Rumbo al éxito, Libro I

Las peripecias de unos productores musicales que deciden montar un grupo de chicos para lanzar el "gay power" al estilo del "girl power" de las Spices Girls. Contiene el Capítulo I: La idea y la primera parte del Capítulo II: La semana de selección (lunes y martes). Léelo con calma.

I.La idea.

De vez en cuando, el mánager musical Alberto Tuñón, un musclebear cuarentón y velludo, despertaba como esta mañana, en una cama que no era la suya pero que no le era ajena, con agujetas en los muslos, el pene escocido y un agudo dolor de ojos.

Se incorporó sobre las sábanas. Los cuerpos desnudos de dos chicos que habían triunfado, pocos meses antes, en un popular programa televisivo de imitaciones, yacían a su lado. Habían mantenido una reunión para analizar cuál debía ser el siguiente paso en sus respectivas carreras. Como la reunión se alargaba y ninguno de los dos era de Valencia, les propuso terminarla en el hotel.

La habitación era la 274 del Gran Hotel Tyrius, en la Gran Vía Fernando El Católico. Siempre que acudía al hotel preguntaba si no estaba ocupada. Era su habitación de la suerte. Además, no necesitaba dar explicaciones para que la cargaran a la cuenta de Raúl González Belencoso, su socio capitalista y amigo.

Raúl pagaba sin preguntar. Tenía asumido que los artistas eran así.

En esta ocasión, además, la pagaría con gusto. Porque, mientras se los follaba, se le había ocurrido la idea que iba a convertirlos en ricos en pocos años.

Los chicos dormían a su lado, profundamente, con las nalgas al aire. Un flash de ambos lamiendo su grueso miembro le vino a la mente. Con cuidado, para no despertarlos, se levantó de la cama. En la butaca, junto a las cortinas que tapaban las ventanas, había dejado su traje al desnudarse. Cogió el bóxer y entró en el baño. Cuando se vio el rostro en el espejo, vio que no hacía tan mala cara, a pesar del cansancio y de la boca pastosa. Aún tenía cuerda para las juergas.

Tras asearse, se terminó de vestir. Del bolsillo de la americana, extrajo un bolígrafo. En el reverso de la encuesta de satisfacción de la mesita, escribió una breve nota: gracias por la cena, pensaré en vuestra carrera, la habitación está pagada, estaremos en contacto.

Después se marchó.

En su casa, usó el Listerine que tanto había echado de menos en el hotel. Luego, envió un whatsapp de voz a Andoni, su socio musical: te espero en la cafetería de los estudios, llego en lo que acabe de ducharme, tengo una idea que nos hará ricos.

Andoni, en realidad, se llamaba Antumi Divendu Jones. Era un negro guineano alto, flaco, de pectorales amplios, a quien, de manera natural, todo el mundo había acabado llamando Andoni. Esta evolución de su nombre causaba un efecto generalizado de curiosidad: ¿cómo un negro con nombre vasco había acabado de productor musical en Valencia?

Antumi respondía, con humor, que los vascos nacen donde quieren y del color que quieren. Era una frase hecha que la mayoría acogía con una sonrisa. Solo quien, por alguna razón, rechazaba el regate, mostrando un interés genuino en su persona, era a quien contaba su historia:

Siendo un crío, Antumi había llegado a las costas del Golfo de Cádiz en una patera. Al ser menor de edad sin familiares conocidos, fue acogido por los servicios sociales andaluces. El chico estudió sin causar ningún problema. Con dieciséis años, durante una fiesta en la casa tutelada de Cruz Roja donde vivía, los voluntarios empezaron con la broma de ver cuántos tacos conocía en español. De ahí, la chanza pasó a palabras más inusuales. Cuando uno de ellos, un treintañero musculoso con el que había conectado desde el primer día que se conocieron, le explicó lo que era un aldabón, casi se le atraganta el tequila de la risa.

Esa noche, mientras se lo follaba, bautizó su negra polla como el aldabón de su entrepierna porque era dura como el hierro y porque, convenientemente utilizada, sabía que podía abrirle muchas puertas.

Dos años después, cumplidos los dieciocho, encontró la forma en que su aldabón las abriría en el mundo real. Otro chaval, también guineano, le convenció de que utilizara internet para ganarse la vida, como él hacía. Andumi se anunció para caballeros solventes y jóvenes inexpertos, a los primeros por dinero y a los segundos por el placer de degustar un cuerpo nuevo cada día, aunque tampoco se lo hacía gratis. Con lo que ganó por sus servicios sexuales, se costeó sus estudios de música y composición. Pronto empezó a colaborar como percusionista en grupos locales. Además, gracias a los estudios y a un par de aldabonazos bien dados, consiguió ser contratado en un estudio de grabación, donde, ya como Andoni, conoció a Alberto Tuñón. Su común interés en los culos de blanquitos flacos les unió en una amistad que fraguó una sociedad encargada del lanzamiento de artistas noveles.

Mientras compartían café y tostadas de tomate con jamón en la cafetería de los estudios de grabación, Alberto le planteó la idea.

—Mira, en el noventa y cinco salieron las Spice Girls, ¿te acuerdas?

—¿ Norenta y sinco ? —dijo el guineano con su acento africano—. ¿Tanto ya?

—Las sacaron —continuó el musclebear, ignorando su pregunta— porque había una explosión de grupos masculinos copando las listas de éxitos. Los Backstreet, Thake That, Boyzone...

—Westlife, Five... Mi acuerdo.

—En ese contexto, se les ocurre inventar el girl powery ¡boom! ¡El gran fenómeno musical femenino de los noventa! Una carrera no muy larga, pocos discos de mucho éxito, merchandising a saco. Ropa, perfumes, películas, muñecas... Pasta para parar un tren.

—¿Tú qué quiere haser, Alberto?, ¿los Spice Boys? ¿Tú cree que el mercaro lo nesesita ?

Alberto llamó al camarero y pidió dos zumos de naranja.

—Spice Boys, no —dijo, masticando deprisa por el entusiasmo—, ¡Spice Gays! ¿No lo ves? Es la misma situación, solo que en heterosexualidad. El mercado necesita un grupo que relance el gay power, con el rollo que lleva Adam Lambert. Piénsalo. ¡Un grupo para hispanos con su actitud!, ¡es eso! Nadie lo ha hecho aún, Andi, ¡seamos los pioneros! Si convencemos a Raúl para que ponga la pasta, en tres meses tenemos el grupo montado.

—Si consiguimos que triunfen —dijo Andoni—, nos foramos toros . Pero, ¿y si no?

El camarero trajo los zumos. El guineano se bebió medio vaso del suyo de un trago.

—Si en un año no triunfamos, le producimos a cada chico un single en solitario, les buscamos unas verbenas de pueblo y Raúl recupera su dinero.

—Aire frisco en el mercado, poco riesgo de money y chicos guapos... Mi gusta la idea, mi pone duro mi alrabón —dijo, agarrándose el paquete sobre el pantalón de su traje de tergal.

Tras el desayuno, pasaron el resto de la mañana en un despacho, planificando sobre un cuaderno una carrera musical de cinco años: decidieron emular a las Spice con tres discos de canciones inéditas (que contendrían la versión de algún himno gay), uno más navideño y uno de grandes éxitos con gira de despedida final. En medio, colaboraciones con productores o cantantes de moda (anotaron los primeros cuatro o cinco nombres, con los que podían empezar a contactar para tantearlos). No más de tres por año, según permitan las giras.

Un grupo musical joven, moderno, abiertamente gay, que se tome las polémicas de las redes sociales con humor. Cuatro chavales divertidos, carismáticos, que acojan bajo su seno a toda una generación huérfana de referentes o desencantada con los de las anteriores. Que jubilen a las Mónica Naranjo, Alaska y compañía, y, encima, lo hagan con gracia.

Con el concepto definido, ambos socios se pusieron manos a la obra.

En dos días tenían listo el dossier propuesta que enviaron a Raúl González, el socio al que debían convencer para subvencionar el lanzamiento.

Raúl llevaba un año con liquidez, buscando una inversión segura. Conocía a los dos productores de otras propuestas que no siempre habían salido todo lo bien que habían planeado, pero que habían sabido solucionar creando planes alternativos, según las habilidades de cada artista.

Así fue como, por ejemplo, consiguieron rentabilizar las carreras casi acabadas de ciertas cantantes, cuyos últimos discos habían sido un fiasco: reconduciéndolas hacia el mundo de la televisión y los musicales teatrales. Con lo que él, aun con esas carreras frustradas, había recibido el correspondiente porcentaje de beneficio pactado por contrato.

A Raúl, esa capacidad de adaptación que demostraban Alberto y su amigo, al que, a sus espaldas, se refería como «el negro» (por alguna razón, no acababa de congeniar con él), le gustaba. Reconocía que juntos trabajaban bien. Eran una garantía.

Le pareció una inversión segura. Si el grupo no triunfaba, tendría cuatro oportunidades de recuperar su dinero. El arte musical le importaba, sí, relativamente.

Tras leer el dossier, Raúl les envió un contrato tipo con el apartado de las cifras cumplimentado. Un veinte por ciento anual durante cinco años más la devolución del capital íntegro era la base sobre la que siempre negociaba. Los mánagers le bajaron al quince más el alquiler por tres meses de La Barraca. Raúl aceptó. Ya contaba con ambas cosas.

