Sana competencia
"Estaba claro que no éramos la pareja más guapa del mundo, y sin embargo habíamos encontrado la forma de disfrutar de nuestros extraños cuerpos entregándonos a la pasión del sexo..." Dos amigos, dos adultos, con sus imperfecciones, con sus historias a cuestas, y una noche para darse una oportunidad.
A pesar de regentar un bar en la misma calle que el mío, Cristina, Cris, como todo el mundo la llama, nunca fue la competencia. Al contrario, fue, es y será una buena amiga. De hecho, prácticamente todas las noches, salvo los jueves, que me los reservo para mí y las chicas del “Caribe”, uno u otro se pasa por el bar ajeno. Generalmente soy yo el que cierra un poco antes y acudo a su local a la, en ocasiones peligrosa, hora del cierre. Mientras nos tomamos una copa de alguna de esas botellas que son sólo para clientes exclusivos, hablamos de todo un poco: del negocio, de los clientes, de nosotros, de la vida… Luego la acompaño hasta el coche y nos decimos adiós hasta el día siguiente.
La conozco desde hace al menos quince años, cuando adquirió el bar. Entonces estaba casada, y su hijo era apenas un bebé. En todos estos años su marido se largó, luego llegó el divorcio, el chaval ha ido creciendo, y Cris se ha abandonado un poco. Después de la marcha de su esposo tuvo alguna aventurilla, poca cosa, que no fue a ningún lado, pero desde hace ya unos cuantos años no le he conocido acompañante alguno. A medida que la soledad le ganaba, Cris pasaba más y más horas al otro lado de la barra, e iba cogiendo kilos y más kilos. Hasta tener que atender el bar sentada en uno de sus taburetes. Sin embargo siempre ha mantenido restos de belleza en los rasgos de su cara, sobre todo en esos ojos marrones que, en nuestras reuniones al cierre, se llenan de melancolía con el alcohol, las conversaciones y el recuerdo de tiempos mejores. Estaba absorto en mis pensamientos sobre el tiempo que hacía que nos conocíamos, cuando una mano en mi hombro y una voz me hizo desviar la mirada de mi copa ya vacía.
- Adiós Chema - era su hijo convertido ya en un hombrecito de dieciocho años que se despedía.
Le devolví el saludo y le seguí con la mirada mientras la puerta se cerraba a su paso y caminaba hasta una motocicleta en la que una chica jovencita le esperaba. Hablaron, ella sonrió, el tomó el manillar, ella le rodeó con los brazos, y pegando su cara a la espalda del chico, arrancaron la moto y desaparecieron.
- Hay que ver cómo pasa el tiempo… Me estaba acordando de cuando llegasteis aquí, que Nico era todavía un bebé, y míralo ahora, un hombre hecho y derecho, con novia y todo… - dije mientras girando la cabeza buscaba a Cris.
- Si, es cierto…con novia… - dijo con cierta tristeza. Bueno, la tercera ya.
- ¿La tercera? - pregunté con incredulidad antes de volver a beber de la copa que Cris acababa de llenar de nuevo.
- Si, la tercera. Ha salido un picha brava, como su padre - dijo ella riendo. Me gustaba volver a verla alegre y risueña después de los duros meses que sucedieron a la marcha de su marido. – Y mientras, nosotros aquí bebiendo solos y sin nada que llevarnos a la boca. Bueno, al menos hablo por mí, porque tú vete a saber dónde te metes los jueves… - prosiguió. Sabía de sobra donde me perdía los jueves. El barrio era pequeño, las lenguas largas y los parroquianos los mismos. No me tomé como una ofensa esa velada acusación. Sin embargo sus palabras me hicieron pensar. Si, estaban las chicas del “Caribe” pero ¿aparte de eso? ¿Cuánto hacía que no mantenía algo a lo que llamar relación? Mi última historia habían sido una semana de vacaciones en la costa, unos cuantos polvos, y seis meses intentando en vano mantener una relación a distancia. Estaba igual que ella, absorbido por este agobiante trabajo que te tiene desde el alba hasta mucho después del atardecer detrás de la barra y que te da sólo para pagar a un camarero que te libre del negocio durante cuatro o cinco horas. Pero no quería mostrarle mi debilidad, así que salí al paso con una broma:
- Te quejarás…, si tienes esto siempre lleno de hombres. No me digas que no te has fijado como te mira Jesús. – Cris rió. Había elegido bien el nombre, el más borrachín de todos los habituales de su local y el mío. – En cambio yo, ¿qué tengo? Si hace meses que una mujer no pisa mi bar, como no me vuelva bujarra… - Soltó una estruendosa carcajada que hizo bailar todos los kilos que se le acumulaban alrededor de la cintura.
