San Jerónimo
Relato basado en la vida del santo, que nos explica por qué debemos evitar las insolaciones... y también el celibato.
Quemado por el calor de un Sol tan despiadado que asusta hasta a los monjes que allá viven... En aquel exilio y prisión a los que, por temor al infierno, yo me condené voluntariamente, sin más compañía que la de los escorpiones y las bestias salvajes, muchas veces me imaginé que contemplaba las danzas de las bailarinas romanas, como si hubiese estado frente a ellas. Tenía el rostro escuálido por el ayuno y, sin embargo, mi voluntad sentía los ataques del deseo.
Palabras de San Jerónimo a San Eustaquio
Cuando el Sol alcanza el punto más alto del firmamento y se yergue poderoso y orgulloso de sus dominios como señor del desierto, no hay criatura o alimaña que no se humille y que no se apresure a ocultarse de su implacable mirada. Entonces incluso el escorpión y la serpiente buscan una piedra o un agujero en que ocultarse.
Pero él no era una criatura cualquiera. Se sabía muy por encima de las alimañas y de las bestias, así como también de los hombres. No se refugiaba del Sol del desierto sirio, sino que le desafiaba ignorándolo y centrando su atención en la meditación. Algunos dirían que era un demente pero él era un asceta, un místico, un hombre que ha llegado más allá de los sentidos, también del sentido común, y que hace cosas que a los demás mortales les parecen extrañas. ¡Pobres de ellos! ¡No han alcanzado el verdadero conocimiento que trasciende la realidad que vemos!
Jerónimo oraba de rodillas. Hilos de sudor caían por su sien a pesar del trapo que se había liado a la cabeza para protegerla algo. No importaba el calor: se sentía cerca de Dios en aquella silenciosa soledad, porque el místico rehuye la ruidosa civilización y busca el silencio de los desiertos, aguardando a que Dios se digne a hablarle...
Entonces el vulgar sonido de sus tripas interrumpió sus meditaciones.
¡Qué miserable y obsceno era su cuerpo! ¡Él buscaba la salvación y la palabra de Dios, y su vientre le recordaba que tenía hambre! Sonrió para sí con desprecio, por el modo tan vulgar en que nuestro cuerpo nos ata a este mundo. Pero movió luego la nariz, sorprendido por el agradable olor que le llegaba. Quizás se tratara de algún arbusto aromático del desierto, pero era un aroma penetrante y delicioso que se infiltraba por su nariz. Fuera esto o su imaginación, Jerónimo contempló con los ojos cerrados todo tipo de manjares desfilar ante él. La aristocracia romana siempre buscaba platos más exóticos y selectos. ¡Era tan vulgar! ¡Y tan obscena! Las bandejas llegaban a él, conteniendo carnes salseadas y especiadas, traídas por hermosas esclavas que, completamente desnudas, escanciaban el vino en su copa y le provocaban para que no se conformara con mirarlas...
Sobresaltado, Jerónimo abrió los ojos. Había sido su imaginación pero sus tripas seguían protestando y el olorcillo no abandonaba sus fosas nasales; tampoco el recuerdo de las insinuantes esclavas. Se sintió tan furioso que se echó de rodillas al suelo y comió hierbas secas, sin importarle que se mezclaran con la arenosa tierra. Las piedrecillas crujían desagradablemente entre sus dientes, pero él se creyó a salvo de la tentación.
Evidentemente, no tardaron en llegar las nauseas, y devolvió el revuelto de hierbas y tierra al suelo entre horrorosas arcadas. Agotado, se dejó dormir, apoyando la cabeza en una piedra más o menos plana, y pasaron las horas del día y el Sol se ocultó. Ido el Sol, llegó el momento de que la serpiente y el escorpión abandonaran sus escondrijos. También se atrevió a salir de su madriguera un conejo. Se movía tímidamente y contempló con sus negros ojos el espectáculo más incomprensible, pues en verdad era extraordinaria aquella criatura barbuda que se revolvía en sueños.
Jerónimo soñó con Roma, la ciudad magnífica. Soñó con su munificencia y sus edificios, con sus gentes orgullosas. También con sus amigos: intelectuales cínicos y hedonistas que vivían en el pecado y que no habían comprendido cuán superior es la vida del asceta que se ha liberado de la atadura y la perdición de los placeres.
Él estaba ahora por encima de todo esto y sus amigos seguían viviendo allá para sus alegres y banales orgías. Los veía sonriendo alegres y pueriles, mientras comían carnes y pescados salseados con caras especias. ¡Qué zafios eran! ¡Y pensar que el había sido uno de ellos! Pero lo cierto es que se veían tan felices... Por un momento envidió sus sonrisas: ¿cuánto hacía que él no era capaz de sonreír?
Despertó y encontró que estaba solo, completamente solo en ese desierto. Sufrió tristeza y envidia por esos perdidos. Deseó la compañía de un amigo y también la de una mujer que le envolviese con sus brazos y...
- ¡NO! gritó, y el asustado conejo se escondió en su madriguera. ¡Qué débil era y cuánto habría de mortificarse todavía para ser un hombre libre! ¡Cómo sabía el demonio tentarle con sus mentiras!