La primera decisión de los nuevos mánagers, copiando la táctica utilizada para formar a las «chicas picantes», fue poner un anuncio en páginas online especializadas, con un correo electrónico de contacto. En el caso de ellas, fue en una revista en papel, pero el resultado fue el mismo. Las solicitudes de futuras estrellas tardaron minutos en llegar.

Durante seis semanas, auditaron a cientos de jóvenes que, deseando emular a sus ídolos nacidos bajo las productoras de televisión, se dejaban la piel en lucirse con un par de canciones ante los dos hombres.

De entre todos esos candidatos, Albert y Andoni preseleccionaron para el grupo a doce chicos.

Para otras cosas, seleccionaron a muchos más.

Un viernes a mediodía, tras la última audición, Alberto telefoneó a Raúl. Le explicó que la preselección estaba hecha y le invitó a que durante la siguiente semana se pasara por las oficinas para conocer a los elegidos.

Cada día de la semana, los chavales se enfrentaron de nuevo a otra prueba, delante de los tres hombres. Les hicieron cantar canciones de diferentes estilos, bailar distintos ritmos y un fotobook, de cara y en ropa interior, para comprobar si daban bien en cámara. Dicha sesión fotográfica fue dirigida personalmente por Andoni, con cuya mano se tapaba el aldabón, que no dejaba de pedir guerra ante tanto estímulo visual. Miraba las fotos que se descargaban automáticamente en el ordenador, pedía alguna más de los pectorales, la espalda, las nalgas... Cada nuevo click de las cámaras era una punzada añadida de gusto, cada chico nuevo que aparecía en el set en bóxer o speedo le suponía un viaje al baño, a limpiarse una agüilla que no dejaba de manar de su sexo. No le importaba que estos fueran, a priori, intocables. Seguía siendo el mejor trabajo del mundo.

Pensando en el mercado, habían dividido a los candidatos en distintos roles, que deberían adoptar siempre que estuvieran en público: del lunes al jueves, desfilaron los aspirantes que debían desempeñar el rol de caballero o gentleman, chico malo o bad boy, el gordito gracioso y el guapo sensible.

El viernes, entre los tres, iban a decidir quiénes se incorporaban definitivamente al proyecto.

Sin embargo, esa reunión tuvo que posponerse. Como una señal del cielo, Raúl recibió una llamada de Marshall, un productor afroamericano afincado en Miami, con unos bíceps como balones de la NBA. Se había enterado, por uno de esos cuatro o cinco nombres de moda con los que habían contactado, que estaban preparando el lanzamiento. Les mostró su interés, puesto que estaba buscando un grupo español para invertir. Con sus contactos en las principales cadenas de televisión latinas, el lanzamiento en todo el mercado hispanoamericano estaba garantizado.

El domingo, Marshall aterrizó en el aeropuerto de Manises y el lunes, junto a Albert y Raúl, estaba repescando a chavales con perfil latino para incorporar a uno al proyecto, como quinto miembro del grupo.

Andoni no estuvo presente en el casting. Su ausencia fue determinante para el futuro del quinto chico. Pero no nos adelantemos.

Con el quinteto definitivamente formado, empezó la segunda fase.

II.La semana de selección.

Como buen inversor, Raúl González había aprendido a gestionar el binomio gasto / riesgo. Para minimizar el primero, la parte que podía controlar, había adquirido una pequeña casita de campo, en cuyo sótano había montado un estudio de grabación, básico pero profesional, que alquilaba por semanas a cualquiera que quisiera grabar sus canciones en un entorno tranquilo.

A esa casita, que contaba con tres habitaciones, dos baños y una sala de musculación (por su tamaño, no se le podía llamar gimnasio), la había bautizado como La Barraca.

Carlos, el aspirante de brazos tatuados que debía empezar a actuar como un chico malo, y Jordi, el gordito gracioso, fueron los dos primeros en recibir la buena noticia en las oficinas de Alberto.

Lunes.

Tras los cristales oscuros de sus gafas de sol, Alberto condujo la furgoneta hasta La Barraca. Los dos chicos iban en el asiento trasero, en silencio, no tanto por el hecho de acabarse de conocer, sino porque la cercanía de Alberto, a quien consideraban el jefe, les imponía respeto.

En la puerta de la casa les esperaba Raúl. Con no mucho interés, se la enseñó y les dio un juego de llaves a cada uno, con la condición de cobrarles cien euros si lo extraviaban. Después, se marchó en su coche.

Alberto aguardó, resguardados sus ojos de la luz solar, dentro de la furgoneta. Cuando salían, accionó la palanca bajo el volante y el portón del maletero se abrió.

—Habéis tenido suerte —les dijo, cuando el socio inversor se hubo marchado—, al ser los primeros podéis escoger habitación. A lo largo de la semana se van a incorporar los demás.

—¿Cuántos vamos a ser en total? —preguntó Carlos, sacando su trolley del interior—. Porque solo hay tres habitaciones.

—Al final, cinco. Vais a comer, cagar y follar juntos los próximos años. Os vais a ver más que a vuestros propios padres, así que vais a tener que aprender a compartir. Otra cosa —dijo el mánager, saliendo del vehículo—. Todas las mañanas a las diez en punto os haremos una videollamada. Os pondremos al día de cómo avanzan los planes. Si todo va bien, empezaréis muy pronto a ensayar.

El gordito sacó su maleta.

—¿Cómo nos vamos a llamar? —preguntó—, porque yo aún no lo sé.

El manager cerró el maletero de un portazo.

—Barajamos dos o tres nombres, ya os lo comunicaremos. De momento, hoy tenéis el día para vosotros. Tenéis comida en la nevera y tumbonas arriba, en la terraza. Una señora vendrá un par de horas a limpiar y cocinar. Se llama Rosa. Es muy maja. Tiene orden expresa de chivarse de cualquier cosa rara que vea.

—Para vosotros, ¿qué son cosas raras? —siguió gpreguntando.

Montó de nuevo en el coche, bajó el cristal de la ventanilla y, tras sus cristales oscuros, respondió:

—Orgías, drogas... Las cosas raras son raras aquí y en la China —el manager se quitó las gafas de sol y continuó, en tono paternal: —Mirad, chicos. Vamos a poner mucha pasta en vosotros. No nos gustaría descubrir que elegimos a unos niñatos caprichosos. Cuando se apaguen las luces del escenario, se apagará vuestra estrella. Entonces, tocará currar y apoyar al equipo al máximo. A todo el equipo. Eso es lo que somos, un equipo de currantes de la música, y así os lo tenéis que tomar. Si lo hacéis bien, os haremos ricos. Pero, repito, en el proyecto no caben niñatos ni toleraremos egos caprichosos. En los negocios, como en la mafia, el dinero está sobre las personas. ¿Capisci? —Alberto volvió a ponerse las gafas tintadas y encendió el motor—. Os enviaremos los contratos a vuestro correo para que los leáis. Caminad por los alrededores, llamad a casa... Charlad un poco y os conocéis. Pasad el día relajados. Os llamaré mañana a las diez. ¡No os durmáis!

Ambos chavales vieron la furgoneta desaparecer levantando una nube de polvo tras ella. Luego, cargando cada uno con su maleta, entraron en la casa y cerraron la puerta de la verja.

Entraron en las que habían decidido que serían sus habitaciones. Deshicieron el pequeño equipaje y guardaron la ropa por los cajones. Se habían acomodado en dos dormitorios contiguos.

Jordi subió a la terraza, a tomar el sol, escuchando música con los auriculares inalámbricos conectados al móvil, mientras Carlos decidió ir al pequeño gimnasio para ver con qué equipamiento contaba.

La terraza estaba dividida en dos mitades: una era una especie de caseta alta, con una puerta metálica, y la otra el solarium propiamente dicho, donde habían puesto tres tumbonas, cada una con su parasol. Entre ellas, mesitas de plástico.

El día era bueno. No había ni una nube en el cielo. La brisa atenuaba el calor, creando una sensación térmica algunos grados más baja.

Jordi se quitó la camiseta. Se quedó con la panza al sol y unos jeans azules cortos. Le gustaba el nudismo, entre otras cosas. Aunque no lo había dicho para evitar que se lo prohibieran.

Desde el reproductor musical de su teléfono le llegaron las notas de una canción de Justin Bieber. Se concentró en ella y en las caricias que le proporcionaba el roce del suave airecillo de mediodía sobre sus brazos y tetillas. De adolescente había sido su amor platónico. Ahora, más adulto, reconocía que seguía igual de guapo, pero mucho más loco.

Sentía una mezcla de inquietud y excitación por los meses que le esperaban. Se imaginó invitado a los programas más importantes de la televisión, siendo entrevistado por los locutores de las radios más escuchadas de cada país, por los youtubers e influncers con más followers. ¿Para qué le serviría todo eso? Además de para ganar dinero, para conocer a un montón de chicos nuevos con los que enrollarse. Eso sí era triunfar.

Tras Bieber, empezó a sonar «Nadie como tú» de los Gemeliers. Otro amor platónico. En ese clip salían muy guapos. Ojalá llegara a conocerlos. Seguro que congeniarían bien, que tendría buen rollo con ellos porque son coetáneos. Ojalá poder grabar alguna canción, alguna colaboración juntos...

Ya veía el video: él estaría en medio, les pasaría las manos por los hombros, cantaría mirando a uno y al otro... En las entrevistas haría chistes con que es “el del medio” de los Gemeliers; en las fotos promocionales, aparecería con sus manos en la cintura o sobre los hombros de los hermanos, imágenes que transmitirían la buena conexión con ellos.

