Rozando el Paraíso 3

Por el rabillo del ojo vio como él dejaba un billete y se apresuraba tras ella. Quería y no quería que la siguiera. Apretó el paso e incluso intentó correr, pero los zapatos se clavaban en la piel de sus talones causándole tanto dolor que tuvo que aflojar el paso...

Este relato consta de 39 capítulos publicaré uno más o menos cada cinco días. Si no queréis esperar podéis buscar el relato completo en amazon.

3

El mismo sueño de siempre la despertó poco antes de que sonara el despertador. La noche anterior le había costado dormirse con las palabras de Orlando y de Mari mezclándose en su cabeza y poniéndola al borde de un ataque de ansiedad.

Se miró al espejo. Su aspecto no era tan malo como esperaba. Solo unas leves ojeras. Luego sus mirada resbaló por su cuerpo desnudo. Sus pechos eran grandes y pálidos, con venas azules y tortuosas recorriéndolos y unos pezones grandes y rosados. Su barriga ya no era tan firme como lo había sido y sus muslos, aunque no tenían celulitis, eran un poco más gruesos de lo que desearía. Se observó la piel pálida cuajada de lunares con mirada crítica, recordando la vez que había intentado broncearse. Casi un mes de sesiones de rayos UVA y carotenos, solo consiguieron que su piel adoptase un insano color hepático. Afortunadamente desapareció rápido, porque las siguientes dos semanas Mari se reía a carcajada limpia cada vez que aparecía por la puerta del archivo.

Sacudiendo la cabeza entró en la ducha y se lavó rápidamente, se vistió y se calzó las nuevas bailarinas que había comprado. Ayudada por la dependienta había elegido unas negras con un poco de tacón, apenas dos dedos y que por la parte del talón se elevaban y terminaban en una tira de cuero que se cerraba en torno a su tobillo. Le parecían muy bonitas, pero no estaba segura. Quizás debería devolverlas...

Luego miró las viejas, raídas y deslustradas y se dijo que hasta unos zapatos de payaso le quedarían mejor que aquellos gastados zapatos. Los pobres habían cumplido con su trabajo, ahora merecían el retiro. Los tiró a la basura y miró la hora. Aun era pronto, así que se dirigió de nuevo al baño y cogió el segundo objeto que había comprado la tarde anterior, una barra de labios de un color coral un poco apagado. Lo abrió y lo miró no de todo convencida. Finalmente se lo aplicó sobre los labios y los juntó mientras se miraba al espejo.

Se imaginó encontrándose de nuevo con Orlando. ¿Pensaría que se había pintado los labios para él? ¿Deseaba que lo pensara? Estaba hecha un lío. Se miró de nuevo al espejo. Aquella mujer no era ella. No se sentía cómoda. Por mucho que dijese Mari, Bris se sentía rara, como si estuviese disfrazándose. Con un suspiro se limpió los labios. Después de todo, lo más probable es que no volviese a ver a aquel hombre.

Tan confusa como si acabase de levantarse cogió el bolso y salió a la calle. A pesar de que la biblioteca estaba a apenas diez minutos de su casa, cuando llegó ya echaba de menos sus viejos zapatos. Los nuevos le estaban haciendo daño.

Mari ya estaba en su puesto detrás del ordenador y no se le escapó la nueva adquisición.

—Vaya, zapatos nuevos, y para variar no son los trastos insulsos que sueles comprar. Felicidades.

—Serán bonitos, pero me están matando. —dijo ella sentándose en su mesa de trabajo y descalzándose con un gesto de alivio.

—¿Los has comprado para tu chico? —preguntó su compañera con malicia.

—Vamos, Mari. Tú misma me has estado dando la tabarra con que cambiase los viejos, ahora no me vengas con paranoias. Solo he visto a ese hombre una vez. Lo más probable es que no lo vuelva a ver jamás.

—Yo no lo creo. Lo que me contaste no parece un simple encuentro casual.

—Déjalo ya y ponte a trabajar. —replicó Bris cansada del tema— Simplemente estaba aburrido y me dio un poco de charla. Nada más.

