Romper las cadenas (Parte 2)

Mateo continua recordando la pasión juvenil, desenfrenada y prohibida, que vivió con su amigo Silverio, un joven de explosivo temperamento que no duda en obtener el placer que cree necesitar por medios lícitos o forzando al límite las situaciones dudosas.

Mi vida, como la del resto de mi mísero pueblo, cambió de forma radical cuando empezamos a ser dueños de nuestros destinos. A partir de entonces, con la distribución parcelaria de tierras cultivables a cargo de nuestros camaradas anarquistas en régimen de autogestión, el cielo pareció abrirse de repente para nosotros. Creo que todos, borrachos de triunfo y sedientos como estábamos de justicia social empezamos a comportarnos de forma exagerada, como si hubiera comenzado una fiesta perpetua cuya factura nadie debía pagar. Sin duda, se cometieron abusos menores; como aquel día en que junto a mi amigo Silverio, un muchacho un año mayor que yo que vivía en mi misma calle y era hijo del zapatero del pueblo, nos robamos un cordero que pertenecía a los bien surtidos rebaños del marqués y dimos buena cuenta del pobre animal en una improvisada barbacoa que montamos a la vereda del río. Después de tan innoble hazaña nos tumbamos a dormir la siesta, porque aquel día no había trabajo para nosotros, tan sólo para despertarnos rato después con los gritos de placer femenino más placenteros que yo haya escuchado jamás. Inquietos y extrañados, nos desperazamos, nos limpiamos como pudimos de grava y cañizo y nos encaminamos sigilosamente, sin llamar la atención, hacia el lugar del que parecían proceder aquellos cada vez más ahogados gritos de placer, que no era otro que el molino viejo abandonado a la vera del río. Dentro, en la penumbra, el Venancio, un amigo de mis hermanos mayores, se beneficiaba de mala manera a una moza casadera de un pueblo vecino a quien por referencias conocíamos como la Dulzona. Debo reconocer que yo no me fijé en los turgentes pechos de aquella chica de pueblo, ni en sus nalgas nacaradas tan redondas como un globo de feria, porque sólo tenía ojos para el impresionante culo del Venancio, tan bien formado y dotado de esa viril prestancia tan propia de muchos aldeanos, musculoso y abombado, como corresponde al trasero de seres acostumbrados al trabajo físico duro y constante del campo. Mientras contemplaba en la penumbra de aquel covachón aquel culo de características proteicas, un repentino empalme empezó a cobrar vida en los remendados pantalones heredados de mis hermanos mayores. Silverio, que era un morenazo guapetón de los que, según mi hermana Candelaria “quitaban el sentío y hasta la tos ferina”, tuvo la fútil ocurrencia de que, ocultos como estábamos mirando a través de un ventanuco exterior desde el que veíamos casi todo, pero sin que los protagonistas del singular evento pudieran siquiera percibir nuestra presencia, aprovecháramos para masturbarnos, y rematar así la gozosa jornada de asueto:

  • Total, – razonó mi amigo – ya hemos infringido una ley humana al robar el cordero del antiguo amo, así que vamos ahora a infringir una ley divina para ponernos a malas con todos los poderes de esta tierra.

Yo sé que decía esto porque él era ateo y sólo contemplaba la existencia de Dios por medio de sus supuestos representantes en la Tierra, por quienes sentía un odio visceral y sin ambages. A mi me hizo gracia el razonamiento y accedí a su petición, aunque algo azorado por la posibilidad de ser descubiertos, pero lo cierto es que a aquellas horas de la tarde no era probable que hubiera nadie más rondando por aquel paraje alejado de cualquier lugar habitado. Tras alguna breve vacilación nos bajamos los calzones y nos dispusimos a machacarnos el badajo con toda la fuerza y ganas de nuestros dieciocho y diecinueve años respectivos, sin dejar de mirar por el ventanuco de marras como el jabato del Venan clavaba su potente dardo en el potorro de aquella guapa forastera. Y como quiera que aquel culo bamboleante y terso de color cobrizo era en realidad lo único que veíamos desde nuestra perspectiva, mi excitación era máxima en aquel momento. Porque yo sabía desde que tengo uso de razón que a mí me gustaba lo contrario de lo que les gustaba a mis compañeros y amigos, pero, como no podía evitarlo, tampoco me calentaba la cabeza demasiado, pensando que ya se me pasaría algún día “cuando me casara con alguna buena moza”, como si aquello fuera tan fácil de extirpar de mi alma como un resfriado o un dolor de muelas. Yo aún no sé a estas alturas si el Silverio, listo como era, se había dado cuenta alguna vez de mi debilidad intrínseca, o era tan lanzado como salidorro, porque sin mediar palabra ni dejar de mirar de forma hipnótica hacia la afanosa escena que se mostraba en el interior del viejo molino acercó su callosa mano de aldeano a mi miembro y lo palpó con detenimiento hasta cerrar su puño en torno a mi aparato.

