Sabina (07: Corre, dijo la tortuga)

Al borde del camino por dos veces el destino me hizo un guiño en forma de labios de mujer...

La letra: http://www.joaquinsabina.net/2005/11/05/corre-dijo-la-tortuga/

“Atrévete” dijo el cobarde. El mismo cobarde que sonríe en el espejo, sabiéndose ya no tan cobarde, ya no tan pusilánime, ya no tan perdedor. Mi mirada se pierde en el reflejo, pero va más allá de mi cuerpo, más allá del cuarto de baño. Sale por la puerta sin siquiera despedirse y se derrama sobre la cama iluminada por los primeros rayos de sol que se cuelan por la balconada. O quizá son esos dos cuerpos desnudos de mujer los que la iluminan.

Sonrío. Recuerdo. Anoche era...


Anoche era una noche más y yo me llevaba a casa el fracaso de todos los días. Casa-oficina, oficina-casa, el niño que fui hace años vomitaría a mis pies si observara el capullo obseso del trabajo en que le he convertido. Tanto a un lado como a otro de mi coche deslumbraban los rótulos de neón pertenecientes a pubs y garitos que invitaban a entrar a todo aquél que quisiera pasárselo bien. Y por supuesto, yo no entraba en ese grupo.

La carretera se fue desnudando de edificios y semáforos a medida que me alejaba del centro de la ciudad y enfilaba hacia la autopista para volver a mi casa en un pueblo de la periferia. Sólo la oscuridad de las montañas, la soledad del horizonte, la tristeza de la noche. Ni siquiera llevaba música puesta. El gris de mi traje, el gris de mi coche, el gris del asfalto que alumbraban los faros del auto... ante mí se presentaba otra noche igual de gris y triste. Como todas.

Gris asfalto, negro aceite, blanco pintura de carretera, plata deslucida del quitamiedos, sombras de edificios esparcidos en la montaña de ladera caída en noche... El paisaje ofrecido por mi parabrisas era absolutamente deprimente, una especie de pintura desteñida o filme en blanco y negro. La noche no sabía de colores. La noche era negra y era triste. Pero de pronto, en una curva, los faros de mi viejo coche alumbraron y definieron sobre la oscuridad la inconfundible silueta de una pierna de mujer.

Frené bruscamente y el coche se quejó como sólo puede quejarse un utilitario de más de diez años. El chirrido llenó la noche de la carretera vacía.

  • Amparo, corre. ¡Ha frenado!- oí gritar a la joven que usaba su esbelta pierna a modo de  canto de sirena (más efectivo, por cierto, que el original).

  • ¿Les puedo ayudar en algo?

  • Sí, verá...- empezó la primera de ellas, mientras la otra venía a la carrera, abrochándose los vaqueros, permitiendo inconscientemente que mi vista resbalara por la parte de su vientre que quedaba al descubierto.- es que se nos ha estropeado el coche aquí.- Señaló a un potente Nissan que mi humilde Seat no iba a poder arrastrar ni con todo su esfuerzo.

  • No sé si habrá ahora un mecánico abierto en el pueblo... ¿Han llamado a su seguro?

  • No hemos podido. Ninguna de las dos tenemos móvil.- se excusó.

  • Si quieren las acerco a Alaquàs y llaman desde allí.

  • Muy amable.- contestó, abriendo la puerta del copiloto.- ¡Amparo, va, que nos lleva a Alaquàs!- gritó, y su amiga, que había estado en un segundo plano, se metió en el coche sin una sola palabra, echando hacia delante el asiento para poder acceder al de atrás.

La otra devolvió el asiento a su posición y se sentó a mi lado. El diablo me bisbiseó a la oreja sus virtudes y no pude más que mirarla de reojo para comprobarlas. Cuerpazo. Tragué saliva y trasteé distraidamente con el retrovisor para contemplar a su compañera, y nada tenía que envidiarle. Quizá la melena azabache que en la tal Amparo era un pelo corto y castaño. Lo mismo daba.

