Romper las cadenas (Parte 1)

Mateo, un anciano refugiado republicano español en México, rememora su juventud en un pueblo extremeño y las causas de la extrema pobreza y la explotación a la que estaban sometidos por culpa de un sistema de reparto injusto, hasta que la rebelión prende en el ánimo de aquellos pobres desheredados.

12 de Enero de 2008

Coyoacán, México D.F.,

Hoy cumplo noventa años de vida. Quien me lo iba a decir entonces, cuando me jugaba la vida todos los días en las trincheras y las casamatas de nuestra incívica guerra civil. No sólo nunca pensé llegar a esta avanzada edad, sino que tampoco esperaba hacerlo de esta forma, conservando, aunque algo mermados, como es lógico por el simple paso del tiempo, todos mis sentidos y esta lucidez que me ha acompañado siempre en el viaje por la vida.

Soy consciente del privilegio tan enorme que ha supuesto llegar hasta aquí, y de los increíbles privilegios que Dios o el destino ha querido poner en mi camino, muchas veces sin yo buscarlos deliberadamente. Sí, debo reconocerlo desde la humildad de mis noventa experimentados años, he sido un hombre de extraordinaria suerte al que una serie de circunstancias y extrañas conexiones vitales han convertido en un hombre rico y respetado, en un prohombre querido y hasta cierto punto influyente en los destinos humanos. Lo más importante, empero, es que he sido siempre el tipo de persona que interiormente he deseado ser, y nunca me he visto obligado a comprometer mis principios o mi dignidad para hacer valer mis derechos o alcanzar un medio digno de vida. Y sí, he sido muy feliz en este hermoso y gran país llamado México, tan castigado a veces por sus propios hijos, que me abrió sus puertas y sus brazos de par en par y no ha cesado desde entonces de repartirme bendiciones que me han convertido en una persona satisfecha, enamorado de la nación que le ofreció techo y cobijo en sus días de tribulación, y agradecido al noble pueblo mexicano por su invaluable apoyo a lo largo de estas décadas, no sólo conmigo en primera persona, sino con todo el exilio español en general. Ya quedamos pocos, muy pocos, de aquellos tristes refugiados, asustados, con el corazón roto por la pena y la distancia física de nuestra patria que alcanzamos el puerto de Veracruz a lo largo de varias oleadas entre 1939 y 1942. La Santa Muerte, que a todos nos iguala en la hora definitiva, se ha llevado por delante a lo largo de estos años a muchos amigos, conocidos, amantes, y algún que otro oponente, que no enenigo, pues a lo largo de mi dilatada existencia he sido incapaz de sentir eso que llaman odio, y que para mí es un sentimiento afortunadamente desconocido. He sido medianamente feliz aquí, teniendo en cuenta las circunstancias tan poco halagüeñas de las que partía a priori.