Y es que no había mayor enemigo del hombre que la mujer. Ella le traía a este valle de lágrimas y ella le perdía luego en el pecado, arrebatándole la salvación y la vida eterna. La mujer simbolizaba lo terrenal y lo terrenal es lo impuro, lo que perece y es por tanto inferior e inmundo. Por esto, la mujer es impura por naturaleza. ¡Y qué vanas eran todas ellas! Reían aún más que los hombres, como si este mundo fuera risa, y también lloraban más, porque eran débiles e histéricas. Carecían del equilibrio del asceta.
- Ja, ja, ja.
Sobresaltado, Jerónimo oyó la risa de una voz alegre y cantarina, la voz inconfundible de una mujer. Pero no era posible. Estaba solo.
- Querido Jerónimo, estoy detrás de ti.
Se volvió y allí estaba, sentada en una piedra y sonriéndole. Era una mujer muy hermosa, a la que había conocido en Roma. Una aristocrática dama que se le insinuaba con una sonrisa.
Cuando se hubo sobrepuesto de la sorpresa, le preguntó:
¿Por qué te ríes?
Me río de ti, mi amado Jerónimo, porque piensas cosas sin sentido, porque sufres sin razón y yo podría hacer que dejases de ser infeliz. Yo podría apretarme contra tu cuerpo y dejarías de estar solo...
¡Calla, necia! Dime: ¿de qué te servirá tu belleza cuando te encuentres ante Él en el día del juicio? ¿De qué te servirán tu piel nívea y suave, tu largo cuello adornado de banales collares, las piernas largas y hermosas, tus pechos suaves de rosados pezones...?
Aquí se interrumpió porque ella había empezado a desprenderse de su túnica mientras él enumeraba sus encantos sin darse cuenta de lo que hacía. Ella no se movía pero la túnica parecía resbalar por sí sola por sus hombros. El asceta perdió la voz viendo los pezones que, encantadoramente rosados, apuntaban a él, y no dijo nada del gracioso ombligo que había en su vientre terso, de las nalgas duras y redondeadas ni del sexo sin vello entre sus piernas...
Quizás esas cosas sean agradables y sirvan para gustarte y para muchas otras cosas que podría darte si acercases tus manos y cogieses mis tetas con ellas y acariciases luego todo mi ansioso cuerpo... le insinuó ella.
¡Calla, estúpida mujer! Nada de eso te servirá para la otra vida.
¿Y no puede ser que éste sea el mejor camino para ese cielo que buscas? ¿Acaso has visto ese mundo del que hablas y no conoces? He aquí una entrada al paraíso que sí has visto y atravesado muchas veces... Es mucho más sencilla. Y deslizó la mano derecha por el canal que formaban sus pechos y el vientre, hasta que acabó en su sexo. Acarició el interior de sus muslos y los dedos fueron hasta la puerta del paraíso. Se acarició los labios del sexo y los dedos entraron...
¿Por qué no entras tú también? Tienes algo mucho mejor que los dedos. ¡Llévame al paraíso contigo!
¡NO! ¡JAMÁS! ¡ALÉJATE DE MÍ, PUTA!
La mujer desapareció pero el tentado Jerónimo se sintió vació. Él era débil todavía y no podía resistir estas tentaciones. Cerró los ojos y sintió el sufrimiento de la soledad, de la duda de si ése no sería el mejor camino. Ahora deseó una copa de vino.
Y, así de sencillo, encontró que tenía una copa en la mano, llena de vino. Se la llevó a los labios y bebió. Era un caldo delicioso. Se sintió mucho mejor entonces. ¿Pero cómo era posible?
Delante de él había una muchacha y fue ella quien volvió a llenar su copa, sin que tuviera que pedírselo. Era una esclava gala que recordaba de sus tiempos en Roma y no dijo nada, pero se tornó tan pálido su rostro como la piel de la hermosa esclava. Recordó que había acariciado y pellizcado esos pezones que se le ofrecían, pues ella estaba desnuda y sólo se cubría el sexo con una estrecha tira de lino blanca, como en aquella ocasión. A su lado, otra esclava sujetaba también una tinaja de vino pero la piel de la egipcia era oscuro y las trenzas de su pelo tan negras como los ojos sensuales. Los pechos estaban no menos erguidos que los de su compañera y los pezones eran pardos. También cubríase apenas con una tira de lino.
¿Quieres más vino? le ofreció la gala, con una sugerente sonrisa.
¡No! se apresuró a decir él, pero el color abandonó el rostro de Jerónimo cuando la egipcia derramó el contenido de su tinaja sobre los pechos de su compañera. Las dos rieron viendo cómo las tetas pálidas de ésta adquirían el matiz dulce y rosado del vino.