Arranqué el coche dejando ruido y humo a modo de estela. Mi Seat se alejó cada vez más de ese Nissan con el espíritu del viejo que marcha del campo de batalla cuando todo ha terminado y los cuerpos jóvenes quedan a merced de los buitres.

Conducía. Rodaba por la carretera sin ninguna prisa, echando furtivas miradas de vez en cuando a esas dos bellezas que tan cerca (y tan lejos) estaban de mí. Amparo miraba por la ventana, evadiéndose de todo. La otra miraba al frente, y no dejaba quietas sus manos, como si no encontrara sitio para dejarlas.

Pero, finalmente, una de sus manos pareció hallar su huequecito en el mundo, justo sobre mi muslo. Tragué saliva y aminoré la marcha para mirar fijamente a mi copiloto.

  • ¿qué...? Esto...- en ese instante hice la firme promesa de elevar una queja a los lingüistas. No han inventado palabras para describir esa situación. Malditos.

Al contrario de lo que pudiera parecer, aun con la mano sobre mi muslo, la muchacha parecía nerviosa, intranquila y hasta avergonzada. Intentaba mirar a otro lado mientras su mano me acariciaba el muslo.

Frené. No pude hacer otra cosa. Supongo que, aunque no esté contemplado en el código de circulación, conducir con una mano acariciándote el muslo debe considerarse “Conducción temeraria”.

Ni siquiera dije nada. Cuando frené, nos miramos y la interrogué sin palabras.

  • Verás... es que...- empezó ella, deteniendo el movimiento de su mano pero sin alejarla de donde estaba.

  • Es que... ¿Qué?

  • Mira tío...- la tal Amparo se inclinó entre los asientos, poniendo su cabeza entre la mía y la de su compañera.- Ni tenemos seguro, ni sitio para pasar esta noche, así que esta pedazo de puta ha pensado que acostándose contigo tendría sitio para dormir.

  • ¡JODER AMPARO!- berreó la aludida.

  • Mira, Carla, ya está. Ya puedes dejar las gilipolleces de la manita y mierdas de esas...- contestó Amparo abandonándose de nuevo en el asiento con un gesto de fastidio, y dejándome a cuadros.

Mi mirada se reflejó en el retrovisor. Esto era lo más extraño que había pasado en mi vida. Y por mucho. “Están locas” pensé. “Eso es lo que pasa. Están locas, me van a pegar una paliza cuando llegue a mi casa y me van a robar hasta los marcos de las fotos. Pero... ¿Y si no?”

Entonces una voz, desde lo más hondo de mi mente, o quizá desde algún sitio más profundo aún, un sitio que olía a azufre y a incendio, llenó mi cabeza. Volví a mirar mis ojos en el retrovisor y me dije “Atrévete”. “Atrévete”. “Haz lo que no has hecho en tu vida, rompe con todo, sonríele a lo desconocido, cántale un death-metal al silencio, no huyas del miedo al miedo, siéntete vivo, atrévete, atrévete, atrévete...”. No sé si alguna vez han sonreído con los ojos. Pero yo, en ese momento, mirando mi reflejo en el retrovisor, sonreí con los ojos.

Me coloqué de nuevo en el asiento y arranqué sin miramientos. El Seat se quejó, pero obedeció como un buen chico, mientras Amparo, Carla y yo nos veíamos casi empotrados en los respectivos asientos a causa del acelerón.

  • ¿Dónde vamos?- le tembló la voz a la chica que iba a mi lado.

  • A mi casa. ¿No queríais eso?- Ni yo mismo me reconocí la voz. Demasiado ronca, demasiado segura para ser la mía. "¿No queríais eso?" había preguntado.

Lo querían. Pero por las caras que se marcaron en los retrovisores cuando les eché un vistazo, no parecían muy seguras. Daba igual. La carne estaba echada sobre todo un incendio comparable al de Roma.

