Sandra en el Mercado de Esclavas del Yemen
Una antropóloga acude al Yemen buscando material para su tesis sobre la esclavitud en el siglo XXI, y acaba siendo ella misma una esclava, desnuda y torturada
SANDRA EN EL MERCADO DE ESCLAVAS DEL YEMEN
Por Alcagrx
I – En un pueblo del desierto del Yemen
Para cuando sucedió yo, la verdad, ya me había convencido de que mi proyecto había fracasado. Y eso que, al principio, la idea de hacer mi tesis doctoral de antropología sobre la esclavitud en el siglo veintiuno les pareció estupenda a todos, empezando por el catedrático que iba a dirigírmela. De hecho, fue él mismo quien me sugirió el Yemen como el lugar ideal para investigar; ya que, según las noticias que llegaban a Europa, la guerra civil que desangraba el país había favorecido un resurgir del tráfico de esclavos. En particular el tráfico de mujeres jóvenes cuyo destino era, normalmente, el mismo que en cualquier lugar controlado por la guerrilla islámica: servir como esposas a la fuerza de los combatientes.
Hacía ya casi un mes que había llegado al país, y pocos rincones de él me quedaban por visitar; pero hasta ahora mis esfuerzos no habían servido para nada, pues nadie parecía querer hablar del tema. Primero probé en las ciudades, luego en poblaciones más pequeñas, y ya hacía días que recorría los pequeños pueblos del desierto; siempre acompañada de Ahmed, el intérprete, guía, chofer, investigador y todo lo que se me ocurriera a mí pedir, que la Universidad de Adén había puesto a mi servicio. Con una recomendación encarecida de todos los profesores del departamento de Antropología, además; según me dijeron, lo que Ahmed no encontrase sería que, sencillamente, no existía.
Pero al final no fue Ahmed quien encontró algo, sino yo misma. Era ya casi de noche, en un pequeño pueblo del desierto, y yo estaba sentada en el viejo Toyota que la universidad me había prestado; esperando a que mi “espía” regresase del café de la plaza, con suerte llevando por fin alguna información. De pronto me llevé la sorpresa de mi vida, y me la dieron las dos personas que aparecieron frente a mí tras girar una esquina; la primera de ellas era un hombre de mediana edad, vestido con una chilaba raída, sandalias y turbante. Y la segunda, llevando las manos atadas por delante con una cuerda de cuyo extremo el hombre tiraba, era una chica morena muy joven, que parecía casi menor de edad; con uno de los cuerpos más esbeltos que yo había visto en mi vida: alta, delgada, piernas interminables y bien torneadas, pecho abundante, alto y bien colocado, melena negra brillante,… Unas características que me fue fácil comprobar, porque la chica estaba completamente desnuda.
Los dos pasaron frente a mí, sin percatarse de que yo estaba dentro del vehículo, siguiendo su camino hacia la salida del pueblo; y, cuando superaron mi posición, pude comprobar otra característica de la chica: tanto su espalda como sus nalgas aparecían cubiertas de marcas cruzadas, que parecían de latigazos cicatrizados tiempo atrás. No hacía falta ser muy lista, claro, para comprender que la oportunidad de averiguar algo sobre el tráfico de esclavos estaba justo frente a mí; así que bajé del todoterreno procurando no hacer ruido, y les seguí discretamente, arrimada a las fachadas de los edificios. Al acercarme a menos distancia de ellos pude oír que la chica murmuraba algo que, lógicamente, no entendí, pero que por el tono parecía una súplica; el hombre no decía nada, y al cabo de poco se acercó a una puerta, donde llamó. Era el acceso a un edificio similar a todos los de allí, de adobe, quizás algo más amplio de lo común y con un patio muy grande, que se adivinaba tras el muro de casi tres metros de altura que lo rodeaba; al poco de su llamada la puerta se abrió, dejándoles pasar sin que yo oyese una sola palabra. Para, de inmediato, volver a cerrarse.
Regresé al vehículo al tiempo que Ahmed, al cual se le veía en la cara el poco éxito de su gestión. Pero, cuando le conté mi aventura, de inmediato me dijo que no le extrañaba, que precisamente estábamos allí porque uno de sus contactos de Adén le había dicho que en aquel pueblo se organizaba, algunas veces, un mercado de mujeres para los combatientes islámicos. Un mercado que, según él, nutrían los agricultores pobres de la región, normalmente con las hijas que no podían mantener, o que no les obedecían; y en ocasiones con las mujeres que repudiaban. Todo concordaba con mi descubrimiento, pues los dos sujetos que había visto podían muy bien ser padre e hija; las marcas de latigazos parecían una prueba obvia de la “indisciplina” de la chica, según los estándares de la región; y lo de la pobreza de la gente local era un hecho de lo más evidente. Como acababa de escribirle al director de mi tesis, por aquella parte del país sólo había calor, arena, rocas y alguna cabra. No demasiadas, la verdad; seguramente muchas menos que moscas.
De inmediato envié a Ahmed a investigar al edificio donde había visto entrar a la chica desnuda y a su captor; no sin antes “dotarle” de unos cuantos dólares, claro, que allí eran el mejor lubricante para obtener informaciones. Yo le esperé en el Toyota, y cuando regresó -una hora después, incluso algo más- venía radiante: “Esta vez sí, señorita Sandra. Mañana por la noche habrá una subasta de mujeres en el patio; vendrán muchos soldados a buscar pareja, puede que incluso el jefe de este sector” . Pero mi alegría duró poco, porque cuando le pregunté qué podía hacer para presenciarla, o incluso fotografiarla y/o filmarla -tonta de mí, con la sorpresa no había usado el teléfono móvil para registrar la escena de la chica desnuda y azotada- me dijo “Imposible. Nadie que no sea comprador o vendedor puede entrar, y menos aún una occidental. Lo primero que pensarían es que era usted una espía, y acabaríamos los dos muertos antes de poder explicarnos. Y si se esconde y la descubren, peor aún” .
Al oírle tuve, de pronto, una idea que me iba a cambiar la vida, y que como luego comprobaría fue la más estúpida que nunca tuve: “Ahmed, no solo entran compradores y vendedores, también entran las mujeres que se van a subastar. Yo podría hacerme pasar por una…” . Como Ahmed era un hombre sensato, enseguida trató de disuadirme: que si yo era blanca, y por allí no las había, que si era muy peligroso porque los soldados podían abusar de mí (así lo dijo, lo prometo), … Pero quien me conoce sabe de mi obstinación, y para entonces yo ya me había decidido; así que le dije que me pusiera de inmediato en contacto con el encargado del local, para ver cómo podíamos organizarlo. Él se marchó otra vez, muy cabizbajo y mascullando algo en su idioma, y al cabo de una media hora regresó acompañado de un chico joven: veintipocos años; delgado, alto, moreno, sucio, con una chilaba raída, gorra redonda, sandalias y una sonrisa de oreja a oreja, que dejaba ver pocos dientes y menos higiene bucal aún.
Ahmed me dijo “Este es Abdul, el hijo del propietario. Se le ha ocurrido una solución: un vecino que vive lejos del pueblo tiene una mujer blanca; vino con él de Europa, donde estuvo trabajando hace ya unos años. Podemos decir que usted es ella, y que el vecino la vende porque la ha repudiado; aunque es muy peligroso, porque si descubren la verdad nos matarán. Además, habría que prepararla a usted, para que pareciese una mujer repudiada. Y no sé cómo podríamos rescatarla luego, si algún soldado la compra” . Para entonces a mí ya no iban a detenerme con nada, pues era la oportunidad que había estado buscando desde hacía mucho tiempo; así que resolví el problema enseguida. Tras decir Abdul que las mujeres se vendían por el equivalente, al cambio, de unos mil dólares, pero que por una blanca se podía llegar a pagar el doble, entregué a Ahmed los cinco mil dólares que me quedaban -los llevaba en una riñonera, en efectivo- y le dije: “Tú serás mi comprador. Solo tienes que pujar más que los soldados… Podéis decir que eres un amigo de Abdul, de Adén, y que has venido a visitarlo por la subasta; como los soldados no te han visto conmigo, no tienen por qué sospechar nada. Yo me marcho ahora mismo al mercado con Abdul, y así tendré veinticuatro horas para ir recopilando datos” .
II – Llegada al mercado de esclavas
Me costó convencerles, pero al final lo conseguí; aunque Abdul, para no correr ningún riesgo, me dijo que teníamos que hacer ver que me traía de casa del vecino hasta el pueblo, como si me hubiese recogido allí. Por fortuna su idea no era venir caminando desde tan lejos; bastaba con salir del pueblo hasta la primera curva donde no nos viese nadie, quedarnos allí hasta que Ahmed se hubiese marchado con el todoterreno, y hacer nuestra entrada entonces hasta el mercado. No me pareció un problema, y hacia allí nos fuimos los tres en el vehículo; circulando por espacio de cinco o diez minutos, hasta que llegamos a un lugar donde una duna inmensa nos ocultaba de la vista del pueblo. Un recorrido que yo dediqué, por completo, a prepararme mentalmente para lo que me esperaba, pues sin duda iba a ser duro; pero la ilusión por los datos que iba a obtener para mi tesis me hacía ignorar todos los riesgos o temores. Así que, tan pronto nos paramos, me bajé del vehículo, me quité las zapatillas y el mono de trabajo que llevaba puestos, y le ofrecí mis manos, juntas, a Abdul; mientras me notaba enrojecer de vergüenza hasta la raíz del cabello, solo de pensar en el espectáculo indecente que estaba dando.
La reacción de Abdul me desconcertó, porque se puso a reír con ganas; y al poco le dijo algo a Ahmed que éste me tradujo en seguida: “Dice Abdul que si van así estamos todos muertos: nadie se va a creer que un marido repudia a su mujer, y luego la manda al mercado llevando una ropa interior que vale más dinero que ella. Y, además, que tiene usted un cuerpo muy bonito” . De pronto me di cuenta de dos cosas: la primera, que no había otro modo de hacerme pasar por una mujer repudiada y puesta a la venta que estando completamente desnuda, pues así las ofrecían a los posibles compradores. Y, la segunda, que desnudarme delante de aquellos dos hombres me daba una vergüenza espantosa, seguramente la mayor que había sentido en mi vida; y no digamos ya pensar en que todos aquellos soldados islámicos iban a poder verme desnuda, e incluso quizás tocarme con sus sucias manos. Pero, si no lo hacía, adiós tesis; así que, después de un profundo suspiro, desabroché mi sujetador, me lo quité lentamente y se lo entregué a Ahmed. Luego metí los pulgares en los laterales de mis braguitas, me las bajé y se las di también. Allí me quedé, desnuda como el día en que nací, delante de aquellos dos hombres que me miraban con caras lascivas; aunque seguro que muchísimo más ruborizada que entonces. Y de inmediato ofrecí a Abdul, con gesto de sumisión, mis dos muñecas, para que pudiese atarlas juntas.
Para aumentar aún más mi humillación, si es que eso resultaba posible, mientras iba atando mis manos Abdul hacía unos comentarios en su idioma que, aunque yo no entendía, tenían un significado obvio; de hecho, tuve la sensación de que poco faltó para que se pusiera allí mismo a magrearme, y yo cada vez estaba más nerviosa. Pero, por lo que sea, se contuvo, y para cuando el todoterreno se alejó con Ahmed, llevándose también mi ropa, emprendimos la marcha; con mucho cuidado, pues los guijarros se clavaban en mis pies desnudos, y me hacían daño. Por el camino yo iba pensando en la humillante sensación que suponía estar desnuda a merced de alguien; era totalmente distinto a estarlo en una playa nudista, por ejemplo, pues allí tenía siempre a mano algo con lo que cubrirme cuando quisiera. De hecho las playas nudistas me gustaban; nunca fui una mojigata, y en ocasiones ver como los hombres miraban mi cuerpo desnudo al pasar me había resultado excitante. Pero esto era muy distinto: estaba desnuda y sin ninguna ropa a mi alcance; sabiendo, además, que de tenerla tampoco hubiese podido ponérmela con mis manos atadas. En pocas palabras, sentía que tenía que soportar mi desnudez pasara lo que pasara, y apareciera quien apareciera. Ciertamente era algo muy humillante, pero me di cuenta enseguida de que también me provocaba bastante excitación; algo que Abdul, como si hubiese leído mi pensamiento, decidió comprobar a la entrada del pueblo: me detuvo, me separó con un pie las piernas -le dejé hacer por temor a descubrir mi falsa identidad de mujer repudiada- y, tras pasar despacio la palma de su mano a lo largo de mi vulva, me mostró a la luz de la luna como brillaba con mis secreciones. Luego se rio, yo enrojecí aún más si cabía, y seguimos nuestro camino hasta su casa; donde llegamos, para mi alivio, sin encontrar a nadie por las calles del pueblo. Aunque, claro, era imposible saber cuánta gente nos habría visto a través de las ventanas; o, como me pasó a mí con la chica morena, desde algún otro lugar donde no acertáramos a verla.
III – Azotada con el látigo
Solo de entrar al patio pude ver que, a lo largo de uno de sus muros, había una docena de pequeñas celdas con puerta enrejada; de las que la mitad estaban ocupadas por otras tantas mujeres desnudas, una de ellas la chica que yo había visto antes cruzar el pueblo. Abdul me llevó hacia una de las celdas vacías, soltó mis manos y me hizo pasar a su interior; para cerrar luego la puerta con una llave y marcharse. De inmediato me di cuenta de que muy poca información obtendría de las demás prisioneras, pues ninguna parecía hablar ni inglés ni, claro, español; además, las paredes de separación entre las celdas, también de adobe, me impedían verlas, y lo único que obtenía de ellas eran unos susurros, inconfundibles, que me pedían que callase. Lo que finalmente hice, sentándome en el catre que había al fondo de la celda; donde comprobé lo mismo que Abdul ya había verificado: que, pese a mi situación o más bien por causa de ella -desnuda y encerrada en una jaula a la vista de cualquiera que pasase por delante- estaba francamente excitada.
A los pocos minutos volvió Abdul, llevando en su mano lo que parecía un látigo corto: de como un metro de largo, hecho con cuero trenzado negro y con aspecto de ser pesado. Abrió la puerta de mi celda y, con la mano, me hizo señas de que le siguiera hasta una especie de potro que había en un lateral del patio, cerca de las celdas; yo, al entender enseguida qué pretendía, le hice con la cabeza que no, y me quedé dentro. Pero Abdul, muy enfadado, me sacó de mi celda de un tirón, y una vez me tuvo fuera dio una orden a las demás chicas; las cuales se giraron de inmediato, dejándome ver sus nalgas, y en algunas su espalda, llenas de marcas de látigo. Comprendí entonces que las marcas de azotes eran una parte imprescindible de mi disfraz de mujer repudiada, y me dirigí al potro; era similar a los de gimnasia, y me coloqué en él con la barriga sobre su centro, las manos en la base de las dos patas más próximas a mi cara y los pies, separando las piernas casi un metro, junto a las dos del extremo contrario. Abdul ató fuertemente mis muñecas y mis tobillos a las cuatro patas del artefacto y, una vez me tuvo así sujeta, se dirigió hacia mi parte posterior, donde no podía verle; yo pude oír, por el chasquido que producía, como daba golpes al aire con el látigo.
