Rosario y la hipoteca
Carlos, aprovecha su trabajo en un banco para ayudar a, Rosario, una madura ama de casa a pagar su hipoteca. Y, de paso, ajustar cuentas con el pasado.
1
En la vida a veces las cuentas se saldan y a veces no. Siempre quedan agravios por compensar, deudas que cobrar y venganzas que satisfacer. Así era como Carlos creía que iban a quedar las cosas en relación al caso de Silvia, su exnovia, y su antiguo mejor amigo, Roberto, que tras haberle puesto los cuernos durante un tiempo indeterminado, decidieron irse a vivir juntos. NI que decir tiene que el hecho resultó bastante traumático para el bueno de Carlos. Y, aunque había ocurrido cuando todos rondaban los veinte años, y había pasado más de un lustro, era un espina que tenía clavada bien dentro.
Carlos perdió contacto con ambos, aunque sabía por amigos comunes que seguían juntos, viviendo en otra ciudad y parece que las cosas les iban bastante bien. Por su parte nuestro protagonista siguió con su vida tras el pertinente periodo depresivo tras el shock que supuso la humillante separación. Acabó la carrera y entró a trabajar en una oficina bancaria de su antiguo barrio, como segundo del director. En cuanto a su vida amorosa las cosas no iban tan bien como en el ámbito profesional. Había tenido alguna medio novia y salido, esporádicamente, con bastantes chicas. No tenía problemas para ligar en absoluto, pero la desconfianza lo reconcomía y siempre acababa malogrando sus relaciones por los celos y una actitud desconfiada que acababa cansando a sus parej
Así estaban las cosas, con Carlos trabajando en la oficina bancaria de su barrio, sin acabar de superar su lejana, pero aún traumática ruptura, cuando una mañana de verano, vio entrar en la sucursal a una mujer de unos cincuenta años con un buen tipo, pero de aspecto cansado y algo ojerosa aunque indudablemente guapa, empujando una silla de ruedas en la que había un hombre, que tenía sesenta años, aunque aparentaba algunos más, con aspecto desolado, grueso de cintura y torso, con sus delgadas piernas cubiertas por una tela oscura, innecesaria para el calor que hacía, aunque no en la sucursal, con el aire acondicionado a todo trapo, como de costumbre.
Carlos miró la pareja unos instantes antes de reconocerlos. Hacía años que no los veía, pero había estado en múltiples ocasiones en su casa y, de hecho, la mujer, aunque algo derrotada, seguramente por el estado de su esposo, seguía siendo la jaca atractiva que era años atrás, cuando hacía voltear las miradas de los hombres cuando salía a comprar por el barrio. Aunque, todo hay que decirlo, en aquella época, Carlos se abstuvo de contemplarla como la hembra apetecible que era. A fin de cuentas era la madre de Roberto, su mejor amigo, y las madres de los amigos son sagradas, ¿no? Por lo menos hasta entonces.
Carlos hizo una señal al cajero indicándole que él se encargaría de atender a la pareja, que ya había cogido número, dispuesta a esperar su turno. Intrigado por la visita, sentía curiosidad por saber qué les traía a la oficina y, en un flash, recordó la traición de Ricardo, pensando, acto seguido, que quizá podría vengarse de él por un flanco que no esperase. A fin de cuentas no sería más que un acto de justicia. Pero no adelantemos acontecimientos. Todavía no estaba claro que se le estuviese brindando ninguna oportunidad.
Rosario y Jaime, que así se llamaba la pareja, enseguida reconocieron a Carlos como el antiguo amigo de su hijo Roberto. No sospecharon nada en absoluto de su impostada amabilidad cuando les acompañó a un despacho haciendo que se saltasen la cola que abarrotaba la oficina aquella mañana.
Tras una breve conversación de cortesía en la que Rosario se disculpó sucintamente por un hecho, la traición de Roberto años atrás, de la que no eran responsables, pero que les pesaba ciertamente. Al parecer ellos tampoco tenían mucho contacto con su hijo, que ahora vivía en la capital de otra provincia y veían sólo en las fiestas navideñas.
Mientras, su marido, que parecía un tanto apollardado , escuchó silencioso la conversación. Apalancado en la silla de ruedas tenía todo el aspecto de haber soltado las riendas del matrimonio a manos de su mujer.
Carlos aceptó deportivamente las disculpas de Rosario aunque quitando importancia al pasado y afirmando, falsamente, que ya estaba todo olvidado y que “ eso son cosas que pasan, ante las que no se puede hacer nada y bla, bla, bla… ”
Enseguida entraron en harina y Rosario que, como he dicho llevaba la voz cantante, le contó su angustioso caso. Casi un año atrás, Jaime, su esposo que trabajaba como capataz de una cuadrilla de albañiles en la construcción, había tenido un grave accidente laboral que le había dejado, parapléjico, en la silla de ruedas, jubilado a su pesar por invalidez.
Pero la cosa no se quedaba allí. En el accidente había muerto uno de los trabajadores de la cuadrilla de la que Jaime era responsable. Tras un larguísimo contencioso laboral y un decepcionante juicio, el Juzgado de Trabajo le había responsabilizado del accidente por negligencia en el ámbito de la seguridad laboral. Por lo tanto, la empresa se había lavado las manos y la indemnización había sido inexistente, además Jaime se vio obligado a pagar, a su vez, una indemnización a la familia del obrero fallecido, por lo que el Estado le embargaba cada mes la mayor parte de su pensión.
Postrado en una silla de ruedas, Jaime se encontraba profundamente deprimido por la triste situación personal y económica a la que había abocado a su sacrificada esposa, obligada a cuidarle en casa, cuando llegaba cansada de limpiar escaleras por la ciudad. Lo peor del asunto es que ni siquiera podía plantearse abandonar el trabajo porque la pensión que le había quedado al pobre Jaime, apenas si cubría los gastos de la hipoteca y estaban comiéndose los pocos ahorros que tenían disponibles.
Muy a su pesar decidieron pedir ayuda económica a su hijo, pensando que éste, ahora independiente y con un buen sueldo, no dudaría en pagar a su familia por todos los desvelos que ésta había tenido para favorecerle en su carrera. Pero Roberto resultó ser bastante más egoísta de lo que cabría esperar, y se limitaba a enviar cien euros de vez en cuando a sus padres que apenas si llegaban para nada.
Mientras Rosario iba contando el cúmulo de desgracias familiares, sentada bien tiesa en una silla frente a Carlos, su pusilánime marido asentía lloroso e iba afirmando con la cabeza con la sana intención de dar pena.
