Rosa Poderosa: Así soy yo (02)

Segundo capítulo de una serie sobre mi vida. Tras haber sido iniciada en el sexo por mis padres y haber entrado en la “Congregación de los Orgiásticos Martín”, ahora cuento algunos pasajes de mis primeros años de vida.

Rosa Poderosa: Así soy yo (II)

Segundo capítulo de una serie sobre mi vida. Tras haber sido iniciada en el sexo por mis padres y haber entrado en la "Congregación de los Orgiásticos Martín", ahora cuento algunos pasajes de mis primeros años de vida.

Mis primeros años en el Pazo fueron felices, como lo ha sido hasta ahora toda mi vida. Mis padres no dejaban de darme caprichos y satisfacerme plenamente. La "Congregación de los Orgiásticos Martín" seguía funcionando plenamente y a ella, con la llegada de la democracia a España, fueron incorporados paulatinamente los nuevos mandamases de la zona. Nuevos recuerdos de aquellos tiempos, ahora que estoy escribiendo, afloran a mi mente. Por ejemplo, cuando me enseñaron a hacer felaciones y a masturbar a los hombres.

  • "Fíjate cariño en cómo es la polla de papá", me enseñaba mi madre. "Cuando no está dura no es divertida, ¿verdad? Pues hay que intentar que esté dura el máximo tiempo posible. Para ello tienes que tocarla con suavidad, así, despacito, y subir y bajar tu mano hasta que esta piel que cubre el capullo vaya bien abajo".

  • "Así, Rosa", decía mi padre, "así haces que se me ponga dura, así consigues que me empalme y así es más divertida. Si lo haces con más velocidad, tienes que tener cuidado con los movimientos".

  • "Cuando quieras puedes chuparle la puntita", ahora era mi madre la que me enseñaba, "si te metes todo el capullo, el glande, en la boca, puedes darle pequeños mordiscos sin apretar mucho, que a él le va a gustar más".

Mientras que yo ponía en práctica la lección, Ángel, el hijo de nuestra criada Ana, le comía el coño a mi madre; en otra parte de la habitación, Carlota y María, las gemelas que ahora ya tenían diez años, se entregaban a nuestros dos perros, los pastores belgas Tom y Sultán que eran sujetados por Julita y Dorotea para que no se escapasen y les hiciesen daño. Por supuesto que todas iban desnudas o con lencería muy breve y transparente.

Mamá me dijo que pronto mi padre iba a correrse en mi boca y que su mayor placer era comerse su propia lechada de la boca de la persona que le hubiese mamado su verga, en un beso profundo y prolongado. Para ello, tenía que intentar controlar mi lengua y mis labios para que su esperma no saliese de mi boca ni tampoco me lo tragase.

  • "Sigue hija, sigue así que ya estoy a punto. ¡¡Ah!! ¡¡Qué gusto!! ¡¡Qué bien lo haces, mi niña!!" Mi padre se corrió abundantemente y yo pude controlar y retener casi toda su leche en mi boca, como me había dicho mamá.

Aparté mi boca de su pollaza y besé a mi padre con mucha solemnidad. Era la primera vez que intercambiábamos nuestras lenguas con un beso pues yo, aunque había morreado con él varias veces en los últimos tiempos, nunca había osado a meter mi lengua en su boca. Él, ávido de comerme la lengua y satisfecho, se fue tragando toda su leche con parsimonia, saboreándola

Para terminar la fiesta, mi madre se dedicó a comerme el conejito como recompensa por mi buena aplicación al aprenderme la lección a la primera.

Ya por aquellos tiempos me gustaba poner en práctica mi faceta de ama. Las gemelas, que estaban día y noche a mi disposición, lo sabían muy bien. Carlota, especialmente, era mi víctima preferida, puesto que en muchas ocasiones le obligaba a sentarse sobre el "Pedazo".

El "Pedazo" era un pene enorme, realizado en madera de teca, que estaba en posición vertical sobre un taburete que tenía en una de mis habitaciones. Cuando alguna de mis sirvientas se portaba mal, la obligaba a permanecer sentada largas horas sobre el "Pedazo"; por supuesto que solía alternar la cavidad en la que debían albergar aquel aparato: unas veces era el coño y otras el ano.

Carlota y María, a sus diez años, eran ya unas incipientes jovencitas, en las que dos pezoncillos empezaban a dibujar lo que serían unas preciosas tetas. Pese a ser aún niñas, las obligábamos a ir vestidas como verdaderas putillas, eso sí, con unos carísimos conjuntos de lencería sexy hechos a medida para nuestro disfrute, especialmente de mis padres y sus compañeros de la Congregación. Un día, para sobornar a un preboste que no quería hacer no sé qué negocios con mi padre, las enviamos al hotel en que éste estaba alojado, en Vigo, y con unas cámaras bien disimuladas en la habitación del mismo, las fotografías que se hicieron no dieron lugar a dudas de que aquel hombre podría ser acusado de pederasta a no ser que cediese a las pretensiones de mi padre.

Las niñas estaban bien entrenadas: dejaron a aquel hombre totalmente exhausto tras una noche de auténtica bacanal orgiástica. Pero eso es ya materia de otro capítulo.

(continuará)