El primer golpe me pilló por sorpresa, y me provocó la sensación de que Abdul me había rajado las nalgas, de lado a lado, con un objeto pesado pero no demasiado afilado, y luego me había echado vinagre en la cortadura. En el momento del impacto el dolor fue muy agudo, aunque no desorbitado, pero instantes después creció y creció, hasta volverse intolerable; y yo comencé enseguida a chillar, y a retorcerme como una poseída, tratando de soltarme del potro aunque fuese arrancándome una mano o un pie. De hecho, si no hubiese estado sólidamente atada allí me habría levantado al instante, y habría dado mi “experimento” antropológico por concluido. Pero Abdul no me comprendía, claro, pues no hablaba palabra de español; idioma en el que yo, en mi pesadilla de sufrimiento, le imploraba, le imprecaba, le suplicaba que parase ya. Así que siguió, y siguió, hasta que yo ya casi había perdido el sentido; pegándome, además, con toda la calma del mundo, dejando una larga pausa entre golpe y golpe para que yo pudiese “disfrutar” bien el daño que me hacía cada uno, evitando así que el dolor del siguiente pudiera superponerse al del anterior. Cuando a él le pareció que yo ya estaba bien marcada me soltó, me cargó en su hombro como si fuese un saco y me llevó de vuelta a la celda, donde me dejó sobre el catre. No sin, antes de salir, dejar a mi lado un tarro de lo que parecía una pomada, y hacerme gesto de que me la untase en el trasero.
Cuando logré recuperar algo el resuello me incorporé como pude y miré a ver cuáles eran los daños en mi trasero. Aunque había poca luz pude ver que mis dos nalgas estaban cruzadas por una docena de estrías profundas, de la anchura de mi dedo índice y con un color que ya viraba del rojo al morado; al tocarlas me dolían una barbaridad, y con mucho cuidado les unté, hasta donde pude, la pomada que Abdul me había dejado. Comprobando al hacerlo que casi no había brotado sangre de las heridas; a lo sumo alguna gota aislada, en los lugares donde el surco era más profundo. Lo que he de reconocer que me sorprendió, pues basándome en el dolor que los latigazos me habían causado daba por hecho que mis nalgas estarían destrozadas, y que sin duda iban a necesitar muchos puntos de sutura. No era así; aunque ya podía descartar por un tiempo la idea de dormir boca arriba, pues el contacto del duro catre con mis posaderas me hacía ver las estrellas. Pero, un rato después y supongo que por el cansancio acumulado después de un día con tantas emociones, me quedé profundamente dormida.
IV – La subasta
Tan pronto se hizo de día Abdul pasó por las celdas trayéndonos un desayuno de té y unos dulces; tras lo que nos llevó, una a una, hasta un rincón del patio donde había una letrina excavada en el suelo. Al llegar mi turno comprendí, con horror, que allí debía hacer mis necesidades, pues no había otro lugar disponible; y además bajo la atenta mirada de Abdul, que una vez más exhibía su sonrisa más cínica. Pero yo ya no podía aguantarme más las ganas de orinar, así que me puse en cuclillas, me sonrojé como una colegiala y me dejé ir; lo que, para mi desgracia, me llevó también a hacer aguas mayores. Al acabar, roja como un tomate, me di cuenta de que no tenía nada con qué limpiarme, pero también esto estaba previsto en aquel patio: a pocos metros de allí había una manguera con una boquilla de agua a presión, frente a la cual me colocó Abdul. Para, de inmediato, comenzar a regarme; haciéndome adoptar unas posturas cada vez más humillantes, para poder llegar así con el chorro a mi sexo, y a la hendidura de mis nalgas. El agua era fría, pero con el calor del desierto no me molestaba, y la presión no era excesiva; aunque, cuando el chorro daba directamente en las heridas de mi trasero, no podía evitar dejar escapar algún gemido. De pronto Abdul detuvo el agua, y con una gran pastilla de jabón me enjabonó todo el cuerpo, pero tomándose mucho más tiempo del necesario en mis pechos y en mi sexo; luego me volvió a aclarar con el chorro, y me devolvió a la celda.
El resto de aquel día hice, por así decirlo, de animal de zoológico; pues no sabría decir cuantos hombres pasaron frente a mi celda a contemplar mi desnudez. Seguro que docenas, algunos de los cuales me hacían gestos para que adoptase posturas que les permitieran “valorarme” mejor. La favorita de todos ellos era, para mí, doblemente dolorosa: sentada en el borde exterior del catre, con las piernas abiertas formando la letra M y exhibiendo abiertamente mi sexo. Por un lado porque al hacerlo me dolían las heridas del trasero sobre las que me sentaba, y por otro porque llevaba el sexo depilado; con lo que la postura les ofrecía una visión perfecta de mis labios mayores y menores, e incluso de mi clítoris. Pero lo cierto es que aquello me estaba excitando cada vez más; notaba mis pezones duros como piedras, y una constante humedad en los labios de mi sexo. Aunque no podía dejar de sonrojarme cada vez que un hombre me indicaba, con gestos obvios, que quería ver mi sexo. Al caer la tarde el número de hombres en el patio había disminuido hasta no más de diez o doce, de seguro ya compradores potenciales, y comenzó la segunda fase de nuestra exhibición. Abdul abrió las celdas, nos hizo salir a todas de ellas y, tras hacernos poner las manos sobre la cabeza y separar bien las piernas, fuimos sometidas por los hombres a una intensa sesión de magreo; que a mí me recordó, de algún modo, una subasta de caballos que años atrás había visto. Me sería imposible recordar todo lo que, al menos a mí, me hicieron: metieron varios dedos en mi vagina y en mi ano, acariciaron mi clítoris y mis labios vaginales hasta casi hacerme llegar al orgasmo, me sobaron el trasero -lo que me dolió hasta hacerme gemir- y los pechos; me hicieron dar saltos para ver como estos se balanceaban, pellizcaron mis pezones, y hasta hurgaron en mi boca. Todo ello mientras hacían comentarios en su lengua, que yo por supuesto no entendía, y tomaban notas; hasta que al caer la tarde, y como por arte de magia, de pronto se marcharon todos de allí. Lo que Abdul aprovechó para devolvernos a nuestras celdas, darnos de comer -o quizás de cenar, por la hora que era- y dejarnos descansar un poco.
Allí estaba cuando Ahmed vino a verme; lo que, por cierto, me provocó otro ataque enorme de vergüenza, pues aunque llevaba todo el día desnuda no era lo mismo estarlo ante un desconocido como Abdul, y en un mercado de esclavas en el que había otras también desnudas, que ante el que hasta ayer fue mi guía, intérprete y servidor. Pero poco podía hacer, pues él podía ver lo que quisiera de mi a través de la puerta de barrotes. Parecía contento, y tras contemplarme un buen rato con cara de gustarle lo que veía me dijo “Ya está todo preparado, señorita. Por lo que he oído en el café, el que más va a ofrecer por usted piensa llegar como máximo a los tres mil dólares; así que no se preocupe” . Dicho lo cual se quedó aun otro rato largo mirándome en silencio, seguramente dudando si pedirme que adoptase alguna de aquellas posturas obscenas tan populares, pero finalmente se marchó. Y, la verdad, me dejó muy decepcionada; quizás era porque empezaba a asumir mi papel de esclava, pero me parecía humillante que nadie fuese a pagar más dinero por mí. Yo no era una modelo de alta costura, claro, pero no estaba nada mal: treinta años, metro setenta, cincuenta y algo kilos muy bien repartidos, un pecho alto, firme, lleno y natural, vientre plano, largas piernas, trasero bien formado y una cara agradable, enmarcada por una corta melena castaña. A lo que cabía sumar, en aquel momento y para mi gran sorpresa, que estaba excitada como nunca lo había estado en mi vida.
Cuando ya era noche cerrada vino Abdul a buscarme a la celda; y me llevó, desnuda y descalza a través de un auténtico dédalo de pasillos, hasta lo que parecían los bastidores de un escenario. Allí esperé unos minutos, siempre con Abdul a mi lado, hasta que un hombre de mediana edad -que enseguida pensé que sería el padre de Abdul, por el extraordinario parecido- vino desde la escena, me cogió de un brazo y me llevó con él. Al salir al escenario los espectadores prorrumpieron en gritos, silbidos y vítores; supongo que yo era la primera mujer blanca que nunca se había vendido allí. Antes de dar comienzo a la subasta, el hombre maduro me hizo adoptar diversas posturas destinadas a que pudieran verme todos bien: de frente, abierta de piernas y con el torso hacia atrás; de espaldas al público, espatarrada y doblada hacia delante, para exhibir bien mi sexo y mi ano; saltando sobre mí misma, para que mis pechos se balanceasen de lado a lado, … Luego sonó una melodía árabe, y él me hizo gesto de que bailase; lo que yo, la verdad, hice como pude, contoneándome con mi versión personal de la danza del vientre mientras sentía una extraña sensación, mezcla de vergüenza y de fuerte excitación sexual. Y, cuando paró la música, el hombre hizo un breve discurso al público; tras lo que se situó a mi lado, expectante.
Lo cierto es que, hasta que luego vino Ahmed a verme, no entendí nada de lo que a continuación pasó. Pues los hombres allí reunidos cambiaron de repente de actitud, y pasaron de sonreír y aplaudirme a gritar con caras de gran enfado; e incluso alguno a tirar objetos al escenario. A mí me pasó lo que parecía una botella de cerveza cerca de la cara, y un zapato me golpeó en una pierna; y al presentador le dio una lata de algo en la tripa; momento en el que decidió marcharse de allí, lógicamente llevándome a mí del brazo. Volvimos a bastidores, donde se entabló entre él y Abdul una larga discusión, que yo desde mi desnudez contemplaba sin entender una sola palabra; y finalmente observé que Abdul bajaba la cabeza con resignación y le besaba la mano. Para acto seguido cogerme de un brazo y llevarme de vuelta a mi celda. Allí me quedé, tratando de imaginar qué habría pasado, hasta que unos minutos después llegó Ahmed con cara de enfadado y me dijo “Tenemos un problema, señorita Sandra. El padre de Abdul, cuando la ha visto a usted, ha decidido que valía como mínimo diez mil dólares, y esa es la cifra en la que ha querido empezar la subasta. Pero, claro, nadie de aquí iba a pagar tanto; así que va a mandarla al mercado de Shoqra, donde hay compradores extranjeros con mucho más dinero. Y Abdul no va a desobedecer a su padre, así que la única solución es que la yo recupere allá. Pero me temo que va a hacer falta mucho más dinero para comprarla en Shoqra…” .
He de reconocer que, para mi más absoluta estupefacción, mi primera reacción instintiva fue de alegría; pues sus palabras demostraban que yo, como esclava, valía mucho más que lo que aquellos ignorantes estaban dispuestos a pagar por mí. Pero enseguida me di cuenta de que mi situación no era como para alegrarme de nada: desnuda, prisionera de un traficante de esclavas, y sin más dinero que los cinco mil dólares que le había entregado a Ahmed. Solo se me ocurría una solución posible: pedir ayuda a la Universidad de Adén. Así se lo dije a Ahmed, y al instante de hacerlo me di cuenta de que, perdida en mis cavilaciones y con mis posaderas doloridas, me había sentado justo en el borde del catre con mis piernas bien abiertas; por lo que le estaba ofreciendo a mi guía un espectáculo que no solo parecía gustarle, sino que le distraía de mis palabras. Me puse en pie, me acerqué a la reja, y le repetí lo que tenía que hacer; procurando que su atención, ahora concentrada en el bamboleo de mis senos tras levantarme y andar hacia él, volviera a mis palabras. No sé si lo logré, pues lo primero que hizo al acercármele yo fue alargar ambas manos y comenzar a magrearme el pecho a través de las rejas; desesperada por lograr que me hiciese caso, le dejé hacer hasta que se dio cuenta de lo impropio de su acto y, azorado, me pidió perdón y retiró las manos de mis senos. Tras lo que repitió mis instrucciones como un autómata, volvió a pedirme perdón, y se marchó corriendo.
V – La cuerda de esclavas
A la mañana siguiente yo era la única prisionera de las celdas, así que Abdul no tuvo demasiado trabajo; me dio el desayuno, me llevó a la letrina, me limpió luego concienzudamente, como era su costumbre, y para acabar, quizás porque le sobraba tiempo, se entretuvo largo rato poniéndome el ungüento en mis heridas del trasero. Las cuales, por cierto, empezaban a cicatrizar sin que se viera infección en lugar alguno; aunque seguían doliendo como condenadas al tacto, y aún más al recibir el chorro de agua. Cuando hubo terminado todas sus atenciones -que incluyeron, cómo no, su movimiento favorito: pasar la palma de su mano por mi sexo, para comprobar lo muy húmeda que yo estaba- me llevó, cruzando el patio, hacia lo que parecía una herrería; donde entre él y el herrero me cargaron de cadenas: primero un collar de hierro grande, de tres centímetros de alto por uno de espesor, luego grilletes en mis muñecas y tobillos, también gruesos y de hierro, y finalmente cadenas que unían el collar con los cuatro grilletes. Todo ello cerrado con remaches también de hierro, martillados en frío, que no se podían quitar sin herramientas de corte. He de reconocer que mi primera idea fue intentar resistirme por la fuerza a ser encadenada, pues me parecía que estar desnuda ya era suficiente humillación; pero luego pensé dos cosas: una, que era el peaje inevitable para poder viajar a Shoqra, donde esperaba ser liberada (recomprada sería quizás más exacto). Y dos, que de poco me hubiese servido mi resistencia, desnuda y sin arma alguna; sólo el herrero era el doble de grande que yo, y seguro que Abdul y él podían pedir más ayuda para reducirme. Como mínimo la del padre de éste; por lo que me dejé hacer, resignada, y me coloqué en todas las posturas que se precisaron para remachar mis cadenas. E incluso en alguna que el herrero me indicó con el único objeto de poder magrearme a su satisfacción.
Cargada de cadenas me devolvió a mi celda, pero por poco rato; pues como una hora más tarde me vinieron a buscar Abdul y su padre, me sacaron de la celda y me llevaron al exterior de la casa. Allí me esperaba otra sorpresa: una larga fila de como una docena de esclavas, alguna de ellas blanca, y todas desnudas, descalzas y cargadas como yo de cadenas; además de ir unidas, cada una con la que tenía delante, mediante otro tramo de cadena de como un metro. Al final de la cuerda me esperaba el herrero, quien con su martillo y un remache unió mi collar al de la última esclava de la fila, y quedamos dispuestas para partir. Nos escoltaban como media docena de hombres, cada uno sobre su camello y armados con unos látigos más largos, y finos, que el que Abdul había usado en mi trasero. El que iba primero había atado una cuerda, que empezaba en la grupa de su camello, al collar de la primera mujer del grupo; cuando dio la orden de partir se limitó a dar un tirón, y todas comenzamos a marchar tras la esclava de enfrente. Quien, en mi caso, era una chica de piel muy negra, como procedente del África Central, con la espalda y el trasero literalmente cubiertos de marcas de latigazos; unas más recientes que otras, pero profundas como las mías o más.