Mari la miró y sonrió. No dijo nada, pero Bris se sentía desnuda ante ella. Estaba segura de que su amiga podía percibir el hueco que tenía en el estomago. La ansiedad que sentía con cada minuto que pasaba y la absurda sensación, no, el absurdo deseo de que el hombre estuviese de nuevo esperándola en el banco. Odiaba ser tan transparente.


Desde la ventana, ya vestido, la vio llegar. Por el ocular del telescopio vio como la mujer avanzaba rápidamente por el camino de grava hasta tener a la vista el banco. La vio pararse un instante. Podía sentir su decepción al no verle en el banco y eso le produjo una especial satisfacción. Sin apresurarse la dejó sentarse. Podía ver su cara de desilusión, el ceño arrugado y los labios ligeramente fruncidos. Estaba deliciosa.  Finalmente la mujer suspiró y preparó su pequeña merienda.

Apartándose del telescopio se puso los zapatos y bajó a la calle. Procurando hacer el menor ruido posible entró en el parque y se acercó a ella desde la izquierda, oculto a la vista de la mujer por un espeso seto. Briseida comía con la cabeza baja, ajena a lo que pasaba a su alrededor, así que cuando apareció y se sentó a su lado la sorprendió totalmente.

La mujer, que en ese momento estaba bebiendo un poco de zumo se atragantó y tosió.

—Hola, Bris. ¿Qué tal? —encantado observó como ella intentaba recuperarse y se limpiaba con una servilleta de papel mientras su rostro se teñía de un vivo color rojo.

—Orlando, ¡Qué sorpresa! Perdona pero me has pillado desprevenida.

—Parecías distraída. ¿En que estabas pensando?

—Oh, en nada especial. —dijo la mujer ruborizándose de nuevo mientras buscaba una excusa creíble— En el libro. Eso... en Las Flores del Mal.

—Todavía no me has dicho cuál es tu poema favorito. —la desafió.

—Aun no lo he leído entero y además tendría que traducirlo del francés.

—Anda, ¿Por qué no lo intentas? Hazlo por mí. —le pidió él viendo con satisfacción como Bris se estremecía levemente.

—Está bien. —suspiró ella mientras sacaba el libro del bolso y pasaba las páginas con delicadeza buscando el poema perfecto.

"La calle, aturdida, aullaba a mi alrededor.

Alta, delgada, de luto, con dolor majestuoso,

Pasó una mujer a mi lado, con mano... —no sé cómo se dice...— ¿Fastuosa?

Alzaba y mecía lo mismo festón que dobladillo;

Ágil y noble pasó, con piernas de estatua.

Mi alma no cesaba de beber de sus pupilas,

Cielo lívido con gérmenes tormentosos,

La dulzura que fascina y el placer que mata.

Un relámpago... ¡Y ya la noche! — Belleza fugitiva,

Mirada que me hizo renacer,

¿Es que no te veré más sino en la eternidad?

Desde ya, ¡lejos de aquí! ¡Demasiado tarde! ¡Quizás nunca!

Ignoro de dónde vienes, y no sabes a donde voy,

¡Oh, tú!, a quien hubiese amado, ¡oh, tú que lo supiste! "

Había empezado apenas susurrando y vacilando, intentando buscar la palabra adecuada, pero era obvio que dominaba el idioma y pronto ganó en seguridad. No había esperado que lo hiciese tan bien, pero lo que más le había sorprendido había sido la elección. Había optado por un poema que hablaba de encuentros fugaces y oportunidades perdidas. Quizás Bris no podía evitar pensar ponerse en la piel del poeta.

—Lo has hecho muy bien. —dijo él haciendo un simulacro de aplauso.

—No sé. Simplemente he traducido casi literalmente, si pudieses leerlo en el idioma original verías que no tiene punto de comparación es todo tan... —se cayó sin lograr encontrar la palabra perfecta.

—¿Por qué no me lees otro?

Acompañó la petición con un leve movimiento de su cabeza, acercándola a la de Bris. La mujer le miró y pareció aspirar unos instantes el perfume que emanaba de su cuerpo antes de responder.

