Russell 3. Perversión en el asilo

Russell desata toda su degeneración en una residencia de la tercera edad.

La vida que llevaba Russell le encantaba. Por fin era libre, no se sentía atado a ninguna mujer y podía llevar a cabo todas sus perversiones. Era simplemente feliz. Patricia había tenido el niño, y desde ese momento dejó de atraerle, aunque estaba pensando en follarla una última vez para dejarla embarazada otra vez, y poder disfrutar de nuevo de ella. Mientras tanto, y mientras encontraba alguien con quien descargar todas sus ganas de perversión, se distraía con sus contactos de Internet, chicas muchas de las cuales seguían bajo su dominio y acatando sus órdenes.

Un día, y debido a su trabajo, tuvo que ir a un asilo cercano para llevar unos papeles al administrador. Llegó pronto, por la mañana, y mientras esperaba a que le atendieran, dio una vuelta por el centro. Se trataba de una residencia de ancianos, un edificio de tres plantas, rodeado de jardines. Un lugar bonito y limpio por dentro, aunque el ambiente le deprimía un poco. Dio un paseo por los jardines, con árboles que daban sombra sobre bancos y sillas repartidas por toda la zona. La verdad es que era un lugar muy agradable. Había gimnasio y sala de rehabilitación, sala de juegos y televisión, y la comida decían que era bastante buena, incluso había una piscina.

Russell recorrió los pasillos, fijándose en los ancianos que vivían allí. Había de todo, desde algunos a los que se veía en buen estado, y que seguramente vivían allí porque se lo podían permitir y porque quizá no tuvieran otro sitio mejor donde vivir, y allí al menos tenían compañía, hasta viejos a los que les era imposible valerse por sí mismos, siempre bajo la atenta mirada y ayuda de los celadores y las enfermeras.

En ese momento la mayoría de los residentes ya habían desayunado y tomado sus respectivas medicaciones, y se habían repartido entre el jardín y la sala de lectura. Russell se asomó a una de las habitaciones vacías. Era espaciosa y parecía cómoda. Como una habitación de hotel sin lujos, una cama, un armario, una mesa y un par de sillas, un sillón, un televisor, aire acondicionado, calefacción. Pero se fijó en un detalle que llamó su atención. Todas las camas tenían correas a los lados, a la altura de los brazos y los tobillos. Hasta ese momento no había sentido nada en ese lugar, pero en cuanto vio las correas, su mente empezó a fantasear con todas las posibilidades que eso conllevaba.

Se dirigió a la sala de lectura y se fijó en los residentes, o mejor dicho en las residentes. Viejas de todo tipo poblaban la sala, todas ancianas, decrépitas, algunas en mejor estado que otras, pero todas ellas con mayores o menores problemas de salud de todos tipos. Se fijó en los cuerpos arrugados y llenos de granos y manchas, en las pieles resecas, en las manos temblorosas, aquello no le producía el menor deseo, pero no podía quitarse esas correas de la cabeza.

Entonces se fijó en una anciana. Estaba sentada en un sillón, leyendo una revista. Era delgada, con el pelo ralo y plateado, labios finos pintados demasiado exageradamente, una cara arrugada y vieja, fina, con la nariz aguileña. Sus brazos y piernas eran muy delgados, y también llevaba las uñas pintadas, del mismo rojo que los labios. Llevaba una blusa blanca bajo la que se insinuaba un sujetador que marcaba unas tetas picudas. Imaginaba que sin el sujetador, caerían flácidas, como globos deshinchados, pero mirándola ahora, aquellos picos le empezaron a atraer de una forma que casi no se explicaba. Llevaba falda y sus rodillas y piernas quedaban al aire. Al menos las medias disimulaban la fealdad de sus piernas, sus varices, sus manchas.

Se sentó a su lado casi sin pensarlo y la saludó. Ella se quitó las gafas con las que leía la revista y le devolvió el saludo educadamente. Russell le explicó quién era, y que estaba esperando que el administrador le atendiera, y que entre tanto estaba dando una vuelta por la residencia. La mujer se presentó, se llamaba Rebeca, y le habló de la vida en la residencia. Era una mujer altiva, con cierto aire de superioridad, pero Russell había conocido en su vida a muchas mujeres de ese tipo, eran sus preferidas para someter, había llegado a la conclusión de que cuanto más engreída era una mujer y con más desprecio tratara a los demás, más en el fondo deseaba que la demostraran que era una puta sumisa, ansiando ser dominada por un hombre.

