Rozando el Paraíso 27

Respiraba agitadamente haciendo que sus costillas se marcasen en la piel y un grueso hilo de saliva espumosa cubría el bocado y escurría por la comisura de sus labios...

27

El Viernes tenía todo más o menos arreglado. Lo que más le costó fue encontrar un carruaje adecuado. No para él, sino para Celeste. Debido a su complexión y a que quería que solo ella tirase del carruaje tuvo que optar por uno ligero.  Al principio pensó en un sulky, por su ligereza, pero era un poco incómodo y dado que el trayecto por los jardines del club sería corto y no demasiado largo pensó que podría tirar sin problemas de un ligero simón que ya era un carruaje un poco más señorial. De hecho, aquella misma mañana habían hecho un ensayo todos los participantes y acertadamente el consejo había elegido un camino de servicio en vez del principal, no tan elegante pero de tierra apisonada y con un ligero declive hacia la casa lo que facilitaba la tarea de tirar de sus carruajes a las monturas.

Estaba terminando de comer y preguntándose qué iba hacer toda la tarde para olvidarse un poco de todo cuando Lara le llamó por teléfono. Hacía tiempo que no hablaba con ella y como no era un día demasiado caluroso, quedó con ella para tomar algo y charlar cara a cara. Ella también odiaba el teléfono como él y como había terminado el trabajo aceptó y quedaron en la cafetería que el hotel Cersa tenía en la azotea.

Llegó un poco antes que Lara y se sentó en una mesa desde la que se podía ver casi toda la ciudad. Aquel era uno de sus lugares preferidos para tomar una copa. En la azotea de aquella torre de algo más de cien metros de altura se sentía por encima de toda aquella gente, allí abajo, aparentemente atareadas sin tiempo que perder en sus aburridas vidas.

—Hola. ¡Cuánto tiempo! —saludó Lara.

—Hola, Lara. Tan elegante como siempre. —dijo el admirando como el vestido blanco que llevaba se ajustaba y realzaba sus formas.

La mujer se sentó ajena a la expectación que había levantado entre los clientes. A pesar de aquellas gafas de sol que cubrían la mayor parte de su cara podía imaginar aquellos ojos verdes brillando como los de un leopardo satisfecho.

—Gracias, Orlando. Tú tampoco estas nada mal. —replicó ella— ¿Cómo llevas lo de Bris?

—Mejor. —mintió— Supongo que mañana, una vez haya acabado la subasta, este episodio habrá terminado definitivamente.

—He oído que ya tienes una sustituta.

—Bueno, no sé si llega a tanto. De momento no me planteo volver a tener una relación larga. Supongo que no estoy hecho para ello. Solo espero que Bris no acabe mal.  A pesar de que sé que todo ha terminado, no me lo perdonaría.

—Vamos, esa chica no es Alba. Bris tiene cerebro y estoy convencida de que nos va a sorprender a todos con su elección.

—No sé... Sigo estando un poco nervioso. Solo espero que todo termine bien. —Orlando negó con la cabeza y le dio un nuevo trago al gintonic que había pedido.

—Nunca me has contado lo que pasó verdaderamente con Alba. —insinuó ella jugueteando con su copa de vino blanco.

—No hay mucho más que contar que lo que sabes. Al principio parecía la relación perfecta. Ella no sabía nada de nuestro mundo y al igual que con Bris, partí desde cero con ella. A Alba le gustaba el papel de esclava y a mí me gustaba esa aparente rebeldía y esa ansia que mostraba siempre por ir un poco más allá. —empezó Orlando sin saber muy bien por qué se estaba sincerando— El caso es que yo disfrutaba reteniéndola constantemente, pero lo que creía que era solo un juego, ella lo deseaba de verdad. Sabes perfectamente que yo nunca he sido partidario del sado y ella quería probarlo todo, así que cuando un día me negué, ella simplemente me dijo que conmigo había llegado a un punto muerto y que a pesar de que me quería, ella deseaba más. Traté de convencerla, pero se negó a discutirlo y se fue.