—Lo siento. —se excusó— No tengo tiempo. Tengo que volver al trabajo.

—Me gustaría saber algo más de ti. Ni siquiera sé dónde aprendiste a hablar tan bien el francés. ¿Te apetece tomar un café cuando termines de trabajar?

—Bueno, no sé... —dudó ella— La verdad es que tengo un montón de trabajo atrasado. Tengo un libro entre manos que tenemos que prestar para una exposición y me quedaré toda la tarde.

—Pues entonces una cerveza y un par de tapas. No soy exigente.

Bris sonrió y le miró de nuevo. Era obvio que se le habían acabado las excusas. Le dijo que probablemente estaría fuera a las ocho y él le señaló la terraza de un pequeño bar que había justo frente a la salida este del parque.

Tras unos instantes de duda en los que parecía que iba a echarse atrás, la joven le dijo que allí estaría y se levantó. Apoyando la mano en el respaldo se giró y la observó alejarse. Aquella mujer cada vez le gustaba más. Además de hermosa, la había sorprendido con su amplia cultura, pero lo que más le había gustado era la forma natural en la que bajaba los ojos cuando él la hablaba y lo fácilmente que aceptaba sus sugerencias. Apenas había tenido que insistir para que ella cumpliese sus deseos. Aquella mujer tenía potencial.

Casi fuera de su campo visual, Bris se giró un instante. Él siguió mirándola con descaro y ella enrojeció ligeramente antes de desaparecer sin sospechar que aquel día sería el primero de una nueva vida.


—¡Vaya! ¡Qué colorada vienes! —le saludó Mari al llegar al archivo.

—Se me ha ido el santo al cielo otra vez y he tenido que correr. —se excusó Bris.

—Ya, ya. —respondió la mujer en plan tu no me la pegas, mientras seguía tecleando en su ordenador.

Afortunadamente tenía mucho trabajo que hacer y pudo esquivar las preguntas de su compañera. Tras fichar se dirigió a la sala de restauración. Sobre la mesa permanecía abierto un viejo códice del siglo XII. Bris se puso los guantes, cogió su instrumental y antes de empezar a trabajar acarició la superficie de vitela con reverencia. Era una obra dedicada al canto gregoriano. Bris no sabía interpretar aquella forma de notación, aun así no pudo evitar quedarse embelesada un par de minutos observando los primorosos detalles de la obra.

Acercando la lupa con luz incorporada se sentó y comenzó a trabajar. Mientras limpiaba manchas de la superficie de la vitela y retocaba suavemente los daños que el tiempo había producido en las ilustraciones se sentía en paz. Las horas fueron transcurriendo. Desde muy lejos oyó que Mari se despedía y la dejaba sola en el archivo. Nunca se sentía más cómoda que cuando se quedaba allí con la única compañía de aquellos miles de libros.

Trabajó con eficiencia, parando solo para descansar un poco la vista y las cervicales que empezaban a quejarse tras llevar tanto tiempo inclinada sobre la mesa y para cuando llegó el final de la jornada había avanzado bastante. Miró el reloj. Eran casi las ocho menos cuarto. Entonces recordó su cita (o algo parecido, aun no sabía muy bien cómo calificarlo) y la paz se vio sustituida por una mezcla de ansiedad y excitación. Quería ir y a la vez quería estar en el otro extremo de la tierra, pero aquel hombre la había subyugado con su elegancia y no podía evitar sentirse atraída por él. Además, parecía sinceramente interesado en ella. Y esa era la causa de su ansiedad. ¿Podía fiarse de él o solo era una muesca más para su cinturón? Si Orlando la hería, probablemente nunca volvería a confiar en ningún hombre. Y aun no estaba segura de lo que había visto en ella. No se lo podía explicar. Ella solo se consideraba un ratón de biblioteca más.

Se apresuró por el camino de grava que atravesaba el parque, pero pronto tuvo que aflojar el paso, los malditos zapatos nuevos le estaban haciendo daño. Cuando llegó al bar pasaban un par de minutos de las ocho. Él esperaba sentado en una de las mesas de la terraza con el ceño ligeramente fruncido, aunque al verla inmediatamente cambio el gesto.

