Sabor a sal

Una pareja argentina va a de viaje de bodas de plata a Ibiza descubriendo facetas de su elación que no conocían

SABOR  A SAL.

IBIZA .Día 1º. El mar azul y el topless.

Para una argentina, Ibiza es un lugar mítico, unido a la joda, el nudismo, los hippys y el desenfreno. Para Arnaldo, mi marido, era donde siempre había querido ir y no había podido. Según me dijeron era también un sitio de viaje de novios, como era el nuestro, por los ardores, pero veinticinco años más tarde.

Mi hija aprovechando nuestra visita para verla en España, nos había pagado el pasaje y la estancia.

El hotel estaba situado cerca del puerto deportivo, dando directamente a una pequeña playa, comparadas con las nuestras, las españolas son más reducidas. Hacía buen día, así que nos pusimos las mallas,  bajamos a tomar el sol y  bañarnos, mientras guía en ristre estudiábamos las excursiones a realizar.

Lo primero que me di cuenta, al tumbarnos en las reposeras, es que era la única de las mujeres que allí estábamos, que no hacía topless. En mi país es difícil, por no decir imposible, hacerlo, pero allí yo era la rara.

“Arni, yo me quito el top. Acá como estoy, parezco una monja”

“Donde vayas , haz lo que vieres”- contestó con cierto morbillo mi marido.

Quedé con las lolas al aire,  las embadurné de protector, no era cosa de quemarme cuando teníamos por delante días y noches de pasión.   Gracias a sus  pastillitas de Cialis , y algún viagrita de refuerzo , mi cincuentón iba a ser un semental , a poco que pusiéramos algo de picante . Y el topless era el principio de ese algo.

A media tarde nos metimos en el agua, estaba templada, más caliente que  la de Mar del Plata, era un placer el baño en el mar transparente.

Nos secamos al sol, y subimos a la habitación. Nos desnudamos, yo tenía los senos con un poco de color, destacaba el blanco de mi monte de Venus depilado. Mi marido la tenía gorda pero no dura, me apetecían mimos.

“¿Nos lamemos un poco para quitarnos la sal?”- le propuse insinuante.

Me besó apretando su cuerpo al mío, abrazados caímos en la cama. Su lengua pasó de jugar con la mía a recorrer el camino de mi lóbulo. Siempre me ha excitado que me lo chupeteen, Arnaldo lo sabe y lo sabe hacer. Siguió bajando hasta el cuello, quitando la sal con su lamida. Yo ya estaba mojada, quería tocarme y tocarle, pero ese no era el juego.

Me tumbé boca abajo, sentía el calor de su boca en mi piel, acabó en el valle entre mis nalgas. Con los ojos cerrados, concentrada en su caricia, cuando llegó a mi esfínter, lo ensalivó, y metió la punta de la lengua , creí venirme.

Giré quedando expuesta a los avances de sus lamidas, los brazos, las piernas, y luego el tronco, cuando llegó a los pechos, mis pezones estaban duros, grandes, apuntando al techo, los mordisqueó, yo no podía más, necesitaba sentirle en mi sexo.

La almohadilla de mi concha, los labios, el clítoris y ahí estallé, me fui con un grito largo, al soltar la tensión acumulada como el agua que sale de una presa.

Me tocaba a mí, le pedí que se parara y comencé a lamerle la espalda, me restregaba contra él  para que sintiera mis pechos en su piel. Arrodillada,  seguí con las piernas hasta que me concentré en su cola. Pese a su edad mi marido tiene una cola bien parada, de estatua griega, uno de esos culos que nos gustan a las mujeres.

No sólo lo chupé, también lo fui mordisqueando hasta que me concentré en su oscura puerta. Arnaldo siempre ha sido muy suyo, y nunca me había dejado investigar su trasero, pese a mis múltiples propuestas, parecía que se atacaba  a su hombría, así que mi exploración fue corta.

Tenía la verga bien dura y en alto, así que cuando se tumbó en la cama, me dejé de florituras y ataqué su pija. Una buena lamida, y luego a succionar como abeja  la flor.