Sobraban las palabras. Por primera vez en mucho tiempo, estaba seguro de lo que iba a hacer. Ellas se echaban miradas inseguras, como pidiendo una ayuda que les animara a seguir adelante en esa noche.

Frené, casi derrapando, frente a mi portal, y aparqué en un inesperado hueco que habían dejado justo enfrente de mi casa. Normalmente, cada noche me tocaba estacionar a dos manzanas de allí. Pero claro. Esa noche todo era especial. Todo era mejor.

  • Hemos llegado.- murmuré, mientras abría mi puerta. Ellas se consultaron con la mirada y decidieron seguirme.

Me acerqué al portal e introduje la llave en la cerradura. No la giré. La dejé ahí y me volví hacia las dos jóvenes. No sé qué me movió a aquello. Un repentino ataque de conciencia, una reminiscencia de mi vida gris, un intento de no creerme que eso me pudiese pasar a mí... lo que fuera. Sea como sea, suspiré y lo eché todo por la borda.

  • Mirad. Os voy a dejar dormir en mi casa. Pero no vais a tener que pagarme nada. De ninguna forma. Esto lo hago sin esperar nada a cambio. No podría obligarte a acostarte conmigo, Clara...- apunté, y ellas, las dos, suspiraron.

  • Mira, de eso que te salvas, puta...- murmuró Amparo.

  • Vete a la mierda, nena...

  • No os peleéis. Subamos y cenemos algo...- les dije, mientras abría la puerta, esperando que sus discusiones no me dieran la noche.

Miraditas entre ellas. Rencor y reproche a partes iguales. Pero ni una sola palabra mientras subíamos en el ascensor. Un metro cuadrado de tensión agarrotada. En los pocos segundos que tardó el armatoste en completar su viaje cuyo silencio sólo era interrumpido por el murmullo del motor, y casi emparedado entre una y otra, tuve tiempo de maldecir en mis adentros haber dicho lo de antes. ¿Cómo había perdido la oportunidad de obligarlas a acostarse conmigo? Aunque... quizá, con mucha suerte, aún podía hacer algo con Clara... Había hecho lo que se supone que debía hacer un caballero y eso debería recompensarse...

“Olvídate”- dijo en mi mente mi parte más oscura, la que más odio, la que más me odia.- “Olvídate, la has cagado. Las mujeres no buscan caballeros, gilipollas. Las mujeres buscan un macho, alguien que demuestre que tiene un par de huevos, cobarde de mierda.”

Cobarde. Dijo el que me hace un corte de mangas todas las mañanas desde el espejo.

Cobarde. Dijo la voz de mi cabeza a la que jamás había querido hacer caso, por más que llevara razón las más veces.

Cobarde. Cobarde. Fui un cobarde. Soy cobarde.

Cuarta planta.

Cuarta planta. Mi planta. Sacudiendo la cabeza, salí del ascensor y las hice pasar a mi casa. Me fui a la cocina a preparar la cena mientras ellas seguían discutiendo en susurros.

Afortunadamente, alrededor de unas cuantas cervezas, el fruncido ceño de Amparo se desfrunció y hasta se atrevió a sonreír, gracias al buen humor que mostraba Clara, que no dejaba de bromear y reír durante toda la cena, colgándole las primeras risas a la noche.

Pero de pronto, Amparo hizo la pregunta que más temía...

  • ¿Y cómo nos vamos a arreglar para dormir?

Tragué saliva, me mesé el pelo, las dos chavalas me miraron...

  • Sólo tengo ése sofá y una cama.- dije, señalando a un desvencijado sofá que se recostaba sobre la pared del fondo.- Yo puedo dormir en el sofá y vosotras dos en la cama. Es grande, de matrimonio, no habrá ningún problema...- aclaré...