Caminamos toda el resto del día bajo un sol de justicia, aunque estaba claro que nuestros carceleros no querían que nos deteriorásemos; pues cada hora, más o menos, hacíamos una parada -procuraban buscar algún lugar con sombra- en la que nos daban agua. Y poniendo cara de gran satisfacción, nos untaban a fondo con lo que supongo era una crema solar; a mí me pusieron al menos seis o siete veces, y parecían muy preocupados por el efecto del sol en mi pecho y en mi sexo, pues cada vez me untaban ahí una gran cantidad de crema, con gran detenimiento y cuidado. Además, claro, de untarla en mi trasero; lo que les divertía especialmente, por los gemidos de dolor que al hacerlo lograban arrancarme. Al caer la noche llegamos a lo que parecía un oasis; yo, pese a las muchas paradas, tenía los pies en carne viva de andar por la arena ardiente, y me encontraba realmente cansada. Así que, cuando nos repartieron comida y nos indicaron que nos tumbásemos bajo las palmeras, no me hice rogar, y al poco estaba dormida. Pero me desperté en mitad de la noche, asustada; había soñado que estaban haciendo daño a alguien justo a mi lado y, al recuperar la consciencia, oí gemir a una de mis compañeras, como dos o tres más adelante. Me incorporé un poco, y enseguida entendí por qué: era una chica muy joven, de aspecto árabe, y dos de nuestros vigilantes estaban penetrándola con gran furia, uno por la boca y el otro por la vagina o el ano; desde mi posición no podía estar segura. De pronto un escalofrío me recorrió todo el cuerpo, y me di cuenta de que, desnuda y encadenada, nada podría hacer si ellos querían violarme; algo en lo que, sorprendentemente, hasta aquel momento no había pensado. Pero, al parecer, eso no iba a suceder aquella noche; pues los dos guardianes, cuando terminaron, se marcharon hacia su tienda dejando a la pobre chica llorar en silencio su pena.
Durante los siguientes siete u ocho días se repitió la misma rutina; nos despertaban al salir el sol, nos daban algo de desayuno, hacíamos nuestras necesidades -en el mismo lugar donde habíamos dormido, claro, pues nuestras cadenas no nos permitían otra cosa- y reemprendíamos la marcha; andando todo el día, con paradas más o menos cada hora, hasta el anochecer. Y cada noche se repetía también el ritual de los vigilantes abusando de una chica, pero me di cuenta de que nunca penetraban a ninguna de las tres mujeres blancas que íbamos en la cuerda. Aunque, eso sí, a la hora de poner crema éramos las que más “atenciones” recibíamos; supongo que por lo inusual que para ellos era la piel blanca. Pero ser blancas no nos libraba del látigo con el que los hombres estimulaban nuestro avance; a mí, al menos, me cayeron más de media docena de latigazos, francamente dolorosos. Sobre todo uno que, por pillarme desprevenida, golpeó de lleno en mis dos pechos, haciéndome ver las estrellas. Finalmente llegamos a lo que parecía ser un fuerte, situado en un alto desde el que se veía el mar a muy escasos kilómetros; al entrar me di cuenta de que se parecía a la casa de Abdul, solo que más grande. Pues el patio tenía el mismo tipo de celdas individuales, construidas a su alrededor, pero en mayor cantidad; en ellas habría quizás encerradas una veintena de mujeres desnudas cuando llegamos, pero se veían muchas vacías. Y todas las de mi grupo, una vez que un herrero nos quitó una a una las cadenas que llevábamos, fuimos siendo depositadas en ellas; eso sí, tras ser concienzudamente lavadas por los vigilantes, armados de pastillas de jabón y de mangueras, y recibir algo de fruta como cena.
VI – En el fuerte de Shoqra
A la mañana siguiente comenzó otro desfile de compradores, mirones o lo que fuesen, incluso más numeroso que el que había vivido en casa de Abdul; lo que me sirvió, por cierto, para darme cuenta de que mostrarme desnuda en mi situación me seguía avergonzando. En particular porque, aunque siempre desde fuera de la celda, casi todos me hacían adoptar unas posturas muy poco dignas, que mostraban mi sexo o mi ano de modo obsceno. Únicamente uno de mis visitantes accedió al interior de la celda, acompañado de un guardia; era un hombre casi anciano, de aspecto árabe y ropas elegantes, que se dedicó a hacerme fotografías con su teléfono móvil. No solo de la cara, claro; lo que más le interesaba eran los primeros planos de mis pechos, pezones, trasero, sexo y ano; y en estos dos últimos casos, además, me hizo posar abriendo con las manos mis orificios tanto como pude. También, claro, les metió varios dedos, y me tocó por todas partes, tanto como quiso. En particular en los labios del sexo, que me pellizcó con saña hasta arrancarme un gemido, y en el clítoris, el cual masajeó hasta hacerme lubricar, roja de vergüenza; después me hizo dar saltos, para ver como saltaban mis pechos, y frotó mis pezones hasta ponerlos duros como piedras. Y, finalmente, se dedicó un buen rato a reseguir con sus dedos huesudos las profundas cicatrices de mis nalgas, ya bastante curadas.
Aquella misma tarde vino un guardia a buscarme, y me llevó hasta una habitación del edificio donde, desnudas y descalzas como yo, esperaban las otras dos chicas blancas que, tal como me parecía, habían llegado conmigo al fuerte. Cuando el guardia se fue la más alta se me presentó en inglés, diciendo que se llamaba Julia y que venía de Londres; era de mi edad y rubia, con el pelo largo y lacio, la cara pecosa, más de un metro ochenta de estatura y los pechos pequeños, muy esbelta y delgada. La otra chica solo dijo su nombre, Marina; parecía balcánica, pues era morena y mucho menos alta, tenía los pechos grandes y un cuerpo mucho más lleno, aunque parecía algo más joven. Yo les dije mi nombre, y enseguida vino un guardia y se llevó a Julia; con lo que la conversación cesó, pues Marina no parecía hablar nada que yo comprendiese. Y, al cabo de como media hora, vinieron también a buscarla; dejándome sola. Cuando llegó mi turno me hicieron pasar a una habitación presidida por un sillón ginecológico, donde el guardia me hizo sentar; y, tras colocar mis dos pies en los estribos y hacerme adelantar al máximo el trasero, dejándome por completo expuesto el sexo, se marchó. Para ser substituido por otro guardia que llevaba espuma de afeitar y una navaja, con los que se dedicó a quitarme todos los pelos que encontró en mi cuerpo, de cuello para abajo; lo que en mi caso no eran demasiados, pues yo iba bien depilada, y llevaba únicamente una tira estrecha de vello púbico sobre el sexo. Que, claro, él eliminó. A continuación vino otro con un aparato que parecía un depilador laser; y así era, pues con él repasó todos los rincones que su compañero había afeitado minutos antes, e incluso algunas zonas donde el otro no había llegado. Para concluir su labor colocándose una linterna de cirujano en la frente y, armado de unas pequeñas pinzas, arrancar los pocos pelos que todavía se resistían a ser eliminados; en especial los del interior de mis labios mayores.
Después vino alguien que, por la bata blanca, parecía un médico, y en primer lugar me colocó, con unas largas pinzas y en el fondo de mi vagina, un pequeño artefacto que -por lo poco que pude ver- parecía un DIU; aunque me hizo un poco de daño, logré estarme lo bastante quieta como para que a la primera él quedase satisfecho del resultado. Luego me tomó diversas muestras corrientes -sangre, orina, esputo-, me hizo un chequeo extensísimo y, tras ponerme algunas inyecciones, se marchó también. Un chequeo que, como digo, fue muy completo, pues incluyó cosas tan poco comunes como medir, con sendos consoladores graduados, la profundidad de mi vagina y de mi ano; o excitarme hasta el borde mismo del orgasmo, para poder tomar entonces una muestra de mis secreciones. Y, después de él, vino otro guardia con lo que, de inmediato, me produjo un escalofrío de terror; pues llevaba en las manos una bandeja en la que se veían un frasco de alcohol, algodón y lo que parecía una aguja larga y hueca, como las de poner inyecciones pero bastante más ancha. Así como una anilla fina, de un diámetro de como tres centímetros, de la que colgaba una chapa de metal.
Al ver la bandeja hice ademán de levantarme de la silla, pero el guardia dijo algo en voz alta y, para cuando estaba bajando de ella, ya habían entrado en la habitación al menos cinco o seis hombres, que me miraban con caras lascivas. Comprendí de inmediato que, si no me estaba quieta, ya se ocuparían ellos de inmovilizarme, y volví a mi obscena postura en el sillón; haciendo un gesto al hombre de la bandeja con el que trataba de decirle que me portaría bien, que sus amigos no serían necesarios y que, por lo que más quisiera, les dijera que se fuesen. Pues ya era bastante humillante estar así espatarrada y desnuda delante de él, y además para ser anillada, como para encima tener que hacerlo con público. Pero él no se enteró, o no quiso hacerlo, porque no les dijo nada y los otros se quedaron; se limitó a mojar en alcohol un pedazo de algodón, y a frotar con él mi pezón izquierdo hasta que lo tuvo desinfectado y bien erecto. Para, a continuación, tirar de él con dos dedos enguantados, tomar la ancha aguja con la otra mano y, sin más preámbulo, agujerear mi pezón de lado a lado. El dolor fue instantáneo y agudo, pero muy breve; para mí fueron mucho peores otras dos cosas: la sensación de que me atravesaba el pezón -para mi desgracia absolutamente real- y, sobre todo, la vergüenza de pensar que estaba siendo anillada como una bestia de carga. El guardia procedió, de inmediato, a abrir la anilla, colocando un extremo en la punta de la aguja; y, con cuidado, fue retirando esta, para que así la anilla sustituyera, dentro de mi pezón, a la hipodérmica. La sensación de ser atravesada fue mayor esta vez, pues la sustitución se hizo con mucha más lentitud que el pinchazo; pero una vez acabado el proceso el pezón quedó perfectamente anillado, tras cerrar él el aro de un modo que, por falta de algún mecanismo visible, parecía definitivo.
Concluida la operación uno de los mirones me cogió de un brazo y me llevó de vuelta a mi celda; donde, al acercarnos, vi que me esperaba Ahmed con el rector de la universidad. Algo que para mí supuso una humillación indescriptible; pues aunque llevaba muchos días completa y permanentemente desnuda, estarlo frente a aquellos dos hombres, a quienes había conocido en mi cualidad de antropóloga, me suponía una situación mucho más vergonzosa. De hecho, traté como pude de taparme con las dos manos, pues observé la expresión lúbrica con la que me miraban de arriba abajo; pero el guardia me hizo apartarlas de inmediato, con lo que no me quedó más que ofrecerles una exhibición completa de mi cuerpo. En la que al desnudo se añadía el reciente depilado integral de mi sexo, la anilla en el pezón y, al venir caminando hacia ellos, el balanceo de mis pechos; un movimiento que, además de aumentar la obscenidad del conjunto, me provocaba dolor en el pezón recién taladrado. Al llegar junto a ellos ambos me saludaron con mucha cortesía, como si aún no se hubiesen dado cuenta de que yo estaba desnuda, afeitada y recién anillada; y Ahmed me dijo “Señorita Sandra, veníamos a decirle que nuestras gestiones no habían dado resultado, pero veo que ya se ha enterado…” . Como vio mi cara de pasmo, continuó: “Tanto usted como las otras dos chicas blancas del fuerte han sido compradas por Selim, el mayor tratante de esclavas del Yemen. Antes de la subasta, como él lo suele hacer; en cuestión de esclavas nadie puede enfrentársele. La chapa que lleva usted en el pecho es la marca de Selim, y el número es su identificación como esclava” . De inmediato caí en la cuenta de que no había mirado qué ponía en la chapa; la levanté con cuidado de no hacerme más daño del indispensable, y pude ver que había en ella una letra árabe, y debajo un número bastante largo, acabado en 41.
Las noticias no eran buenas, claro, y yo les sugerí que hablasen con las autoridades; pero ellos me recordaron que estábamos en la zona ocupada por los combatientes islámicos, y que aquí no había otra autoridad que el imán. A quien sin embargo, prometieron ir a ver, pero en sus caras se leían las pocas esperanzas que ponían en tal gestión. Yo, de pronto, rompí a llorar, abrumada por mi situación; pues me daba cuenta de que mi experimento antropológico me había llevado a ser una esclava desnuda como tantas otras, sin posibilidad alguna de recobrar mi estatus de científica. O, al menos, de cubrirme un poco. Ahmed, muy solícito, se acercó a consolarme; lo que aprovechó para magrear mi trasero a conciencia, mientras yo notaba que su otra mano avanzaba hacia mi sexo. El rector, mientras tanto, contemplaba la escena con evidentes ganas de intervenir, y de hecho llegó a avanzar una mano hacia mi pecho derecho; algo que, he de reconocerlo, en vez de hacerme enfadar me hizo sentir alivio, seguramente porque al menos no era el que me acababan de anillar. Pero sus avances fueron cortados en seco por el vigilante, quien les dijo algo en su idioma que los detuvo; supongo que, dado que yo ya era propiedad del tal Selim, debió de recordarles que lo que estaban haciendo no era gratis. Así que me soltaron, farfullaron diversas frases de compromiso sobre a su futura visita al imán, y se marcharon con el guardia; el cual, antes de irse, me encerró de nuevo en mi celda.
VII – En manos de Selim
Al amanecer vino a buscarme otro guardia, llevando unas esposas que me colocó con las manos por delante; para a continuación acompañarme hasta un pequeño patio interior del edificio, donde esperaban Julia y Marina; ambas igual de desnudas y afeitadas que yo, con similares chapas colgando de sus pezones izquierdos y también esposadas por delante. Nos hicieron situarnos en fila india, a poca distancia una de otra: Julia la primera, luego yo y la última Marina; y a continuación los guardias pasaron una cadena fina entre nuestras piernas, que sujetaron a los eslabones de nuestras esposas con un pequeño candado. Hecho lo cual quedamos otra vez formando una cuerda de esclavas, pero esta vez unidas las tres por la cadena que discurría justo bajo nuestros sexos, a como medio metro una de otra; y, a un tirón del extremo de la cadena, empezamos a andar siguiendo al guardia que nos guiaba. De inmediato me di cuenta de que Marina había sido la más afortunada, pues al ser la última la cadena no pasaba entre sus piernas, sino que nacía en sus esposas; lo que le iba a ahorrar la constante fricción, en nuestros muslos y sexos, que la cadena nos provocaba al andar a Julia y a mí. Y, si la cosa era como la anterior vez, íbamos a andar bastante.
Mis temores, sin embargo, no se vieron confirmados, ya que enseguida observé dos cosas: los guardias que nos llevaban iban también a pie, lo que solo podía significar que no íbamos muy lejos. Y, además, andábamos en dirección al océano; el cual, al llegar al fuerte, había podido ver a no demasiada distancia. Aun así estuvimos andando todo el día, con frecuentes paradas para beber agua, comer algo y, sobre todo, para ser untadas de crema solar por los guardias; lo que hacían con evidente placer, sin descuidar rincón alguno e insistiendo muchísimo en los pechos, el sexo y el trasero de cada una de las tres. Al caer la tarde llegamos a una especie de pequeña ensenada en la que, en su centro y a cien metros de la playa, había un bote neumático; los guardias nos hicieron entrar en el agua, hasta que nos cubrió las rodillas, y el bote se acercó y nos recogió allí. Iba tripulado por tres hombres con aspecto de marineros, los cuales aprovecharon que nos ayudaban a subir a bordo para magrearnos a conciencia. Y, una vez que el bote arrancó, siguieron haciéndolo; cada uno de ellos se sentó al lado de una de nosotras, en fila -el bote tenía tres bancos- y de manera que el piloto tenía a Marina al lado, y los otros dos a Julia y a mí. Posición que, además, era lo máximo que permitía la cadena que nos mantenía unidas; la cual, al menos en mi caso, quedó alojada al sentarme en la hendidura de mis nalgas, rozando la parte inferior de mi vulva. El marinero a mi lado me hizo separar un poco las piernas, y se dedicó durante unos quince o veinte minutos a sobarme los pechos y a hurgar en mi sexo, donde llegó a meter tres de sus dedos; me hacía daño, porque yo tenía la zona de la vagina y el interior de los muslos irritada por el roce de la cadena, y me imagino que a Julia le pasaba exactamente lo mismo.