Carlos sonreía comprensivo ocasionalmente, aunque su mirada estaba abducida por el canalillo de Rosario, que dejaba entrever unos generosos pechos a través del fino vestido veraniego que llevaba. Para más inri los pezones se habían empitonado gracias a la refrigeración de la oficina que tenían, como de costumbre, a toda leche. Una pena para el planeta, pero un gustazo para la vista de Roberto que contemplaba hipnotizado las tetas de Rosario. Ésta, muy a su pesar, acabó percatándose de la mirada de Carlos, y enrojeció levemente al tiempo que se acomodaba levemente en la silla para tratar de acotar la panorámica ofrecida. Carlos puso cara de póker y procuró disimular un poco mejor.
Finalmente llegaron al meollo de la cuestión. Lo que quería el matrimonio era, o bien renegociar la hipoteca o bien poder disponer de un fondo de pensiones que tenían acumulado en el banco para cuando el marido cumpliese los 65 años.
Tras sopesar los pros y los contras, Carlos les dijo que la mejor opción sería no tocar el fondo, porque podrían penalizarles, aunque, no obstante, lo consultaría con el director. En cuanto a la hipoteca, tampoco veía factible la renegociación, porque el banco no estaba por la labor de prolongar la deuda hasta la eternidad. Así y todo, les dijo que insistiría con el director para valorar todas las opciones y que esa misma tarde iría a su casa para contarles lo que podía hacerse. En cualquier caso, para que no perdieran la esperanza les dijo que tenía una idea que proponerles.
Valió la pena el discurso, sólo por ver la cara de agradecimiento de Rosario y los lagrimones que surcaban la cara de Jaime. Ver humillada de esa manera a la familia de su enemigo le estaba resultando a Carlos mucho más placentero de lo que esperaba.
Cuando Rosario se levantó para despedirse aprovechó para dar un buen repaso al conjunto de su cuerpo. No, no estaba nada mal para los cincuenta años que tenía. Media melena castaña bien teñida, cara agraciada de labios gruesos, con alguna pequeña arruga que no le quedaban tampoco muy mal, tetas generosas con unos pezones no muy grandes, cintura proporcionada y muy poca barriga, un culazo firme y levantado, sin duda, lo mejor de su cuerpo, y unas piernas bien formadas y fuertes. Se nota que seguía trabajando duro y estaba en forma. Y más ahora, si tenía que cuidar del trasto del marido.
Carlos les acompañó gentilmente a la puerta y no dejó de observar las caderas y el culazo de Rosario mientras empujaba la silla, traqueteando hacia la calle.
Bien, bien, bien… Era el momento de perfilar un plan. No tenía la más mínima intención de comentarle nada al director. A fin de cuentas era un asunto casi personal y, si todo iba bien, lo podía arreglar él mismo.
2
Carlos modificó el fondo de pensiones de Jaime para poder ir saqueándolo a su gusto. Ése era el dinero que pensaba utilizar para financiar al matrimonio, pero no era lo que pensaba decirles.
Esa tarde se presentó en el pequeño piso de Rosario y Jaime y, tras contarles una milonga de arduas negociaciones con el director del banco y otras mentiras, llegó a la conclusión que le interesaba. De momento, no deberían tocar el fondo de pensiones porque iban a perder mucha pasta y, si se apañaban con lo poco que les quedaba de la pensión y lo que ganaba Rosario con la limpieza de escaleras para la hipoteca, él podría ayudarles con algo de dinero para gastos: luz, agua, comida, etc. Lo básico, vamos.
En principio, ambos se negaron a aceptar dinero del bolsillo de Carlos, a pesar de que éste apelaba a su vieja amistad con Roberto, el hijo del matrimonio, y otras excusas igual de falsas para ayudarles. Su objetivo, como veremos, era otro.
La pareja planteó, como última carta, la solicitud de un préstamo personal para los gastos, pero Carlos les quitó la idea de la cabeza rápidamente. En primer lugar el director no lo iba autorizar, ¿cómo pretendían reembolsar el préstamo si apenas tenían ingresos? Y, por otra parte, si lo autorizase, los intereses iban a ser de usura.
Por el contrario, si aceptaban un préstamo del mismo, Carlos, al margen del banco, no pensaba cobrarles intereses y, como su situación económica era bastante buena, podía esperar a la jubilación de Jaime para que, con el dinero del fondo de pensiones, se lo reembolsase.
Después de una lenta labor de zapa, consiguió convencerlos y sacó la cartera. Soltó sobre la mesa seis billetes de cincuenta euros (que aquella misma mañana había transferido del fondo de pensiones a su cuenta), al tiempo que concluía:
-¿Os podéis apañar con esto, de momento?
Los rostros de ambos se iluminaron al instante y Rosario corrió a abrazarlo, apretándose contra su pecho. Carlos notó las blandas tetazas en su vientre y dejó que la mujer le bajase el cuello para besarlo repetidamente en la mejilla mientras lo abrazaba. “ ¡Qué efusiva!” pensó, “Está claro que ha visto el cielo abierto…” Notó el sabor salado de las lágrimas de la emocionada hembra y respondió al abrazo, apretando bien su polla dura contra el vientre de la jamona. Aunque supuso, acertadamente, que ella no sería en absoluto consciente de ello.
Carlos se dejó hacer y respondió a los besos con un suave repaso de las carnes de Rosario, aprovechando que ella estaba aturdida por la situación y era totalmente inconsciente de las lascivas intenciones del sobeteo del antiguo amigo de su hijo.
Tras unos minutos de perfecta comunión, Carlos arguyó una torpe excusa y se dirigió al baño para calmar su rígida erección. Cerró con el pestillo y rebuscó entre el cubo de la ropa sucia hasta que encontró unas bragas usadas por la jamona. Todavía estaban húmedas, seguramente se las había cambiado esa misma mañana. Eran grandes, de color carne y conservaban un fuerte olor a hembra en la zona que había estado en contacto con su coño y su ojete. El rabo se le tensó como un garrote. Se bajó los pantalones y, mientras las olfateaba, se hizo un pajote impresionante. Se corrió en segundos dejando perdido el lavabo. Usando las mismas bragas, limpió todas las manchas de leche dejándolo todo perdido y, tras dejarlas de nuevo en el cubo de la ropa, volvió al salón con una sonrisa radiante y unos planes perversos.
Se despidió de la ilusionada pareja, que empezaba a ver la luz, prometiéndoles que volvería al día siguiente, más o menos a la misma hora, para ir concretando cómo iba a ayudarles.
Lo último que vio antes de salir fue la figura de Rosario, sus rotundas formas a través de la fina bata veraniega estampada de flores, diciéndole adiós desde el quicio de la puerta del diminuto salón y, tras ella, Jaime, recostado en el sillón, que agitaba la mano despidiéndolo.
3
Al día siguiente, sobre las cinco y media de la tarde, nada más salir del trabajo, se presentó de nuevo en el modesto pisito, con cien euros más en la cartera y dispuesto a recibir algo a cambio de la ayuda que iba a proporcionar a la necesitada familia.
