Rozando el Paraíso 22

Cerró los ojos y expulsó el aire de sus pulmones poco a poco intentando calmarse, pero no lo consiguió. Anhelaba el contacto de su amo. Sus manos, sus labios y también su polla...

22

La llamada salió exactamente lo contrario a lo que esperaba. Orlando creía conocer a Bris. La había llamado convencido de que si la presionaba un poco y la demostraba que no estaba dispuesto a ceder se derrumbaría y le suplicaría volver a su lado. Pero resulta que había metido la pata hasta el fondo y ahora la había perdido para siempre. A pesar de que no quería se obligó a acercarse y a mirar por la ventana. Bris no parecía abatida ni deprimida. Llegó taconeando con seguridad por el camino de tierra y se sentó en el banco cruzando las piernas consciente de que probablemente él la estaba observando y aun así comportándose con naturalidad como si él no existiese.

Un hombre pasó con su perro por delante de ella y le lanzó una inequívoca mirada. Ella no apartó la mirada ni pareció incómoda, simplemente se limitó a ignorarlo. A pesar de la discusión, se alegró de no estuviese deprimida ni volviese a ser la mujer triste y temerosa que era antes de conocerla. Con las manos en la espalda la observó terminarse el sándwich y el zumo, recoger el pañuelo que usaba para no mancharse el uniforme y desaparecer de su vista, camino de la biblioteca. Sus manos se dirigieron inconscientemente hacia el móvil mientras su mente imaginaba mil disculpas, pero se quedaron petrificadas a apenas unos centímetros del objeto, incapaz de avanzar más. Se quedó parado, mirando el teléfono sintiendo como el dolor de la pérdida corría como ácido por sus venas.

Orlando apartó la vista y se sentó en el sofá. Cogió el mando del equipo de música y lo puso en marcha. La música de Gerswin le llevó de nuevo a aquella primera noche con Bris. No sabía muy bien por qué, pero tenía la apremiante necesidad de seguir torturándose, de recrearse en el dolor que le causaba aquella separación. Se recostó en el sofá y vio el libro de Las Flores del Mal que había comprado cuando se decidió a conocer a Bris en la estantería. Sus manos se cerraron sobre él y lo abrió por una página al azar:

Tú que, como una cuchillada,

En mi corazón doliente has entrado;

Tú que, fuerte como un tropel

De demonios, llegas, loca y adornada,

De mi espíritu humillado

Haces tu lecho y tu imperio,

Infame a quien estoy ligado,

Como el forzado a la cadena,

Como al juego el jugador empedernido,

Como a la botella el borracho,

Como a los gusanos la carroña,

—¡Maldita, maldita seas!

Las palabras de Baudeler se le clavaban en el cerebro como astillas ardientes... "Maldita seas"... No podía evitarlo. Sabía que la culpa de haber llegado a aquella situación era solo suya, pero no podía evitar culparla. Los recuerdos de su anterior amante le asaltaron. La deriva en la que había caído hasta su muerte le habían hecho sentirse culpable durante mucho tiempo y ahora volvía a encontrarse en la misma situación. Esperaba que Bris no cometiese los mismos errores que su anterior acólita. Lo que más temía era que volviese al Club Paraíso. A pesar de su aspecto lúdico, era un lugar peligroso. Mucha de la gente que acudía allí era peligrosa y que se comportase adecuadamente cuando estaba en el Club, no quería decir que lo hiciese fuera de él. Ahora Bris era miembro de pleno derecho y podía acudir cuando le viniese en gana y eso le preocupaba. No debía haberla llevado allí, pero el orgullo que sentía al mostrarse con la esclava más bella y mejor educada, le pudo. Necesitaba compartirlo, necesitaba que el resto de los miembros le odiasen y envidiasen por ello.

A pesar de que todo se había roto entre ellos, la responsabilidad le podía y decidió intentar protegerla, de sí misma y de los verdaderos depredadores que pululaban por el Club.


Aquel fin de semana fue el peor de su vida. Al entrar en la casa de Orlando, su aroma, que invadía todo el lugar, hizo su ausencia aun más abrumadora. ¿Cómo demonios habían llegado a aquel punto? Sabía que Orlando la quería y sabía que ella quería a Orlando, pero el muro que se había establecido entre ellos ya era demasiado alto. Con gesto cansino recogió todas sus cosas y las fue colocando en cajas que Orlando ya había dispuesto para ella. Poco a poco fue avanzando y a media mañana llegó al dormitorio. Orlando se había ido apresuradamente y no había hecho la cama. Acarició las sábanas un instante y se volvió hacia el armario. Abrió cajones y vació perchas intentando no pensar aunque su mente era una vorágine de sensaciones e imágenes que le asaltaban. Recuerdos que no volverían a repetirse.

