Romper las cadenas (Parte 5)
La guerra civil estalla finalmente y en el pueblo comienzan los preparativos para una imposible defensa del territorio; también es llegada la hora de ajustar cuentas con el marqués y su escandaloso hijo, y en este particular el vengativo Silverio tiene mucho que decir al respecto.
Conforme el verano avanzaba se iba haciendo evidente que la situación política estaba tomando un rumbo decisivo. Los enfrentamientos con los escasos falangistas locales se fueron haciendo más violentos y seguidos, la gente de derechas apenas se atrevía ya a salir de sus casas por temor a posibles represalias por parte de exaltados de todo signo, el anciano cura había sido amenazado con ver arder su iglesia hasta los cimientos si no repartía el cepillo semanal entre los pobres de la localidad, y, para colmo, los conflictos ideológicos entre la alcaldía socialista, sus bases comunistas y la mayor parte de los pobladores que éramos de signo anarquista libertario se fueron haciendo más evidentes conforme nos acercábamos al inicio abierto de las hostilidades. La ocupación de fincas en la comarca se había multiplicado por cuatro desde el mes de mayo, y la gente, amparada en una supuesta “moral revolucionaria” se dedicaba al pillaje y a resarcirse de tantos años de humillaciones recibidas por parte de los poderosos. La Guardia Civil dejó finalmente de patrullar por el pueblo a comienzos de julio y un piquete de voluntarios de diversos partidos y sindicatos de izquierda se hizo cargo de la seguridad pública a partir de entonces.
Cuando en la tarde del 18 de Julio nos llegaron rumores desde el pueblo vecino de que se había producido una sublevación militar en todo el país, muchos nos encaminamos a escuchar las noticias en la radio del bar de Críspulo, cerca de la Plaza Mayor. Yo me sentí bastante intranquilo con las noticias, pero el ambiente general allí era de optimismo injustificado. Pedro, a quien fui a buscar de inmediato a su casa en las cercanías de la escuela, parecía compartir mi opinión de que la gravedad de la situación debía ser mayor de la reconocida, cuando en ningún momento se daba a entender que la sublevación había sido aplastada en todo el territorio nacional. Al día siguiente, en vista del cariz que tomaban los acontecimientos, el alcalde y las autoridades civiles decidieron encerrar en el interior de la iglesia, convertida de ese modo en cárcel provisional, al cura, la gente de derechas y los principales propietarios latifundistas del pueblo. Ninguno se resistió en exceso, y, en general, hay que decir que, en mi pueblo al menos, no se les trató con excesiva violencia. Pero faltaba aún por enjaular el “principal perro de la jauría”, como le definió un exaltado Silverio, megáfono en mano, subido al entarimado que habían dispuesto para la ocasión en plena plaza principal de Encinar durante un mítin público conjunto de todas las fuerzas políticas progresistas. Se refería al marqués de Encinares que, a esas alturas de la jugada, o bien había huido en dirección a Cáceres, donde se rumoreaba que había triunfado el golpe, al contrario que en el resto de Extremadura, o de lo contrario estaría parapetado en la gran mansión de su finca esperando la visita de los libertarios, sus mas encarnizados enemigos de siempre.
Fue en la mañana del lunes 20 de julio cuando un pequeño ejército de desarrapados armados con escopetas de caza y mosquetones del siglo anterior nos dirigimos resueltos en varios coches que habíamos requisado el día anterior a los poderosos del pueblo, hacia la finca del señor marqués. Montando un gran revuelo, aparcamos delante de su palacete de falso estilo herreriano, y, tras llamar con estruendo al portalón de entrada, un mayordomo con el susto metido en el cuerpo nos dejó pasar haciéndonos saber que el señor nos recibiría en breve en el salón de invitados. Me apena decir que algunos de mis compañeros entre tanto se dedicaron a destrozar las hermosas decoraciones de la casa y otros pocos simplemente al pillaje indiscriminado. Un grupo de siete voluntarios que se había dedicado a inspeccionar cuidadosamente la casa encontraron escondido en el interior de un armario a nuestro amigo Ricardito, que apareció en el salón en presencia de su anciano padre con numerosas heridas en la cabeza producto de los culatazos que había recibido al resistirse a ser detenido por lo que denominaba “una chusma impresentable”. Su padre se había mostrado más condescendiente con nosotros y se avino a acompañarnos sin violencia, pero se vino abajo al ver a su único hijo herido, y lo mismo sucedió con su distinguida esposa, una elegante dama de pelo blanco que se echó a llorar sin consuelo posible al ver el rostro amoratado de su hijo.
