Romper las cadenas (Parte 3)

Mateo y Silverio son sorprendidos en pleno acto amoroso por el hijo del marqués, un retorcido sádico que no duda en tomar ventaja de este descubrimiento. Silverio decide tomar cartas en el asunto, mientras que un solitario Mateo empieza a sentirse decepcionado con el comportamiento de su amigo.

Hacíamos el amor, la mayor parte de las veces de forma violenta y apasionada, en los lugares más insospechados de la geografía local: cuevas naturales, cabañas abandonadas por pastores trashumantes, dehesas polvorientas alejadas del mundanal ruido, olivares apartados donde desatar nuestros instintos más primarios sin miedo a que nadie descubriera nuestro secreto. Pero dicen que tanto va el cántaro a la fuente que se acaba rompiendo, y eso es lo que nos sucedió a nosotros un mal día mientras dábamos rienda suelta a nuestros demonios internos en el interior de una cabaña abandonada situada en los márgenes de un poco frecuentado coto de caza del señor marqués y sus encopetados visitantes de la gran ciudad. Quiso la desgracia o la casualidad que el hijo del marqués, un espigado joven de veintipocos años y ademanes chulescos, se encontrara cabalgando por los alrededores mientras arreaba con sus caporales una yunta de bueyes de una finca a otra de sus innúmeras propiedades en la zona, cuando se desvió un momento con su montura para dejar beber al jamelgo en el río que delimita su propiedad y, al escuchar ruidos sospechosos procedentes del interior de la cabaña, se acercara, escopeta en mano, dispuesto a deshacer el misterio de inmediato. Cual sería su sorpresa cuando, al otear el interior, tras adaptar su pupila al brusco cambio de luminosidad, se topó con nuestros cuerpos sudorosos semidesnudos y en situación claramente indecorosa.

  • Vaya, vaya, lo que tenemos aquí … - se limitó a decir, acompañado de una sonrisa que pretendía malévola y resultaba más bien siniestra.

  • ¡Joder, lo que nos faltaba, el “marquesito” de los cojones! – exclamó Silverio en tono fastidioso mientras giraba la cabeza para ver que ocurría en tono preocupado, pero sin mostrar signos exteriores de nerviosismo.

Nos separamos de inmediato, y tras cubrir como pudimos nuestras vergüenzas, observamos a Ricardo, que así se llamaba el angelito, apuntándonos con el arma a apenas dos metros de distancia.

  • Puedes bajar el arma, Ricardo –advirtió Silverio en tono neutro – no somos delincuentes ni forajidos.

  • Querrás decir Señor Robledo de la Quintana. A mí no me tutea cualquier desgraciado, y mucho menos un maricón de mierda como tú.

Pude notar que la sangre caliente de Silverio hervía bajo su superficie de apariencia tranquila y expectante. Por un momento temí que perdiera los nervios y, en un arranque de furia se consumara una tragedia irreparable, dado que el heredero del marquesado no dudaría un segundo en disparar contra nosotros y acribillarnos a tiros en caso necesario sin pestañear siquiera. Pero en esta ocasión Silverio optó por un prudente silencio otorgante que pareció calmar la soberbia innata de aquel privilegiado aspirante a cacique. El joven aristócrata bajó el cañón de forma lenta y parsimoniosa, y se puso a dar vueltas en círculo en torno nuestro sin dejar de mantener el arma cargada en todo momento.

  • Quien iba a decirme que también entre las clases inferiores se daba el repugnante vicio nefando del que hablan los libros de escolástica. Muy aleccionador.

Yo estaba muerto de miedo e incapaz de mover un músculo. Me tapaba como podía con mis ropas sobrepuestas mientras Silverio, harto de tener que pasar por una situación tan humillante, lanzó las suyas a un rincón y, desnudo como estaba, decidió encararse con el hijo del cacique local.

  • No creas que te tengo miedo, mamarracho. No eres más que un vago que sólo sirve para desflorar mozas indefensas que se cagan de miedo al pronunciar tu nombre. Vergüenza debería darte.

