Romper las cadenas (Parte 6 y final)

En un desesperado intento de resistencia condenado al fracaso de antemano, Mateo, Silverio y Pedro unen sus fuerzas en la inutil defensa de la ciudad de Badajoz, atacada por el bando franquista. La muerte, la traición y la huida final de la ciudad mártir marcarán para siempre el resto de sus vidas.

Estoy llorando mientras escribo estas líneas porque aún a día de hoy no puedo afrontar lo sucedido en aquellos días de sueños rotos y lucha desigual. Nos enfrentábamos con un puñado de armas inservibles a un ejército colonial perfectamente entrenado para matar y aquella carnicería brutal recibió el nombre genérico de “guerra civil”. Cuando nos retiramos por fin del pueblo, apesadumbrados, a la carrera, sin apenas luchar y carentes de lo mas esencial y nos refugiamos en Badajoz, la suerte estaba echada para la mayoría de nosotros. Mientras engrasábamos nuestras armas a primera hora de la trágica tarde del 14 de Agosto de 1936 en la Plaza Alta de Badajoz, junto a la muralla centenaria que protegía el perímetro urbano, un cariacontecido Pedro me entregó una libreta que según me contó contenía sus poemas favoritos, desde Becquer hasta Góngora, pasando por Machado, Manrique o san Juan de la Cruz.

  • Quiero que la conserves tú, Mateo. Soy un poeta, no un militar, y tengo la sensación de que no sobreviviré a este asalto. Quiero que sepas que ha merecido la pena llegar hasta aquí, hasta lo alto de esta muralla que ahora nos rodea, por el simple hecho de haberte conocido. Doy gracias a Dios por haberte puesto en mi camino. Tómala, por favor, a partir de ahora es tuya. Cuídala, porque en ella va un trozo importante de mi corazón. El otro que queda lo reservo íntegro para ti.

  • No debes hablar así - protesté yo en vano - es posible que ambos muramos en la batalla, o que lo haga yo en tu lugar, o ninguno. ¿Qué más da? Lo importante es haber vivido, haber amado y haber actuado en consecuencia. Yo sólo soy un chico de pueblo sin ninguna formación ni cultura, pero quiero vivir para conocer un mundo mejor que éste que agoniza junto a nosotros.

  • Tú no eres nada de eso; eres un hombre, no un chico, porque has tomado las armas para defender una causa que consideras justa. Y no eres de pueblo, perteneces al pueblo, que no es lo mismo. El mismo que hoy se inmola aquí en las murallas de Badajoz para defender la libertad de todos.

En ese momento apareció de la nada Silverio, que también había conseguido escapar del pueblo en el último momento, vestido con el preceptivo mono azul de combatiente y rodeado de otros milicianos libertarios refugiados en la ciudad desde lugares tan dispares de la provincia como Jerez de los Caballeros, Fregenal de la Sierra, Mérida o la cercana Guareña, y nos conminó a seguirles porque se consideraba inminente el ataque definitivo rebelde y había que organizar adecuadamente los pertrechos y la defensa del territorio. Le seguimos hasta la zona más próxima de la muralla, pero sentí que el corazón me daba un vuelco cuando Silverio, que mandaba mucho en la ciudad como responsable local de milicias, nos dividió en grupos más pequeños de autodefensa y él quedó encuadrado en el mismo grupo que Pedro. No sé porqué razón extraña en aquel momento sentí en mi interior que sería la última vez que vería con vida a mi gran amor, y lo más triste es que en una situación bélica de tensión extrema como aquella no podía manifestar públicamente mis aprensiones. Mientras les miraba alejarse en dirección a la zona amurallada de la Puerta de Carros me pareció que Pedro, enfundado en un mono azul que no hacía justicia a su viril apostura y a su alma de poeta, se encaminaba directamente al matadero, como una víctima propiciatoria; hubiera querido detenerle, y quizá hoy en día lo hubiera hecho, aún a riesgo de poner en solfa mi reputación, pero en aquel momento nos despedimos con una triste sonrisa de circunstancias en los labios mientras Silverio le pasaba una mano por el hombro y me sonreía de una forma que a día de hoy considero como mínimo ambigua e inquietante.

Cuando al final de aquella jornada espeluznante, con centenares de muertos de ambos bandos desperdigados por las calles de la ciudad ahora mártir, batiéndonos en constante retirada y a punto de ser superados y aplastados por los legionarios del Coronel Asensio, me encontré al doblar una esquina, cansado y derrotado, a Silverio, creí percibir una luz de esperanza:

  • ¿Dónde está Pedro?

Silverio no contestó en un primer momento. Se le veía molesto con la pregunta, y además en medio de aquel ensordecedor ruido de metralla, tiros dispersos y gritos de guerra mezclados en árabe y español, no había tiempo de explicaciones vanas. Pero él se tomó su tiempo de responder, y finalmente, sin mirarme a los ojos y colgándose al hombro su ahora inservible fusil Mauser me confesó:

  • Pedro ha sido herido en un brazo y está siendo evacuado a un hospital. No debes preocuparte por él ahora. Más bien ocúpate de salir de esta trampa mortal.