Tengo todo lo que cualquier hombre soñaría con conseguir en cualquier país del mundo, no me falta dinero ni posesiones materiales, tampoco el amor de los que me rodean, que quiero suponer auténtico y libre de interés. Y, sin embargo…sin embargo ahora en mi decrepitud me doy cuenta, soy dolorosamente consciente de que nunca he podido superar del todo aquellos años de formación que me dejaron marcado para siempre. Porque yo no siempre fui adinerado o influyente, ni hubiera pensado jamás en terminar algún día en la envidiable posición social en la que me encuentro ahora. Pero daría la mitad de mi fortuna y hasta mi modesta colección de cuadros expresionistas colgados en mi mansión jalisqueña por poder sentir de nuevo por un instante el aliento vital de aquel ángel que me transformó en la persona en que me he convertido ahora. Sí, me repito todos los días desde entonces, todo se lo debo a él. El me sacó del fango en el que me encontraba y me hizo descubrir la poesía oculta de la vida, los ritmos ocultos de las estrellas, el brillo interior que todas las criaturas terrestres poseemos por el simple hecho de habitar este luminoso planeta. Sí, el precio a pagar fue demasiado alto. No puedo quejarme, pues Dios ha puesto en mi camino personas maravillosas que me han brindado amor y pasión a partes iguales sin pedir nada a cambio, y ahora al escribir esto en estas arrugadas cuartillas estoy pensando en mi ti, mi llorado Damián, pero nada de eso cambia el hecho de que el amor de mi vida me fue arrebatado una cálida tarde de agosto de la manera más cruel para no volver a verlo jamás. Sí sólo hubiera podido decirle cuanto le amaba, Dios mío, pero no fue posible. Las circunstancias mandan, y en aquellos terribles momentos no había espacio para romanticismos fatuos. Te fuiste pronto, amigo, demasiado pronto para mí, como el ángel de amor que eras. Un día de agosto, muchos años después de aquel en el que nuestros labios se rozaron por última vez, visité aquella maldita plaza de toros donde me contaron que os encerraban antes de fusilaros…tú ibas herido, pero te sacaron a golpes del hospital para llevar un poco de tu luz a la comitiva de la muerte; no sé como pude mantenerme en pie, aún no lo sé, tal vez no quise venirme abajo delante de Damián, que se había ofrecido valientemente a acompañarme. Aquel día sentí en mi interior el aguijón de la rabia y de la impotencia más extremas, y las lágrimas inundaron mi rostro sin poder ni querer evitarlo, pero tenía que hacerlo, tenía que depositar aquel ramo de lirios silvestres, tus favoritos, en el mismo lugar donde esos criminales truncaron tu vida llena de sueños e ideales, y sobre todo de mucho amor, un amor tan grande por la humanidad que no te cabía en el pecho. Por eso tuvieron que matarte, no podían soportar la idea de que el ser humano pueda desarrollar los más altos valores incluso en medio de la más abyecta bajeza y de las mayores dificultades imaginables, como sucedió en tu caso.

Y lo recuerdo bien, quisiera no hacerlo, pero lo recuerdo todo. La memoria no ha sido amable conmigo y me hace regresar muchas veces en estos últimos tiempos al pueblo donde nací, Encinar del Valle, una minúscula población española situada en la provincia de Badajoz, a medio camino de los pueblos infinitamente más grandes de Almendralejo y Zafra, pero más próxima en su mentalidad y clima a los pueblos malditos de la Siberia extremeña. Una tierra pobre, quemada por el sol, ingrata con sus hijos a la hora de ofrecer el sustento, y, en aquellos lejanos tiempos, dominada además por una casta de caciques que nos hacían la vida muy difícil a los miles de aparceros y yunteros que malvivíamos en condiciones infrahumanas en aquel infierno en la tierra.

Y me acuerdo aún de la casa donde nací, en el nº 5 de la calle Olivenza, poco más que una choza de adobe y paja, donde nos hacinábamos mis padres, mis cuatro hermanos y mi abuela materna en poco más de treinta metros cuadrados. Y recuerdo bien el hambre tan inmensa de mi infancia cubierta de harapos, y como recogíamos hasta las mondas de las naranjas para hacer con ellas rayadura y engañar un poco al estómago; y así día tras día, tragando polvo de tiza o triturando grillos en aquella permanente guerra contra el hambre en la que vivíamos miles de personas prisioneras de una región maldita y olvidada de todos. Porque no es que fuéramos pobres, es que éramos miserables, un hatajo de pordioseros, un ejército de menesterosos sin ocupación ni esperanza, como una manada de zombies cubiertos de piojos e incapaces de enfrentar el futuro con la más mínima dignidad. En aquel paraíso de la desigualdad extrema, toda la tierra disponible estaba concentrada en manos de unos pocos latifundistas; muchos eran grandes señores burgueses que vivían en la capital de la provincia y sólo se acercaban por aquí cuando les venía en gana, a la hora de supervisar la cosecha de la oliva o de la recogida del grano. Otros eran aristócratas rurales, títulos menores procedentes de un polvoriento y glorioso pasado que les había proporcionado enormes extensiones de tierra y ganado para su uso y disfrute privado, obviando la existencia de miles de míseros siervos que es en lo que nos habíamos convertido por obra y gracia de aquel sistema injusto de distribución de los recursos disponibles. Este era el caso del marqués de Encinares, que era el dueño indiscutido de la mayor parte de las tierras de labor de nuestro término municipal. Nuestros hombres sólo trabajaban cuando a estos señorones de antaño les daba la real gana, con el mísero salario que ellos marcaban y sin la más mínima atención médica o prestación por desempleo que supliera las infinitas carencias que padecíamos todos los días. Y malencararse o enquistarse con alguno de estos tiranos significaba verse privado incluso de este mínimo sustento estacional y tener que recurrir a la mendicidad o a la emigración como último recurso. Así habían vivido, si se puede llamar a eso vida, durante infinitas generaciones, y así deseaban aquellos señoritos de entonces que permaneciéramos para siempre, si era posible.