  • De eso nada, tío...- exclamó Clara.- Nosotras dormimos en el sofá, no vas a dejar de dormir tú en la cama por nuestra culpa.

  • Pero... en el sofá no cabéis las dos...

  • Si hace falta, con una manta duermo yo en el suelo.- terció Amparo.

  • Podemos hacer una cosa...- susurró Clara.- Si eso, Amparo, duermes tú en el sofá y yo duermo en la cama con Mario.

  • Clara...- le intenté reprender (sin ninguna convicción, todo sea dicho).

  • No, Mario, estaba dispuesta a follar contigo para no tener que pasar la noche en el coche... también puedo acostarme contigo...

  • bueno, lo que tú quieras. Pero ya te he dicho que de "pagármelo", nada...- traté de sonreír, aunque, por dentro, me reconcomía la certeza de que ella pasara una noche a mi lado y no iba a poder tocarla.

  • Eres increíble.- se indignó Amparo, con un gesto de desaprobación hacia su compañera.

  • Coño, Amparo... si quieres dormir en blando...- empezó Clara, pero su amiga le cortó a las primeras de cambio...

  • Que te pierdas... que me dejes en paz.- masculló, levantándose de la mesa, dirigiéndose al sofá y echándose en él.

Fin de la fiesta. Los tres acabamos con el gesto torcido, y yo saqué unas sábanas y una almohada para que a Amparo le fuera más cómodo dormir en el sofá. Mientrastanto, Clara ya se había metido bajo las sábanas.

  • Buenas noches.- murmuré, cuando volví a mi habitación y la vi ya arrebujada hasta el cuello.

  • Buenas noches...- rió ella mientras me daba la espalda.

Del último de los cajones en la parte más oscura de la habitación extraje un pijama que, extrañamente, no estaba apolillado a pesar de los eones que debería llevar allí metido.

Rápidamente, me despojé de mi traje gris y me coloqué el pijama blanco al que, herido por años de abandono y lejía, le quedaba poco, muy poco, de blanco.

Al meterme bajo las sábanas me llegó a los ojos un retazo de piel de la espalda de Clara. Fue sólo un instante. Un instante y un resquicio diminuto entre las sábanas en el que vi su piel morena cruzada por el cierre del sostén. Me tumbé en la cama y le di la espalda a la espalda de Clara. Estaba en ropa interior. Clara estaba en mi cama, en ropa interior. El corazón se me aceleró y distribuyó a mi sangre la noticia de que en algún punto de mi organismo se celebraba una fiesta y todo el mundo estaba invitado.

Clara en ropa interior a escasos centímetros de mí. Escuché el susurro de la tela de las sábanas mientras la joven se removía bajo ellas... Tragué saliva... esas sábanas... esas sábanas sobre las que tanto he dormido ahora estarían acariciando su piel, delimitarían su figura, se alzarían demostrando sus pechos y cubrirían sus braguitas... La sábana que yo mismo tocaba en ese momento estaba tocando sus braguitas... y sus nalgas... o no, ya no. Se había puesto boca arriba y ahora era el colchón sobre el que yo estaba acostado el que se encargaba de palpar ese culo divino.

Más susurro de sábana. Clara seguía moviéndose a mi lado, separado su cuerpo semi-desnudo de mí sólo por escasos centímetros... la situación me iba a enloquecer, pero no quería moverme, había una parte masoca dentro de mi mente que quería seguir disfrutando de la sensación de tener ese cuerpo perfecto tan cerca de mí...

  • ¿No puedes dormir?- la vocecilla de Clara me petrificó de tan cercana. Hasta su aliento me rozó la oreja. Estaba vuelta hacia mí, con su boca pegada a mi oído... Y de pronto... De pronto coro de timbales y fantasía... Su mano, la mano de Clara, esa que se había colocado sobre mi pierna mientras íbamos en coche, esa mano viajó hasta la tienda de campaña de mi pijama, aferrando la erección que allí habitaba.

