Romper las cadenas (Parte 4)

Mateo conoce a Pedro, el nuevo maestro de escuela del pueblo, que le propone continuar sus interrumpidos estudios escolares en los ratos libres del duro trabajo en el campo. Silverio siente amenazada su particular relación con Mateo e inicia una ofensiva implacable para intentar que vuelva a su lado

Desde aquel día no volví a verle o a hablar con él en mucho tiempo. Trataba de evitarle en lo posible, porque sentía asco por su persona, a pesar de su evidente atractivo físico que le hacía muy elegible para el sexo opuesto. En efecto, tal como había predicho, no tardó en ennoviarse con la Ofelia, la moza más guapa del pueblo, y una de las pocas con ciertos posibles, pues su padre era comerciante al por mayor. Un modesto partido, hablando en general, pero un auténtico partidazo teniendo en cuenta el estado agónico en que se encontraba la economía de toda la zona. Yo me sentía bastante solo y me evadía concentrándome en el trabajo, en la acción sindical, ayudando en la ocupación y explotación de otras fincas cercanas “liberadas del capitalismo semifeudal”, y bebiendo un trago en la cantina del pueblo o incluso en el casino, pues desde que instauramos el sistema de pago por vales a finales de mayo me podía permitir el lujo de visitar el pudiente casino de la zona alta del pueblo, algo impensable con mi modesta paga anterior. Fue allí precisamente donde a principios del mes de junio, cuando el calor empezaba a apretar de verdad y la labor en la era resultaba más ardua, conocí a la persona más importante de mi vida. Me encontraba yo tomando unos vinos con el Aurelio y otros amigos de mi edad cuando vimos entrar a un hombre joven, que aparentaba no haber cumplido aún los treinta, vestido al modo de la ciudad pero sin aspavientos ni florituras como los ricachones locales, y, lo más envidiable de todo, con un par de zapatos limpios y bien lustrados (debo aclarar que nosotros no teníamos dinero para comprar zapatos, que constituían un verdadero artículo de lujo, y debíamos conformarnos con usar abarcas de esparto y alpargatas durante todo el año). Lo que primero me llamó la atención de él fue su mirada; no era torva y circunspecta como la de algunos de mis sufridos convecinos, ni astuta y taimada como la de los dirigentes locales del sindicato, ni tampoco fiera y glacial como la de Silverio cuando andaba enfurruñado. Era una mirada limpia, abierta a todo y a todos, enmarcada en unos ojos azules muy abiertos y despiertos que me hipnotizaron de inmediato. Aquel extraño joven, que denotaba un claro origen foráneo, parecía un extraterrestre con su traje de alpaca almidonado y su camisa de algodón bien planchada en mitad de aquella fauna de jornaleros mal vestidos y peor calzados, mal hablados por lo general y con cara de pocos amigos la mayoría. Pregunté de inmediato al Casimiro, el dueño del local, que conocía al dedillo la vida y milagros de todos los habitantes de la comarca, quien podría ser aquel curioso espécimen que saludaba educadamente en esos momentos con un apretón de manos al médico del pueblo, y me contestó sin tardanza como si se tratase de una obviedad impepinable:

  • ¡Pues quien va a ser, jovenzuelo!, es el nuevo maestro que ha venido de la capital para sustituir a Don Celedonio, que se retira por enfermedad.

Ahora caí en el asunto. Don Celedonio, mi querido maestro, que apenas tuvo tiempo de enseñarme las primeras letras y algo de cálculo antes de abandonar la escuela para ingresar en el desalmado mundo laboral de los adultos a los 11 años, llevaba un tiempo enfermo del corazón y los médicos le habían aconsejado que se retirara a descansar o podía poner en grave riesgo su vida. Aquel hombre joven, que procedía de la para mí entonces lejana ciudad de Badajoz, tenía un porte y un saber estar que le hacía destacar de forma natural por encima de aquel rebaño de atrasados aldeanos. De entrada era más alto y distinguido que la mayoría de nosotros, y carecía de los aires de suficiencia y la arrogancia implícita del hijo del marqués, el único capaz de hacerle sombra en ese sentido en todo el pueblo. Debo reconocer que me sentí atraído de inmediato por su persona, y a él debió sucederle lo mismo, porque tras presentarse a varios jubilados que jugaban al dominó en una mesa algo apartada del local, se dirigió a nuestro pequeño grupo de amigos sin dejar de mirarme fijamente, y se presentó simplemente como Pedro Alvarez, el nuevo maestro del pueblo, recién llegado de Badajoz. Su apretón de manos me resultó cálido y firme, y pronto pude comprobar que llevaba algo de gomina en el pelo que oscurecía algo su tono rubio natural, y que olía a colonia en vez de a tabaco y brea como la mayor parte de nosotros. Tras los saludos de rigor, y al hacerle saber que la mayor parte de muchachos de mi generación nos habíamos visto obligados a dejar la escuela a muy temprana edad, respondió ufano mostrando una cuidada dentadura, muy distinta, por cierto, de las que uno podía contemplar entre mis empobrecidos convecinos.