Menos mal que no podrían fotografiar sus pensamientos, porque, en todas esas imágenes, su cabeza estaría llena de fantasías.

La polla comenzó a dar pequeñas sacudidas dentro de sus jeans. Los tríos le daban mucho morbo, siempre que fuera él el centro de atención, que los otros dos se esforzaran en su placer. Si no, le provocaban mucha inseguridad.

Llegado el momento, siguió imaginando, la colaboración se publicaría y sería un bombazo. Alguien organizaría una fiesta en algún hotel de Madrid, para celebrar el exitoso lanzamiento. En cierto momento, se escaparían del sarao y, entre risas y juegos juveniles, acabarían bebiendo en el jacuzzi. Al principio se negarían, sin demasiado énfasis, claro. A él, el gordito gracioso y simpático que lleva la fiesta consigo allá donde va, poco se le puede negar, con más motivo si cuenta con la ayuda del alcohol que han ingerido. Así que, superadas las reticencias iniciales, se desnudarían y se meterían en el agua burbujeante como en el clip, él en el centro, entre ambos hermanos. Tras más risas y una botella de champán que habría birlado de la barra del bar, la cual se iba vaciando con rapidez, no tardaría en cogerles de la nuca y acercarles la cabeza a su pecho. Ellos, al principio, reirían nerviosos, pero no se marcharían.

Primero, lograría que les basaran las tetillas, besitos inocentes hasta que, cualquiera de los dos, Jesús o Daniel, se dejaría llevar y empezaría a mamar de su pezón como un becerro de la ubre materna. El otro, con más madera de seguidor que de líder, todavía tardaría un poco más en dejarse llevar. Los nervios y el alcohol supondrían una barrera mayor que para su hermano, pero, al final, caería en la tentación.

Así, tendría a ambos gemelos dentro de su jacuzzi, lamiéndole las tetillas, mientras les acariciaría el frondoso cabello.

La canción acabó. Jordi dio al botón de retroceder para volver a escucharla. Quería que fuera la banda sonora de su fantasía gemelar.

En su cabeza, era la canción que estaría sonando en el hilo musical del hotel. En cambio, en la fantasía, ninguno de los tres le prestaría atención. Solo estarían pendientes de sus tetillas. Con cada lametón, succión o mordisco, la polla se le iría irguiendo de gusto bajo el agua espumosa.

Uno de ellos se atrevería a ascender por su piel, besando su cuello, su nuez, hasta los labios, y lo besaría mientras le acariciaría la panza. Entonces, cogería al otro de la nuca y le atraería hacia arriba para que los tres se besaran, con las bocas muy abiertas, entre gemidos de deseo.

Sobre la tumbona, bajo la sombra del parasol blanco, se bajó la cremallera del pantalón vaquero y se sacó la polla, regordeta y brillante de precum. Masturbarse bajo el sol siempre le proporcionaba un placer especial, como si en alguna otra vida hubiera vivido en mitad de la naturaleza.

Con la polla erguida saliendo por la bragueta, se pellizcó los pezones. En su fantasía, se morreaba con los Gemeliers, o ellos se besaban justo delante de su cara. Entonces, ya rotas las barreras mentales, daría otro paso en dirección a su meta.

Para subir de nivel, se sentaría en el borde del jacuzzi, con las piernas metidas en el agua hasta las pantorrillas. Para atraer a los hermanos hacia donde le interesaba, levantaría la botella de champán y volcaría el alcohol sobre su pecho. Ellos se pelearían para colocarse entre los muslos y beber el líquido escanciado directamente de sus tetillas o de la tripa. Con toda la intención, dirigiría el chorro más abajo, hacia su polla, que estaría igual de tiesa que ahora, en la terraza de La Barraca, chorreando precum sobre la bragueta. En el jacuzzi, ambos gemelos, persiguiendo el chorrito de alcohol, bajarían las caras hacia su sexo. El tronco estaría duro, el glande amoratado, escupiendo agüilla justo bajo el ombligo, como ahora.

Bañando su polla en el champán, separaría más las piernas y los gemelos, con el espacio suficiente, se le acomodarían entre ellas para atacar, ansiosos, su tranca. Entre la poca luz de la sala y lo mucho que se parecen, no sabría cuál se la estaba chupando y cuál le besaba los inflados testículos, a cuál se iba a follar primero y cuál iba a tener que esperar su turno. No importaba.

La canción acabó. El silencio de los auriculares lo trajo a la realidad. Se dio cuenta de que no tenía nada para limpiarse cuando se corriera. La otra preocupación era que Carlos le descubriera. Pero, ¿qué más daba? Solo estaba desahogándose. Que se pajeara con él. ¿O es que él no se hacía?

Con la polla y los testículos asomando por la bragueta de los jeans, recogió su camiseta, que había dejado tirada en el suelo. Replegó las piernas y se empezó a pajear con ella. Repitió la canción en el móvil mientras, en su cabeza de admirador, los Gemeliers estaban desnudos a cuatro patas, sobre una cama, ofreciéndole sus culos simétricos. Ante ese menú, alternaría las lamidas, recreándose en la visión de sus testículos colgando entre los muslos y sus pollas, descapulladas, emanado finos hilillos de líquido seminal.

Sus cuerpos tenían una forma y tamaño similares, pero uno de ellos, no sabía si Daniel o Jesús, tenía la cintura más fina y, por tanto, las nalgas más pronunciadas. Ese sería el primero. Le separaría los glúteos con ambas manos para contemplar su rosado ano, arrugado aun en estado de relajación. Le metería un dedo, luego dos, mientras, a su lado, su reflejo estaría cimbreando el culo, pidiendo también su parte de atención.

Su fantasía incluía penetrarlos sin condón, a pelo, en la postura del perrito. Al primero le haría gritar de gozo cuando se la metiera hasta el fondo y empezara un movimiento en vertical. Le saldrían gemidos agudos porque le estaría golpeando como un martillo justo sobre el punto más sensible de la próstata, logrando darle un placer tan intenso como si fuera a eyacular, pero sin la necesidad urgente de hacerlo. Le cogería de las caderas, inmovilizando su culo, hasta hacerle acabar sin tocarse a base de empellones duros y rítmicos.

Con el primero fuera de juego, iría a por el otro, al que la desnudez le había revelado una anatomía de líneas más masculinas. Con este jugaría un poco más. Le metería la punta, el glande solamente, y le preguntaría cosas sucias al oído para hacerle hablar: ¿sientes cómo quiere entrar en ti?, ¿cómo se desliza centímetro a centímetro por tu culo?, ¿ves lo dura que está?, ¿estás gozando, putito?, ¿quieres que te preñe, sí?, ¿sabes cómo pedirlo o te tengo que enseñar?

Mientras intensificaba la presión de sus dedos en su pezón, haciendo que se mezclara el dolor con el placer, Jordi subía y bajaba la camiseta arrugada por el tronco de su polla. La bolsa de los testículos se agitaba al mismo ritmo. Cuando bajaba, con el dorso de la mano se los golpeaba, justo donde se unían con la polla.

La siguiente imagen mental los situaba en la habitación del hotel. Él, inclinado, con una pierna apoyada sobre la cama y la otra en el suelo; los gemelos, arrodillados debajo, chupándole la polla y el ojete del culo. Imaginó que se corría a borbotones sobre sus ovaladas mejillas, sus caras de niños buenos, y que ambos sacaban la lengua y se peleaban por ver cuál se tragaba más cantidad de leche recién exprimida.

No aguantó más y eyaculó, pringando toda la camiseta con su semen. Cuando acabó, estaba sudado. La puerta de la terraza continuaba cerrada. No tenía la sensación de que Carlos hubiera aparecido en ningún momento. Se levantó. Los pezones le ardían. No muy lejos, había un par de chalés con tejados abuhardillados desde los que podrían haberle visto, aunque parecían deshabitados. Estaría pendiente.

Bajó las escaleras, cruzó el pasillo y entró en su habitación. Dejó la camiseta sobre la cama, cogió una toalla y entró en el baño que le quedaba más cercano, a quitarse el sudor y los restos de lefa con una ducha. Luego, se quedó en la habitación hasta que oyó que Carlos, desde el psio inferior, gritaba su nombre.

—¿Qué pasa, tío? —contestó.

—Son las dos de la tarde —gritó el cachas—. ¿Comemos?

—¡Vale, bajo!

Tras vestirse con una camiseta de tirantes limpia y otros jeans cortos, que también le dejaban al aire rodillas y pantorrillas, bajó a la cocina. Carlos le esperaba, con una camiseta blanca que marcaba sus pectorales, un chándal negro y unas muñequeras de cuero que le tapaban los tatus de los antebrazos. Acababa de sacar del horno la comida que les habían dejado preparada: lasaña de verduras casera.

Mientras la degustaban en platos de porcelana blancos, hablaron de sus familias, amigos y de cómo les había ido en el casting.

—Aún estoy que no me lo creo, ¿sabes? —dijo el gordito, rascando con un tenedor la parte tostada de la pasta que se había pegado a la bandeja—. Todo el rato están con que nos van a hacer ricos, que nos van a convertir en estrellas...

—Ya lo has oído, chico. No nos van a regalar nada —dijo Carlos, cogiendo una manzana del frigorífico—. Yo le enviaré el contrato a mi padre para que lo lea. ¿Quieres una?

—No como mucha fruta.

—Deberías. Es sano comer al menos...