Estaba espantado por sus impúdicas carcajadas, cada vez mayores mientras se escanciaban más y más vino la una en el cuerpo de la otra, como si el vino de las tinajas no se acabara jamás resbalando desde las tetas hasta los tobillos. La música que oyó entonces no le tranquilizó... ¡Música! Surgidas de la nada, había ahora más esclavas y tocaban flautas y cantaban todas las cosas lascivas que deseaban hacer con un hombre. También se ayudaban con los sistros para marcar el compás de las desnudas bailarinas y éstas se movían ágiles y graciosas. Allí donde mirase, había una cadera retorciéndose ante él, unos tobillos inquietos, un vientre terso que se doblaba o unos pechos agitándose libres y desnudos.
Igualmente vio a mujeres que él había conocido, damas casadas algunas, y ellas también se desnudaban. Había tenido sexo con algunas en su juventud, cuando era un joven muy alegre. Y vio a sus mejores amigos de entonces: Fabio follaba a una esclava que estaba echada sobre el suelo y a gatas.
- ¡Jerónimo, tómala tú también, por los viejos tiempos! le dijo, y palmoteó las nalgas de la muchacha, que gemía suavemente y sosteniéndose apenas.
Pero su amigo rechazó la generosa oferta de un culo tan delicioso y retrocedió espantado. Quiso escapar pero unos brazos joviales tiraron de los sucios harapos con que se cubría y se los arrebataron ¡Qué horror sintió entonces mientras las impúdicas reían! Él las perseguía, desnudo, para recuperar los harapos y ellas se los pasaban unas a otras y sin dejar de reír. ¡Qué despiadadas eran!
Jerónimo empezó a llorar y aquellas muchachas no dejaban de insinuársele. Notaba su pene levantándose, por mucho que no lo quisiera, y trataba de evitar la erección con las manos, pero no podía porque estaba muy duro... ¡Cómo reían ellas viéndole intentarlo!
- ¡Jerónimo, ayúdanos! Fóllanos a todas o no te dejaremos. ¿No quieres? ¡Entonces nos divertiremos sin ti!
Y dicho esto, empezaron a abrazarse y besarse entre ellas... Jerónimo las miró espantado, con los ojos abiertos por el horror.
- ¡No hagáis eso! ¡Es contra natura ! les decía, y las iba separando como podía. Pero en cuanto había separado a dos amorosas muchachas, ellas volvían a formar enseguida parejas o tríos para seguir besándose y dándose entre ellas lo que Jerónimo no quería darles.
Desesperado de intentarlo, Jerónimo se cubrió los ojos para no verlo y sufrió notando como aquel maldito pene suyo seguía duro...
Pero si creía que con cubrirse los ojos estaría a salvo, estaba muy equivocado. Unos labios suaves besaron el capullo de su polla y él sintió una oleada de placer que se tornó en angustia. Abrió los ojos y vio a la que había sido la esposa de un senador comiéndosela. Se echó atrás casi de un saltó y empezó a sentir como todas aquellas mujeres iban ahora tras él, acosándole. Trataba de espantarlas pero no podía porque eran muchas y echaban sus labios sobre sus piernas, sus brazos, su polla... Las apartaba con rabia a manotazos.
- ¡Furcias! gritó, y se echó a correr.
Ellas le siguieron y era un espectáculo digno de verse ver a aquella multitud de mujeres desnudas y hermosas persiguiendo a ese hombre avejentado y flacucho. Se abrazaban a sus piernas para que no corriese más y le besaban y acariciaban con manos y lenguas, pero él sacaba fuerzas de la desesperación.
- ¡Impúdicas zorras! ¡Putas! ¡Rameras! ¡Dejadme: no me quitaréis la vida eterna! chillaba como poseído.
La verdad es que los ojos negros y asustados del simpático conejo sólo veían a un hombre desnudo que corría y decía cosas extrañas mientras pataleaba y manoteaba al aire.
Jerónimo se sintió enloquecer. Deseó dejar que ellas le envolviesen y le atasen con sus brazos, que besasen su cuerpo y le saciasen... Era débil y Dios no le proporcionaba ninguna ayuda, ninguna.
Pero entonces, como si Dios se hubiera apiadado de él, encontró la solución. Vio un gran matorral de zarzas y corrió hacia allí, tomó impulso y se abalanzó sobre él...
- ¡AHHHH! El aullido que soltó fue espeluznante. Se oyó en todo el desierto y el conejo volvió a ocultarse, como también voló una lechuza y se escondieron todas las otras criaturas del desierto. Jerónimo se retorcía entre las zarzas y aquí y allá aparecían marcas rojas donde las espinas se clavaban cruelmente, haciéndole sangrar. Le hirieron en el pecho, en la espalda y en las extremidades, y gimió y lloró como los mártires que agonizaban bajo la tortura.
Al fin escapó de las zarzas. Siguió retorciéndose en el suelo y aullando de dolor, pero todas las visiones habían desaparecido. Las impúdicas mujerzuelas ya no estaban. El dolor fue calmando poco a poco y entonces sintió la paz. Se sonrió ligeramente porque había salvado su alma y se sintió victorioso. Pero luego se sintió solo y le vencieron pensamientos muy amargos. Nadie pudo oírle llorar en esa noche en que ganó la santidad pero perdió definitivamente la cordura y la capacidad de sonreír.
Agradeceré vuestros comentarios y críticas.
Un saludo cordial. Solharis.