La broma había relajado el ambiente, pero no escondía la realidad. Estábamos jodidos y lo sabíamos. Cuando callaron las risas el gesto se nos torció y parecíamos más serios que nunca mientras volvíamos a beber de nuestros vasos.
- Le vas a tener que decir a Jesús que espere, que estoy sin depilar - dijo ella queriendo volver a dar alegría al velatorio en que se había convertido aquello.
- A mi no me importa que estés sin depilar - le dije mientras le miraba muy seriamente.
Ella me miró. Por un instante su boca esbozó una sonrisa, como el reflejo de un deseo fugaz. Después nuestras bocas volvieron a besar los vasos sabedores de que aquello que acababa de decir era una estupidez. Los dos, cada uno en su bar, horas y más horas sin vernos, ¿para qué?, para que al finalizar la jornada cambiar esta complicidad que manteníamos ahora por agobios y broncas, para que a mí su obesidad me empezara a resultar molesta y hasta obscena y para que ella no fuera tan indulgente con mis ausencias de los jueves… Lo dicho, una estupidez. Una maravillosa estupidez que no se me iba de la cabeza.
Cris salió de la barra todavía con el rastro de esa sonrisa esperanzada en la comisura de los labios y se dirigió a la puerta para echar el cierre. Y mientras tiraba de la persiana metálica para abajo y me daba la espalda, observando ese culazo sentí el nacimiento, no ya de un sentimiento, si no de una necesidad que creía mutua.
- Dime, ¿por qué no lo intentamos?... una sola vez. Y si nos gusta y repetimos ya preparamos una cena con velitas, tú te depilas y yo saco tiempo para ir al gimnasio… - le pregunté mientras me acercaba a ella.
- ¿Qué pasa, no puedes esperar al jueves? - preguntó ella con sorna volviéndose.
- No, no puedo. Ni puedo ni quiero. Nos conocemos y los dos sabemos lo que necesitamos. Si, pago por follar, no soy ningún santo, ya lo sabes, pero si lo hago es porque así no juego con los sentimientos de nadie, no confundo a ninguna, camuflando como amor lo que sólo son ganas de echar un polvo como hicieron contigo después de que se largara Juanjo…Por eso y porque necesito descargar los cojones de vez en cuando. Y hoy quiero hacerlo contigo. Quiero besarte, tocarte, tenerte… - dije, y agarrando su brazo a la altura de la muñeca, hice que posara su mano sobre mi paquete. – Y no sé si tú también lo quieres, pero estoy seguro que lo necesitas tanto como yo.
Cuando concluí mi soflama estaba ausente, como vacío. Cris me miraba ruborizada; había soltado su brazo, pero no despegaba la palma de la mano de mi entrepierna. No le estaba jurando amor eterno, era tan sólo la promesa de que, tanto si aquello salía bien como si terminaba mal, no la iba a abandonar. Siempre había estado a su lado, nos habíamos mantenido el uno al otro en los momentos de dificultad, y el rato de sexo que ahora le reclamaba nada iba a cambiar. Allí estábamos, uno frente a otro, sin saber que decirnos, con la respiración y el corazón acelerados, cuando de pronto, casi al unísono, ladeamos las cabezas y nos abalanzamos a devorar los morros del otro. Ella apretó en su mano mi paquete, y mis brazos la acercaron tanto que sus pechos explotaron al contacto con el mío. Cuando nuestros pulmones exigieron oxígeno, dejamos de comernos la boca y en silencio nos miramos. No sé si aquello iba a hacer algún bien a nuestra amistad o al contrario la iba a tornar más complicada, menos limpia, no sé si es lo que queríamos, pero era lo que necesitábamos desde hacía ya un buen tiempo: dar una alegría a estos cuerpos cansados e imperfectos. Después de juzgarnos a nosotros mismos unos instantes, volvimos a lanzarnos el uno a por el otro. Al tiempo que nuestros labios chocaban en impetuosos morreos, sus manos sacaron las faldas de mi camisa y pude sentir sus gruesos dedos en mi vientre. Mis manos recorrían ansiosas todo su cuerpo. La giré, me coloqué a su espalda, quería que sintiera como crecía mi polla al contacto con su cuerpo. Ella gemía, y entregándose al deseo trataba de estirar el brazo buscando mi entrepierna al tiempo que no paraba de repetir: que pedazo de rabo tienes, cabrón, dámelo todo…
