Saciada por garrulos (Fin) Amor de perra

Seguía retorciéndose aún con secuelas de placer tras cada estrujón de coñito y cuando tuve la toalla empapada como el pañal de un bebé se la pasé al taxista para que la oliera, pajeara encima o hiciera lo que le viniera en gana.

Yo trabajaba para sus padres por aquel entonces. La chica, Verònica Flaquer, había contactado con ellos desde Cabra de Cinca, un pueblo cercano a Fraga, pero habían pasado tres meses y nada sabían de ella. Tenía diecinueve años, buen cuerpo y buenas intenciones, alocadas según el parecer de sus papás; pero ¿quién no lo las tiene a esa edad? Llegué a Cabra y me di una vuelta para ver con que personajes Verónica lidió antes de desaparecer, y pensé que un lugar donde los viejos se rascaban los huevos tras el bolsillo del pantalón observando el culo de las mulas no era buen lugar para una chica. Bloc de notas de un investigador privado. Ariel Carbó.**

Cuando mostré su foto recibí nula colaboración como es habitual, hasta que la tendera se apiadó de mí tras llevarme al cuartito de las escobas, vaciarme en su coño y comprarle ocho latas de sardinas caducadas. Viuda y necesitada, me pareció justo. Según su información, Verònica había trabajado para un solterón llamado Blas Raculé residente en las cercanías.

Lo encontré sentado en la terraza del bar. No era joven, y definirlo como guapo no sería justo para George Clooney, aunque sí para el garrulo de Bruce Willis. Un palillo colgaba mustio de su boca cuando me dirigí a él, pero ese mismo palillo apuntaba al aire cuando miraba a una chica, y tal discriminación me deprimió bastante a pesar de ser yo un profesional. Ya conocía a esos tipos capaces de mojarles las bragas hasta el dobladillo a las mujeres con sólo mirarlas; pero a mí no me empapó porque no soy mujer ni llevo bragas, aunque percibí su tosco encanto.

Blas admitió que Verònica había trabajado para él, pero no concretó en que tipo de labores. Su expresión melancólica y el palillo, de nuevo alicaído, me hizo sospechar que su relación no había sido estrictamente laboral y lo anoté sutilmente en mi bloc dibujando dos corazoncitos y una oliva de anchoa atravesados por un palillo.

Después de cinco cafés, seis cazallas y cuatro raciones de callos ardientes como el infierno por cabeza, se derrumbó y me contó que Verònica había regresado a Barcelona tras culpabilizarle de la espiral de sexo garrulo compulsivo en la que se sentía atrapada y de prometerle que seguiría el camino de Adelina, la hermana puta de Blas. No creo que se deba culpar de nuestras adicciones a los demás, por lo que en ese instante me sentí solidario con Blas y no con Verònica. Llegados a ese punto, mis calzoncillos estaban empapados de igual modo que las bragas de esas mujeres que seducía el garrulo pues el picante de los callos me hacía sudar, el estómago me ardía y tenía los nervios a flor de piel por culpa del café.

Pagué y me llevé la cuenta para cargársela a los padres de Verònica. Por la noche ya estaba en Barcelona de vuelta. Rendido, cené las sardinas de la tendera y me fui a dormir porque los investigadores privados somos gente seria y con horarios, y no crápulas trasnochadores como la mayoría cree.

Sólo tenía que buscar entre los cuatro millones que poblaban el área metropolitana y, aunque no era nada comparado con los de Buenos Aires o los de México D.F., no quise pecar de sobrado barriéndola de mar a montaña por lo que optimicé recursos centrándome en el perfil de Verònica. Era joven, guapa, atrapada en una espiral de sexo garrulo y, por si fuera poco, tenía que satisfacer sus necesidades más básicas: comer y dormir. Beber y lavarse era un aspecto secundario pues quedaban las fuentes públicas. Aunque ella se lo pasara rico, pintaba feo para sus papás.

Pensé en hacerle una visita a la señora Rius, una madame con ínfulas que se anunciaba en las páginas cochinas de los periódicos, y que llamaba “hacer señores” a lo que, de Sant Antoni hacia abajo, llamábamos “hacer chapas”. Sabía que la especialidad de tan exquisito burdel eran los maduros pijos, pero vistos los gustos de Verònica Flaquer, opté por situarla en la zona de las chapas y no en la zona señorial de la tal Rius.