—¡Eh, para! —le interrumpió—. Porque me veas gordito no tienes que estar ya diciéndome lo que tengo que comer y lo que no, ¿estamos?

—Perdona, solo iba a decir que comer fruta es sano.

—Ya. Porque como estoy así, no como bien. Eso es lo que piensas. Mira, tío, para que lo vayas sabiendo, que sepas que me cuesta comer bien, no porque no quiera, sino por la ansiedad. No la puedo controlar y me da por comer. ¿Lo pillas?

A Carlos, las mejillas se le habían puesto de un intenso tono carmesí.

—Chico, perdona, no era mi intención enfadarte.

—Es que los guapitos como tú que vais de colegas, en plan come bien, cuida tu alimentación y toda esa mierda, me tocáis un poco lo de aquí abajo.

—Vale, no hace falta que te pongas borde —dijo Carlos, cerrando de golpe la puerta de la nevera—. A mí, lo de guapito también me toca los cojones. Mientras tú te has ido a la terraza a tomar el solecito, yo me he metido en el gimnasio a sudar como un cerdo. La próxima vez, me voy a la terraza contigo y nos quejamos juntos.

Carlos salió de la cocina, manzana en mano, dejando a Jordi solo en el comedor.

Subió a su habitación, se tumbó en la cama y mordió con rabia la manzana. Le entendía. Era lo mismo que pasaba con los fumadores. Él no fumaba, pero tenía amigos que sí, y siempre, en todos los sitios, había alguien que, de buen rollo, les «recordaba» lo nocivo del tabaquismo. Como si no lo supieran ya. Algunos de esos amigos habían dejado de frecuentar ciertos sitios porque la gente los atosigaba.

Con los gorditos sucedía lo mismo. Todo el mundo opinando, toda la sociedad presionando, cuando, a menudo, no es solo una cuestión de hábitos alimenticios.

Era una lástima haber empezado con tan mal pie. Se había alegrado al ver que su nuevo compañero era un gordito guapo, de tetillas blandas y barriga dura. Seguro que, aunque no era su tipo, sabía divertirse en el sexo.

Jordi, por su parte, estrenó el paquete de cápsulas de Nespresso con cierto remordimiento. Mientras el café espumoso caía en un vasito con asa, miraba por la ventana el paisaje: la sierra, atravesada por la carretera nacional N-340, por la que circulaban un camión tras otro, quedaba justo enfrente; varios chalés aislados se dispersaban alrededor.

Cogió el café y lo endulzó con un terrón de azúcar. Mientras olía su aroma, se reconoció que no había tenido motivo para responder de manera tan borde. En las primeras conversaciones, era normal que salieran temas sensibles para ambos. Aún no se conocían.

Él no era tan antipático. Se disculparía primero, no quería joder los planes de los managers el primer día.

Se bebió el café de un trago. Tiró los restos de la comida a la basura, metió platos, vasos y cubiertos en el lavaplatos y subió las escaleras, sacudiendo los trocitos de lasaña que habían caído sobre la camiseta.

La puerta no estaba cerrada. Aún así, en lugar de entrar, golpeó dos veces con los nudillos.

—Hey, tío.

Carlos estaba echado en la cama, leyendo una novela sobre las aventuras de unos cachas en un gimnasio. Se había quitado la camiseta y el chándal. Solo llevaba puesto un short de lycra apretado y sus inseparables muñequeras de cuero.

Desde la puerta, al gordito le llamó la atención la capa de vello fino que le cubría el pecho, que bajaba, más estrecha, por el abdomen hasta que, en el ombligo, formaba un reguero de pelillos que se perdía por dentro de la lycra. A la luz de la lámpara de la mesita, se le marcaban los músculos del torso y los bíceps.

—Estoy leyendo —dijo Carlos—. Ah, no. Que como soy deportista, no debo tener neuronas.

Jordi estiró el cuello para leer el título del libro: «Machitos de gimnasio».

—Tío —repitió—, perdona. No tenía que haberte hablado así, pero es que me jodió tu comentario.

—Estás disculpado —respondió, sin apartar los ojos de las páginas.

Se ladeó sobre la cama, dándole la espalda. Las nalgas forzaban la lycra notablemente.

Como no dijo nada más, Jordi añadió:

—¿Y tú?

—¿Yo qué?

—¿No me pides disculpas, tú?

—¿Yo por qué?

No se lo creía. Aunque no había sido culpa suya, había dado el primer paso para estar de buen rollo. Esperaba que el engreído este le correspondiera igual.

—Vete un poquito a la mierda —dijo, y regresó a su habitación.

Carlos dejó la novela sobre la cama, junto al corazón de la manzana, y salió al pasillo. Jordi también tenía su puerta abierta. Lo vio tumbado en la cama, mirando al techo, con una pierna recogida, sus inalámbricos blancos en las orejas.

Imitando sus toques, dio con los nudillos dos veces en la puerta. El gordito no reaccionó.

—Jordi, chico, no soy un gilipollas, ¿sabes?, pero sí un puto orgulloso al que le cuesta pedir perdón. –El gordito se quitó uno de los auriculares. —Además, esto, esta situación... Coño, se supone que estamos a punto de que nos cambie la vida. ¿Es que tú no tienes miedo?

Desde la cama, le miró. Seguía empalmado.

—Tranquilo, tío —respondió—. Yo también estoy esperando a ver cuándo nos dicen que todo es una puta inocentada.

—Es una sensación rara, ¿verdad? Como si estuviéramos en OT o en La Voz.

—Rara de cojones.

Carlos avanzó unos pasos y se sentó en el borde de la cama. Su muslo quedó a unos centímetros del pie de Jordi.

—Ya que estamos sincerándonos —dijo—, quiero confesarte algo. No quiero que tengamos otro encontronazo tonto como este. No quiero llevarme mal contigo ni joder el proyecto. Me caes bien, chico —con un dedo recorrió el contorno del pie del gordito, que, a pesar del cosquilleo, no lo movió—. Aparte del puto orgullo, tengo también sentimiento de inferioridad.

Jordi se quitó el otro auricular y se incorporó sobre sus codos. Carlos se dio cuenta de que no estaba escuchando música cuando vio el móvil sobre la mesita, conectado al cargador.

—¿Inferioridad, tú, tío?, ¿con ese cuerpo y esa cara? ¿En serio?

—No estudié más que el bachillerato, no tengo ningún otro estudio ni musical ni no musical... Nadie me enseñó a valorar mi don, mi voz... —ahora le masajeaba el empeine, subía los dedos por la pantorrilla, le acariciaba los gruesos tobillos—. Empecé en el gym hace tres años por recomendación de mi psicóloga. Aprendí a sacar la motivación de ese sentimiento de frustración. Ya ves, aquí donde me tienes, soy un poco gilipollas... Sé que he metido la pata contigo. ¿Me perdonas?

Carlos subió la mano hasta la rodilla y continuó más arriba, buceando bajo la tela del pantalón. A pesar de su robusto antebrazo, la holgura de la pernera le permitió subir por el muslo hasta la ingle.

Jordi estiró la pierna. Sintió sobre su piel la suave calidez de la muñequera de cuero. Los dedos se movían por su muslo, peligrosamente cercanos a su bolsa testicular.

—¿No dices nada? —dijo Carlos.

—Mejor que no.

Replegó la rodilla. El cachas tuvo que sacar el brazo. Ya no había sitio para bucear.

—¿Y eso? —preguntó.

—Porque no. Porque tú estás demasiado bueno para mí.

—No, si nos hacemos colegas —dijo Carlos, antes de abandonar la habitación.

El gordito se quedó pensativo.

No volvieron a verse en toda la tarde. Uno, desconcertado, regresó a la terraza, donde estuvo tomando el sol con sus auriculares hasta que anocheció, mientras que el otro, esperanzado, pasó las horas entre la lectura y una sesión suave de pesas.

Por la noche, cenaron juntos sin hablar, recogieron cada uno su plato y se fueron a dormir.

Martes.

Se levantaron y desayunaron en la cocina, ignorándose mutuamente.

A las diez, respondieron la videollamada del manager. En la pantalla, junto a Alberto, estaba Andoni, a quien no habían visto desde su último casting. Llevaba una llamativa camisa hawaiana en tonos verde y anaranjado, que resaltaban los reflejos violáceos de su piel africana. No habló durante toda la conversación.

Le contaron lo que habían hecho durante el día, sin mencionar su pequeño desencuentro. Alberto les recomendó comenzar una rutina, sobre todo en lo concerniente a aseo personal, gimnasia y ejercicios vocales. Los chicos le prometieron que harían lo posible por adquirirla.

Luego, les avanzó que ya habían empezado a buscar el repertorio, que pronto conocerían algunas de las canciones. El anuncio más importante lo dejó para el final: les confirmaba que, al día siguiente, Yeison, un mulato latino, se les uniría.

La llamada acabó. Los dos chicos se quedaron sentados en el sofá, mirando la pantalla blanca de la aplicación.

—Esto va para adelante —dijo Jordi.

—Si no somos capaces de controlar nuestros caracteres siendo dos —razonó Carlos—, imagínate cuando seamos cinco. ¿Qué, colegas?

—Claro. Si los Backstreet Boys pudieron con sus egos, ¿no vamos a poder nosotros?

Se abrazaron como hacen los artistas, hombro contra hombro. Cada uno a su manera se había disculpado. Luego, al darse cuenta de que no tenían sus teléfonos, se los intercambiaron.

