Salvaje
Saltó del coche impaciente como una fiera que hubiera permanecido demasiado tiempo encerrada. El viento jugo con su pelo prisionero hasta que ella lo libero. Mientras yo la observaba derrochar esa energía que no podía dejar de admirar, corriendo de un lado a otro. Abría sus brazos y dejaba que el viento, como un amante invisible, bailara con ella.
SALVAJE
Saltó del coche impaciente como una fiera que hubiera permanecido demasiado tiempo encerrada. El viento jugo con su pelo prisionero hasta que ella lo libero. Mientras yo la observaba derrochar esa energía que no podía dejar de admirar, corriendo de un lado a otro. Abría sus brazos y dejaba que el viento, como un amante invisible, bailara con ella.
Se detuvo bruscamente, de espaldas a mí, a una docena de pasos. Me pregunto si creía que alguien podría vernos. Ignoro, supongo, mi positiva respuesta. Pues al girarse el viento jugaba con su abierta camisa. Y acariciaba sus pechos, todavía contenidos en el negro y sexy sujetador.
Yo apenas si podía intentar ignorar el excitante espectáculo mientras intentaba convertir la trasera del coche en un lugar minimamente despejado y cómodo. Cuando me volví estaba mucho más cerca y yo, aturdido, apenas si pude proponerle una partida de cartas. Las jugadas se sucedieron con rapidez mientras mi ropa y, mas rauda, la suya desaparecía.
En algún momento las cartas dejaron de importar. Su languidez abandono el desnudo cuerpo. Con furia salvaje buscaba sus anhelos y se defendía de mi pasión. Intentaba por todos los medios proporcionarme un placer que yo me negaba. Y se negaba a recibirlo de mí sin esa condición. Nuestra "pelea" se prolongo mientras yo, hipnotizado, me perdía en el brillo de sus ojos.
Al fin accedió a mí suplica y comprendió que aquello que ansiaba darme yo no podía recibirlo de mujer alguna. Lentamente sus antes felinos músculos se relajaron mientras mis besos encontraban nuevos lugares donde complacerla. Mis manos, que yo creía inútiles tras tanto tiempo inactivas, se adentraron en sus secretos.
El tiempo transcurrió veloz para ella. Llego el momento en el que, sacándome de mi error, confeso no poder más. El placer que reflejaba su rostro compensaba cada gota de sudor que perlaba el mío. Y, a pesar del calor, no pude si no concederle la victoria y tenderme entre sus brazos. Apoyando mi cabeza en los senos, ahora desnudos, que habían provocado esto.