  • ¿Se puede saber que haces, Silve? Esto no es lo que habíamos acordado…

  • Tal vez, pero así es mucho mejor. ¿No sientes más gustirrinín de esta manera?

  • Pues…la verdad es que sí, aunque esté mal hecho – tuve que reconocer con la respiración entrecortada por el placer insano de aquella mano viril que me masajeaba.

  • No hay nada malo en esto, los hombres necesitamos desahogarnos de alguna manera. Prueba a hacer tú lo mismo conmigo, anda.

A mí aquello me daba mucha vergüenza, si bien debo reconocer que en esa situación de excitación externa tan concreta no me encontraba en condiciones de razonar demasiado. Tembloroso como un niño, acerqué mi mano hasta su pene, que estaba mucho más desarrollado que el mío, o eso me pareció entonces, y me apliqué en proporcionarle placer del mismo modo en que él lo estaba haciendo conmigo. Ahora sonrío para mis adentros al recordar que estábamos tan reprimidos que no llegamos a mirarnos en ningún momento, concentrados como estábamos en el salvaje polvo que nuestro convecino estaba echando entre aquellas cuatro paredes situadas delante nuestro. Yo observaba de reojo, eso sí, las contracciones placenteras de su hermoso rostro agitanado, y pude darme cuanta de que el momento del éxtasis final estaba próximo porque cerró los ojos con fuerza y dejó escapar un leve suspiro antes de eyacular con fiereza sobre los muros de piedra de la cabaña. Aterrorizado por la posibilidad de que le hubieran escuchado y nos descubrieran yo me vine también de inmediato en medio de una violenta sacudida que sorprendió a mi acompañante por la arrolladora cascada de semen que se esparció por todas partes.

  • Veo que no te haces pajas, alma cándida.

  • Pues la verdad es que no; tú dirás, con tanta gente en mi casa y durmiendo todos apiñados, no hay espacio ni tiempo para esas cosas.

  • Yo esas cosas las hago fuera, en el campo.

  • ¿Ah, si?

  • Sí, y tu deberías hacer lo mismo. Un día vas a a venirte conmigo y te mostraré donde lo hago.

Ese día llegó antes de lo que yo había previsto, pues apenas una semana más tarde, un domingo de abril por la mañana a la hora en que las campanas del pueblo repicaban anunciando misa mayor, nos acercamos hasta una dehesa propiedad del todopoderoso marqués a las afueras del pueblo, una amplia y hermosa extensión plantada de alcornocales y con abundante ganado bravo pastando en sus inmediaciones. Con tales bichos merodeando cerca, era bastante difícil que hubiera mirones fisgoneando por la zona a la hora en que las beatas y los cuatro ricos del pueblo estaban ocupados con sus devociones particulares. Nos dirigimos hacia una zona cuajada de olivares alejada de la zona de pastos principal, y nos protegimos de los cegadores rayos del sol a la sombra de un centenario olivo. Silverio no se anduvo por las ramas, y me dirigió una mirada incendiaria con sus ojos de color azabache muy fijos en mi rostro. Yo estaba asustado a la vez que excitado por lo que estaba viviendo; él llevaba la iniciativa, y parecía muy seguro de lo que estaba haciendo, pero yo no podía decir lo mismo.

  • No tengas miedo, Mateo, no tienes nada que temer. Acércate sin miedo, hombre.

Su franca sonrisa de buhonero zíngaro terminó de disipar mis más profundos temores, y me acerqué cabizbajo y con la mirada perdida hasta la base del árbol donde se encontraba él, ahora con el torso al descubierto tras haberse quitado la camisa, que había dejado colgando de una rama del olivo. Me atrajo hacia sí y me apretó con fuerza contra su pecho; yo podía sentir los latidos de su corazón, pero estaba mucho más ocupado percibiendo el creciente bulto de su pantalón como para interesarme por esas zarandajas románticas. El acercó sus labios a los míos, y esa fue la primera vez en mi vida que alguien me besó; para mí fue un momento sublime e irrepetible en mi vida, si bien para Silverio era tan sólo un paso previo innegociable que conducía a su verdadero objetivo. Con sutil maestría me fue despojando de mis ropas que quedaron esparcidas por el suelo, y cuando consideró que el momento era propicio, tras asegurarse de que nadie acechaba en las inmediaciones, me volteó de forma que mis brazos quedasen apoyados en el recio tronco ensortijado del árbol, mientras él, en cuclillas detrás de mí, comenzó a lamer con delicadeza primero y con espasmódico brío después mi virginal esfínter. La descarga de placer que aquel acto, que yo en principio juzgué repugnante para reconsiderar mi primera impresión casi de inmediato, me proporcionó mantuvo erecto mi miembro sin esfuerzo y sin necesidad de tocarle durante toda la ceremonia de desvirgamiento. Porque eso era aquello, no la muestra de amor de dos adultos responsables como hoy en día se nos propone sino el enfebrecido ayuntamiento de dos desesperados jóvenes que no deseaban jurarse amor eterno pero no estaban dispuestos a pasar por alto un solo instante de placer que pudieran proporcionarse el uno al otro. Cosas de pueblo de una época felizmente superada.