Al cabo de ese tiempo pude ver claramente que nos dirigíamos hacia un yate; que al principio no parecía muy grande, pero conforme nos acercábamos pude ver que era inmenso: de quizás cincuenta o sesenta metros de largo, y al menos con cinco cubiertas. El bote se acercó a su popa, y desembarcamos las tres allí; siendo de inmediato llevadas por dos de los marineros hacia el interior del barco, en concreto a un camarote sin ventanas donde nos encerraron. Allí nos quedamos unos minutos, hasta que regresaron y nos quitaron la cadena que nos mantenía unidas; pero no las esposas. En el acto se llevaron de allí a Marina y a Julia, una cada uno, dejándome a mi sola; pero poco después vino el tercer marinero del bote, me cogió del brazo y me llevó, desnuda, descalza y esposada, por los pasillos del barco hasta lo que parecía un baño. Entramos, y él se dedicó la siguiente media hora a ponerme guapa: me lavó a conciencia, incluido el pelo, me secó y peinó, e incluso me puso una especie de perfume; aunque, claro, no me dio ropa alguna. Cuando estuve a su gusto me volvió a coger del brazo y me llevó de nuevo por los pasillos del barco, pero esta vez subimos dos cubiertas; y en la última de ellas accedimos a un gran salón que, por la popa, estaba abierto al océano. Allí estaban ya mis dos compañeras, tan arregladas y desnudas como yo y acompañadas cada una de otro marinero; y, en el lujoso sofá que presidía uno de los lados del salón, estaba sentado frente a las tres el mismo anciano elegante de aspecto árabe que, en el fuerte, me estuvo haciendo fotos íntimas.
Al punto comenzó a hablar, y para mi sorpresa el marinero que me había traído comenzó a traducir al español lo que nos decía: “Bienvenidas a bordo, señoritas. Como verán, cada una está atendida por un marinero que conoce su lengua; así entenderán bien lo que voy a decirles. Presten mucha atención, pues es para ustedes de la máxima importancia; créanme” . Hizo una breve pausa, en la que pude oír que a Marina le estaban hablando en alguna lengua eslava, en la que las frases eran más largas que en inglés o español. Y luego continuó: “Ustedes tres son ahora mis esclavas. Me pertenecen, son propiedad de Selim; así lo dicen sus chapas. De ahora en adelante vivirán solo para cumplir mis órdenes, sean las que sean, y las de todos mis empleados; la primera de ellas es que no pueden hablar si no se les ha dado permiso. Si no obedecen serán castigadas severamente, y les aseguro que lo digo muy en serio; el castigo más leve es ser azotada salvajemente, y el más grave ser arrojada por la borda, a los tiburones. Y aquí en el Índico no faltan” . Al instante pude ver, sobre la mesa baja que había entre él y nosotras, un látigo corto como el que Abdul había usado para marcar profundamente mi trasero, y comprendí que sería mejor para mí obedecerles sin chistar. “Aún no puedo decirles cuál será su destino, porque estoy negociando las respectivas ventas. De momento continuarán aquí en mi yate; donde les he preparado, con la ayuda de mis colaboradores, un programa educativo muy especial. Ah! Una última cosa: una de las infracciones más graves que pueden cometer es masturbarse sin que se les haya ordenado; o, peor aún, correrse sin nuestro permiso. Ni se les ocurra hacerlo, o les aseguro que lo lamentarán!” . Dicho lo cual hizo un gesto, y los tres marineros se nos llevaron de allí.
Nos bajaron de nuevo a las profundidades del barco, hasta una zona en la que había varios pequeños camarotes contiguos que parecían celdas; pues estaban cerrados por una reja de suelo a techo, y en su interior solo tenían un camastro, una silla, una mesa, un lavabo y un inodoro, todo ello empotrado al suelo o a la pared. Nos hicieron entrar a cada una en uno, cerraron las puertas y, tras hacernos un gesto evidente de que guardáramos silencio, se marcharon los tres; para volver al rato con tres bandejas de comida, que nos pasaron por una ranura que había entre las rejas de las puertas. El guardia que hablaba español, al dármela, me dijo “Come, y luego duerme lo que puedas. Recuerda que tenéis prohibido hablar sin permiso; más aún, claro, si es entre vosotras. Mañana vendremos a buscaros, y empezaremos con el programa” . Me comí todo lo que me habían traído y, seguramente por el cansancio de la caminata, me quedé profundamente dormida.
VIII – Excitadas en el yate
Me despertó un pinchazo en la ingle, y al abrir los ojos lo primero que vi fue la cara de mi guardia, a pocos centímetros de mi sexo. Yo estaba tumbada boca arriba en el catre, con mis manos esposadas más arriba de la cabeza y completamente espatarrada, y él llevaba una lámpara de cirujano en la frente, y unas pequeñas pinzas en una mano. De pronto noté otro pinchazo, esta vez en los labios de la vagina, y me di cuenta de que me estaba arrancando los escasos pelos que hubiesen sobrevivido al tratamiento que me hicieron en el fuerte. Lógicamente no me atreví a apartarlo, y menos aún a cerrar las piernas, por temor a ser castigada; y conforme iba recuperando la consciencia me di cuenta de que el rubor de mis mejillas no era solo por la humillante postura en que él había colocado mi desnudez: era, principalmente, porque yo estaba muy excitada, quizás como nunca en mi vida lo había estado. Mis pezones estaban tan duros que casi me hacían daño, mi vagina tan empapada que notaba la humedad en mi trasero, y en la sábana del catre, y sentía aquel calorcillo en el bajo vientre que, en otras circunstancias, me hubiese llevado de inmediato a una intensa sesión de masturbación. El guardia se dio perfecta cuenta de mis pensamientos, e introdujo dos dedos en mi vagina, los movió un poco arriba y abajo y luego los sacó despacio; lo que hizo con la máxima facilidad, como si los metiese dentro del agua, pues yo estaba lubricada al máximo. Y esbozó una sonrisa al comprobar que, durante la penetración, yo emitía unos gemidos de excitación dignos de un animal en celo; y, al sacar los dedos, un suspiro de frustración, que en realidad encubría mis locas ganas de gritarle “Más, más!” , y de que siguiera hurgando en mi vagina hasta llevarme al orgasmo. El guardia, sin embargo, se retiró, y me dijo “Ya veo que la droga empieza a hacer efecto. Verás, el DIU que te colocaron en el fuerte es muy especial, pues no solo libera dosis regulares de la hormona aquella que impide la fecundación. También de un cóctel de afrodisíacos muy potente, inventado por nuestro doctor; a partir de ahora vas a estar cachonda a todas horas. Y, cuando no te dejemos correrte, te vas a volver loca; ya lo verás, preferirás cualquier castigo a eso” .
Mientras él seguía buscando los pocos pelos que pudiesen quedar en mi zona pélvica yo me daba perfecta cuenta de cuánta razón tenía, pues el simple contacto de las pinzas en los labios de mi sexo, no digamos ya el roce de su mano en mi clítoris, me mandaban de inmediato una descarga eléctrica a todo el sistema nervioso; y yo tenía la sensación, que tan bien conocía, de estar a pocos instantes del orgasmo. Pero no llegué a tenerlo, y cuando el guardia se convenció de que ya no encontraría ningún pelo más me hizo incorporar, soltó una de las esposas, y me volvió a esposar pero con las manos detrás; lo que, pensé, sería con toda seguridad para evitar que hiciera aquello por lo que, en aquel momento, hubiera dado lo que fuera: masturbarme. Salimos de mi celda y, por diversos pasillos, fuimos hasta lo que parecía la cocina; donde mis dos compañeras estaban ya sentadas en sendos taburetes, con sus guardias respectivos al lado. Ambas estaban, como yo, totalmente desnudas, iban con las manos esposadas detrás y parecían también muy excitadas; en el caso de Marina seguro, pues al sentarme en un taburete próximo a ella pude ver con toda claridad la humedad de su entrepierna. Una vez las tres allí los guardias comenzaron a darnos el desayuno, lo que con las manos detrás nosotras no podíamos hacer solas; y los tres, mientras nos alimentaban, se dedicaban con su mano libre a acariciarnos por todo el cuerpo, muy lentamente. Un masaje que a mí me estaba volviendo otra vez loca de excitación; y, a juzgar por los gemidos de mis compañeras, sin duda no era la única.
Al acabar nos llevaron a las tres a ver a Selim, otra vez en el mismo salón donde el día antes nos había recibido. Él nos hizo acercar una a una, para comprobar con sus largos y huesudos dedos nuestra excitación; primero acariciándonos por todo el cuerpo, con especial énfasis en los pezones, y luego jugando un buen rato con nuestros sexos: nos acariciaba la vulva, toqueteaba nuestros clítoris y nos introducía lentamente dedos en la vagina, para sacarlos luego con toda parsimonia. Las tres gemíamos con desesperación, al borde del orgasmo, pero yo recordaba sus palabras del día anterior, y temía el castigo que pudiera sufrir si me corría; imagino que las demás también, porque pude ver en la cara de Julia, mientras Selim metía y sacaba dos dedos de su vagina, la desesperación más absoluta. Supongo que por ver que no podría contenerse más. Cuando ya llevaba un rato atormentándonos, y mientras succionaba con toda delicadeza el pezón derecho de Julia -arrancándole más gemidos- nos dijo “Su trabajo a bordo será sencillo: complacer a mis marineros durante el día, y luego hacer un buen rato de ejercicio en un aparato especial de mi invención. Ya lo verán, seguro que les va a gustar. Mis hombres pueden hacerles lo que quieran, pero no tocar sus sexos; ustedes, claro, tampoco pueden, y dependerá de su fuerza de voluntad, porque les quitaremos las esposas. Al caer la tarde podrán “aliviar” sus tensiones en la máquina, pero si antes de eso se corren van a ser castigadas como nunca lo han sido. De verdad, ni se les ocurra; mis hombres vigilarán cualquier señal de orgasmo que detecten en sus cuerpos, y su palabra será definitiva al respecto. Si se equivocan, peor para ustedes” . Al punto los guardias nos quitaron las esposas a las tres, y nos llevaron hasta la cubierta inferior, donde daba el sol; allí nos indicaron tres toallas extendidas en el suelo de parquet, nos dieron un tubo de bronceador, y se marcharon.
Las tres nos tumbamos al sol, y de inmediato cometimos el primer error: yo había cogido el tubo de bronceador, y ya tenía una buena dosis en mi mano, cuando Julia me hizo señas de que la untase. Pensando que era la de piel más blanca comencé a hacerlo: espalda, trasero, piernas, … Para cuando se dio la vuelta yo, que nunca había tenido interés alguno por el sexo entre mujeres, tuve que contener el impulso de lanzarme sobre ella, y de besarla por todo el cuerpo; pues el mero hecho de acariciar un cuerpo femenino me había vuelto a poner al borde del orgasmo. Ella no solo se dio cuenta, sino que me hizo señas de que le había pasado lo mismo; así que terminó de untarse ella sola, y tanto Marina como yo hicimos igual. En mi caso, y supongo que también en el de ellas, no sin cierto aumento de la excitación, pues no dejaban de ser caricias, aunque fuesen propias. Cuando acabé, y me tumbé a tomar el sol, no podía pensar en nada que no fuesen imágenes e ideas francamente obscenas; así que, para cuando subieron a nuestra cubierta tres marineros que no habíamos visto aún, yo estaba francamente excitada. Y, claro, los tres venían a por sexo; el que se puso frente a mí me hizo arrodillar y, acto seguido, se bajó los pantalones y los calzoncillos, dejándome ver un miembro de considerables dimensiones, ya semierecto. Sin pararme a pensar, para no incrementar mi excitación, me lo metí en la boca y empecé a chuparlo vigorosamente; él, sin embargo, me cogió la cabeza y me indicó que no tuviera prisa, así que disminuí el ritmo. La felación duró quizás diez minutos, durante los cuales vi por el rabillo del ojo que Julia estaba haciendo lo mismo que yo, y que Marina no había tenido tanta suerte; un marinero grande como un armario la estaba penetrando por el ano, entre los aullidos de dolor de ella. Aunque, pensé, eso la alejará del temido orgasmo.
Cuando mi marinero eyaculó, copiosamente por cierto, por primera vez en mi vida me tragué todo el semen que recibí; y no solo eso, sino que lamí y chupé su miembro hasta recuperar de él la última gota. Algo que, para mí, era prueba evidente del estado de excitación sexual en que me encontraba, pues la felación no era en absoluto mi práctica sexual favorita. Pero aquel primer día en el barco tuve sobrada ocasión de practicarla, pues por lo menos me ocupé de media docena de penes; y fui penetrada por detrás como mínimo otras tantas veces, la primera con bastante dolor y las demás ya con algo menos. Supongo que la cantidad de semen que se llegó a acumular en mi recto -me descendía por las piernas- iba haciendo de lubricante; pero para mi suerte el sexo anal solo una vez me acercó al orgasmo. Por culpa de un marinero que no solo me penetró con mucha suavidad, casi con cariño; sino que, además, se dedicó todo el tiempo a acariciar la parte delantera de mi cuerpo, especialmente los pechos, llevando incluso sus manos hasta zonas peligrosamente próximas a mi sexo. Pero logré resistirme, y para cuando nuestros tres guardias-intérpretes nos vinieron a buscar, ya cayendo la tarde, yo no había llegado al orgasmo ni una vez; mis compañeras tampoco, pero estaba claro que, a las tres, ganas no nos faltaban en absoluto.
IX – La máquina de los orgasmos
Los guardias nos bajaron hasta la plataforma de popa, al nivel del mar, donde habíamos desembarcado del bote neumático, y nos indicaron que nos tirásemos al agua. Yo lo hice de inmediato, sin hacerme rogar, y para cuando saqué de nuevo la cabeza las tres ya estábamos nadando. La sensación era estupenda, pues el agua estaba muy limpia, y lo bastante fresca como para calmar mi necesidad de un orgasmo; además, el baño me permitió aclarar mi entrepierna y mi ano, librándome así de todo el semen que pude. Nos dejaron nadar unos diez minutos y, luego, nos fueron llamando de una en una; yo fui la primera, y al subir a la plataforma fui primero duchada con agua dulce, luego enjabonada a fondo -por los otros dos guardias que no tenían la manguera- y finalmente aclarada de nuevo; quedándome allí, al lado de ellos, para secarme al sol mientras lavaban a Julia y Marina. Mirarlas me produjo de nuevo una gran excitación sexual, tanto por la sensación que me habían producido las manos de los marineros en mi cuerpo como por la escena de gran carga erótica que se desarrollaba frente a mí; una chica desnuda, recién salida del mar, siendo enjabonada por dos hombres vestidos. Repetida, además, por dos veces, y con dos chicas distintas: una rubia alta, delgada y muy esbelta, y una morena de cuerpo más macizo, pero con todas las curvas en su sitio.
Tras llevarnos de nuevo hasta la cocina, donde esta vez pudimos cenar usando nuestras manos, nos bajaron a la cubierta inferior, hasta un camarote amplio en cuyo interior solo había tres sillas, un armario y tres máquinas muy grandes. Eran similares a los toros mecánicos que se usan en las ferias, esos en los que hay que intentar mantenerse encima; pero estos, aunque igual de altos, eran mucho más largos y parecían completamente estáticos, además de estar inclinados hacia arriba unos treinta grados, como si fuesen a despegar. Al acercarnos a uno pude ver que su parte superior era plana, con la anchura de un cuerpo humano, y que la parte más próxima al suelo tenía forma de asiento, aunque estaba parcialmente hueca; recuerdo que pensé en una imagen infantil: un hombre bala del circo, montado encima de su cohete. Mi guardia me alcanzó un tarro de algo que parecía vaselina, y me dijo “Úntate bien el coño y el culo, y métetela lo más adentro que puedas. La vas a necesitar” ; con lo que al instante comprendí qué nos iba a pasar. Y así sucedió, pues una vez hube untado cuanta vaselina pude en mis dos orificios me hizo montar a horcajadas sobre el aparato, de modo que mi trasero quedara sobre los dos agujeros del asiento; a continuación me hizo extender los brazos a lo largo del resto del aparato, y las piernas hacia el suelo, también siguiéndolo. Para sujetarme mediante decenas de correas que salían de la base del aparato, hasta que no podía mover un músculo de mi cuerpo. Aunque sí la cabeza; lo que me permitió comprobar que mis dos compañeras habían sido colocadas en los otros dos aparatos, y en la misma postura.