Ricardo se echó a reír de forma ostensible y sin darle tiempo a Silverio a que se le echara al cuello como parecía su intención, el aspirante a marqués se dio media vuelta de forma inopinada y le encañonó a corta distancia apuntando a la sien. Silverio no tuvo más remedio que replegar velas mientras yo le suplicaba que no disparara a mi amigo.

  • No debes suplicar nunca a los poderosos – me corrigió Silverio en un alarde de valentía – Eso es lo que ellos quieren, tenernos de rodillas todo el tiempo.

  • Ja, ja, todo el tiempo no, pero si no quieres que llame a mis caporales y vean con sus propios ojos lo que está sucediendo aquí, sí vas a permanecer un tiempo de rodillas. ¡Tú también, sodomita! – me señaló con la cabeza sin dignarse a mirar siquiera- ¡de rodillas aquí delante de mí!.

Aparté las ropas con premura y me alineé con Silverio que se había situado en cuclillas frente a aquel inquisidor de pacotilla. Ricardo nos propinó sendas patadas en el estómago que no consiguieron tumbar a Silverio, pero que a mí, algo más frágil físicamente, me hizo rodar por el suelo.

  • ¡Incorpórate ahora mismo, invertido! – me ordenó de inmediato – Quiero que cerréis los ojos y no los abráis hasta que yo os lo ordene. ¿Entendido? – y se volvió a colgar la escopeta al hombro.

Silverio y yo obedecimos de inmediato y de mala gana. A los pocos segundos pude escuchar lo que me pareció un sonido metálico como de un cinturón o cartuchera y conseguí entrever como se sacaba lentamente el miembro viril y se la meneaba durante un breve interludio de tiempo.

  • Dios mío, este pervertido pretende que se la chupemos. No creo que Silverio esté por la labor – pensé de inmediato.

Pero me equivocaba por completo. Lo que había planeado era todavía más repugnante y digno de un personaje tan vil y perverso como el pequeño “marquesito” Cerró los ojos en gesto de concentración y cuando se consideró preparado descargó un surtidor de orina sobre el rostro impenetrable de Silverio, que apretaba la mandíbula con fuerza en el único signo de resistencia pasiva que pude observar en él. Cuando se cansó de torturar a Silverio reservó un segundo cargamento de orín para mí, entre risas entrecortadas e insultos deslavazados. Una vez que agotó las reservas de líquido o, tal vez, en su simpleza natural se cansó de su estúpido atrevimiento, se abrochó el pantalón como si tal cosa y salió de aquella infecta cabaña, tan sólo para volver acto seguido sobre sus pasos y lanzarnos en tono admonitorio desde la portezuela entreabierta el siguiente discurso envenenado:

  • Seguid con lo vuestro, muchachos. Ahora que habéis recuperado vuestro olor natural a choto encelado, seguro que os aplicaréis a la jodienda con más ganas si cabe. Y no os preocupéis, que nadie ha de enterarse de vuestra afición secreta por las cabañas pastoriles abandonadas.

Lanzó otra risita ahogada de rata, antes de concluir en tono inquietante:

  • Por cierto, Silverio, tu hermana Tomasa se casa este verano con el hijo del Inocencio. Tal vez decida hacerla una visita antes de que eso ocurra. Ocúpate de los preparativos por si acaso.

Ambos nos quedamos petrificados y sin capacidad de reacción hasta que escuchamos a lo lejos el ruido de unos cascos equinos golpeando el suelo y el relincho al viento de su caballo. Silverio reaccionó del modo que me temía. Había sido humillado por el hijo del mandamás del pueblo, por alguien que odiaba ya de antemano sin conocerle realmente, y ahora destilaba una sed de venganza que yo sabía que sólo podía terminar de modo trágico. Parecía fuera de sí mientras recogía su ropa a toda prisa y no cesaba de repetir todo el rato que “el Ricardito era un hijo de la grandísima puta” y no iba a parar hasta verle colgado por los huevos de las ramas del roble que preside la plaza del Ayuntamiento del pueblo. Mientras nos bañábamos en el río contiguo para quitarnos el repulsivo olor a pis de niñato rico y nos frotábamos el cuerpo con ramas de olivo en una especie de ritual de limpieza compartido, Silverio fue bastante claro respecto a la política a seguir a partir de entonces:

