Saciada por garrulos (3) Cemento y semen
Me estremecí entera, sin los juegos de palabras con que había escudado mi deseo, me sentía más indefensa que nunca. Estaban expuestos al sol de la tarde, el sudor chorreando por la frente y perlando el vello de sus pectorales, trazando riachuelos en la piel de sus brazos y sus piernas polvorientas de cemento.
Esta entrega incluye el relato publicado anteriormente: Sarna con gusto no pica , que se retiró por su dudosa ubicación; junto al inédito: Cemento y semen. Espero que os guste . Introducciones. Pokovirgen**
SARNA CON GUSTO NO PICA
Blas estaba de espaldas y yo no podía menos que excitarme contemplándolo. Bajo el pantalón, sus piernas algo arqueadas pero duras como pedernal, dos columnas que nunca flaqueaban en su vigor fornicante. Su culo, capitel de las columnas, no lo era menos. Bajo su camisa, arremangada para mostrar sus musculosos y bronceados brazos, se escondía un torso generoso y una jugosa y tierna tripita secuela de festines gástricos. Pero la alfombra de vello lo difuminaba todo como la pátina de un cuadro. Hasta la coronilla raleante tenía su encanto.
Pero ya había transcurrido una semana y mi situación no estaba definida en absoluto. ¿Qué rol tenía allí? ¿Era algo así como una invitada?, ¿o una pariente lejana? Quizás el hecho de que me encontrara en la carretera me situaba en el status de perrita perdida con prestaciones sexuales. Podía ser cualquier cosa para alguien ajeno, pero su madre lo tenía claro, muy claro: Yo no era más que una guarrilla de encargo.
Podía largarme cuando quisiera, pero no tenía transporte y mi equipaje era nulo. Ni siquiera tenía mi vestido, ahora rasgado y colgando de una ventana como cortina anti-moscas. Tanto él como su madre se mostraban refractarios a cualquier pregunta que no tuviera que ver con las labores de la finca. Eso sí, su mirada carcelaria limitaba mis movimientos y me seguía allá donde fuera.
Era difícil tomar decisiones en mi estado, pues mi coño pasaba de la turgencia propia del celo al tono relajado y levemente escocido de un coño bien follado. Anticipaba el ensarte del garrulo, buscando cualquier útil que pudiera calmar mi estado aún a sabiendas de que él encontraría mi actitud egoísta y desconsiderada. No recordaba excitación tan intensa ni siquiera en los albores de la pubertad cuando las hormonas violentaban mi cerebro y, a causa de mi educación religiosa, rogaba a Dios desesperadamente: «Apiádate de mí, Señor, y déjame manca de ambas manos» .
Intentaba ver sus defectos que eran muchos, pero no conseguía desembarazarme de ese deseo malsano por su cuerpo. Así, releído el texto, se podía decir que me estaba prendiendo el amor, un amor descarnadamente primitivo y salvaje, por supuesto.
Esa mañana, desayunando y sintiendo que mi preciada libertad se iba al garete y que si seguía un día más en ese antro de vicio ya no podría largarme, decidí tomar el toro por los cuernos y le planteé:
-Blas..., cómo te lo diría... -carraspeé-. Estoy muy contenta de haberte conocido. Hemos echado unos polvos de muerte, te mentiría si te dijera otra cosa, pero tu eres un lobo estepario y yo soy una persona sociable, de ciudad, con una mirada amplia sobre el mundo y que...
Me resultaba difícil concentrarme viéndolo ante mí, indiferente, con su mirada clavada en el plato mientras le hincaba el diente al codillo de kilo y medio guisado con nabos y achicorias, relamiéndose voluptuoso al estilo de las más brutas fieras del zoo. Decidí saltarme la parte del discurso donde pensaba hacerle la rosca prodigándome en reproches y alabanzas y fui al grano:
-Mira, Blas, me voy, pero necesito ropa. La mía pasó a ser cortina. Quizá tengas alguna hermana, o puede que sobrina -joder, no quería pensar en la siniestra ropa de su madre-, puede que en el pueblo haya alguna tienda quizás...
-Mira Verònica: Estoy harto que me des la vara con ese tema. Si yo quiero largarme y no tengo ropa, pillo un saco o cortina y me hago un poncho con ella; cualquier cosa. En ningún momento te oí decir: «Blas, déjame una camiseta y unos pantalones». ¿Qué quieres? ¿que llame a la modista? ¿Sabes lo que oigo cuando me dices: «Por favor, necesito ropa, Blas»?