La recepción fue entusiástica, tal y como esperaba. Tras una media hora que se le hizo eterna en el salón, hablando de banalidades y tomando un café bastante malo, decidió entrar a matar y le dijo a Rosario, directamente y sin preámbulos:
-Rosario, si te parece, vamos a la habitación y te comentó lo de la ayuda para lo del piso y eso.
Ella le miró sorprendida, sin entender muy bien, por qué no podían hablar del tema allí. Pero al ver que Carlos le guiñaba un ojo, pensó que quería decirle algo en relación a su esposo o que no quería que éste oyese. Al fin y al cabo, ahora era ella la que llevaba las riendas del hogar. Aunque, evidentemente, nunca sospechó cual era la verdadera intención de su perverso benefactor.
Rosario entró primero en la pequeña habitación de matrimonio, ocupada casi por completo por una cama mediana, flanqueada por dos mesitas, una de ellas con una foto de la boda, y un pequeño armario con una puerta de espejo. La pared tenía también un cuadro horrible de un bodegón. Un papel pintado del año de Maricastaña completaba el tono hortera del habitáculo.
Carlos, que entró justo después de la mujer, cerró la puerta tras él, mientras contemplaba su culazo. Ella se giró a tiempo de observar como Carlos, tranquilamente y sin mostrar ninguna emoción se estaba desabrochando el pantalón, que ya estaba bastante abultado por la zona de la bragueta.
Rosario se quedó paralizada y, sin entender, preguntó un lacónico:
-Pe… pero, pero ¿qué haces, Carlos…?
-¡Pues que voy a hacer…! ¿No lo ves? Quitarme el pantalón
-Pero, pero ¿por qué…?
-A ver, Rosario, no pensarás que os voy a dar la pasta gratis… Algo tendrás que dar a cambio.
La mujer se quedó atónita. Muda y sin poder responder, observó cómo el chico, con toda la parsimonia del mundo, se bajaba los pantalones y tras doblarlos cuidadosamente, los colocaba sobre una silla que había junto a la puerta. A continuación se quitó la camisa y la camiseta, dejando para el final los calzoncillos que mostraban ya un bulto escandaloso.
Rosario, boquiabierta, no sabía qué hacer, ni qué decir y se limitaba a contemplar el número que estaba montando Carlos, confiando todavía, extrañamente, en que sólo fuese una broma de mal gusto.
Pero no era así. Cuando Carlos se quitó los calzoncillo, su polla, una gruesa barra de carne de unos quince centímetros se mostró en todo su esplendor. Rosario la contempló como si fuera la primera polla que veía, lo cual era más o menos cierto. Con Jaime, en la época en que todavía follaban, siempre lo hacían a oscuras, de un modo tradicional y casi clandestino.
Carlos, dando signos de una cierta impaciencia dijo:
-¡Venga, Rosario, joder, quítate la ropa…! ¡Que no tenemos todo el día! No ves que el viejo está esperando fuera…
Esto último fue definitivo para vencer toda la posible resistencia de la anonadada mujer. Se vio incapaz de pedir ayuda y de evitar la humillante situación que estaba viviendo. Aturdida, empezó a desvestirse, con una cierta torpeza.
Se quitó la bata y quedó con un sujetador grande y cómodo y unas bragas a juego que Carlos le indicó, con urgencia, que se quitase, mientras se sobaba la polla:
-¡Venga, acaba ya…!
Rosario se despojó con pesar de la ropa interior y mostró unas grandes y caídas tetas, con pezones tiesos por los nervios, muy apetecibles, y un coño bastante frondoso.
-Gírate, a ver el culo…
Rosario, tímidamente, se dio la vuelta y su Carlos la observó con ojos de depredador. El chico se recreó en el hermoso culo de la mujer. Muy firme y duro, torneado por el trabajo físico y con pocas trazas de celulitis.
-Estás muy buena, Rosario… Ahora lo único que tienes que hacer es ganarte los cien euros de hoy. Los del otro día te los regalo…
-Pero, pero, Carlos, podría ser tu madre…
-Ya, lo sé. Por eso me gusta más el asunto… -respondió cínicamente y con dureza Carlos. –Además, te aseguro que al final te va a gustar tanto como a mí. Ya verás…
Al tiempo que hablaba se acercó a ella y le estaba acariciando el culo y las tetas. Se recreó en los pezones que no pudieron evitar ponerse más tiesos todavía. Empezó a besarle el cuello, mientras ella aguantaba pasivamente la embestida.
No obstante, al cabo de unos minutos, tras haber trabajado el cuello y los pechos, su mano experta se dirigió hacia el coño, al tiempo que acercaba su boca a los labios de Rosario, que, al notar la mano acercándose a su chocho, había empezado involuntariamente a jadear.
Carlos, notó como flaqueaban las defensas de la jamona y entró a matar. Los labios se juntaron. Primero, ella se mostró reacia aunque, en cuanto Carlos empezó a frotar su coño, que, sin poder evitarlo, empezaba a chorrear, los labios de Rosario se abrieron y empezó a responder al morreo. Todavía con timidez, pero, algo es algo.
Se demoraron unos minutos besándose. Rosario notaba el duro pene apretando su barriga, al tiempo que la mano de Carlos la masturbaba cada vez más acertadamente y sus lenguas seguían jugando. Sin poder evitarlo, Rosario, empezó a jadear con más intensidad, presagiando un orgasmo inminente. Carlos, viendo su presa en la trampa, remató el trabajo y culminó, con eficiencia prusiana, la paja a la madura jamona, que no pudo evitar lanzar un gemido avergonzado, antes de esconder su cabeza entre los hombros del chico y musitar:
-Lo… lo siento… yo no quería…
-¿Qué no querías qué…?
-Esto no está bien…
-¡Déjate de chorradas…! Ya te dije que te iba a gustar más que a mí.
Al tiempo que hablaba, Carlos se había acomodado en la cama, medio reclinado y le indicó a Rosario que se colocase entre sus piernas, mirándole a él.
-Para ser el primer día, me conformaré con una buena mamada…
La mujer le miró avergonzada.
-Yo no…
-¿No has chupado ninguna polla…? –ella negó con la cabeza.-Tranquila hoy vas a tener tu primera lección.
En aquella ocasión, a pesar de su torpeza, consiguió que Carlos se corriese en un plis plas. Cómo era la primera vez, Carlos no quiso vaciarse en su boca, le avisó antes, aunque no con el suficiente tiempo como para que se alejase del todo, con lo que Rosario recibió algún disparo de leche en la cara. Pero poca cosa, ya vendrían días más intensos.
Después de correrse, Carlos contempló como Rosario, avergonzada, se vistió a toda prisa, mientras él se demoraba tranquilamente recuperándose en la cama del matrimonio, observando lo cutre que era todo, pero, también, lo limpio que estaba. No hay duda de que Rosario era una perfecta ama de casa. Ahora sólo faltaba ver si era capaz de hacer de ella una guarra igual de buena.