Desayuné tostadas con plátano pues quería prevenir. Realizar labor de campo con el vientre flojo es un incordio y me compré dos bolsas de carquinyolis, mucho más natural que el Fortasec, un popular astringente para evitar apretones . Sobre la una ya me había comido una bolsa y recorrido todo el Distrito V, pero ni mis ojos empañados de lágrimas ni la foto de mi falsa hija Verònica impresionaron a nadie. Al cabo de tres horas ya me había metido por completo en el papel y, a pesar de que me esforzaba en mantener la cabeza fría, Verònica sacaba lo más incómodo de mí: el instinto protector. Para evitar esa molesta situación pensaba mi tortuga Calixta, descalcificada por culpa del poco sol que gozaba en mi balcón con vistas a los lavaderos del patio interior.

Sobre las cinco y, tras un breve descanso en una plaza donde unos niños me ofrecieron indicios falsos a cambio de chuches, empecé de nuevo el mismo recorrido pues el turno de las putas cambiaba sobre esa hora. Hacía meses que no acudía a la zona como cliente ni como profesional, y la mercancía se había deteriorado hasta límites insospechados. A pesar de que mi cerebro era consciente de tanta degradación moral y física, mi vigor de soltero maduro me empujaba a revolcarme en ella de vez en cuando. Cuando doblé por la calle Cadena, mi erección ya era un incordio por lo que decidí refrescarme en el primer bar. Entre la barra y un banco de pared había un corredor de furcias reclamando mi atención, pero yo me deslicé entre ellas avisando:

-Reinas, no perdáis el tiempo conmigo, tengo sífilis.

No por ello deje de darles un repaso visual en busca de la muñeca perdida. Entré en el baño, y aspiré hondo con la esperanza de que la pestilencia barriera mi deseo. Me chorreé agua de grifo por la cara y cabeza varias veces. Me sacudí y después me peiné con los dedos, gran error pues el olor a pelo mojado me enciende y, por si fuera poco, tengo un punto narcisista que me hace sucumbir a mi mismo cuando me miro en el espejo. Pero ya no había vuelta atrás.

Saqué la foto de la cartera y busqué un chicle madurado en la suela del zapato. La pegué en el espejo con su ayuda, bajé la cremallera y me la saqué tirando para arriba hasta ventilar los huevos. «Esto es para centrarte en el trabajo -es lo que me decía mi mismo-, si quisieras gozar ya estarías montando algún culo en el piso de arriba». Le ceñí la mano, empecé a meneármela y la escupí rabioso por la esclavitud a la que me tenía sometido. Me estrujé los huevos con la otra y me sentí remontar sin demora, escuchando los cloqueos de las putas al otro lado de la puerta. Subía y bajaba con frenesí deseándole lo mejor a esa muñeca rota de la foto, pero sin que ello implicara no follármela algún día. La vara de carne ya mostraba su color más insolente, ese color granate previo a soltar con rabia los merecidos trallazos de lefa. La escupí de nuevo y la insulté y ella me respondió de igual modo levantándome a mí de paso y dejándome de puntillas con los cojones apretados contra el canto de la pila. Me amorré a Verònica y le di un beso largo mientras me corría estrujando mantequilla en mi puño. Para ser que no gozaba, fue de muerte para los parámetros de paja. Dejé que el agua corriera y soplé la foto que ya iba camino de ser calcomanía con tanto morreo clandestino. Me la guardé tras la bragueta (la verga) esperando se mostrara más sensata tras el castigo recibido y pensando en que tenía que casarme y acabar con ese vicio de una vez por todas.

Salí por el mismo pasillo de carne, laca y perfume barato, esta vez entre el silencioso rencor que generan los pajilleros mirones entre las furcias.

Torcí por Sant Rafael y me puse a comer más carquinyolis para matar el gusanillo mientras repasaba el material hasta que una enjuta cuarentona me llamó:

-Si quieres comerte el carquinyoli tú sólo, haberte quedado en casa. Ven para acá, rey, y así lo mojamos juntos.

Parecía simpática y colaboradora, y me acerqué. Le mostré la foto de Verònica mientras intentaba preguntar por ella, pero un pegote de almendra me dificultó la dicción.

-La he visto... ¿quién es? -preguntó curiosa-. Encima de tonto, mudo.

-Mi hija -mentí para enternecerle el corazón tras deshacerme del pegote que me atragantaba.