  • Bueno, eso tiene fácil arreglo. He decidido organizar un curso de alfabetización para adultos y otro de iniciación a la lectura en cuanto me incorpore a mi puesto. Durarán como mínimo todo el verano, hasta que empiecen las clases lectivas en septiembre.¿Os animáis alguno?.

La mayoría se buscaron excusas de todo tipo para no acudir, algunas creíbles y otras simplemente mentiras improvisadas, pero yo me sorprendí a mí mismo aceptando el reto y dispuesto a volver a las aulas a comprobar que podía aprender a mi edad o que podía sacar tan impetuoso profesor de alguien a priori tan bruto como yo. Aquella fue la mejor decisión de mi vida, y como todas las grandes decisiones correctas de mi existencia la tomé en décimas de segundo, sin darme tiempo a reaccionar y pensármelo dos veces.

Dos semanas más tarde, al caer la tarde, tras regresar del duro trabajo en la era, segando el cereal y trillando después para separar el grano de la paja, me lavé en el patio trasero de la casa donde se encontraba el pozo comunitario, me puse una camisa recién lavada y me encaminé a la escuela como hacía muchos años atrás de la mano de mi sufrida madre. Nunca podré olvidar aquellas clases que Pedro me dio en la espaciosa aula de la escuela. El primer día di clases con otros dos alumnos de mi edad, el Justo y el Pozas, pero al ver que mi ritmo de aprendizaje era muy superior al de aquellos dos zotes, decidimos de común acuerdo buscar un hueco para que pudiera recibir clases personalizadas de lectura, cálculo y poesía en un horario posterior. A mi padre no le hacía mucha gracia que diera clase con el maestro porque decía que los demás podrían empezar a mirarme con malos ojos, como a un listillo o un pedante, pero mi madre estaba encantada de que intentara destacar por encima de toda esa morralla que nos rodeaba y me animaba efusivamente a continuar con las clases vespertinas, siempre que no alteraran mi rutina laboral . Quien en cambio pareció tomárselo como algo personal fue Silverio, que un día que apretaba el calor en la era y nos protegíamos del hiriente sol con pañuelos blancos anudados a la cabeza se acercó a mí de improviso, tras haberme evitado durante semanas, y agarrándome del brazo me preguntó de repente:

  • ¿Es verdad que estás yendo a clases por las tardes con el nuevo maestro?

Iba a responderle que eso no era de su incumbencia, pero, por no levantar sospechas innecesarias, traté de ser lo más preciso y sintético posible en mi respuesta:

  • Si, así es. ¿Algún problema?…

  • No, ninguno en particular – frunció el ceño y elevó el tono para que le oyeran los compañeros más próximos – es tan sólo que he oído decir que estáis estudiando poesía y esa no parece una ocupación muy masculina. A ver si este maestro va a salirnos maricón, y de paso va a contagiar a los locales.

  • Será en todo caso a los que previamente ya lo sean – razoné yo sin dejar de mirarle fijamente – Pero vamos, te puedo asegurar que aunque enseñe poesía como tú dices Don Pedro es mucho más hombre que muchos que presumen de ello por aquí y luego venden a su hermana por un plato de lentejas.

  • ¡Chúpate esa, marquesa! – gritó de forma espontánea el tío Tachines levantando la hoz en alto como si se tratara de un grito de guerra.

Silverio empalideció con la respuesta, que no se esperaba de alguien tan supuestamente sumiso como yo. Hizo ademán de pegarme, pero luego se retractó, y, mirándome fijamente con la mirada encendida, me dedicó una sutil amenaza:

  • Tú hablas mucho sin saber, pero a lo mejor algún día tienes que tragarte tus palabras. Ten cuidado con quien te juntas, es un consejo de amigo – y se dio media vuelta con el rostro crispado y la mirada perdida.

Pedro era un excelente ser humano que había decidido comprometer su vida al servicio de los más necesitados. En su caso, nada más graduarse como maestro en 1933 estuvo colaborando con las famosas Misiones Pedagógicas de la República, que intentaban expandir el arte, el teatro y la poesía nacionales por los rincones más recónditos de la geografía patria. Ahora, ya instalado en su puesto de maestro rural, su interés no sólo se centraba, como es natural, en las futuras generaciones, sino que también se dedicaba a alfabetizar adultos con un sencillo sistema de tablillas, ábacos y pizarrones que había traído ex profeso desde Badajoz. En mi caso, gracias a su paciente atención pude aprender a leer con soltura, sin seguir las frases con un dedo indicador, y a multiplicar y dividir de corrido, además de ponerme en contacto por primera vez en mi vida con los grandes clásicos de la literatura y hacerme conocer la obra de Cervantes, de Lope de vega, de Góngora, Shakespeare, Moliere, Galdós, y tantos otros. Nunca pude entender como en tan corto espacio de tiempo fui capaz de interiorizar tantas enseñanzas y de tan diverso pelaje.