Tras dedicar lo que me pareció entonces un rato largo a familiarizar su lengua con mi ano, Silverio procedió a penetrarme a las bravas, lo que me producía demasiado daño. Incapaz de dar con la fórmula eficaz que permitiera nuestro acoplamiento, y excitado como estaba en grado sumo, su frustración iba en aumento. Debo decir que en ningún momento se nos ocurrió pensar que el placer oral podía sustituir con creces lo que mi escasa capacidad de dilatación anal me impedía ofrecerle; pero, tal vez por obsesión o por desconocimiento, Silverio estaba obcecado en penetrar lo que llamaba “mi culo prieto de jornalero chico”, y no cesaba de lanzar imprecaciones en voz alta y cagarse en tal o cual santo o divinidad cada vez que lo intentaba sin éxito. Al final, harto de lo que consideraba “mi falta de colaboración” en el asunto, me arreó un par de hostias sin venir a cuento que me dejaron tirado en el suelo, aturdido y sin comprender cual era mi culpa exacta en todo aquello, para después liarse a patadas y finalmente dedicarme una sarta de azotes en mi dolorido trasero. Aquel aspirante a sádico pareció excitarse aún más al ver mi culo enrojecido por los sucesivos golpes porqué me acopló entre sus rodillas y me propinó otra lluvia de azotes pese a mis gritos y lágrimas de súplica. Su ira pareció aplacarse cuando comprobó manualmente que este violento método parecía dar mejor resultado que el anterior y que mi ano, producto de tantas manipulaciones y de una mayor irrigación, estaba presto al fin para la acción definitiva. Me colocó de pie, en un ángulo de noventa grados con los brazos apoyados de nuevo en ancestral olivo, y me penetró de forma inmediata y sin exquisiteces, inmunizado como estaba ya contra mis posibles quejas o gestos de dolor. Agarrado a mi cintura, y sin dejar de soltar toda clase de insultos dirigidos contra el mundo que le rodeaba en general, se movió de forma contundente durante unos minutos hasta que un espasmo de placer recorrió todo su cuerpo y procedió a descargar su líquido vital en el interior de mi recto. Acto seguido, se desenganchó de mi cuerpo y procedió a vestirse a toda prisa, dejándome con las ganas de algo más e intentando justificar su intolerable comportamiento anterior con la excitación del momento.

  • ¡No voy a consentir que me trates como a un muñeco de feria! – le espeté una vez me corrí yo por mi cuenta, presa de una extraña urgencia interior, mientras me ajustaba los gastados pantalones de basta tela a los pies del olivo cómplice de nuestros desahogos.

Silverio sonrió de manera complaciente, me rodeó los hombros con su brazo, y me aseguró en un inquietante tono sosegado y pretendidamente conciliatorio:

  • No debes preocuparte por esas tonterías, la próxima vez será todo más fácil, y no hará falta llegar a estos extremos…

Yo no me lo terminé de creer del todo, pero, enamoriscado sin reconocerlo abiertamente como estaba del guapo mozo que era mi amigo, sumado a mi total ingenuidad en asuntos mundanos, dio como resultado una suma de factores inexacta que me llevó a renovar sin pensarlo mis votos amatorios y seguir frecuentando su poco aconsejable compañía. Que Silverio era un hombre de reacciones violentas había podido yo presenciarlo muchas veces durante el último año: en las constantes peleas callejeras con los escasos pero bien organizados falangistas locales, en las piedras que lanzaba algunas noches de sábado contra las mansiones de los ricos en la Calle Mayor, aprovechando que desde la victoria del frente Popular los números de la Guardia Civil ya no patrullaban por el pueblo con la asiduidad de antes ni aplicaban con el mismo rigor de antaño el estricto reglamento de orden público; también era el más vociferante en las reuniones de delegados del sindicato y uno de los mayores partidarios de la “acción directa” y la “línea dura” en relación a la estrategia de la lucha de clases y el advenimiento de la revolución libertaria, que estos heraldos del nuevo mundo consideraban inminente a la luz de los hechos que se sucedían de forma vertiginosa en nuestra comarca.

(Continuará)