Cuando la mujer salió de la habitación para atender al pobre cornudo que seguía esperando fuera, completamente intrigado e ignorante de lo sucedido, Carlos se limpió la polla con parsimonia con la arrugada sábana y se vistió, repeinándose frente al espejo del armario, antes de salir y encontrar a una enrojecida Rosario. Abochornada por la situación, revoloteaba por el comedor diciéndole incoherencias a Jaime de documentos que acababa de firmar y otras paridas. Un completo absurdo cuando estaba clarísimo que ambos habían entrado y salido de la habitación sin ningún papel.
Carlos, contento como estaba, decidió sacar del apuro a la mujer y se apostilló a Jaime:
-No pasa nada, Jaime, que tenía que explicarle a tu mujer unos datos del fondo que tenía en el móvil y en la habitación hay mejor cobertura…
Jaime le miró extrañado, pero, poniendo buena voluntad, se tragó la trola, aunque preguntó:
-¿Veinte minutos?
-Sí, sí, claro… Eran unas tablas un poco complicadas. Bueno, me voy, que tengo cosas que hacer. Hala, pareja, ¿nos vemos mañana?
Jaime asintió con la cabeza y Rosario, que le acompañaba hasta la puerta, se limitó a preguntar, cuando estaban solos en el rellano:
-¿Otra vez mañana?
-¡Claro, jamona! Si tengo que hacer de ONG con vosotros, habrá que hacer un plan de choque, ¿no?
-No, no sé… -Rosario seguía en shock, ni siquiera sabía si era por el orgasmo, el primero en años, por haberse comido su primera polla, o por haber puesto los cuernos a su esposo (otra primera vez) y, además, de una forma tan descarada,
-Yo sí que sé, -respondió Carlos, dando una sonora palmada en el culo de Rosario- ¡mañana nos vemos, jamona!
4
Rosario era una buena alumna. A los pocos días se ganaba la pasta con solvencia. De hecho, se llevó alguna propinilla más por su buen hacer. Vulgarmente podríamos decir que se las comía dobladas. Y, lo más sorprendente del asunto era que parecía que le estaba empezando a gustar aquello de tener la garganta llena. Había seguido fielmente las instrucciones de Carlos y utilizaba la Tablet que éste le había regalado para, tal y cómo el joven le había ordenado, repasar a fondo videos porno de mamadas y folladas de garganta. Estuvo estudiándolos como si de un tutorial se tratase. Y, practicando con zanahorias y alguna que otra hortaliza, había aprendido a superar las arcadas y comerse las pollas hasta la empuñadura. De hecho, en el momento en el que se tragaba la tranca de Carlos, llegaba a disfrutar al ver como éste gemía de placer con la pericia recién adquirida por la cachonda jamona.
Carlos no se cortaba lo más mínimo en gritar y jalear a la “ puta puerca ” cómo el solía llamarla. Le importaba bien poco que, a través de la delgada puerta, que ni siquiera cerraba bien, el malogrado Jaime, tristemente sentado en el sillón, pudiese oír el festival de jadeos, gritos y reveladores sonidos que salía del tálamo nupcial y que le estaban haciendo crecer la cornamenta por momentos.
No había pretexto, ni excusa. Rosario no se había preocupado de fingir ninguna absurda motivación ni de inventar nada qué decir a su pobre esposo cuando llegaba Carlos a casa y se encerraba con ella en la habitación, dejándolo tirado como un perro delante del televisor. Al principio, Carlos argumentaba memeces acerca de la cobertura del móvil u otras chorradas. Después, ya ni eso.
Carlos se limitaba a aparecer por el piso todas las tardes. Rosario, arreglada para la ocasión y con la lencería de puta que el joven le había comprado bajo una ligera bata, lo esperaba sentada en el minúsculo sofá mirando la televisión junto a su marido. Ambos callados. No había mucho de lo que hablar. Jaime mustio y cariacontecido, ella, a veces nerviosa y con una cierta impaciencia cuando Carlos se retrasaba. Esperaba su llegada con ganas, se había acostumbrado a la forma en que Carlos la trataba y, sobre todo, se había acostumbrado a sentir sus orificios llenos y a correrse como una perra.
Además, estaba aprendiendo un montón. Carlos la fue adiestrando para satisfacer sus gustos y, al margen de las mamadas, que incluían un buen repaso de los cojones y el ojete del macho, y los polvos convencionales, le desvirgó el culo y consiguió convertirla en una auténtica adicta al sexo anal. Un placer que Rosario disfrutaba con deleite, combinándolo con un buen dedillo o usando el dildo de plástico que Carlos le había regalado para disfrutar de una buena doble penetración.
El cornudo, permanecía silencioso a escasos metros, separado de la pareja por un delgado tabique y una endeble puerta, reconcomiéndose en sus celos. Consciente de qué es lo que estaba pasando, pero sin atreverse a verbalizarlo, ni a hacer ningún reproche a su esposa, de la que dependía para casi todo, y mucho menos a Carlos que prácticamente no le dirigía la palabra. A lo sumo, le lanzaba alguna mirada de desprecio cuando entraba en el piso como un macho dominante o cuando salía de la habitación de matrimonio terminando de vestirse, sin preocuparse lo más mínimo por dejar la puerta abierta de par en par, aunque la guarra de Rosario estuviese todavía a medio vestir o, como ocurrió en más de una ocasión, despatarrada en la cama con restos de semen sobre su cuerpo, recuperándose aún de un reciente orgasmo.
Jaime se esforzaba en apartar la mirada y fijar la vista en el televisor, sin evitar enrojecer hasta las orejas y sentirse profundamente humillado. Trataba de mostrarse indiferente a la sonrisa sardónica y de suficiencia de Carlos y al paseo inevitable de su mujer, con su cuerpo desnudo someramente cubierto por la bata, cruzando por el centro de la habitación camino del baño, también avergonzada y roja como un tomate. Sintiéndose culpable por el placer obtenido minutos antes y responsable de la morbosa situación que estaba viviéndose en su antaño dulce hogar.
Y Carlos, consciente de todo, y de la profunda división que había creado entre ellos, disfrutaba como nunca habría imaginado de una puta tan complaciente y sumisa y de un cornudo tan timorato. Ni en sus más oscuros sueños húmedos habría podido intuir una situación tan excitante y morbosa.
Teniendo en cuenta que no estaba nada mal de pasta, con el saqueo al que estaba sometiendo el fondo de pensiones, Carlos aprovechó para tarifar , por así decirlo, los servicios de Rosario. Dependiendo del día y de lo que le apeteciese hacer, le abonaba 50, 100 ó 150 euros, si practicaba sexo oral, normal o una buena enculada, respectivamente. Aunque casi siempre acababa soltando la tarifa completa.