En ese momento otros defensores subidos en un vehículo militar que volaba más que circulaba por las estrechas calles, pasaron a nuestro lado y nos hicieron señas para que subiéramos al coche. Este, que llevaba pintadas a brochazos las puertas delanteras con las siglas U.H.P., frenó en seco para que pudiéramos acceder a los asientos taseros. Era cuestión de minutos, debíamos salir de allí cuanto antes si queríamos conservar el pellejo intacto:

  • Esos hijos de puta han roto completamente las líneas. Hay que intentar alcanzar la carretera hacia Don Benito, es la única posibilidad de escape en estos momentos.

Silverio tiró de mí para obligarme a subir en contra de mi deseo, porque yo no deseaba en modo alguno abandonar a Pedro en ningún hospital aún sabiendo que sería bien atendido, teniendo en cuenta que en cuanto los fascistas de Asensio y Castejón tomaran el control absoluto de la ciudad su suerte estaría echada, como así fue en realidad.

No tengo ni idea de cómo conseguimos burlar el cerco tendido en torno a Badajoz y mucho menos de cómo conseguimos llegar sanos y salvos a Don Benito, una de las últimas posesiones leales en territorio pacense a esas alturas de la guerra. Silverio intentaba animarme, pero yo estaba totalmente hundido. Tampoco me sentí mejor al llegar a Madrid, donde, al no estar encuadrados aún en ningún tipo de estructura militar y no tener ninguno de los dos la edad legal reglamentaria para hacer el servicio militar pudimos disfrutar de un breve periodo de descanso, viviendo juntos, pero no revueltos, en distintas pensiones del centro de la ciudad. Y no porque él no intentara de forma constante reconquistarme, utilizando todas las tácticas, incluidas las violentas a las que era tan afín, pero yo le había perdido el miedo al mismo tiempo que el respeto y sabía como defender mi integridad. Después, a mediados de octubre, nos alistamos de forma voluntaria en el aún por crear Ejército Popular de la República, y pese a nuestras veleidades libertarias, acabamos integrados junto a muchos de nuestros camaradas de ideología en la 14 División del IV Cuerpo del Ejército de Tierra, comandada por el gran militar y mejor anarquista Cipriano Mera Sanz, y más en concreto terminamos ingresando en las filas de la 70 Brigada Mixta a las órdenes del Mayor de Milicias Rafael Gutiérrez Caro. Silverio peleó bravamente poniendo su vida en juego en numerosas ocasiones, por eso no me extrañé al conocer la noticia de que había resultado herido de consideración en la Batalla del Jarama y, menos aún, al comprender que no sobreviviría a la gravedad de las heridas, falleciendo prácticamente en mis brazos una noche de marzo de 1937. Fue en ese preciso instante, acompañándole en el hospital de campaña, en medio de fuertes convulsiones y vómitos, y sabiéndose próximo a la muerte, cuando de pronto me alcanzó su temblorosa mano, y con los ojos entrecerrados en un estado de duermevela letal realizó casi en susurros la siguiente confesión, inconexa y llena de patetismo:

  • Mateo, no he sabido quererte como te merecías, pero sólo he tenido ojos para ti…He sido un cobarde y nunca quise reconocer este sentimiento tan fuerte que late en mi pecho. Por eso maté al hijo del marqués, para que no me descubriera como lo que soy delante de mis camaradas. …Y por eso envié al sector más peligroso de la muralla a Pedro… sabiendo que no podía sobrevivir…porque estaba celoso de ti y quería recuperarte al precio que fuera. Pero no sirvió de nada. El ha ganado la batalla después de muerto. Perdóname, Mateo. ..Te quiero con todo mi corazón, pero no he sabido demostrarlo con hechos. ..No he sido lo bastante hombre para decirle al mundo que te amaba, y tampoco he servido para hacerte feliz ni como hombre ni como compañero de armas.

Para entonces, las lágrimas rodaban por mi rostro sin darme tregua, y aunque creí odiarle con todas mis fuerzas por haber llevado a la muerte indirectamente al ser que más he amado en esta vida, lo que veía en esos momentos delante de mí era el cuerpo exangüe de un soldado de 20 años a punto de morir por una causa en la que creía ciegamente. Y, cobarde en la vida cómo decía ser, al final había reunido fuerzas de flaqueza para confesar su verdad interior. Le besé la mano, que quedó bañada en mis propias lágrimas y acerqué su cabeza a mi regazo para que sintiera en los estertores de la muerte la cercanía de la persona que según él más había amado en esta vida. Había cometido muchos errores en su breve vida, pero sólo tenía 20 años. Era apenas un proyecto de hombre cuando vio su vida truncada para siempre.