Así empezó una larga amistad.

El resto del día transcurrió igual que el anterior, excepto que, como habían empezado a relacionarse de otra forma, cuando terminaron de cenar, en lugar de irse a dormir, salieron juntos al salón.

Jordi, en un extremo del sofá, encendió con el mando a distancia el enorme televisor de pantalla plana que ocupaba el centro del mueble modular del salón. Con la otra mano, jugueteaba con una botella de agua, haciéndola girar sobre la palma.

Carlos regresó de su dormitorio solo con un pantalón de pijama gris. Se sentó en el extremo opuesto, con su teléfono móvil.

—¿Te apetece una peli? —le preguntó Jordi.

—Lo que te apetezca —respondió, sin apartar la atención del pequeño aparato. Había estado pendiente de él también durante toda la cena.

Jordi bebió de la botella y empezó a pasar canales de televisión, uno tras otro.

—A mí me gustan las de miedo, ¿y a ti? ¿Te gustan de miedo, románticas?

—Me da igual.

Culebrones, debates de famosos, publicidad, un programa sobre ovnis... Uno a uno iba pasando canales carentes de interés. Mientras, su compañero, ajeno, mantenía la atención en la pantalla del teléfono, cuyo fulgor iluminaba la piel desnuda de su pecho.

—Vaya mierda de programación, tío —dijo—. ESPN, BBC, Caracol TV, Al Jazeera, RAI, la TCM, un montón de la MTV... Mierda y más mierda.

—Nos hartaremos de verlos en los hoteles.

Al decirlo, a Jordi se le ocurrió una idea.

—¿Crees que habrá alguno porno? En los hoteles siempre hay.

Carlos se encogió de hombros. Volvió a la cocina sin levantar la vista del teléfono.

Jordi escrutaba la colección de botones del mando, buscando un «guide» o similar.

—¿¡Por qué no coges una botella en vez de estar haciendo viajes!? —le gritó.

—¡Porque no bebo microplásticos!

De repente, la que tenía en la mano ya no parecía un objeto tan inofensivo.

Entró en la cocina y la tiró a la basura.

—Gracias —dijo Jordi.

Regresaron juntos al sofá.

—Bueno —continuó, retomando la búsqueda en el mando—, ¿busco la porno o qué? Ayer me hice un pajote en la terraza y hoy me tendré que hacer otro antes de dormir.

—No hace falta que busques una peli —dijo Carlos, enseñándole su teléfono.

—No veo porno en pantallas más pequeñas que mi polla. Es mi norma.

—No lo has pillado.

Jordi apagó la televisión con el mando.

—Entonces, explícamelo —se interesó, abrazando un cojín.

—No hablo de pelis, sino de follar. Llevo toda la tarde mensajeándome con un follamigo, un colega del gimnasio. Se llama Yuan. Tiene treinta años. Está como un queso.

El gordito retiró el cojín y se palmeó la tripa.

—¿Tú me has visto? No pego con vosotros ni con cola.

Carlos dejó el teléfono sobre la mesa de cristal.

—A la mierda la vergüenza, chico —dijo, con una mano sobre su regordeta rodilla—. Vas a ir de cabrón con él, verás qué follada le metes. Tú solo sígueme el juego. Le he dicho que estoy contigo, que estás deseando conocerle. Ya verás. Su rollo te va a poner súper cachondo.

Le envió un mensaje de voz, confirmando que Jordi, a quien sus explicaciones le habían dejado tan caliente como intrigado, no había puesto pegas en recibirle en la Barraca.

—Le mando la ubicación... ¡y listo! ¡Su pedido ha sido realizado! —dijo, al acabar el mensaje. Se había recostado en el sofá, con las piernas abiertas. Sobre la tela gris se marcaba todo su bulto.

—Tío, me da morbo esto... ¡Joder!, ¡acabo de caer! ¿Y si han puesto cámaras de vigilancia y ahora mismo nos están viendo?

—Si no lo dicen, es ilegal. Es delito. Mira, nos han prohibido cosas raras, pero follar no lo es, menos aún a nuestra edad. ¿Qué esperan, que nos comportemos como monjitas? ¡Si vamos salidos perdidos!

Jordi se bajó la cremallera de los jeans y se sacó la regordeta polla.

—¡Ojalá yo tuviera un follamigo, para no estar así a todas horas!

—Al revés. Con las fotos, los mensajitos con dobles y triples sentidos... Vas todo el día cachondo, te lo digo por experiencia.

Carlos se metió su ruda mano bajo el pijama y empezó el típico movimiento de la paja. Jordi, sentado a su lado en el sofá, se acariciaba el frenillo con un dedo.

—Mira, yo soy un maricón completo —dijo—. Soy nudista, exhibicionista, voyeur, pajero, versátil más activo... —iba remarcando la enumeración con los dedos de la mano que tenía libre—, ¿qué más...? Emmm... Pornófilo y alguna cosa más que me dejo por ahí. Todo, en el fondo, con un poco de vergüenza.

—¡Joder, qué puto enfermo! —dijo Carlos, sin detener su paja, golpeándole en la pierna con su pie—. ¡Ahora me caes bien! Mira, yo no les he contado a esta gente cosas muy íntimas, y espero que tú tampoco. ¿Por qué? Porque nos van a estar controlando, así que cuanto menos sepan, mejor. Si no decimos nada de lo que vamos a hacer esta noche, aquí no habrá pasado nada. Coño, ¡cómo se te ha puesto el capullo!, ¡a ver si te vas a correr antes de tiempo!

Al gordito, la polla le palpitaba erguida entre los dientes de la cremallera del pantalón, con el glande sonrosado liberando precum por la abrtura de la uretra. Con la yema de un dedo recogió la gota que acababa de emerger.

—Colega sexual suena mejor que follamigo —dijo, después de lamerla—. ¿Cuánto tardará? ¡Porque esto solo lo hago cuando estoy que reviento!

—¡Tranqui, ansioso! Guarda para él, ¡verás su carita cuando se la trague!

A Jordi se le ocurrió apagar la luz del salón y dejar encendida solo la de la cocina, para crear un clima íntimo mientras, en el sillón, jugueteaban con sus respectivas pollas.

—Joder, tío, cómo echo de menos un cubata ahora —dijo—. Voy a ver si hay algo de alcohol en algún sitio.

—No hay nada, ya he buscado yo. Le he dicho que compre ginebra. Estaría bien pagarla a medias.

—Claro, hostia.

Jordi subió a su dormitorio y bajó con el móvil en la mano. Por comodidad, se había guardado la polla, aunque el pantalón parecía la carpa de un circo.

—¿Cuánto te paso?

—Mira, hazme uno de veinte pavos. Así le pagamos también el taxi. ¿Te parece bien?

—Claro. ¡Si dentro de nada vamos a nadar entre billetes, como el tío Gilito! ¿Quieres que aporte algo más?

—¡No, no! —interrumpió Carlos—. Veinte está bien.

—Cuándo venga le preguntamos si necesita más...

—¡Que no, chico! —insistió—. Que tus veinte euros están bien. Además, le he dicho que me has hecho una oferta.

Jordi sintió que la polla se le empinaba aún más bajo el pantalón.

—¿Una oferta?, ¿qué oferta?

—Por el alquiler de su boca y su culo. Pero que no quieres pagar antes de catarlo.

Jordi tuvo un momento de duda, mientras entraba en la aplicación del banco.

—Joder... qué humillante, ¿no?

—Esto es lo que le gusta. Él sabe que todo está dentro del juego, pero no le explico lo que serían las reglas, ¿me entiendes?

—Joder, a todo lo que te dije antes le voy a añadir el rol de cabrón de hoy.

—De macho cabrón. Mira, ya tengo tu mensaje del bizum.

Tras la operación bancaria, el gordito dejó el teléfono sobre la mesa de cristal, junto al mando de la televisión.

—Ahora mismo eres mi héroe, tío —dijo, volviendo a abrazarse al cojín—. Pero no te he entendido eso de que juega sin saber las reglas.

—Muy fácil. Yo no le doy explicaciones, no sabe si tú sabes que estoy adoptando un rol o es verdad que me pagas por follártelo. Él confía en mí, asume lo que le digo sin preguntar... Chico, ¿te vas a cambiar el pantalón? Te está saliendo una manchita.

—¡Ni de coña! ¡Y deja de mirarme el paquete, a ver si también vas a querer que te alquile los musculitos que tienes, capullo! —dijo Jordi, atacándole con el cojín.

Pasaron los quince minutos de espera en una batalla de cojines. Entre el juego, Jordi se dio cuenta de que Carlos, de vez en cuando, aprovechaba para agarrarle el paquete o magrearle las tetillas con las manos cuando trataba de inmovilizarle, atacándole con su fulminante golpe secreto: el abrazo inapelable.

Cuando se cansaron, se sentaron cada uno en un extremo del sofá como boxeadores en un ring. Se miraron, contentos como críos, y se abrieron las braguetas para dejar salir unas pollas que no necesitaban que las tocaran más, porque no se les iban a venir abajo, de lo tiesas que estaban.

De pronto, la pantalla del teléfono de Carlos se iluminó.

—¡Mensaje...! ¡Ya está aquí!

Jordi se la guardó y se arregló los jeans, nervioso. A los pocos segundos, vio entrar a su compañero con otro chico.

Al decirle la edad, se lo había imaginado mayor, pero aparentaba veintipocos. Su altura y complexión eran similares a las de Carlos.