Cuando nos tuvieron bien sujetas fueron los tres al armario, y regresaron con dos consoladores cada uno; uno de como veinte centímetros de largo por cuatro o cinco de diámetro, con la superficie rugosa, como imitando las venas de un pene normal. Y el otro algo más pequeño, y liso. Mientras los untaba con la misma sustancia lubricante, mi guardia me dijo “Ya supondrás donde van estos dos. Una vez que la pongamos en marcha, esta máquina te va a hacer correr tantas veces que perderás la cuenta; tantas que, cuando la paremos, estarás suplicando que lo hagamos, de puro agotamiento. Y no temas, déjate llevar, la máquina es el único lugar donde tienes permiso para correrte” . Le vi marchar hacia la parte posterior de la máquina, y pronto noté como introducía el consolador pequeño en mi ano, más o menos me pareció que hasta la mitad; para, instantes después, introducir el grande en mi vagina. La sensación fue eléctrica, extraordinaria, y a punto estuve de llegar al orgasmo antes de que la máquina se pusiera en marcha; llevaba todo el día esperando que algo grande entrase en mi sexo, y por fin había sucedido. Emití un gemido de satisfacción, y recuerdo que poco después pude ver la cara de Julia -la chica que estaba a mi lado- cuando le metieron a ella el suyo; hubiese apostado lo que fuera a que, si no tuvo entonces un orgasmo, fue sin duda algo muy parecido. Cuando las tres estuvimos preparadas, dos de los guardias se sentaron en sus respectivas sillas y el tercero fue hasta la pared, abrió una caja de interruptores que allí había y subió, simultáneamente, tres de ellos.
Al instante mi máquina cobró vida, y ambos consoladores comenzaron a taladrar, arriba y abajo, mis dos orificios. La verdad es que a la sexta o séptima penetración profunda en mi vagina tuve el primer orgasmo; fue espectacular, como nunca había tenido ninguno. Mi cuerpo se contrajo con tales espasmos musculares que parecía que iba a romper las correas, y recuerdo que emití una especie de aullido de satisfacción; me costó un poco volver a recuperar mis sentidos, y cuando lo hice vi que los guardias hacían comentarios entre ellos, imagino que comparando nuestras reacciones. Pero el aparato no daba cuartel, y seguía penetrándome la vagina sin descanso; además de que no seguía en absoluto un ritmo uniforme: tan pronto hacía penetraciones lentas y profundas como una serie de rápidos mete-saca, y parecía muy bien coordinado con el consolador del ano. Pues este último, por sí solo, difícilmente me hubiese arrancado ningún orgasmo, pero la acción combinada con el otro redoblaba el efecto excitante; de hecho, no creo que tardase más de dos o tres minutos en llegar a mi segundo clímax. Este no tan extremo como el primero, pero también como pocos en mi vida. Y, como diez minutos después, otro; para enseguida llegar otro, y otro… Cuando vi que los guardias se levantaban de sus sillas yo ya estaba saciada, y desde luego extenuada; había sido, de largo, la mejor sesión de sexo de toda mi vida. Pero, para mi sorpresa, en vez de apagar las máquinas se marcharon del camarote, dejándonos allí a las tres.
No recuerdo cuando llegó mi último orgasmo, pero no pudo ser mucho después de que los guardias se fueran. Tampoco, claro, sabría decir cuántos tuve en total. Pero lo que sí recuerdo es que, a partir de un cierto momento, los dos consoladores pasaron de ser instrumentos de placer a herramientas de tortura; las paredes de mi vagina empezaban a irritarse con tanto frotamiento, pues la vaselina hacía rato que se había consumido, y yo ya había dejado de producir secreciones con la irritación. Lo mismo sucedía en mi ano, pues el esfínter me dolía de tanto abrirse y cerrarse, y las paredes del recto estaban también, seguro, muy irritadas. Pero a la máquina le daba igual: ella seguía y seguía con sus diabólicos ciclos de penetración y retirada: ahora rápido, ahora lento, ahora hasta el fondo, ahora a mitad. Para cuando volvieron los guardias yo tenía la sensación, cada vez que un consolador se retiraba de mi cuerpo, de que se llevaba con él parte del interior de mi vagina, o de mi ano. Y, cuando al fin pararon las máquinas, hubiese preferido no tener nunca más un orgasmo antes que volver a pasar por el tormento que acababa de sufrir.
X – El castigo de Julia
Una vez que me desató del potro mi guardia me llevó, más a rastras que otra cosa, hasta mi celda; y al llegar me tumbó sobre el catre, colocó bajo mis riñones la sábana doblada, de manera que mi abdomen quedase más alto, y me hizo doblar las piernas hacia atrás, separándolas al máximo. Quedé en una postura de lo más obsceno, con el sexo y el ano completamente abiertos y expuestos, los dos apuntando al techo; pero, aunque mi primera sensación fue de vergüenza, enseguida cambió al agradecimiento. Pues él empezó a untarme en ambos dos orificios una crema espesa, que de inmediato me produjo un efecto calmante; con todo cuidado, tanto alrededor de ellos como penetrando en el interior. Primero en el ano, donde tras untar bien el esfínter metió con un dedo una buena cantidad, y se dedicó a repartirla por dentro con paciencia; y luego en mi vagina, donde se entretuvo primero untando los labios, mayores y menores, cuidadosamente. Y, una vez los tuvo bien untados, comenzó a hacer incursiones dentro de mi vagina con los dedos, llevando cada vez una porción de crema más y más al fondo. La sensación de dolor despareció por completo; y para cuando, quizás media hora más tarde, terminó el tratamiento a mí ya me volvía a apetecer un orgasmo: notaba otra vez el calorcillo en el bajo vientre, mis pechos estaban más hinchados, los pezones y el clítoris otra vez erectos,... Y la postura en la que me encontraba no ayudaba precisamente a calmar mi excitación, pues era incluso más provocativa que la del sillón de ginecólogo que tan bien conocía ya. Además, la situación se complicó aún más, pues el guardia se fue de mi celda cerrando la puerta, pero sin volver a esposarme; lo que quería decir que yo iba a tener que pasar toda la noche tratando de evitar tocarme. Pues estaba segura de que, desde algún lugar oculto, me vigilaba una cámara.
Aunque me costó una barbaridad, al final logré dormirme; pero de poco me sirvió, porque mis sueños fueron realmente húmedos. Me desperté dos o tres veces en mitad de orgías tremendas o de bacanales romanas; y la última vez que lo hice -cuando, mientras hacía un striptease ante muchos hombres babeantes, acababa de quitarme mi última prenda, un mini tanga- me descubrí completamente espatarrada, y con mi mano derecha paseando por mi sexo. Además, claro, de oír los gemidos lúbricos de mis dos compañeras, que por los ruidos que emitían estaban teniendo el mismo tipo de sueños que yo. Pero la mañana llegó sin que hubiese tenido un nuevo orgasmo, aunque el grado de frustración que sentía era mayor aún que la mañana anterior. Aquel día la rutina fue la misma: desayuno, y a tomar el sol “acompañadas”; y el número de visitas también similar: intenté contarlas, y llegué hasta ocho sodomías y siete felaciones, pero no estoy segura de que no hubiese alguna más. Yo estaba a punto del orgasmo todo el tiempo, y casi ponía más esfuerzo en evitarlo que en colaborar a la eyaculación de mi visitante; pero era francamente difícil, pues a diferencia del día anterior yo comenzaba a notar que las penetraciones anales me excitaban. No todas, claro, pero sí cuando eran suaves y acompañadas de caricias; la especialidad del marinero que el día antes ya me había puesto al borde del abismo, y que volvió a visitarme.
Precisamente estaba en uno de esos momentos cuando oí un grito que, no cabía la menor duda, era femenino y de placer; y al levantar la vista vi como Julia estaba teniendo un orgasmo descomunal, mientras un marinero que yo ya conocía del día anterior -le había hecho una felación, y su miembro erecto casi no me cabía en la boca, de tan ancho que era- la estaba penetrando por el ano con brutalidad y decisión. Para cuando el hombre eyaculó la pobre Julia ya se había dado cuenta de su error, y lloraba a moco tendido; diciendo en inglés -me pareció entenderlo- que el marinero había hecho trampa, que le había estado frotando el clítoris desde el principio. Pero no le sirvió de nada, claro; entre dos marineros se la llevaron arriba, al piso donde Selim solía estar descansando; y al poco vimos que aparecía en aquel balcón, con las manos atadas, y que los dos hombres pasaban el otro extremo de la cuerda por la baranda del balcón superior al de aquella cubierta, dejándola allí colgada, desnuda y expuesta. Los dos marineros que en aquel momento estaban violentándonos concluyeron con su labor y, a continuación, nos llevaron hasta la cubierta donde Julia estaba colgada; en la que Selim nos esperaba, con una sonrisa cruel y un látigo en la mano. “No habéis tardado ni dos días en desobedecer, pero ahora veréis lo que pasa si lo hacéis” ; dicho lo cual entregó el látigo a uno de los guardias y se volvió a sentar en el sofá, haciéndonos señas para que fuéramos a colocarnos a su lado. Cuando le obedecimos, nos hizo separar bien las piernas de sendos manotazos y comenzó a tocarnos a ambas; yo notaba su mano en mi vulva, frotándola, y procuraba concentrarme en el asco que él me provocaba. Pero, la verdad, era francamente difícil en mi estado de excitación máxima; y me daba cuenta de que, como me metiese algún dedo, o estimulase mi clítoris, iba a acabar como Julia en poco tiempo. Y la cara de Marina decía exactamente lo mismo; en realidad me parecía en peor estado que yo, a punto de un orgasmo cósmico, pero seguramente ella pensaba lo mismo viendo la cara que yo debía de poner entonces.
De pronto Selim dijo una palabra, y el primer latigazo cayó sobre Julia. La pobre dio un alarido que me heló la sangre, hasta el punto de rebajar un poco mi tensión sexual; y comenzó a retorcerse y a patalear como una loca en todas direcciones, al tiempo que en su cintura, y en la parte baja de su espalda, aparecía una franja roja carmesí cada vez más profunda, que parecía rodearla por completo. El segundo latigazo cayó un poco más abajo, y pintó otra estría carmesí en su trasero y en su bajo vientre; ella chillaba como una loca, y decía cosas en inglés que, aparte de “Please” , yo no entendía. Además, claro está, de seguir pataleando, contorsionándose como si quisiera arrancar la barandilla metálica de la que colgaba. El tercer golpe impactó de lleno en sus pequeños pechos, y fue a terminar en su espalda; desde mi sitio pude ver como saltaba la chapa de su pezón, aunque no me pareció que se la hubiesen arrancado. El siguiente otra vez en su trasero, dos más alrededor de espalda y vientre, otros dos en los muslos, en las caderas, … La pobre ya casi no gritaba; solo emitía una especie de hipidos mientras lloraba a moco tendido, y repetía “Please stop” una y otra vez. Pero seguía pataleando con cada golpe; lo que permitía al látigo golpear entre sus piernas, alcanzando la vulva. De hecho, parecía como si su verdugo buscase precisamente ese tipo de latigazos, pues a menudo lanzaba el látigo de abajo hacia arriba; y al menos dos o tres veces lo consiguió. El terrible espectáculo continuó largo rato, hasta que Julia, al recibir los golpes, ya solo hacía algún movimiento reflejo y gemía; para entonces su cuerpo estaba cubierto de estrías rojizas, algunas de las cuales comenzaban a mudar a un color más violáceo.
Mientras esto sucedía yo había seguido luchando contra los efectos de la mano de Selim, y para evitar el orgasmo había tenido que recurrir al método más drástico de que disponía: clavarme las uñas en un muslo, hasta hacerme sangre. Parecía haber funcionado, aunque he de decir que mi mejor defensa era que Selim parecía evitar tanto mi clítoris como el interior de mi vagina. Al levantar la vista vi que Marina, para salvarse del látigo, había recurrido a un método aún más salvaje: tenía la mano izquierda sobre su generoso pecho derecho, y le estaba clavando con furia las uñas. Supongo que nuestro amo se cansó, al final, de atormentarnos; porque retiró las manos de nuestros sexos y nos hizo seña de que nos levantásemos. Nos colocamos frente a él, separando un poco las piernas, y nos dijo “Ya habéis visto el castigo, y os recuerdo que es el más leve de los que aquí se aplican. Pero no os quedéis aquí quietas, id a ver el resultado del látigo en vuestra amiga” . Obedecimos de inmediato, y al acercarnos a Julia pude ver que el látigo largo dejaba marcas más profundas que el corto que a mí me aplicaron en el trasero; supongo que se debía a que, aunque ambos parecían ser de un grosor y peso similares, el más largo cogía mayor velocidad antes de golpear el cuerpo. Y, además, provocaba un efecto que podía ver claramente: al enroscarse alrededor del cuerpo, creaba heridas mucho más largas, que crecían en profundidad tanto en la zona del primer impacto como en el extremo contrario, la punta. Suerte, pensé, que en la punta del látigo no había nada duro. Aunque esto no le interesaba en absoluto a la pobre Julia, que estaba semiinconsciente; pero su sufrimiento aún no había terminado, pues a una señal de Selim la descolgaron y se la llevaron, junto a nosotras dos, a la máquina de los orgasmos.
XI – Mi castigo por rebelarme
Los siguientes cinco días fueron pura rutina; si por rutina entendemos, claro, pasar el día entero siendo violadas por la boca y el ano, y las tardes en la máquina infernal inventada por Selim. Una rutina que, en el caso de Julia, tuvo que ser doblemente dura, porque pese a los ungüentos de que aquella gente disponía las marcas de latigazos en todo su cuerpo eran aterradoras; por lo numerosas y por lo profundas, así como por los lugares por los que discurrían. Una cruzaba los dos pechos, y casi le había arrancado la anilla con su número, otras dos formaban una especie de equis justo sobre su vulva; pero quizás las más bestias eran las del interior de sus muslos, que tenían una profundidad en la que casi cabía mi dedo. Aunque nada de eso la libró de prestar los mismos “servicios” que nosotras dos; y precisamente las heridas de Julia fueron las que me costaron ser castigada. Yo estaba en una pausa entre dos marineros, y tenía a mi lado a la pobre Julia, quien estaba siendo penetrada por detrás, de manera brutal, por un hombre que mientras lo hacía le iba apretando con unas manos enormes en todos los sitios donde tenía heridas recientes: los muslos, los pechos -que cabían enteros en cada una de sus manos- e incluso el sexo. Ella lloraba de dolor, y emitía unos gemidos que sólo hacían que animar a su torturador a redoblar el esfuerzo; y al final ya no pude más: cogí un extintor que había en la pared, al lado de donde nos ponían al sol, y golpeé al marinero en la cabeza. El hombre emitió un gruñido y cayó de lado, inconsciente, y las tres nos quedamos mirándolo, horrorizadas; por poco tiempo, pues el marinero al que, en aquel momento, Marina estaba haciendo una felación empezó a pegar gritos en su lengua, y de inmediato vinieron cinco o seis de sus compañeros. A los que explicó lo que había pasado, y mientras dos de ellos se llevaban al herido -supongo que a la enfermería- el guardia que hablaba español me cogió por el pelo y, a rastras, me llevó a ver a Selim; lo que hizo con la máxima brutalidad posible, pues yo notaba como mi cuerpo iba chocando contra todo lo que nos encontrábamos al paso. Y veía como mis pechos saltaban en todas direcciones por la brusquedad del movimiento, hasta el punto de que llegué a temer que mi anilla se enganchase en algo y fuera arrancada.