La conversación era agradable, Rebeca era simpática a pesar de esa apariencia de mujer fría, pero Russell no estaba muy seguro de lo que esperaba conseguir de todo aquello. Al final le comunicaron que el administrador le atendería en ese momento, y Russell se fue. Cuando terminó, y antes de irse, se despidió de Rebeca, y sin pensar lo que decía, le aseguró que volvería a visitarla.

No sabía por qué había dicho eso, pero pasó dos días en su casa dándole vueltas en la cabeza a las correas que había visto en las camas, y a Rebeca, y al final, una tarde cogió el coche y se fue de nuevo a la residencia. Encontró a Rebeca sentada en una silla en el jardín, sola, a la sombra. Se sorprendió cuando oyó que Russell la saludaba, y aunque no sonrió, sus ojos delataban que se alegraba de verle. Charlaron un rato sobre los temas más triviales. Ese día Rebeca llevaba otra blusa, de otro color, y sus picudas tetas empujaban la tela tanto como la primera vez. Russell se las miró, alguna vez con disimulo, otras queriendo que ella se diera cuenta, quería saber cuál sería su reacción. Hubo un momento en que Rebeca pareció que se sentía incómoda, pero no hizo ningún comentario, y pasado ese primer impulso, más debido a la sorpresa, empezó a coquetear muy sutilmente con Russell.

Russell comprendió los signos y las señales claramente. Aquella vieja de más de ochenta años seguramente llevaría varios lustros sin sentir un hombre junto a ella, y desde luego estaba claro, que pese a su edad y su imagen de mujer rígida y conservadora, tenía tanta necesidad de sexo como cualquier otra mujer. Lo que Russell quería comprobar era si sería capaz de satisfacerle como a él le gustaba. Esta vez se despidió dándole dos besos, se pegó a ella para sentir en su pecho sus tetas. Rebeca lo notó, y pegándose aún más a él le susurró en qué habitación se alojaba.

Esa noche Russell estuvo inquieto, nunca se había acostado con una mujer tan mayor, sí con alguna madura, pero desde luego no con una anciana, y estaba nervioso, pero al mismo tiempo muy excitado. Había visto alguna película o algún video en Internet en el que uno o más chicos jóvenes follaban con una anciana, y reconocía que, al menos en el video, tenía cierto morbo. Pensó en las picudas tetas de Rebeca y se frotó la polla casi sin darse cuenta imaginando que se las chupaba y apretaba. Estaba decidido, después de masturbarse fantaseando con Rebeca, se puso a pensar cómo podría montárselo con ella y llegó a la conclusión de que la mejor forma era colarse dentro de la residencia y pasar toda la noche en su habitación. Al día siguiente fue de nuevo a la residencia pero esta vez no tuvo tiempo de ver a Rebeca, su objetivo esta vez era una de las tarjetas que los celadores llevaban colgadas de la bata. La encontró en una sala pequeña que no estaba cerrada y por supuesto no tenía vigilancia, ¿quién iba a robar en una sala de celadores de un asilo?

La noche siguiente estaba listo. Había comprado un uniforme igual al que llevaban los celadores del asilo, había escrito su nombre en la tarjeta, y si alguien le preguntaba sería fácil hacerse pasar por un celador nuevo para el turno de noche. Cuando cerraron la verja de entrada, salió del coche y saltó el muro. Eran las 23.50 y a esa hora ya todos los ancianos estaban en sus respectivas habitaciones. Russell encontró una puerta de servicio abierta y entró en el edificio. Todo estaba oscuro, salvo la sala de las enfermeras y el cuarto de los celadores, y la sala de recreo, donde algunos empleados veían una película.

Sigilosamente recorrió los oscuros pasillos, subió a la segunda planta y encontró la habitación de Rebeca. Se quedó quieto escuchando. No se oía nada. Probó la puerta; estaba abierta, la abrió y entró. La habitación estaba en penumbra y no se oía nada; lentamente sus ojos se fueron habituando a la oscuridad y entonces empezó a distinguir las cosas. La cama estaba a la derecha de la puerta y Rebeca estaba acostada boca arriba, tapada apenas con una sábana, llevaba un camisón rosa de tirantes, el ralo pelo lo tenía un poco revuelto y su boca tenía una extraña expresión, al mirar la mesilla de noche, vio un vaso con líquido y una dentadura postiza dentro. Por un momento Russel sintió asco, pero en seguida empezó a excitarle la idea de que se la chupara una boca sin dientes, eso sí que sería algo nuevo y excitante.