-Pues qué suerte. A su edad me llevaba la merienda a clase yo solita. Te lo diré pero...

-¿Pero...? -pregunté llevándome la mano a la cartera. Podía ser un farol perfectamente y que no tuviera ni puñetera idea de donde estaba la niña casquivana-. Te pagaré si me llevas.

-Cobro por adelantado -soltó abandonando su faceta dicharachera.

Le daba igual hablar que enmudecer si la motivaban lo suficiente. Me tuvo pillado por los huevos con su mutismo hasta colmar su avaricia. La mujer no tenía entrañas y hay que ver lo que da de sí el desespero de un padre.

-A las seis y media acostumbra a echar la caña entre Escudellers y Rambles -dijo tras sangrarme al completo e insertar mi pasta entre sus tetas.

-Ahora me acompañarás para confirmarlo -le dije tomándola del brazo.

-¡HIJO DE PUTA! -se puso a gritar contra su colectivo y contra mí- ¡NO ME TOQUEEEEES... ESE CABRÓN ME ESTÁ PEGANDO... AUXILIOOOO...!

Diez minutos más tarde, yo resollaba al otro lado de Rambles apoyado contra una pared, esputando de puro agotamiento. Había esquivado a los macarras a pesar de mis años y de la bronquitis crónica secuela del tabaco. Me dispuse a ver si valía la pena lo invertido y me dirigí hacia Escudellers.

Esperé hasta las siete y ya me disponía a largarme cuando apareció. Agradecí el pajote previo y la carrera asfixiante para así mantenerme en mi sitio pues su cuerpo reclamaba la erección de los machotes de la zona. Había cumplido mi cometido y me saqué la cámara del macuto para hacerle unas fotos. Ya sólo quedaba llamar a sus padres para darles la triste noticia, pero no me sentía satisfecho en absoluto. Tras cerrar el trato, cualquier cabrón se largaría con ella ante mis narices y... ¿quería yo que eso ocurriera? Le entré tranquilo aunque por dentro sentía congoja:

-Me llamó Ariel Carbó, ¿puedo invitarte?

Me miró raro, supuse que porque nadie le entraba tan educadamente, y sentí una súbita ternura, superior a la que sentía por mi Calixta. No era más que una niña grande jugando con fuego. Los ojos se me fueron a los brazos buscando huellas y me tranquilicé al no encontrar agujeros.

-Joder..., joder... -murmuró súbitamente con una mueca de contrariedad y poniendo los ojos en blanco en señal de resignación- Te mandan mis padres, ¿a que sí?

-Chica lista. ¿Algún problema? -respondí preguntándome si es que lo llevaba escrito en al cara, igual que dicen llevarlo las putas o los policías.

-Eso es. Lo llevas escrito -me dijo como si leyera mis pensamientos-. Eres el poli bueno que busca chicas malas para enderezar su conducta.

Se resignó como los condenados a muerte ante el cadalso y buscamos un bar. Tras pedir los cafés, me metí en ese papel de poli bueno que me había asignado sin perder el tiempo aclarándole que no es lo mismo investigador privado que policía. De todas formas, pensar que era poli me ponía caliente y me imaginé levantándole la falda y bajándole las bragas para darle una zurra como a una niña mala. ¿Era así como Verònica imaginaba a los polis buenos?

-Tus padres...

-Mis padres no tienen ni puñetera idea de quien soy. Si la tuvieran no hubieran buscado un tipo como tú para encontrarme.

Capté el mensaje y me sentí alagado. Tenía razón. No sabían que a su hija le ponían perra los tipos maduros de aspecto garrulo como yo, pero no por ello tenía que excluirles de su vida. Los dos fumábamos y nuestros dedos se encontraban en el cenicero algunas veces.

-No estoy aquí para juzgarte, Verònica -retomé- sólo me gustaría verle el sentido a lo que haces. Puede que para ti lo tenga y quizá, si me lo revelaras, me harías más libre de pensamiento, y quizá también ayudaría a tus padres.

-No te comas el coco -célebre frase de la época-. Soy una puta y punto. Me gusta chingar con viejos como tú o mayores. Sólo se puede ser una buena puta si te gustan los tipos maduros y no se puede...