—Lo siento mucho, pero estreno zapatos y me han hecho un poco de daño. Por eso me he retrasado. —se disculpó ella sin saber muy bien por qué, ya que apenas se había retrasado unos instantes.

Orlando sonrió satisfecho mientras le quitaba importancia con un gesto. Tras invitarla a sentarse a su lado, de cara al parque, llamó al camarero. Él pidió una cerveza y unos frutos secos mientras que Bris se decantó por un bitter y una buena ración de tortilla de patata.

Bebieron en silencio observando cómo las sombras del ocaso avanzaban por el parque. El día, que había sido espléndido, estaba dando paso a una noche estrellada y fresca. Podía haberse quedado sentada mirando al firmamento toda la noche. Finalmente fue él el que rompió aquel silencio cómplice.

—Probablemente este es uno de los lugares más hermosos de la ciudad. Doy gracias de que siga siendo un secreto para los turistas.

Bris se limitó a asentir mientras observaba como los últimos rayos del sol acariciaban las primeras hojas de los castaños de indias y arrancaban destellos dorados en las verjas del parque.

—Por los secretos. —dijo él entrechocando su copa con el vaso de Bris.

—¿Te gustan los secretos? —preguntó ella.

—Supongo que como a todo el mundo me gusta mantener los míos a salvo y descubrir los de los demás. —respondió él.

—¿Tienes muchos?

—Imagino que no más que tú. Todos tenemos secretos, las personas sin secretos son aburridas.

Bris asintió de nuevo pensando que Orlando no dejaba de tener razón. Las personas con secretos estaban rodeadas de un aura de misterio irresistible para ella y aquel hombre parecía ocultar muchos, estaba a punto de pedirle que le revelase alguno cuando él se adelantó.

—¿Por qué el nombre de Briseida?

—Mi padre era catedrático de griego en la universidad y no pudo resistirse, así que fui la niña con el nombre más raro de la clase.

—A mí me parece bonito. —comentó él— Tu padre tenía gusto. Podía haberte puesto Górgona o Clitemestra. ¿Te enseñó griego?

—Además de francés, inglés y un poco de latín. —dijo ella sonrojándose al percibir la mirada de aprobación de Orlando— ¿Y tú a qué te dedicas?

—Soy ingeniero. Diseño aparatos electrónicos.

—¿De qué tipo?

—De todo tipo. Trabajo desde casa para una firma de hardware. Ellos me encargan un aparato y yo lo diseño y les hago un prototipo que luego ellos modifican y adaptan a sus propias especificaciones.

—Parece muy interesante.

—No te creas. La mayoría de  las veces lo que hago son pequeñas modificaciones de un diseño anterior.

Los últimos rayos del sol desaparecieron en el horizonte. Bris cogió otro bocado de la tortilla. Al levantar la vista vio los ojos de Orlando fijos en ella y sin saber qué hacer optó por sonreír mientras seguía masticando. La mirada de aquel hombre era intensa y escrutadora y se sintió desnuda ante él, como si fuese capaz de adivinar todos sus pensamientos.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —dijo él rompiendo el encantamiento al que la estaba sometiendo.

—Sí, claro. —dijo ella después de pegar un trago de refresco.

—¿De qué te escondes?

—No entiendo... —dijo ella intentando evitar una respuesta.

—Eres la mujer más hermosa que he visto, pero te escondes bajo esa ropa y esos actitud torpe y temerosa.

—Esta ropa es el uniforme de mi trabajo...

—Sí, pero estoy seguro de que tus jefes no te exigen que lo lleves tan raido. Además andas ligeramente encorvada, sin apenas maquillaje, como si te avergonzases de ser alta y esbelta y evitas las miradas de las personas. ¿Es por algo que te ocurrió en el pasado? ¿Una mala experiencia? ¿Con un hombre?