Le encantaba petar el estrecho culito de Rosario, que, por supuesto, había estrenado él mismo, y observar sus gestos de esfuerzo en el espejo del armario, mientras, a cuatro patas sobre la cama, iba incrustando lentamente la tranca en su ajustado ojete. Y eso que una parte importante del presupuesto de la compra de la buena Rosario se debía ir en lubricante anal, un producto que ahora ya nunca faltaba en el hogar del matrimonio.
Solía, además, follarle el culo con fuerza y, cuando estaba a punto de correrse, sacar la polla, que sonaba al salir como cuando se descorcha una botella, para, agarrando con fuerza del cabello de Rosario, apuntar hacia su jeta de puerca y lecharla a base de bien.
Luego, con la cara sudorosa de la puerca chorreando esperma, le pedía amablemente que le hiciese una buena limpieza de sable para que saborease bien los efluvios de su propio culo. Rosario, obediente, procedía a cumplir con su deber, sujetando firmemente la tranca morcillona con una mano y saboreándola gustosa, al tiempo que con la mano libre seguía trabajándose el clítoris si todavía no se había corrido.
Tanta dedicación no dejaba indiferente a Carlos, que empezó a sentir una profunda admiración por la ninfomanía de la cachonda madre de su amigo. Se arrepintió del tiempo perdido y de no haber iniciado su ofensiva años atrás. De haber sabido lo puta que era... Porque, viéndola relamerse de esa manera, mamando la polla de un chico que podría ser su propio hijo, con el pusilánime se su esposo a escasos metros mesándose la cornamenta, estaba clarísimo que la excusa de la coacción perdía fuerza por todas partes. A Rosario le iban las pollas más que a un tonto un lápiz, estaba clarísimo.
5
Gradualmente, el ambiente se fue enrareciendo. Carlos se comportaba como el rey de la casa. Tal y cómo hemos contado, obligó a Rosario a vestir como una puta para recibirlo. Siempre con lencería y zapatos de tacón. También le hizo depilarse el coño y el ojete y le hizo tatuarse un tribal en el lomo, sobre el culo y un as de picas en el pubis, junto al coño. La buena mujer se dejaba hacer, cada vez más metida en su papel y, por qué negarlo, disfrutando cada día más del sexo. De hecho, cuando con el traje de fulana (es decir, sujetador de encaje, tanga, medias de rejilla y liguero) se sentaba en el sofá frente al televisor todas las tardes, junto a un deprimido Jaime, no podía evitar empezar a mojar el sofá con sus flujos en cuanto oía la llave de Carlos en la cerradura. La época en el que se ponía la bata para disimular su aspecto había pasado y, en cuanto se abría la puerta, corría a morrear a su amante, ajena a la presencia del pobre cornudo que trataba de disimular girando la silla para centrarse en el televisor.
Así y todo, Carlos no perdía la ocasión de humillarlo y, como tenían que pasar junto a él para dirigirse al dormitorio, le daba alguna cariñosa colleja al tiempo que le decía:
-¡Aaaay, Jaimito…! Escucha y aprende, pichafloja…
Jaime, se revolvía y se giraba mirando con rabia y odio contenido, pero sin atreverse a hacer nada al ver la mano de Carlos amenazante. Rosario, siempre al quite y deseosa de incrustarse el rabo en su chochete cuanto antes mejor, cogía la mano de su amante y lo arrastraba al dormitorio, diciendo:
-Déjalo, Carlos, pobrecito… Que se porta muy bien…
-¡Menudo esperpento…! Vaya cruz que tienes Rosario…-replicaba Carlos amasando el culo de la jamona y empujando la puerta en las narices del pobre Jaime.
Después venía un recital de gemidos y jadeos, gritos y susurros, que el pobre cornudo intentaba acallar subiendo el volumen del televisor. Pero no siempre era posible. A saber que debían pensar los vecinos. Aunque a ninguno de los amantes parecía importarle, a tenor de su escandaloso comportamiento.
En realidad, había algo en Jaime que hacía que Carlos se comportase con él con una cierta crueldad y de un modo tan despótico. Al principio ni él mismo podía entender por qué el pobre cornudo le despertaba el desprecio y la crueldad tan intensamente. Tras analizarlo, Carlos llegó a la conclusión de que el viejo se parecía bastante a, Roberto, su hijo. No ya sólo en el aspecto, sino también en el carácter. No el carácter apocado que tenía actualmente, confinado en la silla de ruedas, sino la seguridad en sí mismo y la prepotencia que Carlos recordaba de la época en la que era amigo de su hijo y que éste último también poseía; una cierta chulería. Y ahora, Carlos, ya que no podía hacer pagar su resentimiento (todavía) a su ex amigo Roberto, se explayaba follándose a su madre y no perdiendo la ocasión para humillar al pobre e indefenso cornudo del padre. En fin, cosas de la condición humana.
6
A pesar de que Carlos estaba disfrutando como un animalucho de su dominio sobre los padres de su antiguo amigo, seguía insatisfecho. Quería dar un digno colofón a su venganza y se devanó a fondo los sesos para tratar de encontrar una forma adecuada para culminar su obra.
Finalmente, concibió un plan. Un poco absurdo, sí, pero estaba convencido de que un buen cebo serviría para atraer a su presa a la trampa y, una vez allí, conseguir su destrucción. No malinterpretemos las palabras, Carlos no tenía en absoluto la intención de acabar físicamente con nadie, ni de causar ningún daño de ese tipo. Lo que le interesaba era la destrucción moral y la humillación. Hacer sentir lo mismo que él había padecido años atrás a aquellos que le habían infligido tan dolorosa vergüenza. En fin, ésa era su perspectiva y a ello dedicó sus desvelos.
Y en su retorcido plan acabó encontrando un aliado inesperado en Rosario. La guarrilla, a la que había convertido en adicta a su polla y tenía completamente sometida, resultó estar inmensamente resentida con su hijo (y por extensión con su nuera). A fin de cuentas, fue la falta de ayuda económica en aquellos momentos difíciles en los que el desahucio amenazaba seriamente al matrimonio, lo que la había abocado a ser infiel a su marido y a convertirse prácticamente en la concubina de un joven que podría ser su hijo. En su razonamiento, por lo demás impecable, omitía algunos hechos básicos, como que tampoco hubo que ponerle una pistola delante para que se amorrase al rabo de Carlos cómo si no hubiese un mañana, o el poco disimulado desprecio que, nada más empezar la relación con su amante, había empezado a manifestar hacía el pobre cornudo, con desplantes constantes, y haciendo sentir al pobre pichafloja perfecta conciencia de su escasa importancia.
Viendo el percal, Carlos le contó el plan a Rosario en una de las visitas a su piso. Fue en una pausa entre polvo y polvo, mientras saboreaban un par de cervezas en la penumbra de la habitación, levemente iluminada por el resplandor de la tele que se filtraba por la puerta mal cerrada. De perfil se veía el hierático rostro de Jaime que no separaba la vista de la pantalla para evitar cruzarla con el cuerpo desnudo de su mujer que se acurrucaba acariciando el pecho de Carlos, mientras el esperma recién derramado sobre sus tetas se resecaba lentamente.