Yo había alargado el dedo para sellarle la boca y le dije aprovechando su silencio modosito y reverente, prueba de los buenos colegios que había frecuentado:

-No seas ridícula. ¿Quién te dijo eso? ¿Tu chulo? ¿La madame? Ser puta no tiene nada que ver con eso, es demasiado serio para que una tonta pija como tú haga de ello su filosofía de vida, la gente con la que compites está demasiado pillada para poder elegir y te aseguro que saldrían corriendo si pudieran. Yo te diré porque estás aquí. Estás aquí para vengarte del mundo en general, ese mundo imperfecto que has heredado; y de Blas en particular.

-¿Y qué si es así? -contestó con la voz temblando de rabia y los ojos empañados.

-¿Qué pasó?

-Me echó de su casa. Me llamó puta y me dijo que no quería volver a verme.

Siempre hay más de una versión de los hechos y la de Blas no coincidía con la suya. Seguía siendo una cría consentida en pleno berrinche. Pidió otro café y yo respiré tranquilo. No iba a largarse hasta que se lo tomara y de momento estaba muy caliente.

-Blas quería ampliar la casa y llamó a unos albañiles, eran amigos suyos del pueblo. Me dijo que no les faltara de nada mientras él estuviera fuera.

-Y tú te lo tomaste al pie de la letra.

-¿Y qué si lo hice?

No íbamos a ningún sitio o puede que sí. Quería darle tiempo a que reflexionara, sacarla esta noche de la calle al menos. Quería follármela a la vez que protegerla de hombres con las mismas intenciones que yo, gran contradicción que me hacía extrañar a Calixta con la que todo eran certezas y facturas de veterinario. Pedí unas tapas pensando que así cenaríamos sin parecerlo. Mientras comíamos hablábamos menos, pero pensábamos más y mi pensamiento era obsesivo y pedía expresarse aunque fuera con la boca llena:

-Quiero follar contigo; como cliente, evidentemente.

Su mandíbula se detuvo y sus ojos se clavaron en mí con sorpresa, decepcionada quizás de ver a su poli bueno convertirse en otro cabrón garrulo.

-¿Ocurre algo?

-¿Eso es ser profesional? Eres como todos, bueno, peor. Al menos los otros no engañan, van de cara.

-¿Tú crees? Podía haber pasado de ti y, tras cobrarle a tu padre, irme a cenar y luego, de putas. Si algo le sobra a esa ciudad son putas. ¿Quieres ser como ellas? Perfecto. Pero aclárate de una vez, y así sabré con quien trato.

Se estableció un silencio largo y sin salida, por lo que le dije finalmente tras pedir la cuenta:

-Yo me voy. La oferta sigue en pie. Tú sabrás.

Pagué, salimos a la calle y ella me siguió como una perrita, por lo que interpreté que habíamos cerrado el trato. Paré un taxi y partimos. En la segunda bocacalle sentí su aliento en mi oreja y un susurró que me erizó el vello desde el cogote hasta la ingle.

-Ayúdame, por favor... -susurró acariciando mi mejilla sin afeitar.

No sabía a quien pedía ayuda, si al poli o al putero, y en la confusión me dejé llevar por el segundo. Le mordí la boca hasta convertir sus labios en un barrizal color rojo cera y le metí la lengua hasta que tuvo que contener las arcadas. Le bajé el precario vestido sin tirantes hasta que sus tetas desbordaron y deslicé mi lengua por su cuello bajando hasta los pezones que eran ya dos caramelos rosados pidiendo ser chupados y relamidos. Me amorré a ellos con fruición y pronto el rojo de sus labios se extendía obscenamente por sus tetas.

-Aaaayyyy... cómo rascas... qué gusto... -murmuró echando en valor aquello que ninguna mujer hasta el momento había apreciado. Era una auténtica adicta a los sucios groseros, estaba claro.

El taxista me pasó una toalla -que detalle, pensé- y la extendí sobre el asiento bajo el culo de Verònica recreándome en ese acto protector, pues se trataba de los flujos del placer y no de los fluidos incontinentes de la tercera edad de los que la tapicería se debía preservar. Me di cuenta del porqué de tantas atenciones: El cabrón ajustaba el retrovisor para tenernos en su punto de mira. No quería ser tan malo, pero la situación me podía y le alcé las piernas a Verónica, los pies sobre sendos respaldos y así viera su coño partirse por mis dedos. Ceñí de nuevo mis dientes a sus pezones mientras me trabajaba su lujuria

La muy zorra gemía y sollozaba mientras mi mano se empapaba de flujos, pero mi verga seguía atrapada en la bragueta tirando del pantalón y presionándome los huevos en su base. ¿Que tipo de puta era? Eso me puso más rabioso y empecé a tirar de sus pezones hasta convertirlos en chicles mascados mientras trazaba vigorosos círculos en su clítoris. Se arqueó pasmada de gusto y me chorreó la mano para acabar finalmente derrumbándose en mis brazos entre sollozos y aspavientos.