Yo también pagué mi tributo de sangre un año después durante la batalla de Teruel y fui herido de gravedad en el pecho. Fui enviado a recuperarme a un hospital de sangre en la provincia de Castellón, y después, cuando se inició la batalla del Ebro, fui evacuado a un hospital barcelonés donde pasé los últimos meses de convalecencia. Me dieron el alta definitiva en enero de 1939, con el tiempo justo apenas para unirme a los grupos de refugiados que pugnaban por alcanzar la frontera francesa y, tan débil como un pajarillo, ingresé en territorio francés en los primeros días de febrero, intuyendo que probablemente no volvería a pisar nunca más territorio español. No tardé en contactar con núcleos anarquistas en el exilio, y solicitar una plaza en uno de los buques que pensaban partir de Marsella cargado de refugiados republicanos rumbo a México. Ya nada me ataba a España ni a Europa, mientras que México había sido uno de los pocos gobiernos amigos de la República durante la guerra y bien merecía que le concediera la oportunidad de ofrendarle el resto de mi vida adulta

He sido muy afortunado en mi país de adopción, debo reconocerlo. Desde el primer momento sentí el cariño y la admiración incondicionales de la mayor parte de los mexicanos hacia nuestra causa y hacia nosotros como colectivo en particular. Quise volver a mis raíces como agricultor y poseer un pedazo de tierra, y por eso me dirigí en principio a Jalisco, para trabajar en una granja colectivizada por el Gobierno de Lázaro Cárdenas. Pero la vida da muchas vueltas y a mí me tenía reservado un papel distinto al que yo había planeado en principio. En 1941 empecé a trabajar en los inmensos terrenos cultivados de una famosa destilería de tequila. El ágave, esa planta dura por fuera y blanda por dentro, como también son la mayoría de los mexicanos, me cautivó por completo. Con el tiempo fui ascendido a capataz de la finca, sin realmente merecerlo, supongo ahora. Allí conocí a Damián Palacios, el joven encargado de supervisar al personal de la planta de embotellado. La primera vez que le vi, montado en su caballo pinto, avanzando a lo largo de las hileras de ágave con su sombrero poncho tan bien calado, pensé para mis adentros que era el hombre más guapo que había visto en muchos años. También era el más leal y el más seguro de si mismo; nunca le importó lo que pensaran los demás y no temió involucrarse en lo que podría considerarse como una relación de “alto riesgo” con su inmediato superior. Le sugerí que se casara para evitar habladurías, que bien podían perjudicarle en el futuro. Yo era respetado por ser extranjero, pero el pobre tuvo que sufrir muchas infamias e insultos de gente que no le llegaban ni a la suela del zapato: puto y maricón eran el tipo de epítetos que le dedicaban los mediocres, pero a él no podía importarle menos. Te debo muchas cosas, Damián, y una de ellas es que me sacaste de aquel pozo inmenso de soledad en el que estaba inmerso desde la muerte en la guerra de Pedro y Silverio. Te debo más que a nadie en este inmenso país, y sobre todo el haberme devuelto la sonrisa y las ganas de vivir, al saber que estabas a mi lado; como te gustaba decir, me querías “para lo bueno, lo malo, y toditos los matices entre ambos extremos”. Descansa en paz, amor mío.

El otro día estuve hojeando la vieja y desgastada libreta que Pedro me regaló el día fatídico de la toma de Badajoz por las huestes salvajes del General Franco. Había olvidado sin querer que en la última hoja incluyó un breve poema, o tal vez un aforismo, o simplemente un deseo por cumplir, que decía en forma breve:

ROMPER LAS CADENAS

Romper las cadenas

No es tarea fácil,

Es labor de mucho tiempo.

Unos caerán en el intento,

Otros seguirán su ejemplo.

A veces, cuando la nostalgia por mi país natal me vence por completo, me encierro en un gabinete anexo a mi despacho. Allí dispongo de un sofisticado equipo de música y puedo disfrutar en calma total de mis melodías favoritas. Cuando añoro a España de una forma visceral, suelo apagar las luces y escuchar en penumbra la célebre Romanza de Salvador Bacarisse. Es una música compuesta en estado de gracia que sabe a España, huele a España y te hace sentir como si pasearas por la Alhambra, o, como en mi caso, por la Plaza Alta y las murallas de Badajoz, contemplando una hermosa puesta de sol sobre el río Guadiana, con Portugal al fondo. Esta es mi fantasía predilecta, pero en ella nunca paseo solo; en ella soy de nuevo joven y Pedro se encuentra a mi lado, sonriendo y agarrados de la mano.

Soy muy viejo y no me quedan muchos años de vida; es una ley natural y no hay nada que hacer al respecto. He vivido intensamente el siglo XX y parte del XXI y he conocido a gente muy interesante de todos los estratos sociales. Pero daría todo lo que tengo por encontrarme otra vez en mi pueblo durante aquella convulsa primavera de 1936, cuando la vida salió a mi encuentro y el amor flotaba en el aire con aroma a lirio y jazmín. Estaba en mi país y con mi propia gente. Nada, nada en el mundo puede compararse a eso.

Si pudiera volver a mis dieciocho, todo sería muy diferente en esta ocasión a como sucedió en realidad…

FIN