Finalmente llegamos a una especie de despacho, donde Selim estaba tras una mesa, revisando papeles. El guardia le contó, supongo, lo que había pasado, y cuando acabó de escucharle cogió el teléfono e hizo una llamada. Al colgar, Selim me dijo “Parece que Osman está bien, solo le quedará un chichón como recuerdo de su estupidez. En cuanto a ti, ya supondrás que lo que has hecho se castiga muy severamente; de hecho, me gustaría tirarte ahora mismo por la borda. Pero has tenido mucha suerte: no puedo hacerlo porque ya te he vendido, y nunca he defraudado a un cliente. Mañana vendrán a buscarte, y eso me impide también arrancarte la piel a latigazos. Pero sí puedo castigarte de un modo que no deja ninguna señal, pero que no olvidarás en toda tu vida” ; y acto seguido hizo una seña al guardia para que se me llevase de allí. Para mi extrañeza de vuelta a la toalla, y a seguir como si nada hubiese ocurrido, pues seguí con mi rutina de felaciones y sodomías, luego fuimos a comer las tres, y finalmente a las máquinas; donde yo estaba convencida de que cada día nos dejaban un poco más de tiempo. Al acabar, tan doloridas como siempre, fuimos llevadas a nuestras celdas, donde mi guardia me colocó en la obscena postura de costumbre y me untó bien a fondo vagina y ano; pero al acabar no se fue como otras veces, sino que me hizo poner de pie y me esposó las manos por detrás. Luego salió, pero para volver al momento con una caja grande, de la que fue sacando cosas; en primer lugar dos consoladores, algo menores que los de la máquina, con parte de su superficie en metal brillante y un cable de conexión que salía de la base de cada uno. Los cuales, ignorando mis gestos de desagrado, procedió a insertar en mis dos orificios; con extrema facilidad, pues mi vagina y mi ano estaban untados profundamente. A continuación sacó lo que parecía un cinturón de castidad hecho con láminas metálicas, y me lo colocó de forma que ambos consoladores -cuyos cables conectó por la parte interior del cinturón- quedasen dentro de mí, y fuesen imposibles de sacar; cerrándolo con un candado pequeño. Y por último introdujo una pequeña llave en la caja que había en el cinturón del consolador, comprobó que se encendía una luz y se marchó, cerrando la puerta de la celda.
Al principio no sucedió nada. Pero de pronto un fuerte calambre en el bajo vientre me cortó la respiración: el dolor en la zona inguinal, entre la vagina y el recto, era atroz, como un espasmo muscular muy fuerte que golpeaba mis órganos internos. Duró unos segundos, y cuando acabó me di cuenta de que estaba sudando, y que jadeaba fuertemente; recuerdo ver como mis pechos se bamboleaban como locos. Pero cuando empezaba a recuperarme llegó otra descarga, esta vez en el recto; breve pero aún más intensa. Luego otra en el interior de mi vagina; la sensación era como si estuvieran aplastándola, y duró un montón, quizás veinte segundos. Enseguida vino otra, que volvió a nacer en mi vagina pero ahora llegó hasta mi ano; sentí de nuevo como si alguien estuviera estrujando mis órganos internos. Durante al menos quince segundos me retorcí de dolor, aullando a pleno pulmón; mientras me agitaba en todas direcciones tratando, vanamente, de quitarme aquella especie de cinturón de castidad. Algo que, teniendo además las manos esposadas a la espalda, era del todo imposible. Al poco otra descarga, y luego otra, y otra más, unas más cortas y otras más largas; para hacer a continuación una pausa de casi un minuto -casi más terrorífica que las propias descargas- y, de pronto, aplicarme la más intensa de todas, y en todos los rincones de mi vientre a la vez… Para cuando, horas después, mi guardia apareció en la reja de mi celda yo estaba por completo destrozada; bañada en sudor, jadeante y soltando alaridos de dolor. Pero no venía a liberarme, solo a comprobar que el aparato funcionaba; lo supe porque, tras mirarme unos segundos, se volvió a marchar.
XII – Vendida por Selim
Cuando el guardia volvió, a la mañana siguiente, yo había superado hacía horas el límite de mi capacidad de sufrimiento, y yacía semiinconsciente en el catre, incapaz siquiera de pensar; aunque, cada vez que la corriente me atravesaba de nuevo, mi cuerpo se sacudía con unas contorsiones puramente reflejas, acompañadas de gemidos cada vez más débiles. Recuerdo que, cuando él apagó el aparato con la pequeña llave y me quitó el cinturón y los consoladores, aun seguí un buen rato con temblores, como si mi cerebro se negase a aceptar que ya no iba a recibir nuevas descargas. El guardia me dejó allí tumbada en el catre, siempre esposada con las manos a la espalda, y un buen rato después volvió con el desayuno; me incorporó hasta que quedé sentada en el borde del camastro y, muy despacio, me fue dando la comida que había traído. Yo iba recuperando poco a poco las fuerzas, pero cuando me puso en pie trastabillé y, si no me hubiera sujetado él, habría caído al suelo como un fardo. Esperó un poco, hasta que vio que yo podía caminar, y me llevó del brazo hasta el salón de cubierta donde Selim solía estar; allí me esperaba, acompañado de otro hombre de aspecto occidental, vestido con traje y corbata muy elegantes. No sé por qué, pues yo llevaba ya muchos días completamente desnuda y a la vista de todos, pero de pronto tuve un terrible ataque de vergüenza, y enrojecí hasta la raíz del cabello; exhibir mi desnudez ante aquel hombre tan bien vestido me pareció, sorprendentemente, muchísimo más humillante que hacerlo ante las docenas de hombres que, en los últimos días, además de mirarme tanto como quisieron me habían torturado y violado.
El hombre elegante me hizo señas de que me acercase, y cuando estuve frente a él comenzó una minuciosa inspección de todo mi cuerpo: en primer lugar mi cabeza, donde miró el interior de mi boca, me revolvió el pelo, y me besó en los labios; yo me quedé muy sorprendida, pero le dejé hacer para evitarme castigos. A continuación, y usando unos pequeños alicates, quitó la chapa de mi pezón izquierdo, entregándola a Selim pero dejando en su lugar la anilla; hecho lo cual magreó un buen rato mis pechos, abofeteándolos de vez en cuando para ver como se bamboleaban. Continuó su inspección por mis nalgas, que estrujó cuanto quiso, para luego hacerme poner un pie sobre la mesita baja que había frente al sofá y dedicarse, con un dedo, a explorar a conciencia mi ano y mi recto; dedo que, al acabar, tuve que limpiar chupándolo hasta que él decidió que estaba limpio. Una vez satisfecho me hizo sentar en el extremo del brazo del sofá, me abrió las piernas al máximo que pudo, y dedicó largos minutos a inspeccionar mi sexo: jugueteó con mi clítoris, apartó los labios mayores para ver el interior de mi vagina, me introdujo uno, dos y hasta tres dedos, los movió adelante y atrás con suavidad, … Para entonces, y pese a mi reciente tortura nocturna, yo volvía a estar muy excitada; supongo que por el efecto combinado de los afrodisíacos que el DIU bombeaba constantemente en mi organismo, y de la prolongada sesión de manoseo a la que me estaba sometiendo. Él se dio perfecta cuenta, pues yo lubricaba copiosamente; de hecho, notaba como mis secreciones resbalaban por mis muslos.
Cuando vio que yo estaba otra vez al borde del orgasmo detuvo sus manipulaciones, y me ordenó ponerme en pie; allí me dejó, justo delante de ellos dos, mientras mantenía una larga conversación con Selim de la que yo no pude entender nada en absoluto. Cuando ya empezaba a dolerme todo el cuerpo de mantenerme tanto rato allí de pie, desnuda, inmóvil y con las manos esposadas a la espalda oí el ruido inconfundible del motor de un helicóptero; y, al poco, se acercó uno al barco, posándose en la superficie que, en la cubierta más alta, estaba preparada como helipuerto. Hacia allí nos dirigimos, subiendo por una estrecha escalera; lo que el guardia que hablaba español aprovechó, supongo que como una especie de despedida, para “ayudarme” a subir por el método de empujarme usando una mano que colocó directamente en mi vulva, mientras ponía la otra sobre una nalga. Al llegar junto al helicóptero vi que no era muy grande, quizás de cuatro o cinco plazas, y que el piloto me miraba sonriente; me dio la impresión de que yo no era la primera chica desnuda y esposada que subía al aparato. Pero ya no pude observar nada más, pues de inmediato me colocaron sobre la cabeza una capucha negra como de tela, que me permitía respirar pero no ver; noté a continuación como varias manos me subían al helicóptero, me sentaban y me colocaban el cinturón de seguridad. Tras cerrarse las puertas, oí como el motor aceleraba, y sentí la inconfundible sensación de que nos elevábamos; a la vez que dos manos separaban mis muslos, y una tercera se introducía entre ellos, para comenzar a explorar mi sexo con toda calma.
No sé cuánto rato estuvimos volando, pero tuvo que ser bastante, al menos el suficiente como para que yo tuviera al menos tres orgasmos; pues la mano que se había introducido entre mis muslos no se detuvo ni un instante: acariciaba mi clítoris, frotaba con insistencia los labios de mi vagina, y me penetraba con dos dedos suavemente, casi cariñosamente. Yo ya subí al helicóptero bastante excitada, la verdad, y no tardé mucho en tener mi primer orgasmo; lo que me asustó bastante, pues recordaba aún las admoniciones de Selim, y sus castigos. Pero mi nuevo dueño no parecía preocupado por eso, en absoluto; al contrario, siguió masturbándome con igual decisión tras tener yo el primero, y después de los siguientes. De hecho, lo único que le molestó es que, después del segundo orgasmo, yo intentase cerrar las piernas; lo que hice porque mi vagina empezaba a estar irritada con tanto frotamiento. No solo no retiró la mano sino que, agarrando con dos dedos -supongo que de la otra- mi pezón derecho comenzó a apretarlo cada vez más fuerte; hasta que yo, no sin un gemido de dolor, volví a separar mis muslos tanto como pude, facilitándole el acceso a mi sexo. Él aún tuvo tiempo de sacarme otro orgasmo más, ya casi más doloroso que placentero, y poco después noté que los motores reducían su régimen y el helicóptero comenzaba a descender. Cuando se posó en tierra, la misma mano que llevaba rato sobándome me cogió del brazo y me bajó del aparato; yo noté de inmediato que mis pies desnudos pisaban arena caliente, y además oí el rumor de las olas muriendo en una playa. Mi captor me hizo andar unos cinco minutos, y luego noté que colgaba algo de la anilla de mi pezón izquierdo; allí me quedé, inmóvil, hasta que oí como el helicóptero aceleraba su motor, y noté -por la arena que lanzaba con fuerza contra mi cuerpo el aire que desplazaba el rotor- que estaba despegando.
XIII – Descubriendo la isla
Tras unos diez minutos de dar voces, suplicar, preguntar y gritar sin obtener respuesta, ni oír otro ruido que el de las olas, me di cuenta de que me habían dejado sola; pero además de sola desnuda, esposada con las manos atrás y con una capucha en la cabeza que no me dejaba ver nada. Por lo que lo prioritario para mí era recuperar la visión; y a ello me puse de inmediato, aprovechando que la capucha no estaba ajustada a mi cuello, y era bastante holgada en su base. Incliné la cabeza hacia el suelo, la moví a un lado y al otro con toda la energía de que era capaz, y finalmente logré que cayera sobre la arena de la playa; pues efectivamente estaba en una playa de arena blanca y fina, rodeada hasta donde podía ver de vegetación densísima, como una selva. Playa que podía estar en muchos países, pues si contaba el tiempo que había pasado en el barco, que parecía veloz, y el viaje en helicóptero, era muy fácil que ahora me hallara a miles de kilómetros del Yemen. Lo único seguro es que el viaje me había llevado más al sur de mi punto de partida, pues el paisaje era definitivamente tropical. Mientras pensaba todo esto me di cuenta de que, de la anilla de mi pezón izquierdo, colgaba lo que parecía ser la llave de las esposas; sujeta a ella mediante un pequeño eslabón similar al que, hasta pocas horas antes, había sujetado la chapa con mi número.
La verdad es que se trataba de un acto muy cruel, pues con las manos esposadas a la espalda yo no tenía manera de acceder a la llave, sin la llave era imposible que me quitase las esposas; y, completamente desnuda y sin poder usar mis manos, sobrevivir iba a ser muy difícil. El pensamiento hizo que algunas lágrimas acudieran a mis ojos, y me dejé caer sobre la arena, envuelta en mi tristeza; pero enseguida mi mente científica acudió a rescatarme. Por un lado sabía que Selim me había vendido; y cabía suponer que lo había hecho por una importante cantidad de dinero, pues no había querido dejarme una sola marca en el cuerpo antes de proceder a mi entrega. Y, por el otro, no tendría ningún sentido que mi comprador, si solo me quería para matarme, se hubiese tomado la molestia del viaje en helicóptero hasta aquella isla; pues Selim, una vez cobrado el precio por mí, no habría puesto ningún inconveniente a que me sacrificasen en el barco. Al contrario, tanto él como el marinero al que yo había golpeado hubiesen presenciado mi agonía de mil amores; y seguro que para todos hubiera sido mucho más placentero contemplar mi muerte bajo tormento, que no dejarme en aquella isla donde no me verían morir. Esos pensamientos me levantaron un poco el ánimo, y de pronto se me ocurrió una idea; dolorosa, pero seguramente efectiva: si encontraba una rama de arbusto sólida, pero no más ancha que la anilla, podría pasar la argolla de mi pezón por ella y, de un buen tirón, arrancarla junto con la llave.
No necesité demasiado rato para encontrar lo que buscaba, pues en el lugar no faltaba vegetación en absoluto: un saliente leñoso en el tronco de un gran arbusto, a algo más de un metro del suelo, con aspecto suficientemente sólido y un diámetro de unos dos centímetros. Tras hacer muchas contorsiones logré enganchar en él la anilla de mi pezón, y comencé a estirar hacia atrás. De inmediato me di cuenta de que arrancarlo poco a poco era imposible, pues el dolor era terrible, como si me arrancasen el pezón; en realidad, eso era lo que yo pretendía hacer exactamente. Así que decidí que lo mejor era dejarme caer al suelo de golpe, para así arrancar la anilla con mi peso; pero, por más veces que estuve a punto de hacerlo -incluso contando “uno, dos, …” - no logré reunir el suficiente valor. Supongo, pensé, que ya lo tendrás cuando el hambre te empiece a vencer. Pero, hasta ese momento, decidí pasar al segundo objetivo inmediato: buscar agua potable. Después de reseguir arriba y abajo la playa, en busca de un camino que se adentrase en la impenetrable jungla, encontré un pequeño sendero; parecía hecho por algún animal, y empecé a seguirlo hacia el interior. Enseguida me di cuenta de que quien hubiera hecho el camino era mucho más bajo que yo, pues a partir de la altura de mi cintura la vegetación era tupidísima, y me arañaba por todo el cuerpo al avanzar sin la protección de mis manos y brazos; de hecho, más de una vez estuve a punto de lograr, involuntariamente, el objetivo de arrancarme el pezón para liberar la llave, pues la anilla tendía a enredarse en la maleza.