Llegó al cajón de la lencería y cogió las prendas todas de una vez, intentando no pensar. Las metió en la caja y miró en el cajón para ver si quedaba algo. En el fondo estaba el sencillo conjunto blanco que llevaba la primera vez que su amo le hizo el amor. Lo cogió sin poder evitar la nostalgia. De repente tuvo la urgente necesidad de volver a ponérselas. No lo pensó y se desnudo. El sujetador le quedaba bien, pero las braguitas le quedaban un poco flojas. Tiró de ellas para ajustarlas un poco mejor y el tejido suave y gastado se clavó en su sexo.

Cerró los ojos y expulsó el aire de sus pulmones poco a poco intentando calmarse, pero no lo consiguió. Anhelaba el contacto de su amo. Sus manos, sus labios y también su polla. Suspirando se tumbó en la cama. Las sábanas aun conservaban su aroma. Casi inconscientemente deslizó la mano por debajo de la braguita y se acarició el pubis. Un fogonazo de placer la inundó. Sintió como los labios de su vulva se hinchabas y se abrían. Los dedos rozaron el clítoris obligándola a encogerse de placer. En su mente eran los dedos y la boca de Orlando los que la acariciaban. En cuestión de segundos su vagina estaba encharcada y una mancha de humedad se extendió por la prenda intima.

Se quitó las bragas con gestos ansiosos y se masturbó con furia unos instantes, enterrando la cara en las sábanas mientras que con la mano libre se acariciaba el vientre y los pechos apenas contenidos por el sujetador. Bris gimió y se retorció. Dándose una tregua se llevó los dedos empapados de los jugos de su excitación a la boca.

Si Orlando hubiese estado allí en ese momento, se lo hubiese perdonado todo. Lo necesitaba con urgencia, pero allí no tenía nada más que los ecos de su presencia. Entre suspiros se puso a gatas, separó las piernas y enterró la cara en la almohada. El aroma de Orlando invadió sus fosas nasales acuciando aun más su deseo. Llevada por la excitación cogió la sabana y se la pasó entre las piernas acariciándose el sexo con ella. El placer la hizo retorcerse de nuevo y sin apartar la sábana comenzó a masturbarse de nuevo acariciándose la vulva con movimientos rápidos y circulares. Con el paso de los minutos sus dedos entraron en su vagina empapando el tejido de las sábanas con su excitación. Sin dejar de masturbarse con la mano libre se estrujó los pechos y se pellizcó los pezones, hundiendo la cabeza en la almohada hasta que no pudo respirar.

Sus movimientos se hicieron más apresurados a menudo que la excitación aumentaba hasta que el orgasmo la asaltó. Excitación, placer, un fugaz sentimiento de satisfacción... y luego el vacío. Bris apenas pudo contener las lágrimas. Intentando concentrarse en algo que le impidiese seguir pensando se vistió y terminó de recoger todas sus cosas. En cuestión de minutos estaba cargando el taxi. Cuando arrancaron de vuelta a casa, Bris se obligó a no mirar atrás.


Orlando pasó un fin de semana amargo. Acuciado por la necesidad de estar solo, alquiló una pequeña casa rural en la montaña. Aislada de cualquier vestigio de civilización, sin televisión ni teléfono. El sábado salió de la casa dispuesto a borrar aquellos aciagos acontecimientos de su mente aunque solo fuese por unas horas. Caminó entre pinares y recorrió desfiladeros, intentando disfrutar del paisaje, del viento agitando las ramas de los árboles, del aroma a resina y a lavanda, de los murmullos provocados por las criaturas del bosque, pero todo le parecía insulso y sin alma. En dos horas estaba de nuevo en la casa y ya no volvió a salir en el resto del fin de semana. Pasó el resto del tiempo dispuesto a ahogar en alcohol recuerdos y reproches.

Las horas se arrastraron con lentitud imaginándose a Bris llevándose sus cosas y eliminando cualquier rastro de su presencia en la casa. Se regodeó en el dolor y disfrutó con él, con la sensación de pérdida y la ira que le embargaba, la ira que le había alejado de ella para siempre. Aquella sensación se acentuó aún más cuando llegó a la casa vacía y desangelada sin su presencia.

Ni siquiera se molesto en ducharse. Simplemente se desnudó, cenó un vaso de Whisky con agua y se metió en la cama. Debían ser imaginaciones suyas, pero la cama olía a Bris y a su sexo. Aspirando profundamente se arrebujó en las sábanas y se abandonó al olvido del sueño.

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