Llegamos a casa cuando Verónica destilaba sus últimos flujos de placentera agonía. Tras pagar, le levanté la piernas de nuevo y le arrimé la toalla para secarle bien la humedad y no fuera el cabrón mirón a cobrarme los desperfectos. Seguía retorciéndose aún con secuelas de placer tras cada estrujón de coñito y cuando tuve la toalla empapada como el pañal de un bebé se la pasé al taxista para que la oliera, pajeara encima o hiciera lo que le viniera en gana. Le subí las bragas y se las ceñí donde correspondía.

Su corrida la había dejado floja al contrario que a mí. La ayudé a salir y ella se apoyó en mi hombro, agradecida. Su pelo me cosquilleaba la oreja y olía a esos champús caros que una puta de Escudellers nunca usaría. Confirmaba que mi proyecto de sacarla de ese lugar era sensato y me sentí mucho mejor, con ganas de reinsertarla en la sociedad, por todas las vías posibles y cuantas veces hiciera falta.

Estaba borracha de gusto y comprendí lo que me había dicho Blas y lo de su adicción al sexo garrulo. Cuando llegamos a la puerta, su cuerpo era de nuevo el abrazo del pulpo y las llaves me cayeron al suelo un par de veces. Cierto que mis manos temblaban y me jodía ver que a ese paso iba a correrme en los pantalones. Abrí la puerta de ascensor y la metí dentro. Quizá hubiera que sedarla y no se me ocurrió otro método que el inyectable cárnico.

El ascensor era una de esas pajareras antiguas con un banquillo para sentarse. Ese día capte las posibilidades de ese absurdo complemento pues, tras arrancarle las bragas, le alcé el pie para abrirle la vía y depositarlo en el banquillo para metérsela más a gusto. Empujé hacía arriba mientras daba las gracias por ese pajote en la trastienda de las putas o me hubiera corrido al segundo pues aquello era el cielo de húmedo y calentito que estaba. Se puso a gemir como loca y yo le enterré las bragas en la boca para que mordiera, hacerle más soportable el trance y así no despertar a los vecinos.

Seguí reiterando en las embestidas para ver si alguno de los dos alcanzaba el sosiego merecido. Metí y saqué en esa delicia cuando ya el ascensor llegaba al sexto donde estaba mi tugurio. Tenía su cabeza atrapada entre mis morros y la jaula, sin importarme si sus gruñidos eran de dolor o gusto, sólo con ese placer inmenso de mis mocosas frotándose contra las suyas. Debía ser gusto porque ya tenía sus tacones clavados en mi espalda y chorreaba de nuevo en mis pantalones. La sacudía cada vez más duro y el ascensor gruñía por falta de aceite o por sentir el mismo placer que nosotros.

Pero la postura me impedía mostrarle todo mi afecto y empuje. Salí del ascensor como Tarzán con su Chita y entramos en casa. La llevé hasta mi cuarto y allí la emparedé entre mi cuerpo y el colchón en una embestida insuperable que me llevó a gozarle la abertura hasta el tope de mis huevos. Ahí estaba en mi terreno, una cama sólida, clásica y masculina con barrotes en el cabezal para agarrarme en la follada y un piecero para apoyar y empujar si hacía falta.

Y ahí le di su ración de sexo garrulo sin complicaciones, puro mete y saca como parecía gustarle, o eso mostró cuando le saqué el pañuelo de la boca y homenajeó mi trabajo con aullidos de loba. Se corrió un par de veces más y con el último pareé el mío, chorreándome dentro de ella pues me apetecía hacerlo en el fondo de su coño como un macho casero y no como un chulo del Bagdad salpicando por todas partes menos donde debía.

Esperé a que muriera dentro antes de sacarla por si quería aprovechar la inserción y darse otro calentito, pero no parecía aflojarse ni Verònica querer otra batida. Me hizo «slop» cuando la saqué pringosa pues la tengo algo torcida. Creo que eso y mis portentosos cojones son mi valor añadido, no es por desmerecer las rectas y pequeñas ni los huevos de caniche.

