Jean lo comprendió y se extirpó de mi coño, con suavidad. Me dejé caer hacia atrás pero la estrechez de aquella mesa no permitía hacerlo en buenas condiciones.

  • ¿Estás bien, Sandra ? ¿Quieres que abra el plegatín ?
  • Y usted... ¿está bien ?
  • Yo... ¡Dios moi ! ¡Yo estoy en la gloria !

Pronto voy a cumplir 55 años. Ahora sé, mejor que nadie, más que nunca, lo maravilloso que es ser joven. Cuando me pego, hoy en día, una noche de folleteo intenso, al día siguiente estoy echa una piltrafa. Pero a mis 20 añitos, era un volcán en perpétua erupción.

  • En la gloria... Eso quiere decir que no quiere el segundo plato. Le dije levantándome y sentándome sobre su regazo.
  • Sandra... Soy un pobre diablo, yo... Un viejo verde y amargado que se hace pajas mirando revistas guarras... Ya me has hecho muy feliz... Me has hecho sentir cosas que hacía siglos que no sentía...
  • Y bla-bla-blá... Entonces, esto que siento entre mis piernas, ¿no es lo que pienso que es ?
  • No sé si sabría estar a la altura... Eres...
  • ¡Chit ! Silencio... Le sugerí llevando el índice a mis labios.

Le rogué que me dejara hacer a mí. Le quité la camisa, descubriendo su torso famélico, cubierto de vello plateado. Me chocó su extremada delgadez, la escasez de vientre, el grosor de sus pezones. Le acaricié el torso y le pellizqué levemente las tetillas. Me miraba como si no terminase de créer lo que le estaba pasando. Me arrodillé y le saqué los zapatos, los calcetines. Tenía unos pies que parecían sacados de un lienzo de El Greco, blancos, huesudos, pero cuidados. Sin cambiar de postura, le desaté el cinturón, le desabroché los pantalones y le pedí que me ayudara a bajárselos. Sus muslos y sus piernas, cubiertas también de vello blanquecino, eran, al igual que sus pies, sus brazos y su torso, la continuación de la misma imagen : San Sebastíán, con 40 años de más.

Llevaba unos calzoncillos blancos, de aquellos de otra época, manchados en la extremidad erguida, como una tienda de campaña. No me atardé y se los bajé. Una verga bien tiesa, descapullada y de considerables dimensiones, apareció ante mí, rodeada de un espeso matorral de pelillos rizados, del color de la harina.

  • Creo, Jeannot, que sí que va a estar a la altura. Le dije, separándole un poco los muslos, acercando mi cara a su polla.

Un fuerte olor de rancio, de leche cuajada, estuvo a punto de hacer que diera marcha atrás. Pero no lo hice. Puse mis manos sobre sus rodillas, abrí la boca y me fui introduciendo lentamente su miembro en ella, lamiéndola con fruición. Pasada la primera sensación de asco, enseguida mi boca se puso a salivar y con ello, las sensaciones placenteras que siempre me ha producido el acto de la felación. De vez en cuando, levantaba la vista y le miraba. Como a la mayoría de los hombres les encanta observar como se la chupan ; ver nuestra cara de vicio, nuestra lengua recorrer la verga, engullirla. Jeannot no iba a ser una excepción.

  • ¡Qué placer ! ¡Aaaahhh ! ¡Síiii !
  • ¿Ya ? Le pregunté alarmada.
  • ¡Ooohhh ! ¡Nooo ! ¡Síiiiiiiii ! ¡Ajjjjjjjjjjj !

Le ayudé a eyacular con la mano, admirando que a su edad siguiera fabricando tal cantidad de semen. No obstante, su lefa salió mansamente, en borbotones que iban fluyendo polla abajo, depositándose sobre mi mano. Cuando salió la última gota, se la volví a chupar, viendo como perdía rápidamente su turgencia. A continuación, relamí el semen que me había quedado en la mano y le dije :

  • ¡Caray, señor Jean ! Segundo plato y postre... ¡Todo en uno !

El día 7 de Julio de 1982, a las 8 de la mañana, Véronique y yo tomábamos el tren París-Marsella. El corazón en un puño. El espíritu alegre. La cabeza llena de mariposas de ilusión.

Fin del capítulo 11.