-Sí, ¿qué?, tipo listo -desafié.
-«Blas, por favor, ni se te ocurra dármela, que luego no tendré excusa para seguir aquí y para que que me sigas chingando a todas horas haciéndomelo pasar tan rico», eso es lo que oigo en tu boca.
-¿Serás engreído, imbécil? -respondí pillada en falta.
-¡Eh...!, sin faltar, sopija que podría ser tu padre. Hasta las broncas conmigo te ponen caliente. Sé que ahora estas empapada y podría demostrarlo...
-Cerdo, ni se te ocurra.
El palillo que colgaba de su boca se alzó altivo, e igual que los palitos de zahorí indican agua en el subsuelo, los de Blas indicaban flujo entre mis piernas. El cabrón lo detectaba de inmediato, pero no iba a mostrarle la prueba.
-Ya caerás, como siempre... -murmuró con suficiencia.
Me dio coraje, no por él sino por mí. Me había mostrado como un libro abierto poniéndome en evidencia. Fui corriendo a mi habitación y me eché sobre la cama comportándome como lo que era aún: una cría caprichosa.
-Hay un vestido arriba. Puedes probártelo -oí su voz en el umbral cuando mi cabeza ya tramaba venganzas que no podría cumplir, pues la única efectiva era largarme y cada vez lo veía más difícil.
-Llevo una semana vestida como Gandhi... ¿y no podías decírmelo antes?
No me contestó a eso. Su propuesta sonaba complaciente, como la de un padre a su niña consentida. Subimos las escaleras hasta el granero; y allí, tras sortear todo tipo de hortalizas que ofrecían sus pellejos a secar, llegamos junto a un arcón. La expresión de Blas -habitualmente sórdida y lujuriosa- tomó un matiz de candor respetuoso mientras levantaba la tapa, igual que la mostraría un peregrino devoto ante la imagen de un santo. Miré intrigada al interior intentando descifrar las claves de tan divina transformación.
Un vestido viejo reposaba sobre unas mantas y había un par de medias a su lado. Todo había sido dispuesto con sumo cuidado, nada que ver con el desorden habitual que reinaba en la casa. Extendí la mano para tocarlo.
-¿Te gusta?
-Joder, Blas, eso es la Sábana Santa de Turín. Está llenó de polvo, lamparones y agujeros de polilla..., ¿conocéis la naftalina por aquí?
-Creo que deberías ponértelo.
-¿Estás loco? ¿Quieres que pille la lepra?
-Mi hermana no tenía lepra -dijo tomándoselo en serio.
Le miré y me supo mal lo dicho. Se había referido a su hermana en pasado, como si hubiese muerto, pero no quise ahondar en el tema. Mi desdén le había afectado y su candor religioso se tornaba en rencor por momentos:
-Está bien, pero primero me dejarás que lo lave.
-Ni pensarlo.
-Está asqueroso -le dije mostrándole el vestido estampado con groseros lamparones de lefa. Su lefa probablemente.
Una hora después, el vestido, liberado de los ácaros y lamparones, lucía al sol, vaporoso, igual que lo haría en su buenos tiempos. Blas ya me esperaba, tumbado en una butaca, ocioso pues el calor a esa hora hacía imposible cualquier actividad en el huerto. Llevaba una camisa blanca aparentemente nueva y pantalones planchados como si tuviese una cita y me observaba con una de sus más turbadoras miradas.
Subí a la habitación y me lo puse frente al espejo del ropero. Quería largarme, pero mi naturaleza curiosa quería saber que había sido de la mujer que lo llevó por última vez. Parecía de los años 40s o 50s, lo que ahora se llamaría vintage, me quedaba perfecto, algo corto: la estatura de su antigua propietaria no se correspondía con la mía. Lo volteé y la gasa flotó, tenía la cintura muy ceñida y probablemente llevara un cinturón en su época. Me peiné inspirándome en las actrices de esos años y me mordí los labios para que aflorara el rojo, pero aún faltaba algo: una larga cremallera dejaba mi espalda al aire.
Si le pedía ese favor podía ocurrir cualquier cosa. Pensé en huir por la ventana y no tentar a la suerte. Pero qué más daba. Sería la última vez. Bajé y me planté frente a él mostrándole mi espalda desnuda.
-Necesito tu ayuda.
-Faltan las medias. Cuando te las pongas te subo la cremallera -contestó impasible.
-¿Medias? Jodeeeeer... ¡Están sucias, llenas de carreras y hace un calor de muerte! Yo nunca me pongo medias ni siquiera en invierno...