—Mira, —dijo este—, ya llegó el tragapollas.

El «tragapollas» era un asiático moreno, de musculatura bien definida. Vestía un chándal blanco inmaculado, con bolsillo frontal en la sudadera. Al hombro cargaba una mochila deportiva. Sus ojos, rasgados, eran negros igual que su cabello engominado. Por el reflejo de los halógenos de la cocina, la piel de la cara le brillaba como si tuviese una capa de barniz. Quizá usaba algún tipo de crema o aceite facial.

Carlos cogió la mochila y entró en la cocina. Jordi le siguió.

—Tío —dijo—, ¿es vietnamita o algo así?

—Su padre es chino. ¿Te molesta?

—Mira cuánto —dijo, acotando con los dedos la forma cilíndrica de su pene sobre el pantalón.

De la mochila, Carlos extrajo una botella de Citadelle y seis botellines de Nordic Mist.

—Si vas así, verás en un rato. Saca hielo.

En el congelador, Jordi descubrió una bolsa con cubitos. Cogió varios con los dedos y los echó en vasos de cristal.

—¿Los has cogido con los dedos del precum? —preguntó Carlos.

—El toque del chef.

—¡El toque del cerdo!

Luego, el gordito rebuscó entre los cajones un abridor para los botellines, pero dejó de buscar al ver a su compañero ponerlos en el borde de la bancada de mármol y, con un golpe seco, hacer saltar las chapas de las tónicas por los aires.

—Tío, te confieso que no sé cuánto voy a aguantar.

—Mira —dijo Carlos, mezclando las bebidas en los vasos—, piensa menos en correrte y más en disfrutar, ¿vale? Acuérdate de seguirme el juego. Ten, tu cubata. Y salgamos fuera, que yo también la tengo dura.

Jordi regresó al salón tras Carlos, que, antes de sentarse a su lado en el sofá, depositó la mochila en el suelo, junto a los pies de Yuan.

El gordito se percató de que, durante todo ese tiempo, había permanecido inmóvil junto a la puerta, con las manos en el bolsillo frontal de la sudadera y la cabeza agachada.

—¿Estás preparado? —preguntó Carlos, tras un trago a su bebida.

Del bolsillo, Yuan sacó una cadenita dorada y un teléfono móvil que dejó en el suelo. Del terminal empezó a sonar una música rítmica que Jordi reconoció como la versión instrumental de «Slow» de Kylie Minogue. Recordaba el vídeo: un plano cenital de un montón de chicos en speedo (también chicas en bikini, aunque no le interesaban) revolcándose sobre toallas al borde de una supuesta piscina.

Yuan esperó. Carlos se levantó, recogió la cadenita y se la puso al cuello. Luego, le sujetó la cara con ambas manos y le chupó los labios con la lengua recién humedecida en alcohol. Sobre el ritmo machacón de la canción se escuchaban los chasquidos acuosos de sus besos.

Debía de ser una especie de cuenta atrás; un preparado, listo, ya, pensó Jordi.

Cuando acabó de lamer sus labios, Carlos le colocó la capucha sobre su cabello engominado.

—Mi colega se llama Jordi —dijo.

El gordito esperó. Aquello era lo más parecido a la presentación formal que esperaba.

—Mi colega —continuó mientras le ajustaba la capucha—, me ha preguntado si tenía algún culo de putita para alquilar. Al decir putita, he pensado ti. ¿Cuánto has dicho, Jordi? ¿Diez pavos?

—Diez euros, sí —corroboró, con inseguridad, desde el sofá. A punto había estado de decir veinte.

—Voltéate, tragapollas.

Con la capucha sobre la cara, Yuan giró sobre sí mismo, con los brazos extendidos.

—Esta es la mercancía —dijo Carlos—, ¿qué te parece?

En su mente, revolotearon las palabras de su colega: aunque no sepa las normas, sabe que todo es un juego.

—Ahora que lo veo —se atrevió a responder, tras un trago—, me arrepiento de haber ofrecido tanto.

—Ya ves, putita —dijo Carlos—. Vas a tener que esforzarte. No querrás ser la causa de que mi colega desperdicie una erección.

Carlos regresó al sofá. Cogió su cubata y le guiñó un ojo, validando su papel. A él, que seguía sintiéndose fuera de lugar, le gustó el detalle. Bebió otro trago del suyo. El combinado, afrutado y frío, entraba que daba gusto. Empezó a sentirse más confiado.

La música sonaba a no mucho volumen. Yuan empezó por levantar los brazos y cimbrear la cintura. Semiocultos bajo el filo de la capucha, sus ojos rasgados buscaban a los excitados chicos, en especial al gordito.

Con los brazos en alto, empezó un movimiento ondulante del tórax que a Jordi le recordó el oleaje suave de las playas. La forma de la polla se le dibujaba ladeada bajo el blanco chándal. Se preguntó si sería cierto que los orientales la tenían más pequeña.

Sin parar de ondular su cuerpo, Yuan llevó sus manos a la cremallera de la sudadera y la bajó hasta la mitad. Con los mismos brillos refulgentes en la piel, el canalillo de sus pectorales asomó por debajo.

Jordi se recolocó la polla bajo los jeans. Por el rabillo del ojo, vio que Carlos tenía la mano metida por la cintura del pijama. Entonces, distinguió que de la cadena de oro de su cuello pendía una pequeña llave.

El tragapollas continuó contoneando su cuerpo frente a ellos, al ritmo de la música, como un stripper sensual, que era a lo que probablemente se dedicaba, pensó Jordi. Quizá, incluso, fuese chapero y el cachitas de Carlos tampoco quisiera darle tanta información. Ya lo preguntaría, pero no ahora que se había bajado la cremallera de la sudadera del todo.

La visión del torso fibrado, de los abdominales, del cinturón de Adonis que era la V en la que terminaban, casi le mareó.

—Madre mía... —se le escapó, aunque, rápidamente, se corrigió: —O sea, que lo está haciendo de puta pena.

—¿Lo oyes? —dijo Carlos—. Esmérate más, puto. No consigues calentarnos.

—Sí, señor —respondió con voz aguda, hablando por primera vez.

Pero los bultos de sus pantalones atestiguaban lo contrario.

De espaldas a su audiencia, el bailarín deslizó la capucha, mostrando sus cabellos negros y los marcados trapecios.

Cuando la sudadera blanca bajó más allá, descubrió el cierre de un sujetador.

Carlos miró a Jordi. Tenía las cejas enarcadas, en un gesto de sorpresa.

—Muy bien, putita —dijo—, has captado la atención de mi colega. Sigue.

La canción acabó y volvió a empezar. Sin dejar de mecer sus caderas, deslizó el firme brazo por la manga para liberarlo. Luego, repitió el movimiento con el otro. La sudadera cayó a sus pies. Su espalda era recta, con unos dorsales que la ampliaban justo bajo las velludas axilas. El músculo erector de la columna brillaba por toda la espalda. El encaje del sostén se tensaba sobre las costillas.

Carlos se bajó el pijama hasta los tobillos. Luego, cuando lo hizo con el slip, la polla le salió tiesa sobre sus pelotas. El hilo de fino vello que bajaba desde el ombligo desembocaba en una frondosa mata de vello púbico.

Era el turno de Jordi. Se quitó los jeans cortos y sus calzoncillos. Su polla era más corta, pero más gruesa, que la de su compañero. Sentado sobre el cojín, abrió sus piernas y metió una mano bajo sus testículos. El excitaba el placer de rascarse el perineo.

—Qué buena polla tienes, chico —elogió Carlos—. Zorrita, mira qué dos rabos te esperan.

Yuan continuaba exhibiéndose para ambos. Al ver que se habían desnudado, metió los dedos por la cintura del pantalón y se lo empezó a bajar. La curvatura donde nacían sus nalgas asomó junto con el delicado encaje de unas braguitas.

Jordi se arrimó a su amigo. Apoyando la mano sobre su muslo, le susurró:

—Qué pedazo de culo... ¡Me levantaba a petárselo ya!

—Espera, que falta lo mejor.

El oriental terminó de desnudarse. Dejó el pantalón en el suelo, junto a la sudadera y la mochila.

Se había quedado desnudo, excepto por el sujetador y las braguitas a juego, demasiado pequeñas para cubrir su sexo.

Jordi, sin querer, comparó sus cuerpos trabajados en el gimnasio con el suyo. Durante un segundo, por su cabeza pasó la idea de retirarse a su habitación.

Entonces, recordó las palabras de Carlos en la cocina. De alguna manera, quizá porque no era la primera vez, había intuido que algo así le podía pasar. Y, sin decírselo a las claras, le había dado la clave: disfruta.

Disfruta con el cuerpo y con la cabeza. Experimenta: con lenguaje sucio, con lencería, con el tacto zonas del cuerpo que no se consideren erógenas... Experimenta, a ver qué pasa.

Busca el morbo, la excitación, despreocúpate del orgasmo... Te vas a correr bien rico.

Aprende a gozar de las sensaciones que proporciona el deseo. Folla, calienta pollas. Encuentra tu baza y juégala.

Disfruta, morbosea, se repetía en su cabeza.

La idea de irse desapareció tan rápida como había surgido.

Ambos estaban sentados en el sofá, empalmados frente a Yuan, que seguía bailando para ellos en lencería femenina, asumiendo su rol de juguete para chicos perversos.