Haciendo un breve resumen, el plan consistía en engatusar a Roberto y su chica para que acudiesen a la sucursal bancaria con la milonga de firmar un acta de reparto del fondo de pensiones del viejo, ya medio saqueado por la hipoteca. Rosario, resentida con la tacañería de su hijo, estaba segura de que Carlos acudiría al olor de la pasta tan rápido como se sacudió las pulgas cuando sus padres le pidieron ayuda para salvar el piso.
Evidentemente, era todo falso y la pretensión de Carlos era humillarlo mostrándole a él y a la guarra de su novia como había convertido a su puta madre en su sumisa y al cabrón de su padre en un guiñapo cornudo.
Y lo mejor de todo el asunto es que su madre estaba dispuesta a colaborar de buen grado en el ritual de humillación. En cuanto a Jaime (y su inseparable silla) ya era otra historia. No es que el hombre estuviese especialmente orgulloso del deplorable comportamiento de su hijo cuando más falta les hacía, pero claro, aparecer como el tonto de la película no es precisamente un plato de gusto.
El caso es que Rosario se encargó de camelarlo para que colaborase en la performance. Lo engatusó a base de hacerle caso unos días, darle un poco de cariño (el pobre viejo estaba bastante falto de afecto en los últimos tiempos) y tratar de subirle un poco la autoestima. Todo aderezado con mentiras de bulto como que a partir de ese día las cosas iban a cambiar y que Carlos le había prometido que iba a dejarla tranquila en cuanto les diese la lección a Roberto y Silvia.
Evidentemente, era todo un cuento chino, una sarta de mentiras piadosas para que el cornudo colaborase de buen grado y no les chafase el plan. Ni Carlos, ni mucho menos Rosario, tenían intención de acabar con sus maratonianas sesiones de intercambio de fluidos. Todavía no se habían cansado y aún quedaban temas por explorar... Pero tampoco se trataba de amargarle la vida al cornudo. Ya se iría dando cuenta de que su papel de cero a la izquierda seguía intacto. Pero eso sería más adelante.
De momento, mientras Rosario le subía la moral al cornudo, Carlos tenía unos preparativos urgentes. Era martes y había citado a la feliz pareja para la tarde de un viernes, justo después de cerrar la sucursal, para que nadie les incordiara. El tiempo corría.
Hubo que comprar con urgencia una mesa de escritorio más grande que la que usaba actualmente y de madera, opaca. Tenía que ser lo suficientemente amplia por debajo para que cupiese arrodillada la putilla y oculta a la vista de quien se sentase enfrente. Rosario no era muy grande, pero tenía que sentirse cómoda mientras, arrodillada, le comía el rabo a Carlos cuando éste atendiese a la visita. Costó bastante encontrarla y tuvieron que acudir ambos a varias tiendas, para probar si la jamona cabía bien y podía maniobrar. Más de un dependiente se quedó boquiabierto al observar las extrañas maniobras de la mujer, ante la atenta mirada de Carlos. Pero si hay algo que Carlos había aprendido de trabajar en un banco, es que el dinero todo lo puede y que del mismo modo que pagando San Pedro canta, pagando se acaban los chismes y comentarios.
Cuando, tras una tediosa mañana recorriendo tiendas de muebles de oficina, encontraron la adecuada la encargaron con la máxima urgencia para que la colocasen en el despacho al día siguiente sin falta: más pasta a cuenta del fondo de pensiones del infeliz de Jaime.
Después, para hacer un extra, y rematar la jornada, Carlos le dejó escoger a Rosario la ropa interior que quería lucir el día de autos: o de Sex shop o lencería buena. La guarrilla se descubrió como un putón con pretensiones y aprovechó para sacarle al bolsillo de su amante la pasta para un conjunto bien caro de Victoria Secret capaz de levantarle el rabo a un muerto.
Tuvo suerte de pillarlo de buenas...
7
Y, tras una semana frenética y estresante llegó el día de autos...
Carlos no había visto a Roberto ni a Silvia, su ex, desde que se descubrió el pastel de la infidelidad y se dio cuenta de que había sido engañado. Ambos pusieron pies en polvorosa y él intentó sobrellevar la situación como mejor pudo, con fingida indiferencia. No obstante, aquel viernes, cuando la secretaria abrió la puerta para hacerlos pasar a su despacho los vio igual que siempre, casi no habían cambiado, y las viejas heridas se abrieron en canal.
Carlos, acomodado tras la mesa, despidió a la secretaria indicándole que podía cerrar la oficina e irse a casa. Sin levantarse y, muy a su pesar, puso cara de alegría ante el reencuentro con el pasado:
-Hola, hola... Perdonad que no me levante, pero es que estoy fatal de la ciática... -murmuró con un falso gesto de dolor, que respondía más bien al suave mordisquito que Rosario acababa de darle en el capullo. Seguramente para recordarle, ¡cómo olvidarlo!, que estaba allí, arrodillada al pie del cañón, nunca mejor dicho.
Carlos alzó la mano para estrechar la de Ricardo y Silvia, desdeñando el beso que ésta pretendía con otro falso gesto de dolor, atribuible, cómo no, a la ciática.
Ambos seguían de pie muy cortados por la situación hasta que repararon en Jaime, sentado en su silla frente al escritorio. Se giraron hacia él y Roberto no pudo evitar un gesto de sorpresa al ver a su padre tan desmejorado.
Se lo comentó y Jaime lo atribuyó a la nueva medicación. Evidentemente, no le iba a contar a su hijo que estaba así por el peso de la cornamenta...
Fue Silvia la que reparó en la ausencia de Rosario y le preguntó por ella al bueno de Jaime que, cumpliendo con lo acordado, se limitó a decir:
-Luego aparecerá, antes de iros.
Ellos callaron esperando que el cornudo ampliarse la información. Pero éste se limitó a desviar la mirada y observar los esporádicos respingos de Carlos. La ciática, ya se sabe...
-Sentaos, sentaos... Vamos a ir empezando hasta que aparezca tu madre. –Dijo Carlos dando otro saltito. La polla engullida hasta los cojones. ¡Qué bien adiestrada, qué bien lo hacía y qué silenciosa era la jodía !
Roberto y Silvia, tomaron asiento. Seguían algo desconcertados, sin saber ni qué decir, ni qué hacer exactamente y fue ella la que rompió el hielo esbozando una disculpa:
-Verás, Carlos, Ricardo y yo lo hemos hablado mucho y queríamos disculparnos contigo porque creo que... lo que pasó…
Carlos, entre extraños y convulsivos espasmos, viendo por dónde iban los tiros, la interrumpió:
-No, Silvia, no te preocupes... Ya está todo olvidado. De verdad. Agua pasada no mueve molino. Además, yo creo firmemente en la ley de las compensaciones...-la última frase quedó en el aire como una críptica advertencia, pero ninguno de ellos pareció captar el significado.