Con sigilo se acercó a la cama, comprobó que Rebeca dormía plácidamente y que la cama contaba con todas las correas de protección. Apartó la sábana que tapaba a Rebeca y la dejó en el suelo. Se desnudó y se quedó contemplándola mientras se masajeaba la polla lentamente. Se encaramó a la cama y consiguió acercarle la polla a la boca, se la pasó por los labios y en ese momento Rebeca abrió los ojos.

La sorpresa y el miedo que se reflejaron en sus ojos fueron indescriptibles. No reconoció a Russell, sólo vio una sombra informe encima de ella, y algo húmedo y duro frotándose contra su boca. Quiso gritar, pero Russell forzó la polla contra sus labios y se la medio introdujo dentro de la boca. Por fin Rebeca le reconoció, y entonces se tranquilizó, después de todo, eso era lo que había deseado, aunque quizá no de esa manera. Lentamente abrió la boca y dejó que la polla de Russell entrara dentro. Russell sintió las encías de Rebeca acariciando su polla, su boca mojada y caliente y sin dientes era lo más morboso que hubiera hecho nunca, su boca era todo saliva y blandura, ninguna dureza, y su lengua se movía como una serpiente alrededor de su miembro. Aquella vieja parecía chuparla mucho mejor de lo que hubiera imaginado, o quizá sólo eran las ganas que tenía de estar con un hombre. La mamada fue tan satisfactoria para Russell, que decidió no aguantarse, además tenía toda la noche por delante para jugar con ella, así que la cogió de la cabeza con las manos y le folló la boca hasta acabar dentro de ella. La respiración agitada de Rebeca le excitó, la vieja no había dicho una sola palabra en todo el rato, ahora sólo respiraba con dificultad, hasta que Russell se salió de ella, aún con la polla goteando, y contempló la boca sin dentadura de Rebeca, llena de semen. La vieja lo tragó todo y se relamió.

Russell ató a Rebeca con las correas, mirando de reojo gotas de semen que le caían por las comisuras de la boca. Después de atarle las muñecas y los tobillos, le rasgó el camisón, llevaba sujetador y bragas blancos. Nunca se imaginó que una anciana pudiera excitarle tanto. Allí la tenía, con la boca manchada de semen, las tetas picudas bajo el sujetador apuntando al techo, la carne flácida, la piel arrugada, llena de manchas y granos, delgada, pero lujuriosa. Le quitó la ropa interior, olió las bragas, pero no le gustó, se las metió en la boca sin dientes. Observó su coño y el enorme mechón de vello púbico que lo coronaba y que le daba un aspecto realmente desagradable. Ella le miraba todo el rato sin hablar, con aprensión y ansiedad y deseo. Se echó sobre ella, sobre los pezones de esas tetas picudas que tanto le excitaban, y se los mordió hasta hacerla saltar las lágrimas; Rebeca intentó gritar, pero no pudo con las bragas en su boca, sólo consiguió emitir un ronco gemido, movió los brazos y las piernas, pero se dio cuenta que las correas era muy fuertes y resistentes, no podía soltarse.

Russell siguió mordiendo, apretando los dientes, los soltó y pasó a sus tetas, que mordió con la misma intensidad, hasta que las marcas de los dientes quedaron grabadas en su blanca carne. La polla la tenía otra vez dura, y sin dejar de morderla, la penetró, luego la soltó las tetas y se las agarró y apretó con las manos, clavándole las uñas mientras la follaba con violencia. Su coño estaba seco, pero pronto empezó a humedecerse. La cama crujía ante las envestidas de Russell, y sin dejar de follarla, la soltó las tetas para poder abofetear su cara.

La orgía de sexo y violencia tenía a Russell en éxtasis, disfrutando como un demente de cada segundo, mientras Rebeca era un mar de contradicciones, pues la violencia en el sexo era algo totalmente nuevo para ella, mientras que el gusto que sentía en su coño hacía años que no lo sentía. Russell esperó hasta que Rebeca se corrió, y en ese momento se salió de ella. Le sacó las bragas de la boca y contempló cómo gemía babeando, tenía la cara roja por las bofetadas, y lágrimas caían por sus mejillas por la violencia y el dolor de sus tetas, pezones y cara. Le soltó las correas y le dio la vuelta, para atarla nuevamente, pero ahora boca abajo; ella se dejaba hacer sin protestar ni rebelarse. La separó las nalgas con las manos y la introdujo un par de dedos en el ano para comprobar su estado.

