Rozando el Paraíso 2
Bris apartó la mirada azorada. Se sentía una especie de pordiosera comparada con él. De repente, deseó con todas sus fuerzas haber ido antes a comprar unos zapatos nuevos... Luego inmediatamente desechó el pensamiento. Cualquier cosa que comprase no hubiese mejorado la imagen que aquel hombre tenía de ella.
2
Al día siguiente ya tenía el material adecuado. Un telescopio terrestre de última generación. El dependiente que se lo había vendido le había asegurado que las lentes Zeiss eran de lo mejorcito que había en el mercado y que eran las mismas que usaban los francotiradores norteamericanos para volarles la cabeza a los talibanes. El vendedor era gilipollas, pero no se había equivocado. Con aquel aparato podía distinguir el color de los ojos de un gorrión en el otro extremo del parque.
Desde ese momento se había dedicado a acechar a la joven, a pesar de que ella no alteraba para nada sus rutinas. Llegaba todos los días del trabajo de doce a doce y cuarto del mediodía y se iba entre veinte y veinticinco minutos después. Siempre hacía lo mismo, primero comía apresuradamente y luego se dedicaba a leer. Los primeros días los había dedicado a un manoseado ejemplar que esta vez sí pudo identificar como una edición de bolsillo de Moby Dick. Pero pasados quince días la rutina varió un poco. Después de comer, en vez de sacar el libro directamente, extraía unos guantes de algodón del bolso y solo cuando los tenía puestos miraba a su alrededor un instante y sacaba un saquito de terciopelo.
En el interior había otro libro, pero enseguida vio que no era un libro cualquiera. A través del ocular vio como la mujer sacaba un ejemplar de aspecto antiguo, pero aparentemente bastante bien conservado. Con una mirada de veneración la joven lo depositó en su regazo, apartó una imaginaria mota de polvo y lo abrió. En ese momento pudo ver el título del libro grabado en la cubierta con letras doradas; Les Fleurs Du Mal de Baudelaire.
Aquello fue una sorpresa, a la vez que un placer. Cada vez estaba más convencido de que aquella mujer era la que había estado buscando durante tanto tiempo. La observó leer y forzando la óptica al máximo, observó como los dedos de la mano derecha de la joven pasaban las páginas con delicadeza, mientras que con la otra agarraba con fuerza el lomo hasta que sus nudillos se ponían blancos. Moviendo ligeramente el telescopio hacia arriba vio los ojos fijos en el texto, moviéndose por las líneas sin parpadear, mientras las aletas de su nariz se dilataban y la piel de sus pómulos se ruborizaba ligeramente.
El placer de la caza era casi tan excitante como lo sería tenerla desnuda gimiendo entre sus brazos. Solo ver la cara de placer del la joven y la forma en la que se recolocaba la falda con manos temblorosas le ayudaba a imaginársela desnuda, arrodillada frente a él, con las manos atadas y los ojos vendados, entreabriendo la boca anhelante.
En ese momento la mujer pareció darse cuenta de algo y apresuradamente cerró el libro. Al hacerlo pudo ver que pegado al lomo tenía una etiqueta con un código de barras. Eso le dio otra nueva pista. Aquel ejemplar pertenecía a la biblioteca y parecía lo suficientemente valioso como para no estar en préstamo. Eso, unido al uniforme le convencieron de que la desconocida trabajaba en la biblioteca municipal, al otro lado del parque, en el antiguo edificio del ayuntamiento.
Apartando los ojos del telescopio, se acercó al ventanal y vio a la mujer recoger apresuradamente y abandonar el parque a la carrera. Con una sonrisa observó el culo de la mujer balancearse y tensar la tela de la falda mientras se alejaba.
Ahora que sabía donde trabajaba barajó la idea de abordarla en la biblioteca o seguirla hasta su casa, pero no le parecía buena idea. A veces el trabajo de un funcionario podía ser muy aburrido y frustrante y no era ese un estado de ánimo adecuado para relacionarse. Por otra parte, podía seguirla a casa y averiguar algo más de sus hábitos, pero no era un experto en seguir personas y si la descubría podría asustarla. Sin embargo, en el parque parecía totalmente relajada y los poemas de Baudelaire parecían excitarla lo suficiente para hacerla vulnerable.
Estaba decidido, al día siguiente se acercaría a ella por primera vez.
Estaba desnuda, el ambiente era oscuro y opresivo. Había un chimenea donde ardía un fuego que aportaba al lugar un calor intenso, pero apenas lo notaba, solo percibía las manos, decenas de manos acariciando, sobando, apretando y penetrando por todos sus orificios.