Blas se mostraba ausente, como si no me oyera. Estaba jugando conmigo, me atrapaba en su ritual, su fantasía que pronto sería la mía. Acabáramos de una vez. Corrí en busca de esas medias raídas y me las enfundé sintiendo el tacto de la seda antigua. Bajé de nuevo para encontrármelo de pie, dispuesto a cumplir lo prometido.
Le di la espalda y, mientras tiraba de la cremallera, las medias se deslizaron hacia abajo faltas de la presión de las ligas. Podía sentir el calor de su cuerpo tras el mío, y su aliento acelerado en mi nuca.
-Estás preciosa.
-¿Cómo tu hermana? -intentaba mostrarme refractaria a su faceta de tierno sensiblón, desconocida hasta el momento.
-Sí, como Adelina. Aunque tú eres morena.
-¿Murió acaso? -pregunté temeraria.
-Sigue viva aunque lo sabemos de referencias ya que perdimos el contacto. Quería realizar su vocación y se fue a Barcelona.
-¿Monja? -inquirí mientras uno de sus brazos me ceñía la cintura y su boca recorría el flanco de mi cuello.
-No. Puta. Se fue al Barrio Chino.
No supe que decir. Lo tenía a mis espaldas pero no me atreví a girarme. Cualquier pregunta me parecía inquisidora en ese instante. Pero, como suele ocurrir con los asuntos familiares y cuando se lleva tiempo con algo en el buche, se volcó conmigo aún siendo yo una extraña:
-Le gustaba el fornicio. Follaba con todos, era insaciable. Aquí era Adelina, la puta; mientras que allí era una zorra anónima y cobraba por lo que en el pueblo hacía gratis. La deshonra manchó a la familia y mi madre nunca la perdonó.
Su aliento aceleraba caliente en mi nuca y me recorrió el espinazo al completo mientras se agachaba para subirme las medias. Me quería con las medias subidas y, a falta de ligas, las sujetaba atrapando mis muslos con sus rodillas mientras me acariciaba el clítoris. Nunca había estado tan cariñoso.
-¿Te la follaste tú también? -pregunté estremecida pasando la mano por su bragueta, tanteando la sólida erección que se alzaba tras la tela.
-Esa era la casa familiar y aquí vivía ella. Era la mayor, mi única hermana. Me gustaba verla fregando las escaleras, así, con las medias caídas por encima de las rodillas, con ese vestido que entonces ya era viejo y usaba para las faenas de la casa. ¿No te ibas a marchar igual que ella?
-Joder..., joder..., jodeeeeerrrr..., ¿por qué me lo pones tan difícil? -supliqué pues la historia me encendía y me tomaba el morbo por momentos dejándome inútil para cualquier huida.
-¿Qué hago? Tú me pedías un vestido y yo, no sólo te lo doy, sino que te cuento su historia. No hay quien te entienda.
Estaba perdida de nuevo, atrapada. Debía haber salido corriendo tragando el polvo del camino hasta alcanzar la carretera recién ponerme el vestido. Sin alternativa, jugaría a su juego, sería yo quien marcaría las pautas...
Me llevó hacia la escalera y las medias cayeron de nuevo. Me hizo arrodillar sobre el tercer escalón. Era algo incómodo pero soportable.
-Quiero ser tu hermana quiero ser esa...
-«Quiero ser esa puta», puedes decirlo.
-Quiero darte lo que ella no te dio. Tu verga se ponía tiesa como ahora con sólo oír el chapoteo de la bayeta en el cubo.
-¿Cómo lo sabes?
-Me lo imagino. Tampoco hay que ser Madame Curie. Tú haciéndote uno de tus buenos pajotes tras sus nalgas bamboleantes y ella sabiéndolo, pero simulando no enterarse -le dije mientras yo me subía la falda lentamente.
-Exacto. Sigue por favor.
-Se subía el vestido para calentarte más, para que vieras los labios turgentes de aquel coño generoso con los machotes del pueblo, o ese culo tantas veces penetrado, del que todo el mundo hablaba pero del que tú no podías gozar porque era el de tu hermana.
-Así..., así... Espera un momento...
-¿A dónde vas?
Oí el agua del fregadero restallando en el cubo de zinc. Al poco me lo dejó en el escalón. En el fondo había una bayeta, la cogí y, tras estrujarla, empecé a frotar las baldosas en un movimiento rítmico que hacía bambolear mis nalgas. «Plof... plof... plof... », sonaba la bayeta recorriendo la geometría del escalón. «Plof... plof... plof...», imaginaba mi coño chapoteando en jugos por la calentura morbosa de la situación. «Plof... plof... plof...» era el sonido de su verga al ser masturbada vigorosamente arriba y abajo.