Rebeca gimió de dolor al sentir los dedos introducirse en su ano sin delicadeza. Russell lo notó estrecho y se preguntó si alguna vez la habrían enculado. Se los metió todo lo que pudo, los sacó y metió tres dedos, y con ellos se puso a follarla con fuerza para conseguir dilatárselo todo lo que pudiera. Rebeca estaba tumbada boca abajo, con muñecas y tobillos atados a la cama, la cabeza apoyada en la almohada y dada la vuelta, la boca abierta gimiendo de dolor y aguantándose las ganas de gritar, de modo que la almohada estaba toda llena de babas. Russell comprendió que sería muy difícil evitar que gritara, y aunque eso le excitaría muchísimo, no quería que les oyeran, vinieran los celadores, descubrieran lo que estaba pasando y les echaran de allí, así que cogió sus calzoncillos y se los metió en la boca con fuerza.

Ahora, sin miedo a que gritara, redobló la violencia con la que la follaba con los dedos, más y más fuerte y cada vez más rápido, mientras con la otra mano la azotaba duramente las nalgas. Vio que sobre la mesilla de noche había un frasco de algún tipo de crema, lo cogió, contempló sus nalgas rojas y la cara de sufrimiento y se puso a untarle la crema dentro del ano. Lo hizo de nuevo con los dedos, metiéndola poco a poco dos, tres cuatro; el ano se iba dilatando cada vez más. Se colocó de rodillas entre sus piernas abiertas, le separó las nalgas y le fue introduciendo la polla hasta llenarla por completo y quedar tumbado sobre ella. Rebeca abrió los ojos como platos cuando aquel pedazo de carne se introdujo por completo dentro de sus entrañas y quiso gritar con todas sus fuerzas, pero el calzoncillo se lo impedía, sólo era capaz de emitir gemidos y jadeos sofocados por la tela.

Russell la folló sin contemplaciones, con dureza, disfrutando del momento de romperle el culo a una vieja, algo que jamás hubiera imaginado que le pudiera producir tanto placer. Finalmente se corrió, pero no se salió de ella hasta que no echó dentro hasta la última gota de semen. Se quedó mirándola el culo, del que goteaba su semen con un ligero tono rojizo, pero quería más, mucho más, así que volvió a meterle cuatro dedos, vio que ahora sí le cabían cinco; después de follarla, le había quedado el ano muy dilatado. Tenía la mano empapada, se la contempló y la pasó por la cara de Rebeca, manchándolo la cara, el pelo, con su semen extraído de su propio ano. Cerró el puño y empezó a penetrarla con él. Los ojos de Rebeca querían salírsele de las órbitas, mientras el puño de Russell se abría paso lentamente dentro de su ano, que se iba dilatando al máximo de sus posibilidades.

Tras follarla un rato así, hizo lo mismo con su coño, que notó totalmente empapado. Se dio cuenta que la zorra de la vieja se había corrido otra vez, seguramente mientras la follaba el culo con la polla. El puño entraba y salía con violencia hasta que Russell paró, porque estaba agotado, se tumbó sobre Rebeca para que sufriera todo el peso de su cuerpo sobre ella, y le sacó el calzoncillo de la boca para que le chupara el puño. Rebeca sacó la lengua tímidamente, pero acabó chupándole el puño con deleite.

Russell decidió soltarla, y se quedó fumando un cigarrillo sentado en el frío suelo apoyado contra la pared, aunque estuviera totalmente prohibido fumar allí dentro, pero era algo que no le preocupaba en absoluto, mientras observaba cómo Rebeca casi no se podía mover del dolor que sentía en todo su cuerpo, vio cómo su cuerpo se había relajado, y una mancha de fluidos corporales se iba extendiendo lentamente por toda la sábana. Finalmente se levantó y se vistió, se acercó a Rebeca y la besó en la boca, sintiendo las encías sin dientes, ella le devolvió el beso con las mismas ganas. La dejó allí, desnuda, sucia, dolorida, recuperándose de la experiencia más salvaje de sexo que había tenido en toda su vida.

Con su uniforme de celador y su tarjeta, salió al pasillo; seguía oscuro y vacío. Volvió por el mismo camino y salió del edificio por la misma puerta trasera. Ya en el coche, echó un último vistazo a la residencia. La verdad es que follar con aquella vieja había sido divertido, bueno, para él sí, para ella había sido sufrimiento, pero eso era lo que le ponía. Podría hacerle otra visita un día de estos, y ¿quién sabe?, quizá había más viejas allí dispuestas a ser sometidas.