Aquellos dedos entraban en su coño, resbalando profundamente en su interior, también forzaban la entrada de su ano, dilatándolo, mezclando placer y dolor. Otros tiraban de sus labios para abrirle la boca dejando que unos cuantos se deslizaran hasta el fondo de su garganta, asfixiando sus gemidos de placer y sus gritos de dolor. Ella intentaba revolverse, pero había manos de sobra para aferrar muñecas y mantener sus piernas separadas. Se sentía humillada, pero a la vez excitada. Disfrutaba tanto del placer físico como del de sentirse dominada. Escudriñando las tinieblas, intentó identificar a sus agresores, pero solo veía figuras encapuchadas en las que solo distinguía pares de ojos luminosos como los de los caimanes...
Con un grito se despertó. Desde que había empezado el libro tenía siempre el mismo sueño. No sabía si eran los poemas o la propia vida disipada del autor, pero parecía que aquellas palabras estaban alterando su estado de ánimo. Sentada en la cama trató de recuperar la tranquilidad mientras sentía correr el sudor por su cuerpo. Se levantó con las piernas temblando y el camisón pegado al cuerpo. Debería sentirse aterrada, pero sintió como entre sus muslos corría algo más que sudor. Se dirigió al baño y se quitó el camisón para entrar en la ducha. El agua fresca la ayudó a calmar un tanto su excitación y cuando salió estaba preparada para una nueva jornada de trabajo.
Lo que sería una jornada normal ahora se había convertido en una pequeña tortura. Realizaba su trabajo maquinalmente, solo ansiando que llegara la hora del descanso y así poder continuar con el libro. Sabía que era una actitud estúpida. Si la pillaban, probablemente la despedirían, pero no podía evitarlo, aquel libro la mantenía atrapada desde la primera vez que lo tuvo en sus manos. Su intención no era robarlo, solo quería leerlo en un lugar íntimo, lejos de las miradas de sus compañeros y como no se atrevía a llevárselo a casa había aprovechado su descanso para explorar sus páginas.
Lo más difícil era aparentar serenidad delante de Mari. Su compañera era la mujer más intuitiva que conocía a parte de su madre y cada vez que salía de la oficina con el libro escondido en su bolso sentía que iba a descubrirla. Al menos, con la llegada de la primavera, podía achacar el nerviosismo al cambio de estación y ella parecía tragárselo... de momento.
Fuera, hacía un día precioso. Aun no entendía por qué ninguno de sus colegas optaba por salir de aquella especie de mazmorra medieval que era aquel viejo edificio y comer el bocadillo al aire libre. Suponía que de ahí venía el apelativo de ratones de biblioteca. Siempre escondidos en sus madrigueras de papel, al amparo de la oscuridad.
Avanzó por el camino de graba, sintiendo como las piedrecillas se hundían en la gastada suela de sus bailarinas. Tenía que comprar unas, ya no podía retrasarlo más, pero ir de compras le aterraba, dudaba constantemente que comprarse. Nada parecía quedarle bien y finalmente perdía la paciencia y compraba lo primero que le parecía. Alguna vez le había pedido a Mari que la acompañase, pero la mujer era muy perspicaz y cuando se negó a hacerle las compras por ella, dejó de invitarla a acompañarla. Bris se paró un momento y se miró los zapatos. Movió los dedos de los pies y vio como la piel parecía a punto de reventar de tan gastada. Con un resoplido se obligó a si misma a prometerse que aquella misma tarde iría a comprar zapatos nuevos y siguió caminando.
Le encantaba aquel parque. Era pequeño y a pesar de estar en pleno centro medieval, de la ciudad siempre estaba poco frecuentado. Tampoco tenía grandes explanadas o áreas recreativas para los niños, con lo que no solía haber muchos niños y menos a aquellas horas. Se dirigió a su rincón favorito, un banco justo debajo de un gran castaño de indias, que con su frondoso ramaje la protegía del sol.
A treinta metros de distancia vio que su banco estaba en parte ocupado. Se paró un instante observando al ocupante desde atrás. Era un hombre de pelo castaño, bastante alto y vestido con un traje gris de corte impecable. El hombre estaba sentado en el extremo izquierdo y parecía totalmente relajado, con la cabeza ligeramente echada hacía atrás y el brazo derecho apoyado en el respaldo. Bris observó hipnotizada como los dedos del hombre tamborileaban sobre la madera del banco.
Miró a ambos lados buscando una alternativa. Pero el resto de los bancos estaban a pleno sol y sentarse en el suelo no era una alternativa. Lo último que quería era que Mari volviese a echarle la bronca mientras le intentaba limpiar los restos de una piel de plátano del culo. Finalmente respiró y se acercó intentando mantener un paso firme y despreocupado.