  • ¿Q-qué haces?- me alarmé.

  • Tsschhh... calle usted, caballero.- me dijo jocosa al oído.

  • P-pero ya te he dicho que no hacía falta que...

  • tsssssschhh.Que te calles te digo. Ya sé que no hace falta... pero no me negarás este antojo que tengo... ¿Verdad?

Clara parecía pasárselo en grande manejándome a su antojo y, por qué no decirlo, yo también disfrutaba. La mano de Carla entonces superó el obstáculo que parecía suponer mi pantalón y se hundió en su interior para pajearme a conciencia.

Sus pechos, protegidos únicamente por la leve tela de encaje rosa de su sostén, se apretaban en mi espalda. Su mano se movía en mis pantalones. Su voz me susurraba palabras que no podía entender pero que me asemejaban a lasciva palabra de diablo y diablesa. Su mano traveseaba en mis pantalones. Su otro brazo, escabulléndose bajo mi cabeza me desabrochó la camisa del pijama y comenzó a acariciarme el pecho. Su mano traviesa iba arriba y abajo en mis pantalones. Su piel estaba caliente. Su mano me masturbaba.

  • Clara... si sigues así vas a hacer que me corra...- intenté murmurar lo más bajo posible para que Amparo, de la que nos separaba solamente una miserable pared, no me oyera.

  • Mejor... así luego durarás más.- me gruñió al oído con una voz increíblemente lasciva. La mano que me había estado acariciando el pecho ahora la sentía a mi espalda, entre Clara y yo, y el pensar dónde podía acabar, bajo qué braguita se había metido y el lugar que estaba tocando hizo que aguantar un solo segundo más fuera imposible.

Me corrí. Me corrí como si no fuera a volver a hacerlo o como si fuera la primera vez en mi vida que lo hacía. El semen escapó de mi verga y fue a parar a calzoncillos y pantalones mientras yo gemía como un animal herido.

  • Vaya, vaya...- suspiró Clara en mi oído...- venga, desvístete y empecemos la parte principal...

Me faltaron décimas en un segundo para responder a la orden dada por mi deseada casi-desconocida. En un instante, estábamos los dos desnudos.

Enviamos a las sábanas a los pies de la cama en un destierro eterno. En el país de mi colchón hoy sólo cabían dos y las sábanas contaban demasiados.

Clara desnuda, bañada por unas luces de de neón que entraban por la ventana y querían ser luz de luna, era una belleza inenarrable... la maja desnuda es un adefesio mojigato al lado del traje de Eva de esa mujer. Los pechos, que se ofrecían ante mis dedos como dos manantiales de caricias y calidez, encajaban por completo en mis manos, como hechos a medida. Clara me montó, mientras yo no perdía de vista ni de tacto esas dos montañas de carne que parecían anunciar a gritos un pasaje al mágico mundo del sexo.

Clara se introdujo mi verga (aún en erección, como en sus mejores tiempos), y yo me semi-incorporé para darme respuesta a la pregunta que estaba haciendo desde hacía minutos... "¿A qué saben los pezones de las diosas?". Ella comenzó a moverse, adelante y atrás, cabalgándome como la mejor amazona, al tiempo que mis labios y lengua se encargaron de escribir con saliva letras todavía no inventadas sobre sus pechos.

  • Mmmmmm...- gimoteaba ella.

  • No levantes la voz, que nos va a escuchar tu amiga...- intenté bisbisearle yo. Como única respuesta, Clara aumentó la velocidad de su cuerpo y el volumen de sus gemidos.

  • Te va a escuchar.- repetía yo, aún a sabiendas de que Clara no iba a hacer nada por remediarlo.

Aquello era un constante ir y venir. Pasaban los minutos y los gemidos de Clara (algunos fingidos, otros claramente no) cada vez eran más ostentosos. Cambiamos de postura. Se puso ella abajo y dejó que yo la penetrara sin piedad. Chocaban las caderas, gemía Clara y yo, de vez en cuando, para romper su monólogo de gemidos, le repetía aquello de:

  • Te va a escuchar...