—Lo que no entiendo es por qué te sientes responsable de lo que pasó.

—Yo la introduje en el Club. Siempre he pensado que si no me hubiese dejado llevar por el orgullo y no la hubiese introducido, no habría conocido a Pablo y ahora estaría viva.

—¿Qué pasó?

—Pablo era uno de los hombres más atractivos del Club, pero también uno de los más oscuros. Por lo que sabía era uno de los miembros más radicales y peligrosos. Al principio todo parecía normal, pero poco a poco me fui enterando de cosas que reflejaban lo mucho que habían traspasado la línea. Bondaje, torturas, orgías... todo aquello quedó pequeño cuando escuché lo del accidente. Al principio no me alarmó, pero cuando tuvieron el segundo pocos días después me imaginé lo que estaba pasando.

—¿Sinforofilia? ¿Estás bromeando? —preguntó Lara asombrada. Nunca había conocido a nadie tan loco.

—El caso es que empezaron por pequeños golpecitos sin importancia, pero un día la vi por la calle con una pierna escayolada y exploté. La paré en plena calle y le dije que estaba loca y que no podía ver como se mataba. Ella no solo no entró en razón sino que me mandó a la mierda. Yo no podía dejarlo pasar. Tenía que hacer algo, así que hice una petición al consejo del Club para que echase a Pablo por poner en peligro a uno de los miembros. A pesar de que la actividad la realizaban fuera del Club conseguí convencer al consejo de la mala prensa que supondría que dos miembros no solo murieran sino que matasen a alguien practicando el sexo. El problema fue que consideraron a los dos igualmente culpables y expulsaron a ambos a pesar de que intenté convencerles de que aquello era solo cosa de Pablo. La misma noche que se enteró de su expulsión Alba me llamó y me dijo que me odiaba y que no volviese a acercarse a ella. Dos días después en uno de sus accidentes calcularon mal. Subiendo un puerto de montaña por la noche con las luces apagadas se toparon con una placa de hielo, perdieron el control, rompieron el quitamiedos y cayeron ladera abajo dando tumbos. Ella murió en el acto y él  lo hizo mientras los bomberos intentaban extraerle del amasijo de hierros en el que se había convertido su BMW.

—Es realmente triste, pero tú no tienes la culpa. —intentó animarle Lara.

—Eso sigo intentando decirme aun a día de hoy. Pero no puedo evitar pensar en que pude haber hecho algo más... o algo menos. Si no la hubiese llevado al Club, no habría conocido a Pablo y no...

—No vayas por ahí —le interrumpió la mujer— Sabes perfectamente que eso no funciona así. A toro pasado es muy fácil preguntarse lo que hubiese pasado si hubieses hecho tal o cual cosa, pero no te engañes, Alba sabía lo que quería y los riesgos que corría. Hiciste todo lo que pudiste, pero no funcionó.

—Ya pero...

—Lo malo de adoptar el papel de amo es que tiendes a pensar que ejerces un control total sobre tu esclavo. Pero eso no es cierto, tú no eres Dios y tus esclavos solo lo son por elección y pueden dejar de serlo cuando quieran. —apuntó Lara dando por terminada la conversación.

Orlando no insistió, pero tampoco quedó convencido. No esperaba que Lara lo entendiese. Ella nunca había adoctrinado a ninguna persona fuera del mundo de la dominación, siempre había buscado a sus esclavos dentro del Club, con lo que no entendía la responsabilidad que suponía introducir en ese mundo a personas totalmente ajenas y ahora si la cosa volvía a torcerse y Bris también acababa mal, sabía que no sería capaz de superarlo.

Lara, adivinando su estado de ánimo, desvió la conversación hacía los preparativos de la fiesta y él le habló de Celeste. Ella se mostró encantada de que no fuese solo a la fiesta y le dijo que seleccionar una esclava de entre las candidatas del Club era la decisión más acertada.