Con la mirada baja y ligeramente ladeada en dirección opuesta al banco y su ocupante, se sentó en el extremo derecho y murmuró un buenos días al que el hombre respondió con una leve inclinación de cabeza mientras apartaba el brazo educadamente.
En ese momento se vio en un dilema. Normalmente colocaba sus cosas en el centro del banco, pero la presencia del hombre la hacía dudar. En el fondo estaba poniendo al alcance de su mano todas sus cosas y no confiaba en los desconocidos. Durante unos segundos se quedó paralizada, hasta estuvo a punto de posar el bolso en el suelo. Finalmente, a regañadientes, se corrió unos centímetros a la izquierda, lo suficiente para poder colocar el bolso. El hombre la miró un instante, ella sonrió indecisa y enseguida bajó la mirada tratando de ignorarle, ¿Pero cómo hacerlo? Nunca había estado al lado de un hombre así. Todo en él destilaba elegancia. Con el rabillo del ojo observó su rostro moreno, la frente amplia, ojos oscuros de mirada melancólica y los labios gruesos rodeados por una perilla oscura y cuidadosamente arreglada en la que se empezaban a adivinar los primeras vetas grises y de la que emanaba un aroma perturbador. El traje que llevaba, evidentemente hecho a medida, se ceñía en torno a su cuerpo atlético como una segunda piel. Al sentirse observado, el hombre cruzó las piernas y sonrió sin apartar la mirada de los árboles que tenía frente a él.
Bris apartó la mirada azorada. Se sentía una especie de pordiosera comparada con él. De repente, deseó con todas sus fuerzas haber ido antes a comprar unos zapatos nuevos... Luego inmediatamente desechó el pensamiento. Cualquier cosa que comprase no hubiese mejorado la imagen que aquel hombre tenía de ella. A pesar de ello, mientras hurgaba en el bolso buscando su bocadillo, su cerebro no paraba de imaginar estúpidas ilusiones en las que se veía en brazos de aquel desconocido.
Temiendo que aquellas imágenes pudiesen verse en sus ojos, mantuvo la vista baja mientras daba el primer mordisco a su sándwich.
—Un día precioso. —dijo el hombre pillándola totalmente por sorpresa.
Su primer instinto fue responder atropelladamente, sin ser consciente de que tenía un bocado de surimi con mayonesa en la boca. El sí salió acompañado de un tos y un par de trozos de surimi que acabaron en el suelo justo encima de una fila de hormigas. Bris sintió como sus pómulos hervían de vergüenza y no se atrevió a levantar la mirada.
—La verdad es que vivo muy cerca y nunca se me había ocurrido salir a pasear por aquí, es un lugar realmente bonito, ¿No crees?
—Oh, sí. Yo vengo aquí todos los días. —respondió Bris, esta vez después de tragar el bocado— Es muy tranquilo y la forma en que la luz se cuela entre el follaje, creando sombras siempre cambiantes es mágica. Nunca es igual, cada estación tiene su encanto.
El hombre asintió, pero no dijo nada más. Deseó seguir escuchando aquella voz profunda de tenor, pero nunca había sido una experta en aquello de dar conversación y no se le ocurría cómo seguir, así que optó por seguir comiendo mientras veía como las hormigas se arremolinaban alrededor del trozo de surimi.
Cuando terminó dudó un instante si sacar el libro. Le daba un poco de apuro ponerse los guantes de algodón, pero el hombre parecía mirar al frente, aparentemente ignorándola, así que ella decidió hacer lo mismo.
En cuanto sacó el libro vio cómo inmediatamente captó la curiosidad del desconocido. Conteniendo un escalofrío, fingió ignorarlo y empezó a leer. Apenas había repasado el primer verso cuando el hombre se inclinó pare poder ver el título de la cubierta.
—Las Flores del Mal... y en francés, una lectura interesante.
—¿Le gusta Baudelaire? —Bris apenas podía contener la emoción, por fin podían hablar sobre un tema que dominaba.
—Es una pena que no tenga tiempo. Siempre he querido aprender francés para poder leer Madame Bovary y Las Flores del Mal, tal como salieron de la mente de sus autores. ¿Se pierde mucho con la traducción?
—Depende. De Madame Bovary, al ser prosa, es fácil encontrar buenas traducciones, pero la poesía es distinto. Si intentas ser fiel a la métrica, se pierde inevitablemente parte del sentido que el autor le quiere dar a la obra, mientras que si se hace una traducción más literal se pierde el ritmo. Esta obra, en su versión original, es incomparable con cualquier traducción. Destila una pasión y una oscuridad que te subyugan te... —en ese momento Bris se dio cuenta de que se estaba emocionando demasiado y cortó el discurso bruscamente.
