Rosita (II)
Después del relato Rosita publicado el 24 de Junio de 2002, continuamos así
Al día siguiente, cuando aún no apuntaba la aurora, salté de mi cama, entré a la regadera, con agua fría, para evitar que el ruido del calentador despertara a mis gentes, me bañé, peiné y vestí en escasos cinco minutos. Salí con mucho cuidado para que no me oyeran y corrí, no, no corrí, volé a casa de mi Rosita. No sabía que hacer para llamar su atención, pero no fue necesario; ella, al igual que yo deseaba este encuentro y estaba lista esperando mi llegada. Cuando me vio venir por el fondo de su calle y me reconoció, de inmediato salió de su casa tan a la chita callando como lo había hecho yo instantes antes, mas para evitar ser descubiertos por alguno de sus familiares, caminó hacia la esquina y dio vuelta, obligándome a mí a seguirla.
¡Qué abrazo! ; ¡qué beso!. No conozco la Gloria, pero no debe ser muy diferente. ¡Cuánta dulzura encierra el amor de una mujer!. Gracias Rosita, muchas gracias por tu amor.
Una vez que nos "serenamos", (así, entre comillas), besé con dulzura sus labios y le dije: -buenos días, mi amor, a lo que ella respondió, también acariciando mis labios con los suyos: -mejores no he tenido, ¿no ves como es claro este día, que colores trae la aurora, como apunta el sol un día espléndido?. Si, preciosa, es verdad, o es el día muy hermoso, o es tu luz, tu perfume, tu hermosura, lo que lo hace verse así. Te amo profundamente.
Empezamos a caminar, enlazados de la cintura; sin rumbo fijo, solo deseábamos estar uno junto al otro lejos del bullicio de la gente.
En aquellos días, la zona en la que estaban nuestras casas, en su mayor parte se formaba de terrenos aún sin construcciones, llanos con pasto alto, flores, arbustos, algunos árboles añejos, un pequeño aunque caudaloso río, y aquí y allá una construcción sin concluir.
Desde luego ese escenario nos daba un horizonte suficiente para esparcir nuestro deseo de estar solos, de caminar uno junto al otro.
Cuando consideramos que ya habíamos caminado un buen trecho, detuvimos el paso y nos sentamos sobre el alto pasto aún cuajado de rocío. ¡Que hermosa sensación es sentir el frescor del rocío sobre la piel!. Le dije: - Rosita, ¿no te agradaría que nos acostáramos sobre el pasto, desnudos; sentir la fresca suavidad del rocío en nuestra piel?. La idea le agradó y dicho y hecho, empezó a desabotonarme la camisa. Nos desnudamos totalmente, pusimos nuestras prendas sobre el tronco seco de un árbol y nos acostamos sobre la hierba fresca. ¡Qué suave sensación! ¡Qué fresco y agradable es el rocío matinal sobre la piel!. Rodamos sobre nosotros mismos, fuertemente abrazados, trenzadas nuestras lenguas en un beso profundo y exquisito, por el puro gusto de sentir; de sentirnos mutuamente; de acariciarnos; de sentir nuestra sangre correr a raudales por nuestras arterias; de sentir en nuestros cuerpos plenamente la vida.
Estábamos ansiosos de besarnos y así lo hicimos. Fundimos nuestros labios; nuestras bocas; nuestras lenguas en largo y apasionado beso. Nos fuimos entregando uno al otro, acariciándonos totalmente; ojos, labios, cuellos, hombros, espaldas, caderas, muslos, piernas, tobillos, pies. Besé lenta, sutilmente cada milímetro de su cuerpo, desde sus ojos hasta sus pies, pasando por su espalda, por su abdomen. Bebí con fruición el rocío pegado a su piel. Besé suavemente todos y cada uno de los dedos de sus pies, sus plantas, su empeine, sus tobillos. Tomé sus pies y los alcé suavemente a fin de poder ir dando vueltas en espiral alrededor de sus piernas, por las cuales fui subiendo, con suaves, sensuales besos, hacia sus rodillas, sus corvas, sus muslos hasta llegar al vello púbico, me detuve, aspiré su aroma, lo besé con ternura, y con mucha delicadeza lo empecé a retirar hacia los lados. Era muy hermoso; de color castaño y tornasolado. Cubría sus labios mayores. Lo besé dulce, muy dulcemente, pero sin separarlos, sin penetrar para nada su intimidad. Ella, en ese momento, me susurró: - yo también te deseo, permíteme acariciarte. Nos pusimos cómodos sobre la hierba, e iniciamos esa forma apasionada e intensa, conocida como 69, y, que a juicio de ambos, es una de las formas más expresivas de entrega mutua que puede disfrutar una pareja. Que penetrante y a la vez delicado aroma se aspira al tener cerca el sexo de la mujer amada. Sus efluvios recuerdan un concierto de armonía sideral, que podemos compararlo con este fragmento hermosamente escrito, para otras circunstancias, por el poeta nicaragüense Rubén Darío: ¡Oh la selva sagrada! ¡Oh, la profunda emanación del corazón divino de la sagrada selva ¡Oh, la fecunda fuente cuya virtud vence al destino! Bosque ideal que lo real complica, allí el cuerpo arde y vive y Psiquis vuela; mientras abajo el sátiro fornica, y ebria de azul deslíe Filomela, perla de ensueño y música amorosa en la cúpula en flor del laurel verde, Hipsípila sutil liba en la rosa, y la boca del fauno el pezón muerde. Allí va el dios en celo tras la hembra y la caña de Pan se alza del lodo; la eterna vida sus semillas siembra, y brota la armonía del gran Todo. El profundo y excitante aroma del sexo de la mujer amada coloca al hombre en una posición difícil de sostener, ya que ella espera de nosotros dulzura y delicadeza de trato, pero su aroma enerva los sentidos, dispara nuestra libido, y nos ordena poseerla; ya; de inmediato, garantizando así la continuidad de La Vida. La posición conocida como 69 es un reto para el hombre, un reto subyugante. Mi amada, tomó mi pene con delicadeza, lo besa dulcemente, lo acaricia en toda su extensión, introduce la punta de su lengua haciéndome estremecer de placer. Poco a poco lo hunde en su boca al tiempo que yo iba besando y acariciando sus labios mayores, lentamente, separándolos con mis labios, recorriendo de arriba abajo y viceversa su hermosísimo sexo. Siento el calor de su boca, la suavidad de su lengua, su calidez, la sensación subyugante de su saliva, abrazando, rodeando, abarcando todo mi pene, con una delicadeza, una dulzura, una entrega, una forma sublime de amor, que es muy difícil describir. Yo, en tanto continúo dando tenues besos entreverados con pequeños pellizquitos dados con mis labios. Van apareciendo sus labios menores, jugosos, de enervante aroma y viscosa suavidad.