Abrazado a su espalda, con el pene creciendo entre sus inmensas nalgas, fui llevándola por ese bar que conocía tan al dedillo. Dejamos atrás la persiana a medio bajar, la puerta entreabierta y la luz encendida, y después de golpearnos con algún que otro taburete y con la barra, llegamos al almacén. Hacía ya un buen rato que mis manos habían encontrado refugio en sus enormes pechos. Si acudimos al refrán, la palabra que mejor los definiría sería ubres. Grandes, gigantes, redondas, caídas más por el peso que por la edad, pero tersas y con unos pezones sensibles que empezaba a notar crecer pese al sujetador que Cris llevaba. Miré a mi alrededor, un par de cajas de cerveza vacías y apiladas podían servir como asiento. La dejé allí, un último beso a su boca caliente, y todo lo rápido que pude me bajé el pantalón. Gruesa y dura como nunca, mi polla apareció apuntando al cielo. Mis manos en su nuca empujaron la cabeza de Cris hacía su nuevo objetivo. En el primer intento mi cipote resbaló por su cara, en el segundo noté el choque violento con sus dientes, y al tercero por fin coordinamos mi embestida con la apertura de su boca y encontré el paraíso en su paladar. Repetimos el gesto, una, dos, tres veces, y en cada una Cris devoraba una porción más grande de mi rabo. La humedad de su saliva, el calido refugio de su garganta, esa manera tan deliciosamente insana de juguetear con su lengua sobre mi glande… la chupaba, si no mejor, al menos tan bien como una profesional. Llegué a creer que era jueves. Cuando sus cabeceos se hicieron más naturales y rítmicos, ya no había necesidad de empujar su cabeza con mis manos, así que estas buscaron un nuevo objetivo en su cuerpo. Comencé a amasar, a sobar ese enorme par de tetas. Mis grandes manos apenas daban abasto. Me metí entre su camiseta negra y la piel, y como pude saqué uno de aquellos inmensos pechos al exterior. Con la escasa luz que entraba desde el bar apenas se observaba una redonda y grande areola, un pezón duro y chato, en esa colgante y pesada teta. Mientras Cris seguía aplicando toda la maestría de su boca sobre mi polla, mis manos sobaban sin fin esos pechos que tan obsesionado me tenían. Pellizcaba sus pezones, tiraba de ellos, y al hacerlo todo su cuerpo se mecía por el movimiento que nacía en sus tetas. Cris no dejaba de chupármela mientras agarraba entre sus regordetas manos el erguido mástil. Solté sus pechos para guiar su boca hacia mis cojones. Primero uno, luego el otro, finalmente los dos a la vez… Cris los acogió en su boca, los bañó con su caliente saliva, les dedicó los aleteos de su lengua…sencillamente maravilloso. Devolví la polla a su boca y ella siguió como si nada con el mismo ritmo constante y pausado. Fui moviendo su cuerpo, tratando en un gesto híper complicado sacar sus brazos por el cuello de la camiseta de varias equis y una sola ele, que vestía. Por fin lo conseguí. Cris sudaba pero no dejaba de mamar. Ya sólo quedaba librarnos de aquel enorme sostén. Ante lo complicado que se hacía soltar ese cierre con la excitación y nerviosismos del momento, opté por la calle de en medio. Un par de tirones y la ley de la gravedad hizo el resto: aquel excesivamente generoso par de melones cayó a plomo. Mis manos los levantaron, los juntaron, los apretaron, acariciaron cada centímetro, jugaron con esos pezones… Mi polla en su boca ahogaba sus gemidos, pero Cris no podía negar que aquellos manoseos la estaban calentando casi tanto como a mí toda la callada maestría de su boca. Podía haber aguantado un poco más, pero quería, necesitaba, correrme. Y sabía perfectamente dónde quería hacerlo. Cuando detuve sus cabeceos, Cris también adivinó lo que quería. Con sus manos juntó sus pechos, y el estrecho y firme canal que creció entre ambos era una invitación irrechazable. Sumergí mi polla en él, y empecé a moverme. Un golpe, dos, tres… me follaba esas tetazas mientras Cris, con la lengua fuera esperaba el momento definitivo. Hubiese seguido eternamente con esa cubana autóctona, pero la tentación de la corrida era demasiado. Masturbándome incrementé el ritmo, apreté los dientes, cerré los ojos, y golpeando la polla contra sus duros pechos, me corrí. Grité como un cerdo agonizante mientras chorros de semen chocaban violentamente contra su piel. Cuando terminé de exprimir hasta la última gota de aquel maravilloso orgasmo, el mostrador que Cris me había ofrecido con sus pechos estaba transformado en una pequeña laguna. Con sus manos acercó uno de sus pechos a su boca, y con avidez su lengua aspiró un buen goterón de leche, para luego extender el resto por su pecho, su cuello hasta darles un brillo especial. Nunca sospeché que pudiera ser tan deliciosamente guarra.