“¿Me monto o sigo?”-

“Acaba, chúpamela”

Volví a mamar su arma, hasta que soltó un chorro de leche. Lo tragué golosa, apenas engorda, y cuando se quedó bien seca, le besé para que saboreara su propio semen.

Fumamos un Lucky y pasamos a ducharnos, secarnos, darnos crema hidratante, y ver qué nos poníamos para salir a pasear y cenar en la ciudad. Elegimos jeans, camisas azul claro y náuticos. Nos besamos entre risas por haber pensado lo mismo, era una ropa ideal para andar,  añadimos dos pulovers para el posible fresco de la noche.

Me sentía joven cuando, tras hacer el recorrido hasta el centro en la barca que salía cerca del hotel, comenzamos a deambular agarrados de la mano por las calles llenas de tiendas, mirando vidrieras, comparando precios, y comentando que nos gustaría comprar.

Entré en una boutique y como buena turista agarré un vestido ibicenco, blanco de lino, lleno de botones y unas sandalias sin taco, tras pagar preguntamos un buen sitio para cenar, nos mandaron a los restaurantes con terraza al pie de la subida a la fortaleza.

Si en la playa, no tenía competencia, las mujeres que había eran mayores y más gordas que yo, allí las minas eran atractivas y seductoras. Mi amiga Silvia sostiene que hay que dejar la bandera alta, así que mientras esperábamos la cena, me desabroché tres botones de la camisa, quedando con un escote de infarto. Sin corpiño, al inclinarse quedaban las lolas al descubierto excepto los pezones.

El camarero cuando trajo las gambas, los espárragos y el vino blanco no quitaba los ojos del valle de mis senos.

“¿ Te gusta tu novia? ¿Compite con las minas del lugar?”- pregunté mimosa a mi marido.

“No sólo compites, ganas por medio cuerpo. El mozo casi se masturba viéndote. Sos una zorrita muy atrevida, para ser un recién casada”- se cambió de silla para poder estar a mi lado. Mi mano buscó su miembro bajo el mantel, estaba gordo, lo sentía a través de la tela.

Comimos las gambas, al chuparle los dedos para limpiárselos, lo hice como si le estuviera haciendo otra mamada.

Pedimos otra botella y unas sepias a la plancha con alioli. Con el alcohol y la noche que me llenaba de erotismo, me fui soltando y mis caricias, bajo la mesa, iban haciendo que la verga de mi marido estuviera cada vez más dura.

“Yegua, al llegar al hotel te voy destrozar. Me tienes caliente como un adolescente”

Ese elogio de un hombre de 56 años, aficionado a los burros (carreras de caballos) me llenaba de satisfacción y me rejuvenecía.

Pagó, el mozo me dirigió la última mirada al pecho, lo dejé suspirando, nos levantamos y tomamos un taxi hasta el hotel. Fuimos arrullados como dos novios en luna de miel.

Al entrar, las caricias juguetonas del camino de vuelta, se convirtieron en abrazos apasionados. Nos desnudamos casi rompiendo la ropa. Nos miramos desnudos, mis pezones erectos y su verga dura eran la muestra de no poder esperar. Quería sentirlo bien dentro, me puse a cuatro patas sobre la cama, y sin preámbulos entró en mi gruta, totalmente mojada.

Empezó el bombeo, yo gemía. De pronto, de la habitación de al lado, comenzaron a oírse gritos de pasión, otra pareja cogía de manera escandalosa.

Me animé y empecé a chillar.

“¡Así, hasta dentro! ¡Que gusto me das!, Sigueeee……”

“Yegua, puta, muévete así….”

Vamos que empezamos una competencia  para ver quien hacía más ruido en el goce.

Debimos acabar al tiempo, pues tras mi “tu leche, tu leche , AAAHHHH”, y el “Diooooos” de mi marido cuando soltó su esperma, yo me había ido un par de veces, y nos quedamos tumbados descansando del esfuerzo, nuestros vecinos también estaban en silencio.