Evidentemente no le dijo que el único objetivo que tenía para el día siguiente era que Bris no acabase en malas manos. Así que se limitó a asentir y a apurar su copa.

Con la noche llegó un aire fresco que a esa altura era aun más fuerte. Lara se estrechó los brazos desnudos con un gesto inconfundible y Orlando aprovechó para dar por terminada la velada. Le dio las gracias por su comprensión y la ayudó a parar un taxi. El volvió a casa caminando y disfrutando del ambiente fresco y la oscuridad creciente, intentando no dejarse llevar por sus igualmente oscuros pensamientos.


Bris había pasado una noche horrible. Apenas había dormido imaginando todo tipo de desastres que ocurrían en la subasta hasta el punto de que deseó que aquel sábado amaneciera tan tempestuoso que el Club se viese obligado a suspenderla. Pero el día amaneció esplendido y una ligera brisa hacia soportable el intenso calor. Aun quedaban más de diez horas para que  hiciese su entrada triunfal en el Club montada en el carruaje ganador del desfile.

Miró el reloj de nuevo, se puso la bata sobre su cuerpo desnudo y fue a desayunar. Parecía que tenía mucho tiempo, pero los minutos parecían volar y aun no había decidido por qué tipo de pujas se debería inclinar. Suponía que la mayoría intentaría comprarle con dinero, joyas o algo por el estilo. Eso era lo único de lo que estaba convencida de que no sería lo que la iba a decidir. Aparte de eso, no tenía ni idea. Hombre, mujer, novato o con experiencia. Podía optar por alguien especialmente bello....

Se engañaba. La única puja que estaba convencida de que adoptaría sin vacilar sería la de Orlando. Aunque no quisiese admitirlo seguía enamorada de él y deseaba tenerlo de nuevo dentro de ella. Mientras acercaba el tazón de leche a sus labios, su mano libre se deslizó entre sus piernas y se acaricio el pubis mientras albergaba la secreta esperanza de que Orlando diese un paso adelante y su mano se levantase en la puja para librarle del lío en el que se estaba metiendo.

El sabor amargo del café al que se le había olvidado echar azúcar le devolvió a la realidad. Y la esta era que ya no podía contar con ello. Si aun la amase no habría intervenido tan activamente en la ceremonia que estaba montando el Club. Además se negaba a pensar que el primer hombre con el que había tenido una relación seria fuese el único capaz de enamorarla. Aunque era cierto que Orlando le había mostrado un mundo que no solo no conocía, sino que nunca había osado imaginar, ahora le tocaba explorarlo ella misma. Era una mujer diferente, una mujer fuerte, segura de sí misma y del efecto que producía sobre los hombres.

Echó un par de cucharadas de azúcar en el café y dio otro sorbo. Lo paladeó más satisfecha mientras intentaba imaginar una estrategia a la hora de subastarse. Cada vez que lo intentaba su mente se iba a una vieja telenovela, cuya reposición había visto en ocasiones con su madre. Cada vez que se imaginaba en lo alto de la escalinata, no podía evitar recordar los ojos fríos de Doña Bella observando con desdén aquellas miradas ansiosas, y valorando las ofertas de decenas de hombres duros y curtidos por los peligros de la selva dispuestos a hacer cualquier cosa por ella a cambio de una noche de placer.  Como ella, Doña Bella también tenía un amor que quería olvidar a toda costa, Bris esperaba tener más éxito que la protagonista de  la telenovela. La última escena de la historia mostraba a la mujer frente a la tumba del hombre al que mandó asesinar, pero que nunca fue capaz de olvidar.

Suspirando, terminó de desayunar y se dirigió al baño para darse una ducha y comenzar a prepararse. La noche iba a ser larga.