Me bajé de ella y fui al baño a mear. Me escocía recién corrido, pero me sacrifiqué pues dicen que eso limpia los conductos. Tras sacudirme inútilmente la última gota -nunca es la última- me fui a la cocina. Aún estaba algo temblón por el esfuerzo, me serví un trago de tinto, encendí un cigarrillo y saqué lechuga de la nevera para reponerle la marchita a Calixta. No sé el rato que estuve junto a la ventana fumando absorto al borde la soñolencia postcoito, sólo sé que esos delirantes gemidos que provenían de mi habitación rompieron la tranquila quietud vecinal.

Acudí a ese ancestral reclamo que se pierde en la noche de los tiempos y al que todo macho bien nacido debe responder aunque sea dejando la vida en ello. Verònica mostraba el coño más enrojecido y jugoso que jamás había visto. Sus labios tirantes por la fricción que se daba con el dedo reclamaban una nueva ración de eso que le había dado media hora antes. Sus ojos suplicaban. Su boca musitaba.

-Vero, retiro lo dicho. Creo que eres una auténtica puta vocacional y el único cliente que tendrás esta noche hará lo que pueda para estar a la altura de tus expectativas. Lo juro. Aspiré la última chupada, apagué el cigarrillo y me quité la ropa; después de tanto trajín aún andaba vestido.

-Ayúdame..., por favor... -suplicaba con una mano extendida hacia mí y con la otra enterrada en su grieta-. Por qué me gustáis tan viejos y brutos... qué tortura... ¿Por qué no me satisfacen los tipos de mi edad…? ¿Soy acaso una pervertida...?

-Tranquila, cielo. A mí me pareces sanísima, aunque no soy especialista en el tema. Veremos que se puede hacer -le susurré a gatas sobre la cama para acabar capiculado sobre ella.

Tenia ese coño ardiente y tumefacto soltándome vapor en la cara, sus labios rebosando jugosos y reclamando mis favores. Lo relamí de arriba hacia abajo -o al revés, ahora no lo tengo claro en mi postura-, sólo sé que tras el cepillado se arqueó toda, soltó otro chorrito placentero y boqueó otra maldad contra mi respetable edad:

-Asííííííííííí..., viejo cabrón... Asííííííííííí.

Me tanteé la verga y, viéndola disponible, me dispuse a darle biberón y así ver si se calmaba. No oír sus súplicas era un alivio y escuchar sus ruidosos chupetones dándome entre mis piernas, una gozada. Si ya era tan buena mamona antes de meterse a puta, no lo sé, pero no dejaba nada al aire y allí donde la lengua no alcanzaba lo hacía con la mano. La tragaba a tope y sentía el capullo recorrer los recovecos calientes de la boca o ceñirla con los labios y aspirarla mientras me daba tortura en el mango o estrujando los cojones.

Viendo que me iba a correr sin pegarle otra buena follada, dejé de comerle el coño y advertí.

-Para o me corro.

-Dame antes por el culo, por favor -suplicó.

-Joder...

-¿Qué pasa?

-Nada -minimicé la gravedad del asunto pues mi peculiar verga la hacia propensa a desencadenar prolapsos rectales en los culos sometidos.

Nos pusimos como perritos y me ofreció el culo separando las nalgas con las manos. Daban ganas de acabar con aquella infamia a lo bruto aunque le arrancara el esfínter, esa infamia en forma de diana rosadita entre dos glúteos, morder esa napolitana de carne. Lo hice. Mordisqueé y lamí desde el coño hasta hoyuelo arrastrando flujos para lubricarlo. Lo penetré con la lengua y cuando lo tuve bien bruñido, la tomé por la cintura y la enganché literalmente.

-¡AU... AU... AU... AU... AU... AAUUAUAUAU... !

Parecía ladrar como perrita pisada y le dolía, pero ella se lo había buscado. El gancho había entrado y le habría torcido el recto o yo que sé si la anatomía no es lo mío.

-Sácala..., por favor.

-Que te crees tú eso. Sólo la voy a sacar una vez y será tras correrme... No quiero provocarte un prolapso rectal sacando y metiendo.

-¿Quéééééé...? -preguntó entre sollozos.

-Prolapso rectal. Tú déjame a mí.