En uno de sus movimientos, en los que embestía con las caderas al aire, la polla tiesa rasgó el encaje de las bragas y surgió entre la tela rota, babeando semen.

—Vamos al lío —dijo Carlos—. Quítatelas y ponte lo que ya sabes. Luego ven aquí.

—Sí, señor.

Sin más ceremonia, Yuan se quitó la destrozada lencería. La guardó en la mochila y se acercó a ellos con varias piezas metálicas en la mano, que Jordi no identificó.

—Tío, ¿qué coño es eso? —le susurró.

Por toda respuesta, Carlos le señaló la llave que llevaba al cuello en la cadena de oro.

El bailarín se detuvo frente a él y le entregó las piezas.

—¿Quieres ponérselo tú? —le preguntó, mostrándoselas.

Un anillo de silicona, una cápsula de barras de metal, un candado.

—Si supiera qué mierda son.

—Observa.

El tragapollas retrocedió un paso. Carlos le sujetó los testículos y le pasó el aro de silicona por debajo, hasta acoplarlo en su base. Luego, le cubrió el glande con la cápsula metálica. Como tenía la polla dura, tuvo que ir apretándola hacia abajo.

Yuan libraba una dura batalla por la contradicción a la que su cuerpo estaba siendo sometido: la presión que experimentaba sobre su sexo le provocaba un doloroso placer que le excitaba, provocando que pugnara por crecer, cosa que los hierros le impedían con su dolorosa presión. Pero Carlos no cejó y continuó presionando. Cuando, finalmente, consiguió que ambas piezas se unieran, las enganchó con el candado.

—Ya no se puede empalmar, por mucho que quiera —dijo.

Con el pene enjaulado, el tragapollas puso las manos en el suelo. Los bíceps, los tríceps, las líneas curvadas de su tórax... Parecía un felino con la mirada fija en su próximo alimento: los dos jóvenes machos del sofá, con sus pollas tiesas.

—Joder, ¿no le dolerá? —dijo Jordi.

—¿Dolor? No creo que hayas visto a nadie correrse así.

—Tío, de mayor quiero ser como tú —dijo, levantando la mano con su vaso.

Carlos estiró la suya para brindar juntos, con Kylie y los trocitos de hielo tintineando en el alcohol como banda sonora. Luego, dijo:

—Ven a por tu ración doble de carne, putita.

El gordito vio cómo el bailarín, con las manos sobre las piernas del cachitas, se abalanzaba a besarle con la boca muy abierta, doblando el cuerpo de manera que, con el vientre, le aplastó la polla.

Ahora, le tocaba ser voyeur. No le importaba; al revés, le gustaba serlo. Carlos, en realidad, también estaba como un queso. Lo pensó desde que lo vio, leyendo en la cama, cuando pudo fijarse bien en su cuerpo.

Mientras se pajeaba, vio que el chupapollas tomaba la iniciativa y bajaba sus labios por la barbilla, el cuello, la nuez de su colega, lamiendo cada porción de piel que encontraba en dirección a su axila, donde hundió la cara. Carlos había elevado el brazo para facilitarle la faena. Entretanto, seguía frotándole la verga con los abdominales, lo que obligaba al puto a forzar la curvatura de su culo.

Al verlo tan empinado, Jordi se levantó y fue directo a él. Le agarró las nalgas con ambas manos y se las abrió. Vio su ano pálido sin un solo vello, con un pliegue de piel más oscuro que pasaba por el perineo hasta llegar a los testículos, hichadísimos por la sangre que las venas no podían bombear a los cuerpos cavernosos del pene.

Pero, viendo los dos hilos de precum que resbalaban de los barrotes de la jaula de castidad, el tragapollas no podía decir que lo estuviera pasando tan mal.

Jordi le metió un dedo en el esfínter. El bailarín dio un silencioso respingo.

—Baja un poco —dijo—, que te la quiero meter.

—Sí, señor.

Las caderas del puto bajaron, empujándole un paso hacia atrás. En la punta del dedo notaba las rugosidades del interior del ano como minúsculas lenguas. Quería tenerlas todas en la punta de su polla.

—¡Para! Ahí, ¡no te muevas!

El esfínter estaba a la altura de su glande. Escupió en él y, con el dedo, le metió la saliva hacia dentro.

Carlos, que estaba repantigado en el sofá, se incorporó. Los labios del puto abandonaron el sobaco y se dirigieron a su miembro. Cuando se lo metió en la boca, Carlos cerró los ojos con una expresión placentera en su rostro. La cadena de oro con la llave descansaba entre sus clavículas.

La misma música seguía sonando desde algún lugar lejano, muy por encima de ellos. Jordi, viendo el característico movimiento de la cabeza de Yuan, cogió su móvil de la mesita de cristal donde lo había dejado, desbloqueó la pantalla y se lo lanzó a su colega.

Carlos filmó un primer plano de los labios del puto adaptados al contorno romo de su glande, ensalivando la corona y frenillo mientras subía y bajaba la piel del tronco con dos dedos. Le agarró del cabello y le hizo subir la cara, para grabar su expresión comiendo polla. Sus ojitos apenas eran una línea de pestañas sobre los pómulos lustrosos.

Luego, viendo el vídeo, Jordi descubriría que su colega tenía erizada la piel de la mano. Eso sería más tarde.

Llevando la mano a la nuca, Carlos le obligó a seguir bajando para tragarse el falo en toda su longitud. Jordi decidió que era el momento. Empujó su polla, abriéndose paso por el agujero del ano todo lo que le daba de sí. Si la mamada era profunda, también quería que lo fuese la penetración. El exótico chupapollas se iba a sentir atravesado de un extremo a otro, como un pincho moruno.

—...traga, putita, traga... —susurró Carlos.

El bailarín le pajeaba con la boca a buen ritmo. De repente, sintió una presión conocida sobre su glande. El esfínter de la faringe.

En alguna serie de médicos, de las que le gustaban a su madre, había descubierto que en la garganta hay una válvula que impide que los alimentos vayan a los pulmones, al separar el esófago de la traquea.

Le habían comido la polla muchas veces, sobre todo cuando se quedaba a última hora en las duchas del gimnasio. Era apuesta segura.

Sin embargo, solo el mamón de Yuan conseguía que se golpeara con la faringe.

—Un poco más, putita, un poco más.

«Plop».

Del gusto, soltó el móvil sobre el brazo del sofá.

—...hasta el esófago, chico... —balbuceó—, se la tengo... metida... hasta el esófago...

—...joder... cabrón... ¿en serio...? —dijo Jordi, que seguía dándole por el culo.

—...lo vas... a probar..., putita, házselo a mi colega...

Jordi le sacó la polla de golpe. La idea se la había dejado durísima.

El tragapollas se revolvió y, haciendo honor a su nombre, le agarró los huevos y se amorró sin siquiera molestarse en limpiar esa cremita blanca que su culo lubricaba. Jordi le cogió de la nuca y le hundió la cabeza contra su barriga. Cuando le vio hilos de baba en la comisura de sus labios, la soltó. Yuan tomó aire y volvió a la carga. Esta vez, él solo se apretó contra la tripa hasta que la polla se topó con el blando obstáculo.

«Plop».

Jordi sintió que algo húmedo y liso le envolvió el glande.

—...joder... lo noto... lo estoy notando...

Yuan se retiró porque le vino una arcada. En cuanto se le hubo pasado, sin haberse limpiado las babas, volvió a lo que mejor se le daba. Por segunda vez, Jordi sintió en la polla la misma agradable y envolvente humedad tras el «plop».

En ningún momento notó los dientes del tragapollas. Se preguntó si acaso no tenía.

—Colega —dijo Carlos, que había seguido pajeándose en el sofá—, ¡te estás enviciando!

—...hostia... es un vicio... es como... tener una toalla... caliente en la polla...

—¡Te dije que ibas disfrutar!

—...tú también... —dijo Jordi—, ...zorra... chúpanos... a los dos... te pagaré veinte euros... por tu manera de chupar... ya puedes dar gracias...

Carlos se levantó y se situó junto a Jordi, que, consciente de su propio sudor, le pidió su vaso de cubata para bebérselo. Tenía la polla a tope de dura, barnizada de babas blancas, y un círculo enrojecido en la barriga.

Yuan, para no quedarse quieto, se lanzó a por la polla de Carlos con el ímpetu de una ballena que cae al agua del océano.

—¡Quieta, mamona! —ordenó—, ¿no le oíste? ¡Las dos juntas! ¡A ver si aún la cagas!

—Sí, señor...

Los dos colegas, desnudos y con las pollas mirando al techo, rodearon al bailarín, que, arrodillado entre ambos, tiró de ellas hasta que los glandes ensalivados se tocaron. Con la punta de la lengua lamió los hilillos que emanaban de ellos.

Después, abrió la boca y se las tragó hasta la mitad. Para facilitar la doble mamada, Carlos y Jordi se juntaron. Al notar el roce del bíceps de su colega, el gordito le agarró de la cintura.

Para su sorpresa, él le cogió una tetilla y empezó a masajearla.

—Muérdemela..., chúpamela...

Era como si Carlos hubiera estado esperando su permiso. Le agarró ambas y se las chupó alternativamente.

Jordi bajó la mano. El culo de su colega era duro y suave. Se imaginó metiéndosela en un jacuzzi...

Yuan, entonces, abandonó las pollas y se centró en lamerle la bolsa de los testículos.

Aquello fue demasiado para él.

—...mecorrosinoparáis...quemecorro...quemecorro...