-Asííííí..., asíííííi... Me gusta, sigue... Cómo me pones, jodida.
Me escuchaba y no podía creermelo. Mis contradicciones afloraban de nuevo. Ahí estaba yo, como una perra a punto de someterse en el acto más vejatorio imaginable para mí, un acto servil y doméstico cuyo origen era anterior a la invención de la fregona.
-Hundía el dedo en sus orificios como quien se rasca en la intimidad, simulando ignorar el chapoteo de tu verga y tus suspiros -proseguí-. Quizá abriéndose más de piernas para que su sexo emergiera y se mostrara con toda su obscenidad, sus mucosas jugosas por la manipulación, por ese vigoroso e íntimo rascarse...
-Oooooohhhhh... asíííííí..., eres..., joder...
-¿«Eres Adelina»?, dilo no me importa serlo ¿Cuantas veces te lo hiciste tras su culo compartiendo el mismo aire, pero sin compartir vuestro tacto, vuestras caricias salvajes, vuestras mucosas excitadas?
Me acaricié el clítoris suavemente, trazando círculos; abrí los labios de mi vulva que manaba caliente, ascendí por todo el perineo con los dedo empapados y así extender el flujo en mi hoyuelo, bajé una y otra vez a por más, para calmar su hambre, para apurar su sed.
-Date ahí, duro..., sigue, sigue..., asííííí...
Representaba todo lo que decía, para enloquecerlo a mis espaldas. Me frotaba, me rascaba, hundía ahora mis dedos con rabia, en mi coño..., en mi culo..., en mi coño de nuevo...., más flujos en mi agujero oscuro y prieto. No podía parar de darme... Sentí sus pasos acercándose, el gran angular acabó sus funciones, el teleobjetivo se prestaba mejor a ello.
Me ciñó sus manos fuertes y me tanteó con su vara. Éramos silencio esperando que ocurriera, Blas iba a curarse de un trauma, de un recuerdo; y como en las grandes ceremonias rituales hay siempre una víctima, y yo quería serlo, lo deseaba con todas mis fuerzas. Lo sentí abrirse en mí como fuego, mi carne rasgándose. Aullé como una perra pisada que no quiere compasión de su dueño.
-Aaaaaahhhh qué gusto..., qué prieto...
No podía razonar ni contestar, se me agolpaban los sonidos en la boca; eran mas gruñidos que chillidos, más ronronear que sollozos. Me temblaban las piernas y la mitad delantera de mi cuerpo cayó sobre el escalón. Apoyé mi frente sobre la humedad de la bayeta aspirando la humedad el moho. Cruzó sus brazos bajo mi estómago para sostenerme mejor, preparándome de nuevo. No tuve que esperar mucho.
-Asíííííííiííííiíí..., toda tuya..., toda dentro... -gruñó penetrándome hasta el fondo.
Resollaba en mi cogote, buscando el recuerdo de las tetas de Adelina bajo el vestido, las sacó por el escote. No eran caricias, eran nostalgia amarga estrujando mis pezones.
Empezó a moverse suave, poco a poco, y yo con él, bamboleada como un animal preso en un garfio.
-Fantaseo con que te reservabas para mí...
-Y yo con que me reservaba para ti...
-¿Te gusta...? -me susurró convirtiendo su enculada en violenta agresión, enardecido por mi virginidad anal rota por su verga.
-Aaaaahhh..., al revés... -sigue así... bien duro...
-¿Te duele, entonces?
-Al revés..., no te arredres... Son cosas mías... oooohhh... síííííí...
-¿En qué quedamos?, me vuelves loco con tanta incertidumbre.
-Es que si pienso que me duele, me gusta; y si pienso que me gusta, me duele. Eso es lo mejor... así, así... Saber que me estás rompiendo el culo y querer más a pesar del dolor...
-Sarna con gusto no pica, será eso... -confirmó acertadamente mientras la retiraba y así atacar la entrada con vigorosos pollazos.
-Es que me vuelves loca..., no pares por favor...
-Saca el culo..., empuja...
-No quiero que pares... ¡Qué gustoooooo...! -grité empujando hacia afuera, para exponer al completo la zona anal a su vigor implacable.