El día había llegado y milagrosamente todo estaba preparado. Como esperaba nadie se había querido perder la fiesta y los pocos que no estaban interesados en la subasta se habían dejado caer para asistir a aquella fastuosa celebración. Todos los carruajes estaban preparados Celeste estaba ya con los arreos y solo faltaba engancharla al ligero simón. El carruaje había sido limpiado y barnizado para la ocasión y brillaba como si fuese nuevo bajo los últimos rayos del ocaso. Él se había vestido para la ocasión con unos pantalones de montar un chaqué negro, unas botas de cuero negro y una chistera.

El camino de tierra apisonada que llevaba a la parte trasera del edificio había sido reacondicionado para que las monturas no tropezasen ni resbalasen y tras un recorrido sinuoso y en ligero declive, flanqueado por antorchas, que se encenderían en el momento en que se pusiese el sol definitivamente, terminaba en una amplia glorieta que daba acceso a una explanada donde los participantes esperarían el veredicto de un jurado.

El ganador tendría el honor de llevar a Bris por el paseo hasta los pies de la escalinata donde se celebraría la subasta. En principio no parecía un gran premio, pero Orlando estaba seguro de que muchos de los participantes matarían por tener unos minutos en solitario con su expupila para poder sondearla y mostrar todo lo que la podían ofrecer.

Poco a poco la silueta del sol comenzó a esconderse entre los arboles hasta que el último rayo de luz desapareció tras unas colinas cercanas. Inmediatamente, dos hombres comenzaron a recorrer el camino con una antorcha a la vez que aplicaban el extremo encendido sobre las antorchas que estaban fijadas a los lados del camino, iluminándolo con una luz trémula. Era la señal de salida. Orlando se acercó a su esclava y la enganchó al carruaje. Le colocó los correajes y le repasó su cuerpo desnudo asegurándose de que estaba perfecta. La joven sonrió cuando él le recolocó la cola hasta que estuvo totalmente erecta con las tiras de cuero moviéndose airosamente con cada cambio de postura de la joven.

Finalmente le dio un suave cachete en el culo, se arrellanó en el cómodo sillón del simón y cogió el látigo listo para iniciar el paseo. Como miembro del consejo y organizador del evento, encabezaría el desfile y se aseguraría de que no había ningún problema en el recorrido antes de que el resto se pusiese en movimiento. Celeste, consciente de ello se movía nerviosa intentando calentar los músculos y haciendo tintinear los arreos. Finalmente echó un vistazo alrededor y al constatar que todos estaban preparados, animó a su esclava a comenzar el paseo con un suave latigazo.

Celeste pegó un ligero saltó al sentir el contacto del cuero trenzado en su nalga e inmediatamente comenzó a moverse, primero con dificultad estorbada por los tacones y luego una vez que cogió velocidad y ayudada por la suave pendiente con más facilidad. Orlando tiró de la brida refrenando un poco a la joven consciente de que no debía coger demasiada velocidad o le costaría luego frenar el vehículo. Celeste retrasó la cabeza y obedeció manteniendo un ritmo pausado e intentando ignorar las miradas curiosas de los asistentes que se agolpaban a ambos lados del sendero.

Aprovechando una larga recta miró a su alrededor. Todos los que no participaban en el desfile se habían colocado a ambos lados del camino dispuestos a disfrutar del espectáculo. Ellos con chaqué y chistera y ellas con vestidos veraniegos y extravagantes sombreros al modo del Derby de Ascot.

Con desgana volvió a centrar su atención en el camino que llegaba en ese momento a uno de los puntos más delicados, un giro a la izquierda entre dos secuoyas. Los arboles al crecer habían extendido sus raíces por debajo del firme elevándolo de manera irregular. Orlando tiró de la rienda con maestría para hacer girar a la esclava a la vez que hacía chasquear su tralla justo unos centímetros por encima de la nalga ya marcada por el anterior latigazo.