Ninguno se dio por aludido. Con los dientes mordisqueando sus pezones, la lengua en sus huevos y achuchándole el culo al cachitas de su colega, Jordi empezó a eyacular a borbotones. Yuan abrió las mandíbulas para tragarse los trallazos de lefa. Excepto el primero, que se le escapó y le cayó sobre el flequillo, el resto se los tragó con gran esfuerzo para lograr que no se derramara ni una sola gota en el suelo.

Cuando ya no le salía más lefa, el tragapollas siguió con las caricias bucales hasta que no aguantó más. Su glande estaba demasiado sensible.

Así que le agarró del cabello y lo separó de su miembro. En cuando su polla quedó liberada, se sentó, exhausto, en el sofá.

Carlos ocupó su puesto y empezó a follarle la boca con fuerza, hasta que también se le corrió dentro, gruñendo del gusto. Yuan tampoco desperdició ni un mililitro de esta segunda corrida.

Jordi sintió orgullo. En el estómago, sus espermatozoides y los de su colega se estaban fundiendo, en ese mismo momento, en una sola masa proteínica. El mamón se iba bien cenado.

Carlos, con el pecho empapado en sudor, se dejó caer a su lado, con la polla semierecta.

—Bueno... —jadeó—, ¿sigues dando veinte pavos por el tragapollas?

—No ha estado... tan mal... ¿Él no se corre?

—¿Que si no se corre?

Yuan se había levantado. Permanecía desnudo frente a ellos, mirando al suelo, como al inicio. La jaulita de castidad que encerraba su miembro palpitaba. Su polla pugnaba por crecer pero le era imposible.

De pronto, Yuan se encogió sobre su pecho, como si tuviera un dolor de estómago repentino. Sus mejillas se volvieron carmesí cuando, de las varillas de acero, empezaron a surgir gruesos chorros blancuzcos.

—Hostia puta —dijo Jordi.

Jadeando, apoyó sus manos en sus rodillas. La crema lechosa caía por los barrotes como cera derretida de un cirio.

—...aah...aah...aah...

Cuando los chorros pararon, sin darle tiempo a reponerse, Carlos dijo:

—Ven aquí.

Con una expresión ambigua en la cara, el mamón cogió la mochila, que había dejado junto a la puerta, y obedeció. La dejó en el suelo, junto al sofá.

Colocó un cojín en la zona lumbar de su cuerpo y elevó las piernas. Tenía el agujero del culo enrojecido.

—Menuda enculada le has pegado, chico.

Por segunda vez, Jordi sintió una punzada de orgullo propio.

Carlos hurgó en el interior de la mochila. Cuando terminó, se había enfundado las manos en guantes de látex. Extrajo otro par, que le dio a su compañero.

—Ya te has corrido, putita, pero seguro que aún puedes eyacular un poco más —dijo.

Mientras Jordi se ponía los guantes, el cachitas de su colega se volcó en trabajarle el ano. Le metió un dedo, dos, tres... Juntó los cuatro, formando una especie de pala, y se los metió.

En su jaula, imposibilitada para expandir su envergadura, la polla le vibraba.

—Ven, colega —dijo—, ven a hacérselo tú.

No habría hecho falta la petición de no ser porque Jordi estaba alucinando. No se había acercado aún, no por dudas o desgana, sino porque estaba ensimismado viendo la lucha del miembro viril de Yuan contra los barrotes de metal, como un preso desesperado, mientras no dejaba de babear.

—Chico, ¿es demasiado para ti?

—¡No, no!

—Pues, métele la mano.

Carlos sacó la mano del culo dilatado. Jordi copió la forma plana con la que su colega le había penetrado y se la metió por completo, hasta que solo le quedó fuera el dedo pulgar, con el que se le ocurrió golpearle los testículos. Para estar vacíos, parecían gelatina inflada.

Cada vez que se los golpeaba, provocaba en el mamón grititos de placer.

—Ahora, el puño —le susurró Carlos.

—¿Cómo?, ¿seguro?

—Sí. El puño.

Con algunas dudas, Jordi sacó la mano enguantada, pringosa de jugos. Cerró el puño sobre el esfínter. Para su sorpresa, se deslizó con facilidad hasta la muñeca.

Las piernas del mamón, que seguían elevadas hacia el techo, de repente empezaron a convulsionar con movimientos rápidos. Los dedos de los pies se encogieron mientras las rodillas entrechocaban como traspasadas por una corriente eléctrica.

—Sigue. Se va a correr en tu puño —susurró Carlos.

Jordi no lo movió, esperando que Yuan terminara de temblar. Pero no solo los temblores no acababan, sino que la polla, aprisionada por el metal, comenzó a eyacular gran cantidad de líquido transparente.

—No la saques —dijo Carlos— o le joderás el orgasmo.

No pensaba hacerlo. En realidad, no sabía qué hacer. Lo único que se le ocurrió fue quedarse quieto, con el puño insertado hasta el antebrazo en el culo de Yuan hasta que este pareció empezar a calmarse, más de un minuto después.

Entonces, a una señal del cachitas, Jordi sacó el puño del culo y Yuan pudo bajar las piernas, aún entre espasmos esporádicos.

Carlos, entonces, se quitó el collar dorado y se lo entregó a Jordi.

—Libera la cápsula —dijo.

—¿Y el aro de los huevos?

—Ya se lo quitará cuando pueda.

Con las manos aún en los guantes, el gordito introdujo con cuidado la llavecita por la cerradura del candado, la giró y el arco de cierre se separó un centímetro de su metálico cuerpo. Lo giró sobre su eje y retiró el cepo metálico.

En cuanto la presión desapareció, el miembro excarcelado creció hasta alcanzar su tamaño normal. El tragapollas emitió un hondo suspiro. Sus temblores eran más leves. Las gónadas cayeron, al fin, relajadas.

Carlos cogió el colgante y se lo puso al cuello a Jordi.

—Debería quedármelo yo hasta la próxima vez —dijo—, pero me gustaría que lo llevaras tú.

—Vale.

Luego, cogió el cepo y lo devolvió a la mochila, mientras el bailarín se incorporaba y se quitaba el aro de los testículos.

—Yuan, en el piso de arriba hay un baño —le informó—. Hay toallas limpias debajo del lavabo.

El bailarín se marchó escaleras arriba, con la mochila en una mano y su ropa en la otra. Los dos colegas entraron en la cocina para quitarse los guantes.

—Tío —dijo Jordi—, necesito otro trago.

—Pondré tres.

Jordi tiró ambos pares de guantes al cubo de la basura, aplastándolos hasta el fondo para que la señora Rosa no los encontrara.

Poco después, Yuan aparecía frente a ellos, con otro chándal distinto, el cabello perfecto, oliendo a jabón. Por primera vez, les sonrió.

Pasaron la siguiente media hora sentados en la mesa de la cocina, bebiendo y hablando. Yuan resultó ser un chico extravertido y parlanchín. Habló de sus estudios y sus planes de futuro como político activista de los derechos de los migrantes. Sin embargo, no dijo nada de cuando, un día en el gimnasio, le había dicho a Carlos que su fetiche era recibir órdenes, exhibirse y dejarse penetrar por cualquier cosa grande que le quisieran meter. Tampoco de cómo había descubierto que su clímax más intenso lo alcanzaba analmente con un aparato de castidad, ni que no siempre los alcanzaba, lo cual era la putada más maravillosa que le podía pasar. En un momento de la conversación, Jordi quiso comentar la follada, pero Carlos le dijo que no con un leve gesto de la cabeza.

Si hubiera sido por él, le hubiera propuesto que se quedara a dormir con ellos. Quizá por la mañana les podría despertar con una buena mamada hasta el esófago, antes de la videollamada. O un poco más tarde, antes de que llegara el chico nuevo, el latino. Quería volver a experimentar esa sensación del tubo de músculos envolviendo su glande. Pero como Carlos no lo propuso, él tampoco lo hizo.

Hacia las dos de la madrugada, llamaron a un taxi. En la mochila, Yoan se llevaba la Citadelle, los botellines vacíos y la promesa de que, si necesitaban modelos para algún videoclip, le recomendarían para que le contrataran.

Desde la puerta de La Barraca, ambos vieron el taxi alejarse.

—Mira cómo camina —dijo Jordi—, como si le faltara el caballo.

Ambos colegas subieron a la terraza a charlar hasta las cinco de la madrugada. Cuando se dieron cuenta de que pronto amanecería, se fueron a dormir con un abrazo de buenas noches.

Jordi llevaría mucho tiempo la cadena de oro al cuello. En las primeras fotografías, incluso en el primer videoclip que rodaron. Hasta que Alberto, el manager, le preguntó de dónde la había sacado y, para evitar explicaciones, decidió devolvérsela a Carlos.

Le excitaba saber que Yuan, a quien volvió a ver, años después, en un contexto muy distinto, recordaría aquella noche cada vez que emitieran el clip en la televisión, o viera por internet esa primera sesión de fotos.

En ese contexto no pudieron intercambiar unas palabras, pero sus miradas de complicidad dijeron lo necesario.

Y cuando, ya de anciano, Jordi acudió a la habitación del hospital de Carlos sabiendo que iba a ser la despedida, con una pena muy profunda se rieron juntos, recordando a Yuan y el resto de vivencias que no hubieran compartido de haber seguido siendo unos críos gilipollas y no se hubieran dado esa segunda oportunidad que les convirtió en estrellas y, más importante aún, amigos de por vida.