—La verdad es que en castellano ya impresiona. La leí hace años y aun tengo pasajes grabados a fuego en mi mente;
"Sé lo que quieras, noche negra, roja aurora;
No hay una fibra en todo mi cuerpo palpitante
Que no exclame: ¡Oh mi querido Belcebú, te adoro!"
Bris se giró y miró a aquel hombre, parpadeando inconscientemente mientras le escuchaba embobada. No era posible que aquello le estuviese pasando. El desconocido le sonrió como si agradeciese que ella le mirara directamente y cuando terminó de recitar aquellos tres versos se presentó.
—Hola, soy Orlando. —dijo el hombre alargando la mano.
Briseida iba a alargar la mano, entonces se dio cuenta de que llevaba el guante puesto y no estaba dispuesta a darle la mano así. Deseaba sentir el contacto con la piel de aquel hombre, entonces la volvió a retirar. Con la otra mano ocupada con el libro se hizo un lío hasta que finalmente optó por coger la punta del guante con los dientes y sacar la mano de un tirón apresuradamente.
—Yo soy Briseida, pero todos me llaman Bris. —dijo dejando caer el guante en su regazo y estrechando al fin aquella mano suave y cálida que hizo que todo su cuerpo se estremeciese.
—Un nombre bonito, ¿Es de origen griego?
—Sí. En la Ilíada es la hija de Briseo un aliado de los troyanos. Cuando es capturada, Agamenón se la arrebata a Aquiles y se monta un follón que está a punto de acabar con el asedio. En fin la historia de siempre. Las mujeres somos las culpables de todo. —comentó Bris con ironía.
—Te equivocas, las mujeres sois el centro de todo, que no es lo mismo... —la corrigió el hombre.
Bris le escuchó hablar fascinada, apena se quedaba con las palabras que decía. Ella solo se limitaba a asentir de vez en cuando, sin poder apartar los ojos de aquellos labios y deseando que nunca terminara de hablar. El libro resbaló de sus manos y cayó en su regazo. De repente había dejado de ser el centro de su atención.
Un movimiento de la mano del hombre hizo que la manga de su traje se retirase para dejar a la vista un cronógrafo de aspecto lujoso y pesado, recordándola que tenía que volver al trabajo. Azorada, se despidió mientras metía el libro en el bolso apresuradamente. Mientras se alejaba, se preguntaba si Orlando estaría observándola. Por un instante deseó tener la clase suficiente para atraer a un hombre así. Envidiaba a las mujeres que atraían las miradas solo con el movimiento de sus caderas. Ella desde niña siempre se había sentido torpe y desgarbada. Con su altura sacaba la cabeza a la mayoría de los niños de la clase, lo que les hacía sentirse intimidados y sus compañeras se reían de ella y la llamaban jirafa. Bris había reaccionado aislándose, y estudiando, convenciéndose a sí misma que nunca atraería a un hombre con su físico.
A punto de desaparecer de la vista de Orlando se giró un instante. Él la estaba mirando y en cuanto la vio girar la cabeza levantó la mano y la saludó. Bris no respondió y volvió la vista al frente apresurando el paso con las mejillas arreboladas. Aquello terminó por confundirla. ¿Qué pretendía aquel hombre? ¿Solo quería despedirse o quería algo más? Se miró en el reflejo que le devolvía la puerta de la biblioteca. Con el uniforme gastado y estrecho, el pelo alborotado y los zapatos raídos, tenía un aspecto lastimoso.
Llegó al archivo convencida de que aquel hombre solo estaba jugando con ella. Aun así, no podía evitar sentirse excitada y Mari lo notó inmediatamente. A pesar de que no quería, la mujer se las arregló para sonsacarle lo que había pasado, pero no pareció tan desconfiada como ella.
—Cariño, eres demasiado dura contigo. Es cierto que eres muy alta y que tienes esa manía de andar con la cabeza gacha, pero eres una mujer hermosa. Fíjate en esos ojos, jamás los había visto de ese color y tienes un cutis precioso.
—¡Qué va! Soy tan pálida que casi puede verse a través de mí.
—No seas exagerada. Además ahora el color blanco está de moda. Lo que tienes que hacer es cuidarte un poco y usar algo que a ti no te sonará de nada. Se llama maquillaje. —dijo Mari guiñando un ojo cargado de rímel y pestañas postizas.
Esta nueva serie consta de 39 capítulos. Publicaré uno más o menos cada 5 días.