Todo pudo haber quedado en un incidente aislado si Silverio, que ejercía funciones de líder de la facción más descarnada del sindicato en esos momentos, no le hubiera leído al aturdido detenido una lista de agravios que llevaba plegada en un bolsillo del pantalón. La solemne declaración estaba convenientemente aderezada con todo tipo de insultos imaginables, y en un momento de la misma se explayó declarando al joven aristócrata a partir ahora un claro exponente de “enemigo del pueblo”, y, por eso mismo, debía acompañarles en calidad de detenido. Ricardo se mantuvo prudentemente callado durante gran parte del alegato, pero cuando Silverio, con voz tonante, le acusó de abusar sexualmente de un número indeterminado de doncellas de la comarcas limítrofes a Tierra de Barros, el “marquesito” se echó a reír con sarcasmo, intentando liberarse de los dos hombres que le mantenían sujeto, y, alzando la voz para que todos en la sala pudieran escucharle, le interrumpió para decir:
- Al menos yo puedo presumir de macho, mientras que tú…
No le dio tiempo a terminar la frase, porque en un alarde de reflejos Silverio sacó de repente una pistola que llevaba escondida en el cinto y le descerrajó un tiro en mitad de la frente ante la mirada horrorizada de todos los presentes. Yo estaba particularmente afectado por lo ocurrido, y tuve que salirme a la terraza para evitar vomitar en mitad del salón, pero regresé a tiempo de contemplar a varios milicianos intentando reanimar sin conseguirlo a la madre del frustrado heredero, que perdió el conocimiento de inmediato debido al fuerte “shock”, y al propio marqués, que después de llamarnos asesinos y bandidos, exigió que le matásemos allí mismo pues en esas condiciones de infamia e indefensión le parecía mejor no seguir viviendo. Silverio accedió gustoso a su petición y le disparó de improviso un tiro en la sien. El marqués cayó al suelo como un muñeco de trapo, y, por toda explicación a su aberrante actuación, Silverio declaró:
- En el día de hoy se ha hecho justicia por fin en Encinar del Valle. Ya no hay Dios ni amo. ¡La tierra es nuestra, camaradas!
Yo no estaba tan seguro ni de lo uno ni de lo otro, aunque fingí que compartía tan elevados pensamientos como el resto de mis compañeros, pero lo cierto es que dos seres humanos, por muy malvados que nos parecieran en nuestro limitado entendimiento, habían vista truncada su existencia de una manera cruel y gratuita; yn si bien Silverio llevaba razón al decir que las tierras en conflicto eran por fin de los trabajadores, lo cierto es que, por otra parte, no convenía olvidar a las peligrosas fuerzas que buscaban nuestra destrucción y que ya estaban en camino dispuestas a la más cruel y sanguinaria de las venganzas.
En las semanas siguientes las necesidades defensivas de una guerra que a todas luces no podíamos ganar con los escasos medios de que disponíamos ocuparon todo nuestro tiempo. Me reunía a veces en la escuela, que había sido acondicionada como enfermería, con Pedro, pero su mirada sombría no dejaba lugar a dudas de la suerte que nos esperaba a todos nosotros si el bien nutrido ejército fascista que se acercaba a toda máquina desde Sevilla nos tomaba prisioneros:
- En ese caso –me advirtió apesadumbrado – más nos valdría morir luchando que caer en las garras de esos salvajes.
Yo no dije nada, pero apoyé sutilmente mi mano en su hombro en señal de consuelo, y cuando mis compañeros salieron al exterior del edificio para hacer una ronda por las afueras del pueblo, aproveché para besarle en los labios y abrazarle tiernamente, como siempre había deseado. Pero su pesimismo persistía a pesar de mis esfuerzos.
Mira, Mateo, Dios no lo quiera, pero tal vez sean estos los últimos besos y abrazos que nos damos. Hay que ser realista sobre las posibilidades de victoria con que contamos, y estas son nulas en el pueblo, y escasas en Badajoz.
Quizá llegado el momento debamos replegarnos allí, al menos es lo que he oído decir en privado a los dirigentes del sindicato.
Es probable. Y una vez a salvo en la ratonera en que se convertirá mi ciudad, que Dios nos pille confesados.
Me quedé con ganas de preguntarle a que se refería exactamente, pero los primeros sonidos de la batalla que se estaba desarrollando a escasos kilómetros en dirección a Zafra llegaron a nuestros oídos. La hora de la verdad había llegado por fin a nuestras vidas, y con ella se esfumaban nuestras esperanzas de un mundo mejor y más justo. La riqueza ya no se repartiría como habíamos soñado, y la tierra volvería a concentrarse en unas pocas manos, como siempre había sucedido.
(Continuará)