La imagen de su primo Javier con aquella sonrisa lujuriosa se le apareció evocada por las palabras de Orlando y no pudo evitar que las lágrimas afloraran en sus ojos. Tuvo que morderse el interior del labio inferior para contenerlas y evitar que corriesen por sus mejillas. Aquello había sido un golpe bajo y aunque Orlando no parecía reírse de ella, no pudo evitar sentirse vulnerable y asustada. Incapaz de contener por un instante más sus emociones, se levantó sin decir nada y cogiendo el bolso se dirigió al parque todo lo rápido que su nuevo calzado le permitía.

Por el rabillo del ojo vio como él dejaba un billete y se apresuraba tras ella. Quería y no quería que la siguiera. Apretó el paso e incluso intentó correr, pero los zapatos se clavaban en la piel de sus talones causándole tanto dolor que tuvo que aflojar el paso. Apenas había recorrido un tercio del parque cuando notó como una mano se cerraba en torno a su brazo. Intentó desembarazarse de ella y seguir andando, pero Orlando era demasiado fuerte. Con firmeza, pero sin llegar a ser brusco, la empujó por el césped hasta que quedó acorralada contra el tronco de un árbol.

Sin mediar palabra Orlando la besó. Sus labios se abrieron involuntariamente dejando pasar la lengua del hombre e impregnado su boca del amargo sabor de la cerveza. Paralizada por el terror, sintió como la mano de Orlando se deslizaba por su cuerpo tanteando sus pechos y desapareciendo entre sus piernas. Su mente gritaba exhortándola a defenderse, pero su cuerpo deseaba aquel contacto abrumador. Sin ser consciente de lo que hacía, Bris separó ligeramente las piernas dejando que él acariciase su pubis.

—Tranquila, yo te protegeré. Conmigo nadie te hará daño. —dijo él deshaciendo el beso y susurrando a su oído— Y te garantizo que jamás habrás sentido un placer semejante.

A pesar de estar protegidas por las bragas y los pantis, los dedos de Orlando dieron rápidamente con sus zonas más sensibles estimulándolas. El placer irradiaba en oleadas desde su bajo vientre, inundando todas sus terminaciones nerviosas hasta el punto de que no pudo evitar soltar un gemido. Con la respiración agitada bajó la cabeza y se agarró a los hombros de aquel desconocido que la estaba manipulando como una muñeca y cerró los ojos solo concentrada en disfrutar de aquellas sensaciones que siempre pensó vedadas para ella.

—Soy exigente, pero si confías en mí te garantizo que nunca sentirás nada ni remotamente parecido a lo que experimentarás conmigo. —continuó el mientras le acariciaba el cabello con la mano libre.

Bris estaba totalmente a merced de aquel hombre. Incapaz de resistirse se limitaba a abrir la boca para coger intensas bocanadas de aire que luego expulsaba en forma de quedos gemidos. Su cerebro seguía gritando y enviándole imágenes de aquella aciagas noches con su primo, pero su cuerpo se había rebelado finalmente ante tanta soledad. A pesar de que ella no había sido consciente, ansiaba los brazos protectores y las caricias de un hombre con desesperación.

Finalmente abrió los ojos y se dio cuenta de donde estaba y lo que estaba haciendo y apartó a Orlando con suavidad. Al contrario de lo que esperaba, el no insistió. No la acorraló contra el árbol para seguir magreándola o incluso para follarla, simplemente le dio un nuevo beso, largo y tierno, sin apresuramientos ni violencia y se retiró un paso dándole espacio. No parecía ni ansioso ni confuso, solo la observaba.

—Te espero mañana cuando termines de trabajar. —dijo tendiéndole una tarjeta con su nombre y dirección— Si no te interesa puedes estar tranquila, no te volveré a molestar.

A continuación le acarició la mejilla y la dejó allí, apoyada en el árbol excitada y confusa con la tarjeta de él en la mano y la falda del uniforme aun arremangada en torno a su cintura. Poco a poco los zapatos mordiendo la piel de sus pies y la áspera corteza del árbol clavándose en su espalda, le fueron devolviendo a la realidad. La luna llena había aparecido desde detrás de un campanario  iluminando el parque y deslumbrándola. Cuando volvió la vista Orlando había desaparecido.

Renqueando y con la cabeza hecha un lío volvió a casa. Estaba tan cansada que se fue directamente a la cama.

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