Era un placer rabioso, masoca, nuevo para mí, pues siempre había considerado ese acto vejatorio; pero allí no era yo, sino Adelina, esa puta de pueblo que se había largado a la ciudad porque follar era lo único que le gustaba hacer. Paradojas de la vida, yo venía de ciudad y llevaba el camino de ocupar su lugar. Me arqué en ese acto sensual y femenino de entrega.
-Toda dentro -aulló dejándose ir en mi fondo, estrujándome cada vez más fuerte, resollando cada vez más ronco.
Lo sentía ascender de esa zona rabiosa y tumefacta y se extendía por mi cuerpo. Era como si viera encarnado aún cerrando los ojos... Me estaba corriendo en un orgasmo pleno aún sin manipular mi clítoris..., mi coño... Puro orgasmo anal enloqueciéndome.
Me levantó hacia arriba, empalándome hasta el fondo y corriéndose con sus cojones casi dentro de mí, una vez, y otra....
-¡QUÉ GUSTO.....!
-¡OOOHHH., Vero... Vero...!
Hubo un impás en que nos mantuvimos rígidos, espasmódicos, antes de desplomarnos. Cuando lo hicimos, el cubo volcó con estruendo y el agua empapó inclusive el vestido de Adelina. Cuando Blas sacó la verga de mí, aún estaba erecto y mostraba las rojas huellas del desgarro.
CEMENTO Y SEMEN
A la hora de cenar el culo me escocía y no lo disimulaba.
-Túmbate bocabajo y súbete la falda -me ordenó en ese tono excitante que prometía travesuras.
Retiré los platos y el mantel, y me tumbé sobre la mesa.
Volvió del corral con un frasco del que sacó una ración de ungüento con los dedos. Tenía un tono verdoso y sentí su frescor en mis nalgas y en mi hoyuelo cuando me lo aplicó.
-Qué alivio..., qué frescor... ¿qué es?
-Es pomada de arrieros. Para las escoceduras de las caballerías. Llagas por mal uso de estribos, sillas y riendas. Es mano de santo para burras y borricos.
-¿Tú crees que me irá bien? -pregunté pues aunque era afín a los brebajes dietéticos y a las curas homeopáticas, dudaba de algo con olor tan pestilente: entre alcanfor y podrido.
Si Blas no contestaba quería decir que sí, y el pronóstico se confirmó. Pronto pude dormir boca arriba, sentarme y recibir de nuevo sus embestidas sin molestia.
Blas fue al pueblo a por los albañiles porque quería hacerle un apaño a la casa. Se presentaron el lunes siguiente y eran dos solterones como él, cuyo único alivio, desde que Adelina se había ido, consistía en practicar con las mulas, con la tendera que era viuda o con las putas de carretera.
Eran muy trabajadores y a mí me encandilaba verlos al sol tensionando sus fibrados músculos, levantando vigas o embadurnando de hormigón los ladrillos que alineaban con primor y con el pañuelo ceñido en la cabeza con cuatro nudos. Aquello era mejor que el circo pues era pura acrobacia verlos subiendo al andamio como rudos osos a un árbol.
Uno era calvito de cabeza y se tostaba al sol una frondosa pelusa negra, desde la ingle a los pies y desde el ombligo a la barba. Era como pan de centeno dorándose en el horno; pero, en lugar de harina espolvoreada, cemento. El otro tomaba un color entre escarlata y bermellón pues era de pelo claro tirando a canoso que llevaba rasurado. Como los pavos que hinchan las bolsas rojas para excitar a las hembras, también su rojez adquiría un tinte sexual de reclamo.
Como conversa fanática a una nueva religión, mi adoración por los maduros no tenía límites y no entendía mi abstinencia de ellos en tiempos pasados. Imaginar sexo con alguien de mi edad ya me parecía pedofília o casi. Me gustaba contemplarlos desde el balcón y observar sus trifulcas que no eran pocas, pues estaban mal avenidos como todos los socios; y donde uno quería piedra, el otro ponía ladrillo.
Tras comer se tumbaban un rato bajo un árbol. Blas no quería que les faltara nada y yo me aplicaba en ello sacándoles vino fresco de la nevera que era de los pocos lujos que teníamos. Tampoco les faltaba agua del botijo y me encantaba verlos beber a trago pues siempre me pareció muy erótico ese método. Pero más me excitaba pensar que todo ese líquido sería excretado. Al principio, lo hacían de espaldas a la casa; pero, con el hábito, la confianza, y en la medida que el andamio subía, fueron relajándose las costumbres y ya les daba igual chorrear de cara que desde lo alto.
