Saciada por garrulos. El gruñido de los gorrinos

Garrulo: tosco, inconveniente, bruto rural. Estaba tan lubricada que su vara se deslizó hasta el fondo con la suavidad del jabón y no se oyó más ruido que el de mis dientes castañeando de placer. Placer por sentir mi coño sometido, sus paredes tirantes por la tensión de la carne penetrándome.

No puedo meterme en la piel de Clarice Starling escuchando el balido de los corderos. El gruñido de los gorrinos me queda más cercano. Aquella tarde de julio presentí que ese sonido cambiaría mi vida para siempre. Y no estaba equivocada. Memorias. Verònica Flaquer.**

La conversación no arrancaba tras fallidos intentos. Normal. ¿Qué tenía yo en común con ese tipo? Para mí, cualquiera que rebasara los cuarenta era un fósil digno de catalogar, un ser sospechoso de las más viles actitudes reaccionarias. De pronto, el camión de gorrinos viró en angulo recto y salió del asfalto para perderse en el polvo de un camino. Aquello no me gustó nada.

-Oiga, me dijo que iba a Fraga -insistí inquieta atrapando un mechón de pelo rebelde.

-Cierto. A Fraga -dije.

-Pero...

Recogí el mechón con una horquilla pensando en que mis amigos ya estarían esperándome.

-Primero tengo que llevar los gorrinos a la granja de mi hermano -aclaró indiferente a mis prisas.

Parecía razonable, pero sus planes no coincidían con los míos. El tipo me había recogido veinte minutos antes. Yo iba con lo puesto: el vestido indio, las sandalias menorquinas y un pequeño bolso cruzado en bandolera con los útiles más básicos. La mochila se había quedado en ruta cuando salté de un trailer huyendo de un camionero cabrón. Esperaba tener más suerte con el gorrinero.

Tras un tramo de caminos polvorientos, llegamos a la granja. Nadie me invitó a salir y yo no lo hice. Miré por el retrovisor y lo vi hablando con un tipo que supuse era su hermano. No los oía, pero gesticulaban y parecían bromear. En determinado momento, el gorrinero se quitó la camiseta y se dirigió hacia la cabina.

Cerré los ojos y simulé echar una cabezadita para demostrarle que sus asuntos me traían sin cuidado. Entonces sentí el aire desplazarse bruscamente y algo de textura húmeda y olor intenso abrazándome la cara. Di un respingo. Abrí los ojos y me liberé de la camiseta lanzada sin mirar. No quería pensar que lo hubiese hecho a propósito. «Qué asco», pensé observando la prenda tirada en su asiento. Pero algo había pasado en esas décimas de segundo. Sus feromonas habían alcanzado mis puntos más sensibles de hembra receptiva aunque no fuera consciente de ello por entonces, quizás por eso la cogí para olerla de nuevo.

Aspiré suave y a distancia, como quien huele un pedazo de queso de Cabrales añejo. Estaba acostumbrada al olor a pachuli gran reserva del sobaco de mis chicos, aunque supuse que así olería Adán antes de que lo botaran del Paraíso. Me hice un par de rayas más de feromona y devolví la camiseta a su lugar.

Apareció con una diminuta mujer del brazo. Cuando llegaron a la altura de la cabina, la alzó por la cintura para que apoyara los pies en el estribo y la empujó hasta sentarla junto a mí. Después subió él y arrancamos bruscamente entre una nube de polvo. Parecía cabreado.

Probablemente la vieja fuera más joven de lo que parecía; pero aparentaba unos ochenta a causa de la indumentaria. Llevaba un pañuelo en la cabeza, un vestido oscuro con mangas y un delantal a cuadritos. Parecía papel secante pues no sudaba ni gota a pesar del abrigo. Sus juanetes pedían ortopedia de inmediato asomando por los agujeros de unas zapatillas de felpa.

-Por tu culpa hay un cerdo muerto -acusó el gorrinero.

-¿Qué? ¿Me lo dice a mí? -pregunté pasmada.

-¿A quién va a ser? ¿A mi tía que ya no está en sus cabales? ¿Sabes lo que supone frenar en una pendiente con esa carga? Los demás lo aplastaron contra la cabina -afirmó convencido de su teoría.

No podía creerlo. La mujer permanecía indiferente a la bronca con la mirada puesta en en el infinito.

-¿Me está diciendo que soy yo la culpable? ¿Quién dice que no le dio un infarto con el calor? Además: No haberme recogido si no le daba tiempo a frenar.

Se calló pero no parecía resignado. Levantaba mucho polvo porque iba ligero de carga y el cabreo le hundía el pie en el acelerador.