Hasta que, en una de esas, Clara me atrapó inmovilizándome con sus piernas la cadera y con sus manos mi nuca y me atrajo todo lo que pudo a su cuerpecito delgado.

  • Calla y escucha.- me susurró pegando sus labios a mi oreja, con un hilillo de voz casi inaudible.

Obedecí, y pude escuchar otros gemidos apagados, amortiguados por la distancia y por una pared de un par de centímetros de espesor.

  • ¿Amparo?- murmuré, casi explicándoselo a la almohada, al ladito de la cabeza de Clara, que aún me mantenía encarcelado en la mejor jaula nunca ideada. La jaula de sus brazos y piernas.

  • Ahora vuelvo.- me dijo, desembarazándose de mi peso y levantándose de la cama.

  • ¿Dónde vas?- Las curvas de Clara brillaban, húmedas de sudor, a la luz de neón del anuncio de una finca cercana.

  • Tranquilo, ahora vuelvo.

Sin embargo, mi verga, dura, erecta y caliente, clamaba por una respuesta más completa. Pero ella no la iba a dar. Desnuda, atravesó la puerta y se perdió en la oscuridad del salón de mi casa. Silencio. Un susurro inaudible. Silencio.

  • ¡Clara!- gritó Amparo. Otro susurro.- ¡Ni de coña!

  • ¿Seguro que no?- la voz, ronca y lasciva, de Clara me llegó a los oídos con dificultad.

Un gemido. Aquello que sonó era un gemido de Amparo. Como los que había oído mientras ella se masturbaba, enardecida por oír a su amiga follar con un desconocido. Un desconocido que era yo.

La oscuridad y la soledad se compincharon unos segundos con el silencio en una trinidad que colmaba mi paciencia. Cuando ya estaba a punto de levantarme para buscar a la pareja de mujeres, aparecieron. Entraron a mi habitación, las dos, una desnuda y otra vestida, una morena y otra castaña, una bellísima y la otra también. Clara encendió la luz.

  • Creo que Amparo quiere sumarse a la fiesta...- rió ella mientras su amiga, avergonzada, sostenía su mirada gacha y sus mejillas sonrojadas.

Clara y Amparo. Amparo y Clara. Ellas y yo. Ellas. EllaS. Dos. Para mí. La excitación que sentí en ese momento es incomparable. Incluso yo mismo pensaba hasta ese momento que era imposible.

Un trío. Un trío. La palabra estallaba en mi mente y me enervaba la polla. Trío. Grupo de tres. Ella, yo y ella.

  • Venid...- ronqueé yo.

Clara comenzó a desnudar a Amparo. La camiseta fue la primera en anunciar a los cuatro vientos la generosidad de sus pechos, que luchaban por escaparse del sujetador blanco que los apresaba. Amparo no se movía, era un pelele avergonzado en manos de Clara, que con suavidad, desabrochó sus vaqueros y los hizo descender lentamente, mientras yo contemplaba la escena desde la cama.

Aquella imagen... Clara desnuda desnudando a Amparo... creo que ya es una fotografía que tendré toda mi vida en las retinas. Poco a poco, Clara fue desvistiendo a su amiga, hasta acabar dejándola vestida sólo con las braguitas... En ese momento le dije que se acercara.

Amparo no sabía muy bien qué hacer. Pienso que, si Clara no hubiera estado a su espalda, quizá habría salido corriendo. Pero, en vez de eso, caminó lenta y tímidamente hacia mí.

  • Túmbate en la cama...- le dije, golpeando el colchón a mi lado. Pude ver como, mientras tomaba sitio, sus ojos no despegaron la vista de mi polla que se mantenía erecta sin pudor. Tragó saliva, se mordió en labio inferior, y cerró los ojos tras tumbarse.