Era imposible ignorarlos y les tomé las medidas relajados para imaginar como serían motivados. Aquello me tenía muy alterada y en alguna ocasión me pajeé discretamente a escondidas viéndolos sacudírsela pues no soltaban la minga hasta escurrir la última gota y eso podía durar un buen rato.
Les llevaba higos de merienda. Eran higos que mostraban una gota de líquido ámbar y dulzón en la raja cuando estaban en su punto. Pero ellos los querían del cesto que no era de mimbre sino de carne y hueso, y aun chupando su juguito y mordiéndolos con deleite hasta que la pulpa rebosaba de su boca, protestaban. Lo hacían mientras se rascaban los huevos con la mano metida en el bolsillo en esa actitud de macho primario, que ya desapareció lamentablemente de esa zona y que nunca dejaba claro si era alergia o calentura lo que torturaba sus glándulas. Entonces les llevaba melones que apretaban con las manos y decían que no estaban maduros.
Tanta lascivia frutal y tanta rascada de huevos me tenía al borde el infarto, quizá por eso le planteé a Blas:
-Si les llevo melocotones o manzanas no se quejan, tampoco con las peras o los plátanos, pero si les llevo higos sí lo hacen.
-¿Les viste tirar de la piel del plátano hacia abajo con reverencia, chupetearlo con mimo antes de hincarle el diente o pasárselo del uno al otro sin remilgos?
-No. En absoluto.
-Y contra los melones..., ¿qué tienen?
-Los aprietan con las manos y dicen que no están en su punto. Me piden que les entregue los maduros, los que no crujen, los que son tan finos de piel que dan ganas de morderlos aún antes de tajarlos. Me piden los que guardo a la sombra, pues dicen que el frescor aviva su dulzura.
-¿Y de las bayas, qué?
-Lo mismo. «Las moras están ácidas y ni las moscas las quieren», dicen. Prefieren esas fresas que hay en el cesto de los melones, las que derraman su jugo cuando se les hinca el diente.
-¿Y tú que les contestas?
-Les digo que no se trata de rango para que se queden tranquilos. Que la fruta que ellos buscan tampoco la come el dueño y que le dio la filoxera y el pulgón...
-Bueno, con la filoxera te pasaste. Diles que si quieren comerla que la sulfaten primero, pero no más de dos veces por semana, no fuera a matarla el remedio.
La solución parecía buena. Al día siguiente no les llevé más merienda que lo melones turgentes, el higo con su gotita de miel colgando y las fresas refrescantes, y así se lo expuse, advirtiéndoles del cuidado y mimo que debían mostrar para tener buena cosecha.
Ellos tenían muy claro lo que querían y yo también, aunque no lo exponía tan franco. Por eso me dijeron:
-Vamos a dejarnos de historias, Vero, olvida los temas frutales. Tú bien sabes lo que queremos, sólo tienes que dárnoslo ahora y aquí mismo.
Me estremecí entera, sin los juegos de palabras con que había escudado mi deseo, me sentía más indefensa que nunca. Estaban expuestos al sol de la tarde, el sudor chorreando por la frente y perlando el vello de sus pectorales, trazando riachuelos en la piel de sus brazos y sus piernas polvorientas de cemento. Su erección se alzaba desvergonzada tirando de sus pantalones cortos de tal forma que mostraban sus huevos por la abertura inferior. Temblaba por las ganas de sucumbir a esa masculinidad arrolladora.
Vieron el consentimiento en mi mirada y se bajaron las pantalones. Añejas pero de apariencia prieta con su geografía venosa, pulsaban de vez en cuando, vigorosas, sentadas sobre el carnoso trono de sus cojones velludos. Más que arrodillarme, caí de rodillas como una iluminada y avancé sin sentir las esquirlas de ladrillo cortándome. Las acaricié con suavidad, después más a lo bruto; pero sin perder competividad en mis actos.
-Tranquila, no te sofoques -advirtió el rasurado.
Y es cierto que estaba sofocada más de vergüenza que otra cosa, pues era mi actitud deleznable, mostrándome tan salida, cuando los abstinentes eran ellos por no quedar moza soltera en el pueblo. Pero no podía parar y, sin dejar de masturbarlos, les ceñía la boca al capullo, alternando los chupetones por no disponer de más bocas.