Una tarde de principios de julio en que el calor en el aula era insoportable, Pedro decidió que proseguiríamos la clase en el río dándonos un chapuzón. Y hacia allí nos encaminamos diligentes con sendos ejemplares del Quijote y una selección de entremeses de Cervantes. Pero al llegar al río y desnudarnos junto a la poza natural que se forma a las afueras del pueblo en dirección a la carretera de Zafra algo mágico sucedió de repente. Como si nos hubiéramos descubierto por primera vez, nos miramos a los ojos y comprendimos de una solo vistazo y para siempre que la persona que teníamos enfrente no era un profesor más o menos versado en los clásicos o un alumno de lo más avezado, sino dos almas gemelas por largo tiempo separadas que de pronto se habían reconocido al mirarse de manera directa a los ojos, sin velos que nublaran su entendimiento, y se habían quedado estupefactos al digerir por fin tamaño descubrimiento.

El primer beso chapoteando en el río fue rápido y prometedor, el segundo fue largo y apasionado, y a partir de entonces Pedro y Mateo dejamos de existir el uno para el otro con nuestras identidades actuales y nos convertimos en un único ser de identidades múltiples y en un amasijo de cuerpos que se revolvían en todas las posturas y exploraban ansiosos todos los rincones de su anatomía con una fiebre de siglos. Pedro sentía vértigo por lo que estaba sintiendo a raudales en aquel momento, y yo apenas podía explicar con palabras el éxtasis al que mi amante podía llevarme sin esfuerzo alguno por su parte. En ese momento tuve claro que esta era la primera vez en mi vida que hacía verdaderamente el amor y que las anteriores ocasiones con Silverio sólo habían servido de ensayo general para el gran desfile del placer que estaba desarrollándose ante nuestros asombrados ojos en esos precisos momentos.

Dicen que no hay rosa sin espina, y algo de eso debí sospechar cuando al regresar aquella noche a mi casa con el corazón inflamado en amores galantes y lecturas épicas me topé de frente al doblar la curva del dispensario con Silverio, que, sentado en un banco del recodo, parecía estar esperando a alguien. Pronto descubrí que ese alguien solo podía ser yo. Se acercó a mí invadiendo lo que hoy en día llamaríamos mi espacio vital intransferible, y me espetó d pronto sin más dilación:

  • Has vuelto a estar con ese maestrillo otra vez. Hueles a hombre – me dedicó por todo saludo.

  • Ese tipo de comentarios absurdos resérvalos para tu novia, no para mí. Yo vengo de donde quiero y voy a donde me da la gana…¿Entiendes?

Silverio intentó entonces cambiar de registro y mostrarse en tono melodramático, pero el truco no le dio el resultado esperado:

  • Tú me perteneces, Mateo. Ten eso presente siempre. Algún día volveremos a estar juntos.

  • Ese día no va a llegar nunca, descuida. Búscate otro perro que te ladre, Silverio.

Y sin darle tiempo a reaccionar me di media vuelta y proseguí mi camino intentando no entrar en polémica con un personaje tan visceral y variable como Silverio. Pero fue inútil, él tenía ganas de guerra y no iba a parar hasta conseguir que cambiara de opinión.

  • ¿¡Qué pasa, Mateo!? ¿Ya te ha roto el culo tu amiguito el poeta? ¿Por eso no quieres nada conmigo, eh? ¿Qué pasa, te folla mejor que yo, o la tiene más grande? Mira que me extraña en ese meapilas de…

Indignado con lo que estaba escuchando no pude contenerme y con toda la furia de la que fui capaz en ese momento me giré sin previo aviso y le propiné un sonoro puñetazo en la cara que le impactó en la mejilla derecha y le derribó de inmediato al suelo. Estaba tan fuera de mí por sus injustificados insultos que ni siquiera me paré a socorrerle, pero cuando unos metros mas adelante me arrepentí y me di por un instante la vuelta para ver si había recuperado el conocimiento pude ver que estaba tendido en el suelo, limpiándose un hilo de sangre que corría por su rostro con el borde de su camiseta blanca de tirantes y dejando escapar unas sorprendentes lágrimas de conmiseración sin dejar de mirarme desde lejos. En ese momento sentí una pena profunda e indefinible por Silverio y fui consciente de que incluso él era tan prisionero de sus sentimientos y emociones como cualquiera de nosotros y tal vez no podía evitar aunque quisiera el sentirse celoso de mis relaciones.

(Continuará)