Continué caminando durante lo que me parecieron horas, pero el terreno por el que iba avanzando era siempre igual: una jungla tupida y espesa, en la que de vez en cuando veía algún animal pero siempre arriba, en los árboles. Eran principalmente monos, pequeños macacos, y también pájaros de colores vistosos, pero de nada me servían para encontrar agua; por lo que seguí mi caminata hasta que, por fin, llegué a una especie de pequeño claro. Allí al menos pude sentarme un rato, para descansar y comprobar el estado de mi cuerpo: tenía miles de arañazos superficiales por todas partes, desde el vientre hasta los pechos, e incluso alguno en los muslos; y mis pobres pies estaban llenos de pequeñas heridas, consecuencia de andar descalza por aquel suelo. Supongo que me quedaría dormida por el cansancio, pues de pronto me despertó un ruido, como el que haría un animal terrestre; lo que me llenó de temor, pues si era algún carnívoro poco iba a poder hacer yo con mis manos esposadas a la espalda. Pero de inmediato me di cuenta de que tenía otro problema mucho más urgente, pues conforme recuperaba el sentido noté una especie de leve cosquilleo por todas partes; y, al mirar mi cuerpo desnudo, me di cuenta de que estaba literalmente cubierta de unas enormes hormigas rojas y negras, grandes como no las había visto en toda mi vida. Sin poder evitarlo comencé a chillar como una loca, me levanté y me puse a dar saltos, para tratar de que cayesen de mi cuerpo; pero, más allá de hacer que mis pechos saltasen en todas direcciones, como si fuesen ellos los que debieran soltarse, muy pocas logré quitarme así. Comencé a dar vueltas por el claro como una loca, restregando mi desnudez en todos los arbustos que encontraba, sin preocuparme de las heridas que me causase al hacerlo; y de pronto, al levantar la vista, vi frente a mí a una chica que me contemplaba con gran asombro. Y que, al igual que yo, era blanca y estaba completamente desnuda.
XIV – Los encuentros con Eliana y con Keiko
Empecé a gritar “Help, help!” y la chica salió de su estupor y se acercó a mí, con lo que al punto se dio cuenta de lo que me pasaba; comenzó a quitar de mi cuerpo las hormigas, restregándolo con sus manos -afortunadamente ella no iba esposada- y pronto no quedó ninguna. Yo di un suspiro de alivio, y le dije “Thank you!” , pero tan pronto ella me contestó noté que hablaba un inglés muy básico, y con acento hispano; así que le pregunté si hablaba español, y la chica dio un respingo y me contestó “Sí, soy Eliana, de Buenos Aires; y tú?” . Yo me presenté, y le expliqué mi historia; pero antes de que la hubiera acabado ella vio la llave que colgaba de mi pezón y me preguntó que porqué llevaba la llave de las esposas allí, y si quería que me las quitase. No le hizo falta esperar a mi respuesta para darse cuenta de lo mucho que yo iba a agradecérselo, y empezó a buscar la manera de desenganchar la llave de la anilla. Pero el eslabón que la sujetaba no parecía tener cierre, así que llegó a la conclusión de que la única manera de abrirlo era rompiéndolo; por lo que buscamos una piedra grande, donde yo pudiera recostarme de lado y apoyar en ella mi seno. Eliana, usando otra piedra menor y con mucho cuidado de no darle a mi pezón, fue golpeando durante un largo rato el eslabón, hasta que lo debilitó lo bastante como para poder partirlo con sus dedos. Luego cogió la llave y con ella abrió mis dos esposas, arrojándolas acto seguido a la maleza.
Lo primero que hice, al tener los brazos libres, fue lanzarme sobre ella y darle un gran abrazo. Cuando la solté vi que había enrojecido, y pensé que seguramente no estaría tan acostumbrada como yo a estar desnuda; lo que así era, pues su historia era bastante breve: “Estaba en una disco de Buenos Aires con una amiga, me acerqué al baño y detrás de mí entró un hombre que me puso un trapo húmedo en la cara. Olía muy mal, perdí el conocimiento, y lo siguiente que recuerdo es que me desperté ayer en una playa cerca de aquí, completamente desnuda” . Yo terminé de contarle mi historia, las dos de pie en aquel claro de la selva, y mientras hablaba me di cuenta de que era una chica muy atractiva; algo más alta y un poco más joven que yo, muy esbelta, con un pecho firme, grande y natural y una cara de muñeca, preciosa. Cuando se dio cuenta de que la miraba noté que volvía a enrojecer, y que de inmediato se tapaba el sexo con las manos; yo ya me había fijado antes en que iba, como yo, completamente depilada, y ella me dijo “Ayer yo tenía pelo ahí, supongo que me lo quitarían mientras dormía” . Lo que me hizo pensar que quizás le habrían implantado también un DIU como el mío, que iba a volverla loca de excitación; pero por el momento yo no le notaba síntomas de eso, y preferí no preocuparla. Así que me limité a sugerirle que continuásemos juntas la búsqueda de agua y comida, y ella aceptó encantada. Después de pensarlo un poco, llegamos a la conclusión de que debíamos ir hacia un lado distinto, pues tanto en la dirección de la que yo venía como por la que llegó ella nada habíamos encontrado; y, de las otras dos posibles, una era en subida, por lo que la preferimos. Pensando que, aunque no encontrásemos agua, quizás llegaríamos a algún sitio desde el que, al menos, podríamos comprobar donde estábamos.
Empezamos a subir, Eliana delante y yo siguiéndola; el camino era muy estrecho, y bastante empinado, y recuerdo que enseguida empecé a sentirme otra vez muy excitada. Supongo que era por la suma del roce de mis muslos al andar, los afrodisíacos que mi DIU debía estar bombeando, y la visión de las hermosas nalgas de Eliana agitándose justo frente a mi cara; aunque nunca me han gustado las mujeres, reconozco que en aquel momento tuve muchísimas ganas de acariciar su trasero. Pero me contuve, y finalmente llegamos a unas rocas que marcaban el punto más alto de nuestro camino. Una vez allí la vista era espléndida, porque parecíamos estar en el punto más alto de la isla; pues estábamos en una isla, si, con forma de letra ele mayúscula y una longitud de quizás veinte kilómetros, por cuatro o cinco de anchura. De hecho estábamos en medio de un archipiélago, pues hacia donde mirásemos se veían otras islas, y el monte que habíamos subido -de no más de dos o trescientos metros de altitud sobre el nivel del mar- estaba en mitad del brazo largo de la L. No se veían edificios en lugar alguno, pero en la punta del brazo corto parecía haber un pequeño embarcadero, y quizás unas cabañas alrededor; así que decidimos empezar a andar hacia allí.
Cuando íbamos a emprender la marcha nos detuvo un ruido de motor, y enseguida vimos como se acercaba a muy baja altura un helicóptero. Eliana se levantó entusiasmada, y empezó a gesticular para llamar su atención, pero la detuve, y le recordé cómo había llegado yo a la isla; y quizás ella también. Lo comprendió al instante, y corrió a ocultarse entre la maleza conmigo; yo notaba su cuerpo, caliente y desnudo, pegado al mío, y cada vez estaba más mojada, hasta el punto de notar como mis secreciones resbalaban muslos abajo. Muy pronto vimos que habíamos hecho bien en ocultarnos, pues el helicóptero no llegó siquiera a tocar el suelo: se detuvo como un metro sobre el agua, a poca distancia de una playa, y pudimos ver como desde uno de sus lados arrojaban una persona al agua, para inmediatamente marcharse. Una persona que, como pudimos ver cuando se incorporó de su chapuzón y comenzó a caminar hacia la arena -pues donde cayó el agua le llegaba hasta la cintura-, era una mujer, y estaba también completamente desnuda. De inmediato modificamos nuestro plan, y las dos nos dirigimos hacia aquella playa; la cual, desde donde nos encontrábamos, no estaría a más de dos kilómetros. Bajando hacia ella tuvimos, además, una agradable sorpresa, pues nos topamos con un pequeño riachuelo que iba hacia el mar; así que bebimos toda el agua que pudimos, y procuramos fijar el lugar en nuestras memorias. Pues era obvio que, desnudas y sin objeto alguno que utilizar como recipiente, no podíamos llevarnos ni una gota de agua.
Alcanzamos la playa en algo menos de una hora, y nuestra sorpresa fue ver que allí no había nadie. Empezamos a dar voces las dos, Eliana en español y yo en inglés, explicándole a la recién llegada que no temiera, que nosotras estábamos en su misma situación, pero no salía de su escondite; o, al menos, eso suponíamos nosotras. De pronto vi una cabeza en el mar, a gran distancia de la playa, y me di cuenta de que era alguien que nadaba hacia nosotras; y al cabo de como media hora nos alcanzó, pero llegó agotada. Era, suponíamos, la chica que habíamos visto tirar al mar, pues estaba completamente desnuda; parecía japonesa, y era realmente pequeña: no más de metro cincuenta, quizás cuarenta kilos, pechos reducidos pero con pezones muy prominentes y caderas estrechas. Un cuerpo, aunque pequeño, de deportista, de gimnasta quizás. Cuando logró recuperarse un poco pudimos comunicarnos con ella en inglés; aunque con dificultades, pues no lo hablaba demasiado bien: se llamaba Keiko, era de Osaka, tenía veintiocho años y su mayor afición era nadar. Por eso había intentado llegar hasta la isla más próxima -se veía desde la playa donde estábamos- a nado, pero al llegar al centro del canal entre las dos islas se había encontrado con una corriente muy fuerte, y había decidido volver para no ahogarse. En cuanto a su llegada a la isla, era una historia parecida a la de Eliana: trabajaba de enfermera, y al salir del hospital unos hombres la habían metido en una furgoneta y le habían inyectado algo; despertó, desnuda, en el helicóptero que la había traído aquí, del que la acabaron tirando porque no hacía más que forcejear con sus captores. Para cuando terminó de contárnoslo ya se sentía con fuerzas para caminar, así que regresamos con ella al lugar donde habíamos encontrado agua -al verla se le iluminó la cara con una gran sonrisa, pues después de tanto nadar seguro que la necesitaba muchísimo- y luego seguimos ruta hacia la punta del brazo corto de la isla, donde habíamos visto el embarcadero.
XV – Los cazadores
Avanzábamos lentamente, pues la vegetación era densísima, y teníamos que vigilar para no herir nuestros cuerpos desnudos con las ramas; algunas de las cuales estaban erizadas de espinas. Además, algunas de aquellas plantas eran urticantes: en una ocasión mi pecho izquierdo rozó con unas hojas que parecían inofensivas, y al poco estaba rojo, hinchado y me escocía un montón, como si le hubiesen aplicado ortigas. Lo que, a partir de aquel momento, nos llevó a intentar eludir aquel tipo de plantas, por otra parte muy comunes; tanto que, pese a tener cuidado, poco después Keiko empezó a quejarse, y pudimos ver que una de sus pequeñas nalgas estaba también muy roja e hinchada. Pero al poco vimos algo que nos hizo olvidar, de un solo golpe, todos nuestros problemas con las plantas, o las heridas que las ramas y piedras del suelo les provocaban a nuestros pies descalzos. De pronto oímos un ruido de voces masculinas, tres o cuatro, hablando en un idioma que yo no entendía; por simple precaución nos ocultamos en la espesura y, al cabo de poco, cuatro hombres pasaron por el mismo camino que nosotras estábamos siguiendo, yendo en dirección al embarcadero. Iban vestidos con uniformes militares de camuflaje, y armados con lo que parecían fusiles; pero lo más sorprendente era lo que llevaban los dos que caminaban en el centro: de un tronco que cargaban entre ambos, como de tres metros de largo, colgaba -atada por pies y manos- una chica tan desnuda como nosotras, que estaba como mínimo inconsciente, y quizás muerta. Era pelirroja, de pelo largo y rizado y formas muy generosas, sin estar gorda; pero sí se podía ver que tenía anchas caderas y unos pechos muy grandes. Y, por la longitud de sus piernas, que era bastante alta, aunque en aquella postura era difícil estar seguras.
Al instante comprendí para qué nos habían traído aquí, e incluso para qué aquel hombre tan bien vestido me había comprado a Selim: aquella isla era una especie de safari, en el que los trofeos de caza éramos mujeres desnudas. Una vez que los hombres se hubieron alejado lo suficiente volvimos a salir al camino y nos planteamos qué hacer; lo que fue fácil, pues mis dos compañeras habían llegado a la misma conclusión que yo, y por tanto también a deducir sus consecuencias lógicas: teníamos que salir de la isla, para ello necesitábamos un bote, y el único sitio donde podíamos encontrarlo era el embarcadero, donde aquellos hombres parecían tener su base. Así que seguimos el camino pero con mucho mayor cuidado aún, y un par de horas después llegamos hasta un sitio en el que la selva se acababa abruptamente; también la isla, solo que quizás doscientos metros más allá, después de unos cobertizos bajos que formaban una especie de arco, todos alrededor del pequeño embarcadero que habíamos visto desde el monte. Daba la sensación de que la vegetación había sido suprimida a propósito, para dejar una zona de seguridad alrededor de los chamizos, de forma que nadie pudiese acercarse a ellos sin ser visto. Por lo que resolvimos esperar hasta la noche, para que entonces una de nosotras se acercase a mirar; ya que desde donde estábamos nos resultaba imposible ver, por ejemplo, si en el embarcadero había o no algún bote.
Cuando oscureció Keiko se ofreció voluntaria para ir, y enseguida nos dimos cuenta de que era la más adecuada de las tres para hacerlo; pues de largo era la más pequeña y ágil, y en caso de apuro seguramente sería capaz de huir del lugar a nado. Así que la vimos marchar muy agachada, como una pequeña sombra desnuda, hasta que alcanzó el lateral del primer edificio; allí continuó avanzando, arrimada a la pared, hasta que dobló la esquina, y a partir de entonces la perdimos de vista. Pasó media hora, una hora, dos horas, y de Keiko no había noticia alguna; yo ya estaba inquieta, y le dije a Eliana que iba a ver qué le había pasado. Pero ella se negó a quedarse sola, y por más que le insistí no logré convencerla; así que salimos de nuestro escondite y nos fuimos por la misma ruta que Keiko había seguido antes. Llegamos al primer edificio sin problema alguno, y tan pronto doblamos la esquina pudimos ver a nuestra compañera. Pero no como nos hubiese gustado verla; pues tanto ella como la pelirroja que antes habíamos visto cargar como si fuera un trofeo de caza colgaban por sus manos atadas de sendos ganchos, dispuestos en el voladizo de uno de los cobertizos que rodeaban el patio. Ambas seguían completamente desnudas, por supuesto, y parecían estar volviendo poco a poco en sí; como si se estuvieran recuperando de algún narcótico. No tuve tiempo de decirle a Eliana que aquello parecía una trampa; cuando me giré hacia ella un potente foco nos iluminó, y una voz dijo en un español suramericano “Bienvenidas, señoritas; aunque de veras lamento que hayan decidido ustedes privarnos del placer de cazarlas. Pero seguro que la próxima vez no serán tan confiadas; verán como no” .