El calvito, que era algo tripón pero muy musculoso, tiró de mí hacia arriba, me puso una mano en cada nalga y me apretó contra esa masa de carne sudorosa llamada pectoral y tripa. Me alzó levemente para calzarme la verga y, tras encontrar la entrada, empujó sin contemplaciones. No hubo problemas para que mis mucosas se adaptaran a su rudeza pues ya hacía rato que goteaban, y aunque hubiese agradecido unos mimos previos, comprendí que iban al grano por andar faltados de hembra. Tras regocijarse con mi indefensión y, sostenida en el aire por su verga, me llevó hacia un montón de sacos sobre los que me tumbó mientras decía al rasurado:
-Mientras me la follo sigue con la hilera o el hormigón fraguará.
Y el otro como si nada y sin que su erección aflojara, pendulando de un lado para otro mientras faenaba, se puso a levantar pared mientras yo era chingada rudamente levantando el polvo de los sacos pensando si no se inventó en situaciones parecidas la conocida frase: «echar un polvo».
Tratada como un útil más entre la hormigonera y el banco de la muela, gozaba como una perra con tanta degradación. El calvito murmuraba con los dientes apretados lo que por su expresión supuse jugosas guarrerías mientras yo gemía de goce. El socio rajaba un ladrillo y las chispas de la radial cruzaban confundidas con los puntitos de luz que veo cuando me prende el orgasmo.
-¡Toma-soperra-guarra...! -me piropeó desahogándose a trallazo limpio, salpicando semen en mis tetas y ombligo, y mezclándolos con el cemento que ya se depositaba en mi piel como la escarcha de la fruta.
Tan jugosa cochinada prolongó mis espasmos hasta quedar bien corrida. Después me metió el instrumental en la boca para que lo limpiara a fondo, supongo que por el temor, propio de albañiles, a que les fragüe el hormigón en las herramientas. Repasé con la lengua esa extraña mezcla de flujos, cemento y semen fresco.
Se turnaron por no dejar a medias ni a la hilada de ladrillos, ni a mí, y el rasurado se acercó con la herramienta en la mano aunque mostrándose más limpio que su socio. Con una carretilla me llevó junto a la manguera donde me chorreó mientras yo chillaba excitada por el frescor, la presión y esa vara de carne imponente que prometía jugosos y próximos placeres.
Hizo una pausa y, tras sentarse sobre un palé de baldosas, me puso en su regazo boca arriba para limpiar a fondo todos mis agujeros, desde la boca al ombligo, insertándome sus dedos y expulsando los restos de ADN de su socio. Le volvía loco meter el agua en mi coñito para que lo escupiera, y me lo exprimía una y otra vez para que chorreara de lo lindo. Después me puso boca abajo e hizo lo mismo con el ano que también chorreó a mansalva.
-¡Venga, acaba de una vez que ya estoy envarado de nuevo! -gritó el calvito desde el andamio viendo que nos demorábamos en el parque acuático.
Se me juntaba el trabajo y a ellos también. El rasurado me tumbó sobre unos sacos de arena expuestos al sol, y su tibia temperatura absorbió el exceso de agua que me prendía como el papel cocina que se pone bajo los fritos. Me retorcí de gusto bajo ese agradable efecto y así, bien limpita, puesta a punto y con ganas renovadas de macho garrulo, extendí la mano apremiándolo para que cumpliera. Para colmo de mis delirios, el calvito con su vara erecta entre las piernas echaba cemento a la hormigonera y esa visión tan alegórica me hizo suplicar:
-Por favor, metédmela de una vez. No puedo soportar más la visión de tu socio follándose la hormigonera con la pala.
-Vaya perla se agenció Blas. Ven aquí que te voy a dar tu merecido por corrupta fantasiosa -dijo tirando de mí.
Me abrió de piernas y allí arrimó la boca para beber del agua que aún quedaba. Manaba la fuente mezclando el agua con la ambrosía de mi caldo y él lo relamía con eficacia, reseguía la juntas y pliegues como el más experto, no sólo albañil, sino fontanero, buscando las posibles fugas de líquido.
No viendo más remedio que impermeabilizar, me la metió hasta el fondo expulsando el sobrante de agua y jugo. Cargó su cuerpo contra el mío marcando mi silueta en el saco como la huella de un zapato, atrapando mis tetas con su busto velloso, frotándolas arriba y abajo, meciéndome con el viene y va de su vigor añejo pero efectivo. Pero el calvito no daba tregua y reclamaba su ración.
-Mira que haremos pues -dije conciliadora mientras hacía levantar al rasurado y lo ponía de espaldas sobre el saco.