Mientras hablaba, Carlos bajaba la mano ocasionalmente para dirigir bien la cabeza de la puerca. El gesto, pasó casi inadvertido para la pareja. No así para Jaime, sabedor de lo que se estaba viviendo bajo la mesa. Empezó a sudar a chorros: la medicación, ya se sabe...
Tras las presentaciones, Carlos inició una breve explicación de la situación financiera del matrimonio que Roberto y su novia escucharon con interés, aunque Carlos se perdía hablando de intereses compuestos, deuda y otras milongas sin sentido. La pareja sólo veía el momento de ver a cuanto ascendía la tajada que podían obtener.
Jaime, permanecía impasible, más atento a los temblores imprecisos del cuerpo de Carlos y al extraño ruido de chapoteo que a veces se sobreponía al hilo musical de la oficina, que a la aburrida perorata que éste iba solando con monótona languidez.
Bajo la mesa, Rosario estaba haciendo un trabajo fino, fino. Tiempo después, junto a Carlos, siempre la recordarían como una de sus mejores mamadas, sino la mejor. La polla tiesa que salía de la bragueta de su amante, recibió todo tipo de salivazos, lametones y chupadas, siempre con la intención de prolongar la excitación y no culminar la jugada hasta que Carlos le acariciase el cuello en la señal convenida para pajearle con furia y recibir en la jeta la lechada.
La verdad es que al bueno de Carlos le estaba costando Dios y ayuda contenerse y siguió con su estudiado discurso (un discurso repetido mil veces con otros clientes, pero que en este caso no tenía ni pies, ni cabeza. Ni falta que hacía, no era más que un pretexto).
Tras más de diez minutos de intenso trabajo bucal, y, cuando Roberto y Silvia empezaban a dar síntomas de notar que algo raro estaba sucediendo y no un simple ataque de ciática, Carlos decidió dar el suave toque convenido en el cuello de la furcia y ésta sacó la tranca de su garganta, con un reguero de baba impregnándolo todo. Después, apuntando el capullo hacia su ansiosa cara, procedió a iniciar un intenso meneo del rabo, favorecido por el abundante ensalivado del mismo.
Esta vez sí que el ruido fue escandaloso y Roberto y Silvia se miraron uno a otro intuyendo por donde iban los tiros. Jaime, sudando a mares y rojo como un tomate, completamente avergonzado por haberse prestado al paripé (aunque seguía creyendo, gracias al trabajo persuasivo de Rosario los días anteriores, que sería el fin de sus penurias), había agachado la cabeza y miraba al suelo sin decir ni pío.
Carlos, al mismo tiempo que empezaba a correrse, dando un gruñido, puso las cartas al fin sobre la mesa:
-¡Aaaaaah, joooder, qué buena es esta guarra…!
Roberto y Silvia le miraron boquiabiertos, a punto de empezar a levantarse, deduciendo ya que la visita a su antiguo amigo y novio, no había sido más que una pésima broma de mal gusto y que, lógicamente, no estaban allí para asistir al reparto de ningún fondo de inversiones, ni nada por el estilo.
-¡Buuuufffff! ¡Qué bueno…! –prosiguió Carlos.- Parece que ya os habéis dado cuenta de qué va esto, ¿no?
-¡Eres un cabrón, Carlos! –intervino Roberto.
-¿Un cabrón yo? ¡Anda ya…! Ahora te va a decir lo que eres tú, alguien que te conoce bien… -al mismo tiempo, cogió de los pelos a Rosario y la ayudó a salir trabajosamente de debajo de la mesa. –Te conoce cómo si te hubiese parido, ja, ja, ja…
Rosario se irguió con esfuerzo, tras llevar casi media hora incómodamente arrodillada en el estrecho espacio bajo la mesa, y mostró su cuerpo de jamona aupado en unos taconazos de vértigo que había insistido en que Carlos le comprase para la ocasión y que la elevaban casi al metro ochenta de su amante.
La lencería, color burdeos era espectacular, un sujetador de encaje que a duras penas podía contener sus enormes melones, un tanguita mínimo semitransparente que dejaba ver su húmedo y depilado coño y el tatuaje que Carlos le había pagado. Unas medias de rejilla y un liguero completaban el atuendo. Las rodillas enrojecidas delataban el esfuerzo realizado por la buena mujer. Pero lo mejor era su rostro congestionado y lleno de babas, lágrimas resecas y, sobre todo, una abundante ración de esperma esparcida por toda su cara, con gotas que colgando de su barbilla se derramaban hacia las tetas. En ese momento, Carlos dio por buenos los dos días de abstinencia que había padecido para ir recargando sus cojones de esperma. Había merecido la pena, la ración acumulada y que ahora regaba la jeta de Rosario era especialmente abundante. Un buen trabajo de lefada.
Junto a Rosario, Carlos, también de pie, mostraba su tranca, aún morcillona y húmeda, después del excelso trabajito bucal de la cada vez más experta felatriz.
El pobre Jaime, completaba el cuadro dando el toque grotesco, o, más bien, esperpéntico. Sólo había levantado la vista una vez y le bastó ver el conjunto de su esposa en todo su esplendor, el tatuaje que no conocía y la cara llena de esperma, para volver a sumergirse en un mutismo avergonzado y fijar su mirada en las baldosas del suelo. No era, desde luego, un plato de gusto y, aunque hacía tiempo que era consciente de lo que ocurría entre Rosario y Carlos, no había tenido nunca una vista tan descarada y desinhibida de la entrega de su mujer. No, no era fácil de asumir, pero, al menos, según creía, a pies juntillas, era la última vez.
Todo aquel cuadro fue el acabose para la pareja que, boquiabierta, se quedó sin palabras, caminando torpemente hacia la puerta de salida. Fue entonces cuando Rosario, enardecida por su rol estelar en la representación que estaban llevando a cabo, decidió tomar la palabra, para dejar las cosas bien claras:
-¡Que te quede bien clara una cosa, Roberto! ¡Eres un auténtico hijo de la gran puta! –“ Nunca mejor dicho”, pensó Carlos-. Todo esto es culpa tuya… Es tu responsabilidad… Si no hubieses hecho la cabronada de robarle la novia a tu amigo… Si nos hubieses ayudado cuando te lo pedimos… Nada de esto habría pasado…
Mientras Rosario hablaba gesticulando a voz en grito y siguiendo la pareja, que ya estaba tomando las de Villadiego, Carlos aprovechó para contemplar el culazo de la jamona, con el hilillo del tanga sumergido entre sus nalgas, al tiempo que los perseguía gritando hacia la puerta de salida. El pandero se bamboleaba como un flan por culpa de los inestables tacones de aguja. Carlos tuvo que acercarse a detenerla para que no la viese nadie que pasase por la calle. La sucursal, a diferencia del despacho, estaba totalmente acristalada.