Cris se había portado y yo quería corresponderla. Me arrodillé, caí en la tentación de apretar entre mis manos aquellos maravillosos pechos al tiempo que mi boca comprobaba el sabor que la corrida había dejado sobre ellos. Seguí mi camino bajando por su cuerpo, deje de lado el sostén vuelto sobre sí, la gigantesca camiseta negra que Cristina vestía siempre y que se había quedado convertida en uno más de sus michelines alrededor de la cintura, y continué mi viaje. Con la cabeza echada hacia atrás, Cris gimió cuando sintió que separaba sus piernas. Se incorporó mínimamente, apenas lo suficiente para que de un par de tirones bajara sus ropas. Como una barrera negra y blanca a la altura de las rodillas, sus pantalones y sus bragas eran el último obstáculo. Me arrastré, me colé entre sus piernas, pasé por debajo de sus ropas, y me encontré de pronto con lo que tanto había buscado. Negro sobre rosa, ahí estaba el paraíso anhelado, ese que tanto y tanto había buscado entre las piernas de otras, ese que me hacía perderme los jueves en otros bajos fondos, tanto tiempo y dinero perdidos cuando las llaves del cielo estaban al otro lado de esas conversaciones y esas copas que tomábamos sin prisa… El pelo extrañamente liso y mojado por algo más que el sudor se le pegaba a la piel, y el coño, grande, limpio, y de un rosa chicle aparecía palpitante cuando lo abrí al separar sus piernas. Ahí estaba, a escasos centímetros de su cuerpo, exhalando mi aire caliente contra su, no menos caliente sexo. El improvisado asiento de plástico crujió cuando Cris buscó acomodo. Se echó hacia atrás hasta apoyar la espalda en la pared, y yo creí llegado el momento de dar un paso al frente. Con la lengua bien sacada, como un ariete, choqué contra su coño. Cris suspiró, gimió, y sus manos empezaron a querer buscar mi cabeza. Otro repaso con mi lengua, y su chocho seguía agitándose. Sus labios, su clítoris…, recorría con la boca todo lo que se presentaba ante mis ojos. Cuando abrí con mis dedos sus labios, el interior de su vagina se veía humeante. Se convulsionaba a apenas unos centímetros de mi cara. Una serie de profundos lametazos y Cris ya no pudo apartar sus manos de mi cabeza. Me empujaba contra su sexo una y otra vez; ¡como si aquello fuera necesario! Quería devolverle todo el placer que me había hecho sentir momentos atrás con una comida de coño que por mi podía ser eterna. Jugoso, sabroso, ese coñito paradójicamente tan estrecho parecía llevar mucho tiempo aguardando que alguien le dedicara las caricias húmedas de una lengua. Cris se deshacía lentamente sobre mi boca. Con la frente apoyada en su pubis, la nariz restregando su clítoris, la boca sellando sus labios y con la lengua explorando cada rincón de su coño, sentía como se humedecía más y más. Cuando apretó con un poco más de fuerza mi cabeza contra su sexo, supe que a ella también le llegaba el orgasmo. Sin embargo no me detuve; al contrario, reanudé con nuevos ímpetus mi labor. Mi lengua trataba de seguir recorriendo su rosado y agitado chochito cuando sentí que me bañaba en ella. Instintivamente Cris cerró las piernas, como queriendo retener entre ellas a quien le estaba regalando esa extraña y placentera sensación del orgasmo. Me vi preso entre sus celulíticos e imperfectos muslos, sin posibilidad de huida pues sus manos seguían reteniendo mi cabeza, así que seguí. Seguí comiéndome su sexo, seguí chocando mi cara contra su pubis, seguí recorriéndola por dentro, hasta que, casi inmediatamente un nuevo orgasmo siguió al anterior.
- ¿Tienes otro pantalón? - le pregunté de pronto apartando la cara de su coño.
- ¿Qué? - preguntó ella. No sé si no me oyó o no entendió el significado de aquella pregunta tan absurda en un momento tan sublime como aquel. Le repetí la pregunta, ella dijo que no con cara de extrañeza, y yo le contesté:
- Entonces quítatelo porque si no te lo voy a reventar - .