La joven aceleró y trastabilló con una raíz. Celeste, con las manos atadas al torso, no pudo equilibrarse y estuvo a punto de caer, pero milagrosamente y gracias a un nuevo tirón de la brida, que la ayudó a mantener la postura erguida, dio dos pasos tambaleantes más antes de recuperar totalmente el equilibrio. El simón saltó sobre los baches con ligereza y segundos después rodaba suavemente con la rotonda final ya a la vista. De nuevo tiró de las riendas y la esclava se quejó un instante y cabeceó antes de obedecer y disminuir el ritmo de nuevo.

Ese último tramo era sencillo y prácticamente la dejó ir. Ya bastante cansada, la joven disminuyó el ritmo hasta que una nueva marca en el culo producida por un nuevo trallazo la obligó a hacer un último esfuerzo.

La mayoría del público se agolpaba en la amplia glorieta y Orlando tiró de nuevo de las riendas para que todos pudieran seguir con facilidad el pasó del carruaje. Con gesto adusto se llevó la mano al ala de la chistera a modo de saludo y dirigió a la montura hacia la explanada. Inmediatamente desmontó con un lienzo en la mano y secó el sudor que corría en gruesos regueros por el cuerpo de la esclava. Estaba claro que la había llevado al borde de la extenuación. Respiraba agitadamente haciendo que sus costillas se marcasen en la piel y un grueso hilo de saliva espumosa cubría el bocado y escurría por la comisura de sus labios.

Orlando le quitó un instante el bocado para limpiarle los labios con el trapo.

—¿He estado bien, mi señor? —preguntó ella.

—Sí, has hecho un buen trabajo, pero no vuelvas a hablar sin que te lo autorice. ¿Te encuentras bien? ¿Estás cansada?

—Sí, amo. —dijo la joven con sus muslos aun temblorosos por el esfuerzo.

—Aun te queda un rato. Deberás permanecer en pie en esta postura hasta que termine el desfile.

—Sí, amo. —repitió la joven a pesar de que a todas luces no estaba segura de poder lograrlo.

Orlando lo esperaba y ya tenía una bebida energética y una barrita de cereales en la mano. La joven comió agradecida la barrita de avena de las manos de su amo y bebió con avidez de la lata que Orlando le inclinaba poco a poco hasta que la vació totalmente.

—¿Mejor?

—Sí —contestó la joven reconfortada.

Orlando la premió con un par de ligeros cachetes en los flancos y terminó de secar el sudor de su cuerpo para que el frescor de la noche no la afectara. En ese momento un hombre se acercó con un gesto interrogante.

—Todo en orden. —le dijo— Advierte a los participantes de que la segunda curva a la derecha está un poco peligrosa por los baches, que no entren ahí demasiado rápido.

El hombre asintió con la cabeza y se alejó a la vez que decía algo por un walkie. Orlando dejó a la joven con una pequeña manta sobre los hombros para que no cogiese frío y se dirigió a la glorieta para ver el desfile.

Como miembro del consejo tenía una silla reservada al lado del jurado, en la escalinata que dominaba los últimos doscientos metros del trayecto además de la glorieta y la explanada donde Celeste aguardaba pacientemente aun enganchada a su simón.

El primer carruaje no tardó en llegar. Era un pequeño cabriolé tirado por un solo esclavo al igual que el suyo, aunque era más pesado que su simón y eso lo notaba la montura que a pesar de ser un hombre fuerte y de casi dos metros de altura llegó tan cansado como Celeste a la explanada.

Poco a poco se fueron acumulando los carruajes que tras pasar ante el jurado aparcaban en el improvisado parking. Orlando había organizado el desfile por el numero de bestias que tiraban de los carruajes primero pasaron sulkys, simones y cabriolés Luego pasaron los de dos monturas. De todo el desfile eran los faetones pequeños, manejables y de dos monturas los más numerosos. Para diferenciarse, sus dueños habían optado por añadir adornos especiales a sus arreos aunque todo el mundo sabía que ninguno tenía posibilidades de ser el ganador.