Cinco minutos después el cuerpo desnudo de Eliana colgaba del mismo voladizo, entre el de Keiko y el mío. Nada pudimos hacer por evitarlo, pues los cuatro hombres que nos rodeaban iban armados hasta los dientes; así que nos dejamos atar y colgar; hecho lo cual se marcharon, dejándonos allí. La verdad es que yo sufría sobre todo por la pobre Keiko, pues las otras tres éramos lo bastante altas como para apoyar los pies en el terreno arenoso; pero ella, por su baja estatura, colgaba limpiamente, con sus pequeños pies a unos diez centímetros del suelo. Pero, aún así, como nos dejaron toda la noche colgadas, para cuando amaneció yo tenía las manos completamente dormidas; y además bastante frio, pues la brisa que venía del océano era, de madrugada, muy fresca, y además de desnudas estábamos, por la fuerza de nuestras ataduras, casi inmóviles. Cuando el sol ya estaba subiendo en el horizonte aparecieron otra vez los cuatro hombres, y dos de ellos se nos acercaron; uno se puso frente a Eliana y a mí, y nos habló en el mismo español que yo había oído la noche anterior: “Les voy a contar las reglas del juego. La primera vez que las capturemos, o sea esta, sólo vamos a violarlas; y a azotarlas hasta que nos cansemos, claro. La segunda vez, puede que hagamos lo mismo; y a lo mejor también la tercera, o la cuarta… Pero puede ser que no, y que la próxima vez que las tengamos a tiro usemos munición real. Una de las cosas más divertidas de esta cacería es que ustedes no pueden saber cuántas veces las cazaremos; aunque lo sabrán cuando reciban un balazo con munición de combate, en vez de un dardo narcótico” .
Cuando concluyó su discurso descolgó a Eliana y se la llevó hacia uno de los cobertizos; y pude ver como otro hombre hacía lo mismo con la pelirroja. Pero no tuve que esperar mucho mi turno, pues los otros dos que no habían hablado -yo pensaba que a las otras chicas les habrían contado lo mismo que a nosotras, pero en inglés- se acercaron a Keiko y a mí; uno cogió a la pobre japonesa como quien recoge fruta de un árbol, pues quizás fuera el hombre más grande y musculoso que yo había visto en mi vida, y se la llevó. Y el otro, de complexión algo más normal, me descolgó del gancho sin soltarme las manos y, sujetándome por la cintura con un brazo mientras me manoseaba con la mano contraria, me llevó hacia otro cobertizo; allí me hizo arrodillar sobre una pequeña estera y, después de quitarse los pantalones, me hizo señas de que le chupase el miembro. Yo me puse a ello de inmediato, en la esperanza de hacerle eyacular lo más deprisa posible; pero el hombre no era tonto, y tan pronto como estuvo erecto se retiró de mi boca. Para tumbarme sobre la estera y, con las dos manos, separarme las piernas tanto como pudo; y, acto seguido, penetrarme hasta el fondo de la vagina de un solo empujón. No puedo negar que, si hubiera hecho eso la noche anterior, a lo mejor me hubiese incluso arrancado un orgasmo; pero después de colgar de mis muñecas toda la noche yo estaba muy poco receptiva. Aunque a él, claro, le dio igual, y empezó a taladrarme con toda la fuerza y velocidad de que era capaz; yo le oía gruñir como un animal en celo, y solo pensaba en que, a aquel ritmo y para mi suerte, no podía durar mucho. Pero siguió adelante y atrás, adelante y atrás, por lo que a mí me parecieron horas; hasta que por fin, con un grito de furor, se dejó ir dentro de mi vagina, inundándola de semen.
XVI – Azotada salvajemente
Cuando se retiró de mi interior lo primero que hizo fue llevar su miembro hasta mi boca; yo, de inmediato, me puse a chuparlo hasta que quedó limpio de cualquier rastro de semen. O de mis secreciones; aunque me parecía, por el daño que me había hecho, que de esas no habría muchas. Una vez consideró que su pene ya estaba limpio se puso los pantalones y, cogiéndome del pelo, me llevó de nuevo afuera; para colgarme otra vez del voladizo del tejado donde había pasado la noche, pero esta vez sin la compañía de las otras tres pobres chicas, a las que no veía por ninguna parte. Marchó un momento y, al volver, pude ver que llevaba en las manos el látigo de aspecto más siniestro que yo nunca había visto: negro y de aspecto pesado, hecho en cuero trenzado, de casi tres metros de largo y, sobre todo, con un complemento que me provocó un escalofrío. Pues en su punta de veían unas pequeñas piezas metálicas, más de media docena, con aspecto de triángulos equiláteros y no mayores de un centímetro de lado. Mi verdugo, al parecer, aun no estaba satisfecho, pues se acercó a mí y, cogiendo uno de mis tobillos, le ató una cuerda que fue a sujetar a la base de una de las columnas que sujetaban el voladizo; y después hizo lo mismo con el otro tobillo, pero en el lado contrario. Cuando terminó mi cuerpo desnudo colgaba de mis muñecas, atadas juntas al gancho del voladizo; y mis piernas estaban separadas al máximo, dejando libre para el látigo el acceso a mi pelvis y, sobre todo, a mi sexo. Él se acercó, comprobó con su mano que mi vagina estaba mojada -de su semen, obviamente, no porque yo estuviese en absoluto excitada- y, tras apartarse un par de metros pero manteniéndose de frente a mí, descargó el primer golpe.
El látigo, tras golpear mi cadera derecha, continuó enroscándose en mi cuerpo a lo largo de la grupa, en la parte superior de mis nalgas, y su punta fue a golpear justo en el centro de mi bajo vientre. Nunca en mi vida había sentido un dolor así, mil veces peor que el que me causaron los latigazos que Abdul me dio en el mercado de esclavas de aquel pueblo; pues al dolor del golpe, un escozor intensísimo, insoportable -parecido al que causaría la sal en una herida recién abierta- que se extendía a lo largo de todos los rincones de mi desnudez por donde la correa iba dejando una fea cicatriz rojiza, se sumaba el impacto en mi vientre de aquellos pequeños triángulos, lanzados contra él a toda velocidad. Di un alarido monumental, surgido de lo más profundo de mi alma, y comencé a sacudirme en mis ataduras como si pensara arrancarlas; y, para cuando comenzaba a calmar mis estertores, llegó el segundo. Este se enroscó un poco más abajo, a la altura del inicio de mis muslos, y las puntas terminaron golpeando el interior del muslo derecho; yo comencé a llorar, y a suplicarle que parase, mientras notaba como me faltaba el aire, y mi cuerpo se cubría de una fina capa de sudor. Sin ningún éxito, claro: el tercero se enroscó debajo de mis pechos, y las puntas golpearon la base de mi seno derecho; el cuarto alcanzó el centro de mis nalgas, y los triángulos fueron a dar justo en mi pubis. Luego vinieron dos más en los muslos, otro que me cruzó ambos pechos, otros dos que, tras enroscarse en un muslo, acabaron golpeando el vientre; y, sobre todo, uno que, tras cruzar mi espalda de arriba abajo, llevó las malditas puntas a golpear de lleno mi sexo. Un golpe que me arrancó un aullido de dolor más propio de un animal que de una persona, y que mi torturador intentó repetir con los dos latigazos siguientes; aunque no lo logró del todo, pues ambos golpes cruzaron mi espalda de arriba abajo pero fueron a morir en la parte trasera de mi muslo izquierdo.
Él siguió descargando latigazos, ajeno a mis frenéticas súplicas y a mis chillidos de dolor, y cuando llevaba como una docena se detuvo. Yo me quedé jadeando, sudorosa y agotada, sumida en una pesadilla de sufrimiento que solo aliviaba, y bien poco, la idea de que ya había terminado mi suplicio. Pero no era en absoluto así, pues lo único que hizo él fue darme la vuelta; primero soltó las cuerdas que sujetaban mis dos tobillos y, tras girar mi cuerpo para que le diese a él la espalda, volvió a atar mis piernas bien abiertas. Y comenzó de nuevo la lluvia de latigazos, solo que ahora las puntas solían acabar golpeando mis nalgas, mi espalda, o la parte trasera de mis muslos; aunque, para poder golpearme en más sitios, supongo que iba cambiando la distancia desde la que lanzaba el látigo. Porque alguno de los latigazos logró dar una vuelta completa a mi cuerpo, y terminó acribillando mi pecho con las puntas metálicas; en particular hubo uno que a punto estuvo de arrancarme la anilla del pezón, pues pareció engancharse en ella cuando el verdugo tiró del látigo para recuperarlo. Y varios lograron, en esa posición, su objetivo de castigar mi sexo; algunas veces después de enroscarse varias vueltas en un muslo. Tras otra docena, supongo -yo era incapaz de nada más que chillar, llorar, sudar, contorsionarme en mis ataduras e implorar clemencia- se detuvo de nuevo; pero fue solo para darme otra vez la vuelta, y seguir con los latigazos. Ahora concentrados en la espalda y en el trasero, lo que llevaba las puntas casi siempre a impactar en mi barriga o en mis pechos. Para concluir con una nueva serie dirigida a mi bajo vientre, casi siempre con los triángulos de acero golpeando mis nalgas.
Finalmente terminó, y me dejó allí colgada como un fardo; yo ya casi no emitía ruido alguno, más allá de algún gemido o hipido, y tenía todo mi cuerpo cruzado por unas estrías violáceas, anchas como mi dedo índice y profundas como mi meñique; además de infinidad de pequeñas heridas puntuales, como las que me haría un punzón. Algunas extraordinariamente dolorosas, sobre todo las de mis muslos, mis pechos y mi sexo, pero sin que en ninguna pudiera yo ver efusión de sangre; ciertamente había pequeñas gotas por todas partes, pero no veía en ningún lugar que la sangre corriera. Mientras me hacía este chequeo pude ver como sacaban a Eliana de un cobertizo, y la visión de su cuerpo desnudo me provocó pavor; supongo que el mío estaba castigado de un modo muy similar, pero el de ella parecía no tener un centímetro de piel, entre los pechos y los muslos, que no hubiese sido visitado por la correa, o por las puntas metálicas. Y lo mismo a su espalda, entre los hombros y las corvas. Caminaba con dificultad, llorando y gimiendo de dolor, pero a su acompañante no pareció preocuparle demasiado; la llevó hasta donde el terreno despejado comenzaba y, tras soltarle el brazo e indicarle por gestos que se fuera, solo le dijo: “Mañana temprano comienza la segunda sesión de la cacería” . Eliana comenzó a llorar con más fuerza, pero emprendió, renqueante, el camino hacia la selva. Y lo mismo hice yo cuando, quizás media hora más tarde, mi verdugo me soltó las ataduras y, tras dejarme un rato ovillada en el suelo, me levantó y expulsó mi desnudez de aquel campamento.
XVII – El velero
Lo primero que hice, cuando recuperé aquella relativa libertad, fue volver al lugar donde el día antes habíamos encontrado agua; pues supuse que mis compañeras estarían allí. Pero al llegar no encontré a ninguna, y me puse a dar gritos para ver si me oían; confiando en que fuera cierto lo que aquellos animales nos habían dicho: que hasta el día siguiente no pensaban volver por nosotras. Al cabo de un rato, y después de haber bebido cuanto quise y lavado como pude mis muchas heridas, me encaminé hacia la playa donde habíamos encontrado a Keiko. Donde, al llegar, me esperaban dos sorpresas: la principal, que en el centro de aquella bahía, a como un kilómetro de la playa, había fondeado un velero de tamaño mediano; me lo pareció porque se podía ver que tenía dos mástiles, y mi experiencia -poca, pero alguna- navegando me decía que los yates de vela corrientes no suelen tener más que uno. Y la segunda sorpresa fue encontrar, apoyada contra una piedra y justo en el lugar donde el camino desembocaba en la playa, a Keiko. Su aspecto, la verdad, era terrible, aunque supongo que había recibido exactamente el mismo tratamiento que yo; pero la brutalidad de aquellos latigazos en su pequeño cuerpo había causado, seguramente, aún más estragos que en el mío. Pues las estrías que la cubrían por todas partes parecían, sobre ella, mucho más anchas que en mi cuerpo, aunque comprobé que en realidad eran exactamente iguales; en particular una que le cruzaba ambos pechos justo sobre sus prominentes pezones, que había medio arrancado uno de ellos. Las de sus muslos, así como alguna de las de su trasero, parecían tan profundas como si hubiesen llegado al hueso; y por todos los rincones de su cuerpo desnudo se veían correr hilillos de sangre, que sobre todo nacían allí donde los triángulos de acero habían golpeado.
Yo la abracé, y las dos estuvimos así un buen rato, llorando y gimiendo por el dolor de nuestras heridas; y cuando nos separamos le indiqué el velero, y le pregunté si le parecía que podríamos alcanzarlo. Pero ella, en su pobre inglés, me dio a entender que en su estado actual era imposible, pues no podía siquiera mover los brazos; y me preguntó si yo me veía capaz de nadar hasta allí, e ir a pedir ayuda. Lo cierto es que yo nunca había nadado un kilómetro en el mar, y menos aún después de ser molida a latigazos; pero podía mover bien brazos y piernas, así que pensé que era casi mi obligación intentarlo. Me acerqué a la orilla pero, solo de entrar en el agua, retrocedí aullando de dolor; pues el agua salada producía en mis múltiples heridas un escozor que no tenía nada que envidiar a los latigazos. Armándome de valor me lancé al mar de cabeza, y empecé a nadar hacia el velero; mientras notaba como si miles de agujas se clavasen por todo mi cuerpo. Pero seguí, y seguí, y al cabo de una media hora llegué hasta el velero; era un bonito barco de madera, quizás de los años sesenta o setenta del siglo pasado, y no parecía haber nadie a bordo. Yo me agarré a la cadena del ancla y grité en inglés, y al poco aparecieron en la borda dos hombres de mediana edad, vestidos con bañador y camiseta y de aspecto asiático, aunque no parecían chinos o japoneses. Ambos me alargaron sus manos y, cuando las sujeté, me subieron a bordo de un tirón; momento en el que me llevé una sorpresa, pues lo lógico era pensar que para ellos no podía ser muy habitual “pescar” chicas europeas, desnudas y cubiertas de latigazos. Pero, para mi extrañeza, no parecieron sorprendidos en absoluto; se limitaron a indicarme que me sentara, y uno de ellos entró al camarote, para volver con un bote de una especie de crema que me repartió por todo el cuerpo. Con especial detenimiento en mis pechos, en mis muslos, en la hendidura entre mis nalgas y en mi sexo.
Mientras me iba untando aquello, que me iba de maravilla porque me calmaba el escozor, intenté explicarles mi situación en inglés y en español; pero era obvio que no entendían nada. Al final opté por decirles solo “Police, police, please!” y eso sí parecieron comprenderlo; pues uno de ellos arrió el ancla y, de inmediato, arrancaron el motor de maniobra y llevaron el barco hasta el centro del canal entre ambas islas, donde desplegaron las velas. Yo seguía intentando comunicarme, y sobre todo hacerles entender la situación de mis compañeras en la isla, pero no había modo; lo único que logré sacarles fue que estábamos en “Batu, Sumatra, Indonesia” . Y que me diesen un montón de cuartillas y un bolígrafo, con los que escribo toda mi historia mientras nos dirigimos, espero, al puesto de policía más próximo; aunque ya llevamos un día de navegación y no hemos llegado. Pero he de decir que mis rescatadores se portan muy bien conmigo: me untan la crema reparadora en mis heridas, me dan de comer y beber cuanto quiero y no me molestan. Solo hay una cosa que no entiendo: por más que lo he intentado, no he conseguido que me den nada de ropa, así que sigo completamente desnuda. Y cuando he sido yo misma la que, tras buscar en el camarote, me he puesto alguna prenda, de inmediato me la han quitado. Supongo que pensarán que, estando desnuda, las heridas del látigo cicatrizarán más rápido…