A su izquierda estaba yo. A su derecha se puso Clara. Yo traté de besar a Amparo en la boca, pero se resistió. Sólo en un principio. Luego fue abriendo suavemente la boca y dejó que mi lengua entrara a acariciar la suya. Mi mano descendió por su vientre y se sumergió bajo la leve tela de su ropa interior. No tardó en recibir la compañía de otra mano femenina. En un principio pensé que era amparo, pero pude divisar sus brazos laxos a ambos lados de su cuerpo.

Sorprendido, retiré la mano y dejé que Clara masturbara a Amparo. Separé mis labios del beso que habían construido y a Amparo se le escapó un suspiro. Observé a Clara. Arrodillada en el suelo, al borde de la cama, mamaba del pezón derecho de Amparo mientras sus dedos se marcaban bajo sus braguitas.

Está claro que las mujeres se entienden entre ellas sin problemas, porque Amparo no tardó en empezar a gemir quedamente, mientras yo me esforzaba en llenar de besos su nada despreciable cuerpo.

  • Clara... por Dios... no me hagas esto... me estás... me estás...- y bien porque no encontraba la palabra, o porque no existía todavía, Amparo desistió de seguir hablando y se centró en gemir llevada por los dedos de Clara que se metían bajo su ropa interior hasta que me decidí a terminar de desnudar a la belleza castaña.

Con parsimonia, bajé las braguitas hasta sus tobillos, desnudando el sexo de Amparo y los dedos de Clara que en ese instante eran uno solo. Al final, le saque la prenda completamente enrollada sobre sí misma y la tiré al suelo, a hacerle compañía al goteo de prendas que lo decoraban.

Clara aprovechó y se subió a la cama, colocándose sobre Amparo, con su boca a la altura de sus tetas y sus dedos sin detener un ápice el tratamiento de placer sobre Amparo. A cuatro patas, la visión que me ofrecía de su culo era imposible de desperdiciar, así que le di una sonora cachetada en las nalgas y me arrodillé tras ella.

Mi polla entró en su coño como el cuchillo en la mantequilla. Sólo que la mantequilla no gime, ni contrae sus músculos vaginales en agradecimiento, ni masturba a su amiga mientras me la follo.

Clara acompasó mis movimientos con los de su mano, como si quisiera trasladar a Amparo la follada que yo estaba llevando a cabo. Plas. Plas. El choque de nuestras caderas y el de la mano de Clara con el pubis de Amparo eran todo uno. Hasta que Amparo, quizá huyendo de la vergüenza de tener a su amiga masturbándola, quizá por los retorcimientos de su cuerpo a causa del placer, se fue alejando de la mano de su amiga, trepando sobre la cama. Pero, quién sabe, fue mejor el remedio que la enfermedad. El sexo de Amparo quedó al alcance de la boca de Clara y ésta no se lo pensó dos veces, hundió su cara en el pubis de su compañera y comenzó a lamerle el coño sin piedad, mientras yo me la follaba.

Amparo gemía. Clara gemía. Amparo gritaba. Acariciaba con pasión la melena negra de Clara mientras se removía bajo su lengua, lanzada en pos del clímax.

  • ¿Cómo come el coño tu amiga?- pregunté riendo, sin dejar de embestir a Clara.

  • No es mi amiga.- gruñó Amparo, tratando de rehacerse de sus gemidos. Tras un silencio de décimas de segundo en los que un gemido se cortó en su cuello, añadió.- Es mi hermana.

El mundo se pintó de rosa o del color más alegre que exista. Clara y Amparo no eran sólo amigas. Eran hermanas. Clara, comiéndole el coño, era hermana de Amparo. Amparo, gimiendo de placer por la lengua de Clara, era su hermana.