«Cuando llegue al cruce lo mandaré a la mierda y me bajaré», pensé. Empecé a morderme las uñas frenéticamente. Lo hacía siempre que estaba rabiosa. Por si fuera poco, su tía, balanceada por el vaivén, asentía como si le diera la razón. Me interesaba el hinduismo y la reencarnación de las almas y empecé a preocuparme por el cerdo. De ser cierta mi culpa, en mi próxima vida estaría condenada a ser chinche o rata para penar lo ocurrido.

Cruzamos la zona de frutales y vadeamos el canal. Paró en seco junto a un remanso. Se bajó y dio la vuelta a la cabina para abrirme la puerta.

-De acuerdo, el cerdo se infartó. Venga, vamos a bañarnos -era una orden más que una sugerencia.

«Vamos a bañarnos», significaba en el lenguaje de los gorrineros: «vamos a follar y así me pagarás el cerdo que mataste alevosamente y ese camión no arrancará mientras no cumplas». Pero yo me había propuesto dejarme morir deshidratada junto al gorrino muerto y la tía demente antes de follar con el garrulo psicópata. Sería una nueva Maria Goretti, esa niña mártir de la que tanto me hablaron las monjas.

Esas maneras..., ese fruncir el ceño..., esa mirada maliciosa y algo estrábica... El eterno palillo colgando de esos carnosos labios..., esos pectorales bronceados bajo el vello... Era el tópico gañán de pueblo, lo que yo más odiaba, pero... si la rabia y el odio secan la boca..., ¿por qué salivaba yo de esa forma? Objetivamente y con ese calor, tomar un baño era lo más sensato aunque fuera a dos metros de mi potencial depredador. Definitivamente no quería ser María Goretti, o al menos, de momento...

-¿Y qué hacemos con tu tía?

-Tranquila. ¿Ves ese matamoscas? -dijo señalando la guantera.

-Lo veo.

-Dáselo. La distrae mucho.

La mujer sonrió agradecida. Pronto se puso en faena machacando moscas contra el parabrisas con un vigor que no se correspondía con su edad aparente.

Nos dirigimos al canal y yo, a una distancia preceptiva de él, me lancé al agua sin desnudarme gritando impactada por el frío. Recuperé el aliento y quedé flotando panza arriba deleitándome con el frescor tras unas cuantas zambullidas. Casi me olvidaba del tipo, de la vieja y de los cerdos, porque esos agradables instantes eran lo mejor que el día me había deparado. No me apercibí de aquel sutil desplazamiento bajo el agua, pero si noté ese abrazo tirar de mí hacia el fondo. Me revolví y pateé hasta conseguir sacar la cabeza, pero no me dio tiempo a nada más porque sus labios se posaron en los míos en un acto voraz y loco.

Me aparté de él sorprendida. Salí del canal y busqué un lugar apartado entre los árboles para tumbarme y secarme al sol. Mi corazón latía aceleradamente mientras lo oía salir del agua, sacudirse como un perro...«Brrrrrrrrrrrrr», hacía con la boca..., la boca que me había robado el beso. Me acaricié los labios y pensé que estaba loca.

Escuchaba el rumor de su cuerpo abriéndose paso entre las ramas de los frutales y sus pisadas en la hierba. Sabía lo que pasaría pero no sabía que nombre darle. Violación no sería, seguro; yo no pondría tanta resistencia. ¿Abuso de poder?, ¿chantaje gorrinero, quizás? Abrí los ojos. Estaba de pie frente a mí. Su verga reclamaba la ración de coño que debía entregarle en pago al cerdo muerto. Era el lenguaje del cuerpo y el suyo así lo pedía. Su carne enhiesta mostraba medidas y venas propias de las vergas de campo que crecen sueltas y sin estorbos al contrario de las de ciudad, atrapadas en la arquitectura de prietos boxers. Fue inevitable. Mi conciencia de pija urbanita prejuiciosa con los garrulos se vio superada por la curiosidad morbosa, y mi corazón se puso a latir desbocado con una mezcla de pánico y excitación.

-Alza el culo que te voy a montar -propuso candoroso como haría un cochino a su gorrina en su lenguaje más propio.

Era un libro abierto, nada parecido a los presumidos sin iniciativa que yo debía acosar por los pasillos de la Facultad. Ni siquiera le contesté, y me asombré de mi misma siendo más visceral que él, más garrula, más cochina. Me arrodillé y levanté la falda aún pegada a mi cuerpo. Apoyé mi barbilla contra la hierba y tomé mis nalgas para abrirlas y así pudiera regocijarse con ellas. Alcé el culo a tope.