Tras el paso de la segunda y ultima calesa llegó una de las sensaciones del desfile. Lara se las había arreglado para conseguir una cuadriga en apenas una semana. Llegó en el carruaje pintado de blanco y oro llevando ella misma las bridas de cuatro briosos esclavos, dos negros en el centro y dos blancos a los lados. Los hombres eran monumentales masas de músculos. Lara les había colocado unos casquetes de plumas de avestruz, blancas para las monturas del centro y negras para las de fuera. Los esclavos llevaban el ligero carruaje a tal velocidad que su amiga se veía obligada a emplearse a fondo para mantener el equilibrio. Desde el lugar reservado al consejo observó como llegaba a toda velocidad a la glorieta y tiraba de las riendas de las monturas que quedaban en la zona de dentro de la curva mientras fustigaba a las de fuera y giraba levantando una pequeña nube de polvo.

Lara vestía una vaporosa clámide de seda blanca que permitía a todos los presentes admirar su cuerpo esbelto y firme, sus piernas y sus nalgas contraídas para mantener el equilibrio en la traquetearte plataforma y los pechos bailar y estremecerse con cada vibración. Al pasar por delante del jurado Lara sonrió, saludó levantando la mano y entró en la explanada con las monturas ya al paso.

El punto desenfadado lo puso el Conde de Manacor. Solo al viejo conde se le ocurriría llegar en una polvorienta diligencia con ocho esclavos tirando de ella y un rudo vaquero con bigote con una mano en las riendas y un Winchester apoyado en la cadera. Al contrario que el resto, el carruaje paró frente a la escalinata y de él salió vestido como un lechuguino del este, con unas gafas de montura redonda, un traje y un bombín atravesado por una flecha.

En cuanto puso el pie en el suelo se sacudió la polvorienta levita y se quitó el bombín fingiendo sorprenderse y quitó la  flecha antes de volver a colocárselo y de unirse al resto de los espectadores. El cochero mientras tanto, lanzó un escupitajo negro y espeso como la pez y haciendo restallar las bridas se alejó en dirección a la explanada.

Durante mucho tiempo Orlando creyó que el Conde sería el ganador. Había caído bien al público y el carruaje era amplio y aunque un poco achacoso era bastante cómodo por dentro, pero entre los últimos llegó la mayor sorpresa. El carruaje era inclasificable era tan lujoso y barroco como una carroza real, pero no tenía techo con lo que todo el mundo podía ver su lujoso interior. Javier había logrado en pocos días construir un carruaje que parecía salido de Versalles. Tiraban de él una docena de esclavas a cual más bella, todas desnudas salvo por los arneses y brillantes gracias a una generosa capa de aceite. Javier se había vestido de forma igualmente llamativa con un traje dieciochesco y una peluca blanca enorme. Siguiendo el estilo de la época se había pintado la cara de blanco y un enorme lunar sobre el labio superior.

A ambos lados del carruaje corrían otros cuatro esclavos todos con peluca y con la misma librea que el cochero, que únicamente consistía en una chaqueta roja con charreteras doradas y unas botas de montar de cuero. Al igual que el duque, la carroza paró en la glorieta y de ella bajó Javier ágilmente con sus zapatos de tacón y agitando un pequeño cetro dorado con una puño cerrado en su extremo superior.

En cuanto puso pie en tierra, lanzó una larga mirada de desprecio a los presentes, abrió una cajita de rapé, aspiró un pellizco de su contenido y tras estornudar fue a ocupar su sitio en espera del veredicto del jurado.

El desfile terminó diez minutos después y la deliberación fue corta. Orlando se lo temía. Lo último que deseaba era que Bris compartiese asiento con Javier, pero no pudo hacer nada y como no formaba parte del jurado no pudo influir. Nadie sabía de la historia que los dos primos compartían y por tanto a todos les pareció natural. Javier resultó ser el elegido por unanimidad.