Carlos todavía llevaba la picha fuera y el cuadro de la jamona, correteando por la recepción, mientras perseguía a la huidiza pareja camino de la salida, soltando pequeñas gotitas de esperma, se la fue poniendo a tono.
Así que, en cuanto la pareja se dio el piro para no volver nunca más, y tremendamente satisfecho por lo bien que habían salido las cosas, Carlos cogió por la cintura a Rosario y, tras pegarle un potente morreo de agradecimiento (que por suerte no contempló ningún transeúnte curioso), la agarró con fuerza de la cadera, amasando bien sus nalgas, y se la llevó al despacho contiguo al suyo, que era el del director, para tumbarla sobre la mesa, apartar el tanguita y follársela bien duro, como a ella le gustaba.
Jaime, gracias al penoso aislamiento acústico de los paneles que separaban los despachos, tuvo la suerte de ser testigo (auditivo) de excepción de un polvazo bastante escandaloso, como de costumbre, que esperaba que fuese el último que le hacía crecer la cornamenta. Intentó relativizar el asunto y pensó en que, ya se veía la luz del final del túnel. Pronto todo volvería a la normalidad y podrían reanudar su vida tranquila vida de antes, con sus paseos al parque, a comprar a Mercadona y a ver los programas del corazón de la tele o los partidos del Barça o el Madrid. En fin, lo que hacen todos los matrimonios de su edad…
Pero, desgraciadamente, las cosas no siempre van como esperamos y el destino del pobre infeliz se estaba decidiendo en la habitación de al lado, mientras la polla de Carlos, todavía dura, soltaba los últimos restos de esperma en el cálido chocho de Rosario y las bocas de ambos se entrelazaban en un cariñoso intercambio de saliva.
Fue Rosario la que, susurrando para no ser oída detrás del fino panel del cubículo, se decidió a abordar el tema, del que ya habían estado hablando en los últimos días:
-Bueno, Carlos, lo de Roberto y la puta de su novia ya está arreglado. A ese no le vamos a ver el pelo nunca más… Ahora nos falta ver cuando hacemos lo del cornudo…-A Carlos le seguía sorprendiendo la crudeza con la que había empezado a hablar de su marido. Aunque, desde luego, no podía quejarse, si alguien le había incitado a comportarse así había sido él.
-Si quieres le damos vidilla un par de días más… -comenzó Carlos, al tiempo que se iba abrochando el pantalón. –A fin de cuentas el hombre tiene la ilusión de que las cosas van a volver a ser cómo antes… Es lo que le has estado contando durante toda la semana ¿no?
-Sí, eso es verdad. De alguna manera tenía que convencerlo. Si no, seguro que nos habría reventado el show. Pero, a decir verdad, ahora mismo me importa un pimiento. No le veo sentido a prolongar más la situación. Total, si no lo hacemos ya, habrá que hacerlo de aquí a una semana o así… Más vale que sea de golpe.
-¿Hoy?
-Hoy. Ya lo tengo preparado.
Cuando Jaime, lloroso y visiblemente afectado aún por los nervios de la situación que llevaba padeciendo y, sobre todo, por lo vivido en las últimas horas, vio entrar a su mujer y a Carlos abrazados en la oficina en la que lo habían dejado tirado como una colilla, cayó al fin en la cuenta de jamás iba a recuperar a Rosario. La remota llama de esperanza que su mujer se había encargado de avivar durante toda la semana, parecía a punto de apagarse.
Ésta, siguiendo con el recital de mentiras, le acarició la calva con un gesto aparentemente cariñoso, pero era como el cariño que se reserva a las mascotas, no a las personas. Después, le soltó a bocajarro:
-Lo has hecho muy bien, Jaime, ha estado genial. El capullo de Roberto se lo merecía. Ha sido él el que nos ha metido en este follón. Ahora lo que vamos a hacer es enviarte, Carlos y yo, a un centro especializado durante unos meses para ver si recuperas la movilidad. ¡Bieeeen!
Carlos, risueño, contemplaba la escena desde detrás de la mesa de su despacho, ordenando unos papeles y ultimando un contrato de alquiler.
Jaime, completamente callado, lloraba en silencio, sin entender cómo diablos había acabado así.
-¿No estás contento, Jaime? –insistió su mujer. –Tendrías que estarlo, además Carlos, que es un trozo de pan –“ pero con una polla bien dura ”, pensó-, se ha ofrecido a organizar el pago del centro y todo eso… Vamos a alquilar el piso y eso servirá para pagarlo.
Jaime, despertó de su letargo sólo para musitar, quedamente:
-Y tú… ¿dónde… dónde vas a…?
-¡Ah, por eso no te preocupes! –Respondió Rosario frívolamente.- Yo seguramente me instalaré provisionalmente en casa de Carlos hasta que vuelvas y busquemos algo cuando podamos usar el dinero del fondo…
Jaime, ya completamente hundido, asumió su derrota y se dejó arrastrar a la salida, oyendo, cómo en la distancia, las risas de la pareja. Carlos, no pudo evitar hacer un último comentario, acompañado de una colleja:
-¡Venga Jaimito, anímate, ya verás cómo dentro de nada estás correteando por el campo!
8
Tres horas después, un vehículo de una residencia para rehabilitación de discapacitados, acudía al pisito de Rosario para recoger a Jaime. Rosario recibió a los chicos que venían a por su marido, obviamente, con un traje más casto y modesto que el que lucía horas antes en la sucursal.
Tras despedir a su esposo con un recatado beso en la frente en la puerta de casa, desestimando la oferta de los chicos de la Residencia de acompañarlo a instalarse. Desde la ventana, se permitió una última mirada a la calle mientras veía cómo los dos robustos jóvenes, colocaban a su marido en una silla de la furgoneta y después introducían la silla en la parte trasera. Dio un resoplido de indiferencia pensando que, con suerte, era la última vez que lo veía. Había pagado por una residencia permanente y no tenía ninguna intención de acudir a visitarlo. Ya habían compartido demasiados y aburridos años.
Después, recogió cuatro cosas del piso, en especial todo el conjunto de lencería guarra que Carlos le había ido comprando en los últimos tiempos, el cepillo de dientes y un par de barras de labios, lo metió en una pequeña maleta. Se cambió de ropa, poniéndose unos ajustadísimos leggins color azul eléctrico, de esos bien marcacoños , y una camiseta bien ajustada. Pegó un portazo y se largó para siempre del pisito.
Dejó dentro todo lo demás, tal cual, fotos y recuerdos incluidos.
Se estaba haciendo de noche y tenía prisa por llegar al piso de Carlos. La velada se presentaba estupenda, pizza, una peli y un par de polvos.
Empezaba una nueva vida. Nunca es tarde.
FIN