Con los dedos de ambas manos, mantengo abiertos con suavidad los labios mayores para permitir las caricias que mis labios prodigaban a su sexo aromático y jugoso. Sin prisa, pero sin pausa, empiezo a utilizar la punta de mi lengua sobre los labios menores; poco a poco los voy separando hasta abrirlos completamente y degustar los fluidos vaginales que la empapan. Con la lengua, disfruto de ellos, mientras ella, también sin descanso, me acariciaba con sus labios alternándolo con mis testículos, los cuales introduce sabia y suavemente en su boca, sometiéndolos, con delicia, al húmedo calor y firme caricia de su lengua. Yo, me voy acercando a su clítoris, lo tomo entre mis labios y lo beso dulce y apasionadamente, tanto así, que se estremece y aprieta mi pene entre sus labios dándome uno de los instantes de mayor éxtasis hasta ese momento.
Como deseo retener lo más posible el placer que nos llena, opto por no insistir en las caricias a su clítoris por el momento. Buscando la entrada a su vagina, deslizo mis labios junto con mi lengua con lentitud hasta sentir su profundidad; su hermosa cueva, poco a poco y girando en derredor acaricio su circunferencia, introduzco lentamente, pero con firmeza, mi lengua en busca de su punto más sensible, el cual hallo un poco hacia dentro. Lo acaricio ejerciendo presión suave con lo que mi preciosa amada se vuelve a estremecer, aunque tarda un poco más que cuando besé su clítoris.
Decido buscar su orgasmo, para lo cual me dirijo nuevamente al clítoris el cual acaricio con lengua y labios. Beso, aprieto suavemente, succiono. Se produce la explosión de sensualidad y energía; se tensa, detiene sus caricias en mi aun cuando me retiene entre sus labios, secreta una considerable cantidad de fluido vaginal, suave, de consistencia muy viscosa, excelente sabor, y exuberante aroma, que tomo con fruición, lo degusto como lo que es, manjar de dioses. En tanto mantiene mi pene atrapado entre sus labios sin acariciarlo, pero sujetándolo con firmeza y suavidad, y, al mismo tiempo, rozándolo con sus dientes suavemente; no desea que escape de su boca.
Después me confesó que los fluidos vaginales correspondieron a un solo orgasmo muy intenso, me dijo además que no quería perder el contacto de mi pene, y que deseaba profundamente mi eyaculación en su boca en ese momento. Paso mi lengua en toda la amplitud de su sexo, con suavidad, pero con cierta energía. Ella suelta mi pene. Me volteo sobre ella, miro sus ojos profundos, siento en su mirada el deseo de realizar el acto de amor completo, consumar nuestra entrega mutua y penetro su vagina lentamente sin detenerme hasta llenarla completamente. Nos besamos intensa, apasionadamente, fundiéndonos en uno de los momentos más emotivos y plenos de sensualidad y amor.
Sin despegar nuestros labios durante los minutos que duró, me introduzco y retiro con rítmicos y acompasados movimientos que ella acompaña desde el primer instante, logrando orgasmos casi simultáneos muy intensos. Sin despegar nuestras bocas, nos proporcionamos un estrecho y sensual abrazo, ya que hasta ese momento, no había tocado para nada sus hermosísimos pechos, ni siquiera había rozado sus pezones, erectos, firmes, hermosos, sensuales, exquisitos, dignos de ser besados con delicadeza y mordidos con pasión. Esperé a perder la erección y me retiré lentamente, quedando uno al lado del otro, cada uno sobre su costado, viéndonos de frente, besándonos con infinito cariño, exhaustos y felices.
Rosita, entonces me dijo: - Me encantó, fue más hermoso que lo que siempre soñé sería el momento de mi entrega. Soñé en una boda, un viaje de luna de miel, una casita llena de luz y alegría, caricias, besos, arrumacos, esperar la noche, apagar la luz y hacer el amor. Pero nunca imaginé que sin necesidad de boda, ni de viaje de luna de miel, ni de una casita, ni de la noche, sino a plena luz de la mañana, acostados sobre la fresca hierba cuajada de rocío, sintiendo la vida brotar con todo su fuerza a nuestro alrededor, sintiendo tu amor, tu dulzura, tu delicadeza sacudir mis entrañas con descargas de felicidad infinita y profundísima, sería el momento, hasta ahora más importante de mi vida; la consumación del este holocausto de amor, que para la mujer significa entregar su himen al hombre amado. Gracias amado amante.
Yo, conturbado por sus palabras hasta casi las lágrimas, sólo supe depositar un ósculo suave y dulce sobre sus labios.