Agité el garfio mientras le batía el clítoris con la mano. Su dolor se convertía en gusto por suerte o desgracia, pues no había nada lo suficientemente doloroso par escarmentarla y así se olvidara de los puercos garrulos. Me resigné a babear sobre su cogote, llamándola: «puta furcia» y ella contestándome: «dame viejo cabrón, dame a fondo, los cojones también». La abracé tan fuerte como pude con la sensación de haber estado siempre así, esa puta deliciosa enganchada de por vida a ese sucio cabrón que era yo. Era angustioso y tierno a la vez, quien piense que el sexo es sólo placer está bien confundido/a. Me corrí tras ella en su tierno culo, la llené una vez, otra..., otra...; sus pechos como dos limas exprimidas en mis manos. Estuvimos un rato en silencio, en esa postura sin movernos. La saqué con cuidado y sólo hizo «flop». Palpé su entrada con temor, pero sólo encontré mi propio semen desbordando.

La claridad me despertó para que gozara de esa resaca que nada tiene que ver con las de vino. Tenía el inyectable de nuevo a punto entre mis piernas y extendí la mano para buscar a Verònica y darle su dosis, pero sólo encontré los pliegues de la sábana. Probablemente la abstinencia la hubiese llevado a una obra llena de machos brutos capaces de satisfacerla en cadena sin quitarse el casco ni el arnés. Suspiré con resignación. Me levanté torpemente y me arrastré hasta el salón donde Calixta seguía con su rutina ajena a mis trifulcas. Sobre la mesa estaba la cámara abierta y sin carrete. Entonces sonó el teléfono y lo cogí con la absurda esperanza de que fuera ella. Casi. Era su padre, el señor Flaquer, para darme la feliz noticia de que su hija había llamado. Cuando colgué, no pude menos que saborear el amargo triunfo contemplando su foto. La besé por última vez y la guardé en el expediente. Nunca tuve claro si guardarlo en el archivo de casos resueltos o en el de casos perdidos. Finalmente abrí un nuevo archivo más descriptivo y acorde con el suyo. El archivo de casos garrulos.

Un día llegó a mis manos un fancine publicado por unos okupas. Había cosas tan curiosas y dispares como un artículo sobre la construcción de cobijos ecosostenibles con hueveras de cartón o un cómic radical alentando prácticas de riesgo tales como los besos tornillo con cuchillas de afeitar en la boca. Un curioso poema me enterneció -en confianza-: me hizo soltar una lagrimita que atribuí, no sólo a su lectura, sino a la reciente pérdida de mi querida Calixta. Estaba firmado por VeroniK y apuntaba como una joven promesa en el mundo de la guarrería erótica:

AMOR DE PERRA

Me gustan machos, garrulazos y cabrones

con ese aroma a sudor y a semen fresco,

que no me traten como frágil damisela

galanterías no me agradan, si exceptúo

invitaciones a sentarme en almohadones,

que tela, hilo y costurado desconocen,

sólo pellejo y por relleno: dos cojones,

cantos rodados de torrente embravecido,

abrochados, bien tensados y sin flecos.

Me gustan malos, trabucones e incorrectos

que beban vino en tabernas, sin complejos

ni ademán de somelier de porte extraño,

así devoren a lametones y a mordiscos,

mi coño hinchado por la sangre que refluye,

así me cojan sobre la mesa en que han comido

y con su aceite unten mis grietas lujuriosas.

Pasearlos cual caniches no deseo,

de acompañantes corseteros no los quiero,

las bragas son para romperlas con sus manos

o para hundirlas con su furia en mi trasero.

Odio encelarme con su rastro de puteros,

que otras perras los gozaran mucho antes,

supremo reto que me pone sobre alerta:

la competencia entre calientes es traidora,

mucho peor que entre oficiantes de burdeles.

Puesta en cuclillas esperando en su regazo,

azote duro el de sus manos en mis nalgas,

dedos callosos recorriendo el fluir vicioso

entre mis piernas temblorosas de deseo.

No quiero pactos ni contratos de antemano

así me follen sin reparo allá donde deseen

sin más premisa que ser la vaina de un cuchillo,

sin más holgura que ser madera hundida por un clavo,

igual mi coño por sus vergas traspasado.

Dormir sobre sus torsos yo lo quiero,

su vello acariciando mis pezones devorados,

mecerme en el vaivén de sus tripas cerveceras

así esperar el victorioso naufragio de sus mástiles

en la angostura de mi esfínter fisurado.

FIN