El desfile había transcurrido con precisión milimétrica, así que su carruaje llegó a la hora señalada. Apenas tuvo un par de minutos para terminar de arreglarse el maquillaje y componerse la ropa. Se miró un instante al espejo colocándose una vez más el conjunto que constaba de un corpiño azul y una voluminosa falda de tul abierta por delante que dejaba completamente  a la vista sus piernas. Satisfecha con la imagen que reflejaba, cogió la cola, salió de la tienda que habían acondicionado al inicio del trayecto para que esperase cómodamente y caminó hacia el lugar donde la estaba esperando su carruaje con sus dorados refulgiendo a la luz de las antorchas.

En cuanto subió y reconoció a su anfitrión tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no mudar el gesto y no salir corriendo.

—Hola, prima. ¡Qué agradable casualidad! —la saludó Javier sonriendo a la vez que le besaba la mano y la invitaba a sentarse a su lado.

Bris se dejó besar la mano conteniendo el gesto de asco y obviando la invitación se sentó en el asiento libre frente a él. Javier no se mostró contrariado. Es más aprovechó para repasar de arriba abajo a Bris sin perderse un solo detalle.

La carroza inició rápidamente su trayecto. El aire nocturno acarició su piel haciendo que por un momento se olvidase de su anfitrión, pero solo duró hasta que aquel cabrón abrió la boca.

—Carlos, no azuces tanto a las esclavas, recuerda que es el tercer recorrido que hacemos y no quiero agotar a las monturas. —dijo Javier antes de dirigir toda su atención a Bris.

El cochero hizo caso y continuó el viaje a paso lento refrenando a las monturas. La gente que se había puesto a ambos lados del camino ya empezaba a desfilar en dirección a la escalinata donde se celebraría la subasta. Cuando la carroza les alcanzaba se volvían y miraban a los dos pasajeros. Bris se sentía a la vez poderosa y abrumada por tanta atención. Javier sin embargo no tardó en romper el hechizo con sus palabras.

—Por fin podemos hablar. Lo he deseado desde que volví al país. Intenté localizarte pero cuando lo hice ya estabas con Orlando y supe que debía esperar. ¿Sabes que era lo que más echaba de menos cuando estaba fuera? Fue tu cuerpo. Ni el idioma, ni las fiestas, ni el calor del verano. Tú y tu chochito eran lo único que echaba en falta. Lo intenté sustituir por muchos otros, pero ninguna mujer se abría de piernas como tú, ni jadeaba mientras entraba en ella como tú. Y esta noche ha llegado mi oportunidad. Pujaré y te ganaré.

—¿Qué te hace creer eso? —preguntó ella escéptica.

—Nadie podrá superar mi oferta.

—Pareces muy seguro.  —replicó Bris dispuesta a no dejarse avasallar— Todos harán sus pujas y te recuerdo que en este club hay gente muy poderosa y dispuesta a dar mucho por ganarme.

—Sí, probablemente tendrán ofertas mejores, pero yo tengo una oferta que solo tú escucharás. —dijo él inclinándose y susurrándole al oído de Bris en tono conspiratorio.

Bris se apartó y miro a aquella serpiente a los ojos. Cada palabra de aquel hombre destilaba amenaza, aun así y sorprendiéndose a sí misma Bris mantuvo el tipo y alejó a su primo obligándole a sentarse de nuevo frente a ella. Bris cruzó las piernas frente a él y le interrogó con los ojos sin decir palabra.

—Sí no aceptas mi puja en la subasta, le diré a tu madre todas las guarradas que me hiciste durante años. Le contaré con pelos y señales como te abrías de piernas para mí y dejabas que te metiese la polla por todos tus orificios naturales. Le contaré todas las posturas que adoptábamos. Boca arriba, boca abajo... Y algunas más que me inventaré. —dijo Javier sonriendo convencido de que iba a ganar aquella mano con las cartas marcadas. —¿Qué crees que dirá tu madre cuando le cuente como gritabas de placer cuando te daba por el culo mientras te pisaba la cabeza...?