Le pedí que me ayudara a ensalivar y lo hizo con gusto metiéndome uno tras otro los dedos bien babosos en el ano. Después se pringó la vara al completo y, tras situar yo el orificio sobre la vertical del prepucio, me tomó por la cintura y tiró de mí hacia él clavándomela hasta el colon. Vi las estrellas y las constelaciones difusas pues aún no me había acostumbrado del todo a ese placer en el que Blas me había iniciado. Gruñó por el gusto de partirme y me recosté de espaldas sobre su pecho. Se agitaba bajo mi cuerpo mientras yo alzaba las piernas para que el calvito tomara posiciones. Ya esperaba su turno y no se hizo de rogar, entrándome de frente para hincarla en esa cueva ya conocida previamente.
Ahí estaba yo, convertida en un saco de vicio, mi carne expoliada por garrulos que sin piedad me tomaban por turnos o a la vez. Todo eran roncos gruñidos coreados por mis grititos de zorra jodida que aún parecían excitarlos más. El placer era destacable y parecía imposible sentir algo más intenso. Pero nunca se puede decir:«Más, imposible». En un descuido premeditado, el cabrito sin entrañas la sacó y, sin considerar que ya estaba ocupado, me la ensartó en el recto tensionando hasta los límites anatómicos.
-Venga -mandó poco compasivo-, que donde meto la pala hago hormigón. Mueve el culo.
-¿?¿?¿?¿?¿?¿?¿?¿? -boqueó el otro, confundido por sensaciones tan diversas, atrapada su verga entre el gusto que le daba yo y el gusto que le daba el socio.
Yo hacía lo mismo sin emitir sonido alguno y sólo pedía al dios Eros poder aguantar el tirón y así no acabar en la lista de espera de trasplantes rectales. Moví como pude la hormigonera intentando aglutinar el mortero que era mucho y, entre el buen hacer de los brutos y sus pistones sincronizando poco a poco, tomamos un buen ritmo de amasado. El calvito metía y sacaba, el rasurado la meneaba, y yo intentaba relajar el esfínter al máximo, sabiendo que lo que no duele acaba por gustar, que ya es mucho saber dada la situación disfuncional del momento. Fui recobrando la voz y mi rencor inicial se transformó en sentido agradecimiento:
-¡Aaaaaaaaaaaaayyyyy... pero qué gusto... por favor... dadme así..., asííííííííííí..., no paréis... Eso es el 2x1, eso es placer celestial, eso es el infierno maligno..., ooooooooooooohhhhhhhh... sííííííííííííííííí...!
Sentí al rasurado empujar desde abajo como un maremoto, al calvito auparse sobre mí y sus cálidos trallazos inundarme. Electrizada de placer hasta la punta de los pies, me corrí en la enculada más grosera recibida hasta el momento. Durante unos segundos fuimos un animal único, siameses si es posible, no unidos por los caprichos de la genética sino por la desmesurada lujuria. Yacimos un rato recuperando el resuello y el cemento fluyó como un torrente.
Cumplidos los tres, exhaustos pero contentos, regresamos a nuestros quehaceres. Al atardecer, los albañiles se fueron, y Blas llegó a la hora de la cena. Viéndome incómoda sin parar de menear el culo, preguntó.
-¿Les diste la merienda?
-Melones, fresas e higos como siempre.
-¿Y qué dijeron?
-Primero los degustaron, más tarde les recomendé sulfatar si querían conservar la fruta y así comerla de nuevo. Después consideraron que necesitaban abono para su buen crecimiento y fueron al estercolero. Allí hincaron la pala.
-¿Uno solo?
-No. Los dos a la vez
-Imagino que cerrarían la puerta del vallado al irse.
-No pudimos cerrarla. Se enroñaría la bisagra.
-Después iré a por grasa.
Acabamos de cenar y, cuando tuvimos los platos recogidos, me pidió que me tumbara boca abajo mientras iba a a por su pomada de arriero. Mientras me untaba me dijo:
-Creo que el huerto que buscas no lo encontrarás aquí. Pude que Canarias o el trópico en general sea un buen destino para tu proyecto. Allí hay mucha banana y plátano. O quizás en La Rioja, ahí hay excelentes espárragos.
Me besó el culete y me dio una palmadita como muestra de que me lo decía sin rencor.
-Te prendió el espíritu de Adelina y puede que la culpa sea mía cuando te di ese vestido y te enculé en la escalera.
Se me anudó el estómago y supe que era el momento. Igual que un iniciado sabe que su aprendizaje acabó y debe seguir solo el camino sin la protección de su maestro. Al día siguiente me fui tal como había llegado, sin nada, exceptuando el viejo vestido de Adelina, un poco de fruta sin prestaciones sexuales y esa afición por los maduros que me enganchó de por vida.
continuará...