Ya llevaba un tiempo desnudándose en torpes y cansados movimientos, cuando decidí que yo también estaría más cómodo en pelotas para terminar la noche como se debía. Terminé antes que ella, le ayudé a incorporarse de aquel asiento que había terminado curvado bajo su peso, y nos quedamos frente a frente, con unos calcetines como toda vestimenta. Ella con todo su cuerpo, con esas capas de grasa que se acumulaban alrededor de su cintura, la cara colorada por el esfuerzo pese a haber estado sentada; yo con mi incipiente calva, y el pelo que crecía en partes insospechadas de mi cuerpo pegado a la piel por el sudor. Estaba claro que no éramos la pareja más guapa del mundo, y sin embargo habíamos encontrado la forma de disfrutar de nuestros extraños cuerpos entregándonos a la pasión del sexo. Pero ya bastaba de disertaciones, estábamos allá desnudos, en aquel almacén apenas iluminado y no demasiado limpio, y no era cuestión de hablar, si no de recuperar todo el placer dejado de lado durante años. La giré, ella apoyó las manos en la pared y sacó su enorme trasero. Mi polla había crecido algo durante la comida de coño, pero aún no estaba en su punto, así que mientras que con una mano recorría esa silueta que parecía escapada de un cuadro de Rubens, con la otra me pajeaba buscando estar listo. Cuando me convencí de que aquello no iba a crecer más, me coloqué a su espalda, separé ligeramente sus piernas, y se la clavé entera de un solo golpe. Ella gritó con toda su alma. Un grito seco, violento, agudo, como si la estuviesen forzando. Paré a comprobar que no me había equivocado de entrada. No, estaba en su coño, en aquel coño que llevaba demasiado tiempo esperando como para acoger de buenas a primeras y sin quejarse una acometida demasiado impetuosa como la mía. Me detuve unos instantes que a Cris debieron hacérsele eternos:
- ¿Qué pasa?, no pares, sigue… fóllame…así, fóllame… - dijo mientras trataba de volver la cabeza para mirarme. Yo cumplí sus órdenes e inmediatamente volví a empujar.
Las manos apoyadas en sus caderas, sus carnes desbordantes caían hacia delante, yo ya no paré un segundo de moverme. Sentía como su coño se agitaba al tiempo que seguía humedeciéndose. El calor y la falta de ventilación hacían que el sudor se nos pegase a la piel, la cara colorada, la respiración acompasada… pronto Cris respondía con gemidos a cada una de mis embestidas. Mis manos recorrieron su espalda hasta detenerse en los hombros. En cada empujón, en cada golpe de riñones que daba, tiraba de ella hacia atrás tratando de insertarla entera. Cris pedía más y más y yo estaba decidido a no ofrecerle tregua. El resonar de mi vientre con su culo marcaba el rítmico ir y venir de la follada. Cuando incrementé mínimamente el ritmo, Cris se corrió irremediablemente. Entre halagos a mi manera de follar en forma de insultos, sentí el cálido y dulce baño de sus flujos cubriendo mi polla. Como si aquella descarga la hubiese dejado sin fuerzas, casi cae de golpe contra la pared. La sujeté; clavé mis garras en aquellas inmensas tetas naturales, y abrazándome fuerte a su espalda, inicié la que sabía sería la tanda definitiva. Arrítmicos, sólo unos cuantos empujones secos y violentos que la hacían gritar más y más alto cada vez que mi polla barrenaba un coño que después de la última corrida parecía haberse secado de golpe. Sentía todo mi cuerpo en tensión, mis músculos duros contrastaban con la flacidez de sus carnes, el calor en la cara, la boca seca, y ese placentero dolor de una polla a punto de eyacular. Apreté los dientes, y tras unos cuantos empujones más, dejé que mi rabo reventara al compás de sus gritos.
Solo paré cuando no quedó una gota de leche en mis cojones secos y arrugados como pasas. Presa del cansancio Cris se inclinó hacia delante tratando de recuperar el resuello. En esa postura, de su coño comenzó a emanar, lentamente, la mezcla de nuestras respectivas corridas que mi mano se encargó enseguida de esparcir por su enrojecido chocho, por su carnoso culazo, por su contraído ano… En aquel preciso instante, saboreando la sucia mezcla de semen, flujos y sudor que bañaba mis dedos, me juré que, si Cris consentía que nuestros encuentros en el bar a medianoche acabasen en forma de sexo, iba a desvirgar ese agujerito trasero que tan tímido se mostraba al rondar de mis dedos.