El tipo se arrodilló tras de mí y me agarró con firmeza. Sentí la bruta y rasposa mandíbula frotándose contra mis delicados labios vaginales y me estremecí. La lengua del gorrinero trazó círculos en mi clítoris como si fuera la llave y su cerradura, y con ella me abrió el coño como anticipo de lo que me esperaba. El contacto húmedo ascendía por el perineo y llegaba hasta el ano para deshacer el recorrido una y otra vez, mandando descargas de placer al resto de mi cuerpo.

-Auuuuuu.., mmm..., grrrrrrr... -gruñí cochina sintiendo insertar uno de sus gruesos y rudos dedos en mi coño.

Me cosquilleaba, rascaba, trazaba círculos para alcanzar todos mis puntos calientes. Yo, con el lenguaje de mi cuerpo también, culeaba contra él pidiéndole más, impaciente. El chapoteo en mi trasera cesó de pronto, y presentí el delicioso arreglo que me tenía preparado el bruto:

-Ahora vas a saber lo que es bueno -avisó.

Estaba tan lubricada que su vara se deslizó hasta mi fondo con la suavidad del jabón y no se oyó más ruido que el de mis dientes castañeando de placer. Placer por sentir mi coño sometido, sus paredes tirantes por la presión de la carne penetrándome. Chirrié más fuerte cuando el tipo repitió la operación una y otra vez sin compasión por mis chirridos. Al final no chirrié, aullé de gusto pues la verga se movió en círculos vareando mis mucosas y pensé si eso era gracia natural o aprendida viendo a los verracos inseminando a las gorrinas en su granja. Tanto pregonar que era clitoriana militante y ahora eso...

-¿Te gusta?

-Aaaaaahhhh... síííííííí..., sigue..., sigue..., no pares nunca.

Sus manos ceñían mis flancos y me empujaban contra él para apurarme a fondo, para que no quedara nada de mis huecos sin gozar de su vigor.

-Qué gusto me da tu coño, soputa. Vas a sentarte en silla paridora el resto de tu vida. Después de esta, no podrás estar de pie ni sentarte, ni tumbada ni de rodillas.

-¡Así ocurra pedazocabrón! -aullé poniéndome a su altura-. ¿Estoy penando por la muerte de un cerdo? Por qué no los maté a todos con mis propias manos si ese es el castigo merecido.

Aquello nada tenía que ver con el Kamasutra ni con ninguna disciplina tántrica. Aquello tenía que ver con lo más primario de mis ancestros, con la hembra neandertal gorrina que desconocía llevar en mi interior.

-Puta cerda..., asííííí...

-Verraco cabrón..., sigue...

Con esos deliciosos agravios nos dirigíamos al orgasmo. Perdí la noción del tiempo aunque, en momentos muy precisos, sentí el placer aliarse con la irritación, señal inequívoca del rato que el garrulo llevaba vareándome. También lo indicaba el sol que declinaba y las sombra de los árboles alargándose sobre nosotros.

Como el cocodrilo que sólo come a meses alternos y no afloja hasta tragarse a la víctima; el garrulo hacía lo mismo tras vete a saber que abstinencia; quizás meses, puede que años. Ese pensamiento me embargó de cálida ternura y me propuse ponerlo al día aunque quedara exhausta.

Pero no me dio tiempo a cansarme demasiado: Boqueé sin encontrar palabras ni gemidos para expresar lo que ascendía de mi coño -puede que exagere pues el tiempo lo matiza todo y me olvide de las molestas moscas y las piedrecitas clavándose en las rodillas- pero así yo lo recuerdo: muda y sorda, mi coño contrayéndose en un orgasmo apoteósico que exprimió la verga del garrulo desde el escroto hasta el capullo. Él se derramó en mí, cada trallazo venturoso era un aullido o una dentellada en mi cogote. Era rabia y desespero, era placer puro y duro.

No dejé que nada se perdiera. Quería la prueba de que eso no era un delirio producto de una tarde loca fumándome cuatro porros. El gorrinero se dobló sobre si mismo y me arrastró en su caída, quedando los dos pegados entre la tierra y el cielo, nuestro respirar acompasado, meciéndonos el uno al otro.

Al rato, oímos un grito y una zambullida. Nos despegamos y acudimos a toda prisa. Su tía flotaba en el agua y trazaba círculos en el aire acechando imaginarias mariposas. Tras el rescate, hubo que desnudarla y yo le presté el vestido que ya había secado pegado a mi cuerpo.