—No, no aceptaré tu puja. —le interrumpió— No sé si te has dado cuenta pero estamos en el siglo veintiuno y yo ya no soy una adolescente. Te aseguro de que si mi madre se entera de algo de lo que pasó entre nosotros, me da igual la vía, tu acabarás en la cárcel. Recuerda que cuando me hacías todas esas... guarradas tú eras mayor de edad y aun recuerdo más de una vez en la que me forzaste sin mi consentimiento expreso. Te juro que si abres en algún momento esa bocaza mi madre no sabrá que me follaste, sabrá que te aprovechaste de mi inocencia y me forzaste a tener relaciones sexuales. Le contaré al jurado mi triste historia y quizás el juez se entretenga con todos los sórdidos detalles y siendo clemente te sentencie a una pena leve. Ya sabes, solo diez o veinte años. ¿Qué te parecería diez años y un día recibiendo un poco de tu propia medicina? Diez años recibiendo pollas ansiosas de culos vírgenes y frescos como el tuyo.

No hacía falta que dijese nada más. Javier la miraba como un perro apaleado. Todo odio, bilis e impotencia. En el fondo Bris se lo agradecía. Por fin había cerrado un capítulo de su historia. Las pesadillas y la sensación de culpabilidad desaparecerían y se disolverían. En aquella carroza no se había enfrentado solamente a Javier se había enfrentado a sus propios demonios y había ganado. Ahora era dueña de su propio destino.

El carruaje llegó por fin al pie de la escalinata. Bris abrió la caja y cogió la cola que Orlando le había regalado, se irguió y saludó a los socios que rodeaban la puerta del carruaje. A continuación Bris se inclinó simulando darle las gracias a Javier a la vez que enroscaba la cola al consolador que llevaba puesto desde que salió de casa.

—Tendrás que conformarte con los recuerdos. Esto es lo más cerca que vas a estar de mí en el resto de tu vida.

—Aun no lo sabes, pero soy inevitable. Puede que no sea hoy. Quizás tampoco mañana, pero tarde o temprano esos labios volverán abrirse para comerme la polla. —replicó Javier con una seguridad escalofriante.

—Sigue soñando.

Alguien abrió la puerta de la carroza y Bris no esperó a oír la respuesta de su primo. Bajó la escalerilla asistida por un montón de manos que se deshacían por ayudarla. Con la cola ya desplegada subió las escalinatas, en solitario, haciendo que los tacones de sus sandalias resonasen con fuerza sobre el pulido mármol. Todo el mundo la miraba, todo el mundo deseaba poseerla y ella jamás se había sentido más libre.

El decano del consejo se acercó y la guio a un asiento en lo alto de la escalinata. La puja no tardaría en empezar. Los esclavos habían sido desenganchados y se habían reunido con sus amos, aun portando sus arreos. Desde arriba, Bris los observaba dubitativa. ¿Cómo iba a volver a aceptar a un amo ahora que se sentía una mujer libre y le gustaba? Manteniendo un rostro hierático para evitar que trascendieran sus dudas se giró hacia el público y desplegando su cola la agitó unos segundos justo antes de sentarse. Por el rabillo del ojo buscó a Orlando. Estaba sentado un par de peldaños más abajo en uno de los extremos de la hilera de asientos destinada al consejo. Mantenía fija la mirada en el público que atestaba el pie de la escalinata, pero por su forma de mover la pierna notaba su nerviosismo. Un tenue hilo de esperanza creció en ella. Quizás estaba equivocada y Orlando finalmente pujaría por ella.

Las palabras del decano dirigiéndose a los presentes para advertirles que la subasta estaba a punto de empezar la devolvieron a la realidad. Los miembros del consejo se levantaron y ocuparon sitio al pie de la escalinata como los demás miembros del club dispuestos a pujar por ella si surgía la oportunidad.

Bris se levantó y ocupó su puesto al lado del postor. Irguió de nuevo la cola y la agitó mientras buscaba entre la multitud. Sus miradas se cruzaron un instante, un instante de emoción viva... Las pujas estaban a punto de comenzar.