  • Hay que procurar que no nos vean juntos o los rumores que estará diseminando ese mal nacido nos alcanzarán de inmediato. Yo voy a ennoviarme de inmediato con la Ofelia, y tú deberías pensar en hacer lo mismo con cualquier moza casadera del pueblo, aunque te supere en edad. Cuando pase un tiempo razonable ya volveremos a nuestros desahogos, pero por ahora debemos ser pacientes y no dar pie a que nos crucifiquen a rumores.

Yo no entendía como un hombre tan valiente en el plano personal como Silverio podía sentirse tan amenazado por el hijo del marqués por haberle descubierto haciendo algo a lo que él mismo hasta entonces no concedía mayor importancia y que consideraba una actividad tan lúdica como jugar a las cartas o al dominó en el casino del pueblo. Durante las semanas siguientes me encontré en la paradójica situación de que Silverio, que hasta entonces había hecho lo posible por coincidir conmigo a todas horas, ahora optaba abiertamente por evitarme y ni siquiera se sentaba a mi lado en las reuniones sindicales como siempre había tenido por costumbre. Pero cuando definitivamente le perdí el poco respeto que me merecía es cuando por el pueblo empezaron a circular rumores maliciosos que relacionaban al hijo del marqués con la hermana de Silverio, a la que supuestamente había pasado a recoger en su Hispano-Suiza en un par de ocasiones y a la que habría traído de vuelta su chófer envuelta en lágrimas y rota de dolor.

  • Dicen que esa mala bestia disfruta pegando a las pobres criaturas y que además se acopla con ella de formas que no son normales – le decía la Remigia a mi tía Antonia en el dintel de su puerta una tarde que volvía yo de la labor en la era del marqués y pasé justo a su lado mientras mantenían semejante conversación.

  • ¿Qué no son normales? ¿Qué quieres decir con eso, alma de Dios? – inquirió mi tía llevándose las manos a la cara en señal de sorpresa.

  • Pues que va a ser, hija mía, que lo hace por donde no nacen niños para no dejar “preñás” a las pobrecillas. Fíjate si es bruto el jodío señoritingo.

  • ¡Madre del Amor Hermoso! – mi tía ya no iba a misa, pero hizo el ademán, pronto abortado por falta de práctica, de persignarse – ¡a que extremos estamos llegando!. Esta vergüenza sólo la para la Revolución esa de la que habla todo el pueblo.

Comoquiera que no soy de los que conceden verosimilitud a este tipo de chismorreos sin confirmarlos previamente, me dirigí de inmediato, a pesar del cansancio propio de esos tiempos de cosecha del cereal, a casa de los padres de Silverio a aclarar este asunto, apenas unos números arriba de mi calle. Me lo encontré fumando en la puerta, y sin darle tiempo a reaccionar le descerrajé la pregunta a bocajarro. El no pareció inmutarse en lo más mínimo.

  • A veces hay que sacrificar un peón para que se salve el Rey. Eso es lo que decía el doctor Miralles cuando jugaba al ajedrez con mi abuelo en el casino, y mi abuelo respondía que si de el dependiera cambiaría la ficha del rey por la de presidente de la república – y se echó a reír de su propia ocurrencia.

  • O sea que consideras a tu hermana un simple peón y a ti como el rey de Encinar del Valle. Es decir, que es cierto todo lo que dicen de tu hermana y de ese cabrón mil veces maldito.

  • Yo no he dicho eso …- masculló cínicamente y sin mirarme mientras lanzaba ordenadas hileras de volutas de humo por la boca, como si esa risible afición fuera más importante que la conversación que estábamos manteniendo en ese momento.

  • No hace falta que digas nada. Ya has dicho demasiado de hecho. Buenas tardes, Silverio.

  • Algún día me lo agradecerás, Mateo. Ya lo verás… - fue lo último que escuché decirle mientras me alejaba calle abajo en dirección a mi casa.

(Continuará)