Hermanas. Me estaba follando a dos hermanas. Clara y Amparo. Hermanas. Eran hermanas. Clara parecía menor que Amparo. Me estaba follando a la hermana menor mientras ella le comía el coño a la mayor. Trío. Incesto. Se me pasó por la mente la visión de un tribunal eclesiástico juzgándome por mis pecados y yo, en el banquillo de los acusados, con una sonrisa de oreja a oreja, y pajeándome a la salud de las dos hermanas. Hermanas. ¡Qué palabra más bonita! Sobre todo, cuando tenía a las dos desnudas ante mí.

Amparo comenzó a gemir a más volumen, casi hasta llegar a gruñidos. Aún siendo tan poco armónico, no existe sonido más bello. Gritos, gemidos, blasfemias, el orgasmo de una mujer. Me corrí. Como si mi cuerpo no me perteneciera a mí, sino a Amparo y tuviera que correrme con ella. O, mejor aún, como si ninguno de nuestros cuerpos nos pertenecieran. Pertenecían a Clara y ella quiso llevarnos al orgasmo juntos. Me vacié por completo en aquel agradabilísimo coño. Uno, dos, tres, cinco chorros de semen descargaron nuevamente mis testículos.

Amparo no se quedó atrás... arqueando su cuerpo, con un grito que se cortó en el mismo momento en que se corría, como si flujo y grito no pudieran salir juntos, agarrando la cabeza de su hermana, llegó a un orgasmo total y poderoso.

Amparo quedó tumbada, desmadejada como una muñeca de trapo, tirada en la cama, mientras relámpagos de placer aún la hacían contraer los muslos.

Clara se despegó de mí y se tumbó al lado de su hermana, sonriendo de satisfacción.

  • Bien hecho...- nos dijo sonriendo. Yo miré a su hermana y la sonrisa fue general.

  • Esto todavía no ha acabado.- le susurré, tumbándome a su izquierda, en un trocito de cama que quedaba desierto.

  • Es verdad...- murmuró Amparo, y su voz era un torrente de perversión.- Que a mí me gustaría probar la leche de Mario...

Clara mudó el gesto a uno de sorpresa, pero luego, mientras su hermana se incorporaba sobre ella, su sonrisa volvió, cada vez más grande, hasta que la enterró un beso mío. Yo y Clara nos besábamos mientras su hermana le abría las piernas y acercaba su boca al sexo de Clara, que desbordaba un hilillo de semen.

Las manos de Clara se posaron en mi cabeza y en mi culo. Cuando por un instante pareció que quería clavarme sus dedos en el cuerpo, supuse que Amparo había empezado su peculiar batalla con el clítoris de su hermana.

Amparo sabía comer coños. Eso quedó claro. Clara se removía, envuelta en gemidos de placer, luego que mi boca hubiera dejado la suya para centrarse en su pezón derecho. Hermanas. Saliva y flujo hermanos se estaban uniendo allí abajo, en el sexo de Clara, con mi semen.

El orgasmo de Clara no se hizo de rogar mucho. Llegó como llegan las mejores noticias. A gritos y sin avisar. A lo grande.

Tras un obligado descanso, volvimos a la acción. Me follé a Amparo mientras ellas hacían un 69. Clarita me ofreció su culo. Amparo lamió el mío mientras me follaba a su hermana.

Follamos como reyes. Como jodidos reyes. No sé qué hora de la madrugada sería cuando decidimos entregarnos, por fin, en brazos de Morfeo. Nos dormimos abrazados, desnudos, yo en el centro de esas dos maravillosas hermanas. Jamás he tenido un dormir ni un despertar más agradable.


Mi mirada no deja de pasear de mi sonrisa en el espejo al reflejo de las dos hermanas desnudas y dormidas sobre la cama. Brillan los dos cuerpos. Ya son altas horas de la mañana. Quizá debería despertarlas. A lo mejor, me consuelan con un polvo de despedida.

"Atrévete" me digo.

Y me atrevo.