Sin embargo, para la época en la que yo nací y crecí, los jornaleros sin tierra habían empezado a organizarse alrededor de los sindicatos anarquistas, sobre todo la CNT-FAI, que comenzaron a cobrar mucha fuerza en mi comarca coincidiendo con el advenimiento de la Segunda República. Este nuevo régimen político que alzaba la libertad como bandera fue recibida en mi remoto pueblo con el júbilo ilusionado de los que nada tienen pero aspiran a un cambio radical que les devuelva la confianza y la dignidad. Todo el mundo aquellos días suspiraba por la inminente Reforma Agraria que había de solucionar de una vez por todas el problema de la propiedad de la tierra, pero los años fueron pasando y nada se terminaba de concretar por presiones de unos e indecisiones de otros. Y la paciencia milenaria del campo extremeño comenzó a resentirse, a resquebrajarse como una cáscara de nuez. Por eso mismo, las elecciones de 1936 en las que venció el Frente Popular con la Ley de Reforma Agraria como banderín de enganche despertaron un entusiasmo tan incontenible entre los trabajadores de la tierra del campo extremeño y andaluz, los “desheredados de la tierra” como solía denominarnos los panfletos anarquistas de aquel entonces. Yo acababa de cumplir 18 años en aquellos días, y mi máximo deseo era poseer un trozo de tierra al que llamar mío y en el que poder criar tomates, legumbres y hortalizas sin tener que rendir cuentas a ningún señorito ni lamer el culo de sus asquerosos capataces para obtener un mísero jornal de hambre. Por eso era anarquista, y por eso estaba esperanzado con aquella oportunidad de salir al fin de aquella miseria atávica que nos atenazaba. Y recuerdo como uno de los días más felices de mi vida aquel 28 de Marzo de 1936 en que, enarbolando nuestras banderas rojinegras al viento, invadimos pacíficamente las tierras del marqués, siguiendo el ejemplo de lo que habíamos oído decir que estaban haciendo nuestros sufridos compañeros de los pueblos vecinos. No hubo ningún tipo de represalia por nuestra osada acción, ni por parte de la temida guardia civil ni mucho menos por las propias fuerzas de choque del estirado marqués, que parecía haberse resignado a tener que compartir sus tierras con tamaño ejército de menesterosos.

El entusiasmo que aquella inédita acción despertó en mi olvidado pueblo no he vuelto a verlo ni a sentirlo del mismo modo en ningún otro sitio, ni antes ni después de aquello. Nos sentimos de repente sujetos de la Historia con mayúsculas, protagonistas de un duelo secular con los poderes fácticos, del que, ingenuos como éramos, pensábamos que habíamos de salir victoriosos. Y ahora soy consciente de que fue sin duda esta atmósfera de júbilo y celebración permanente de aquellos meses irrepetibles la que nos permitió a algunos jóvenes de la localidad romper muchos tabúes sacrosantos que habían sido pilar de longevas tradiciones y ahora, al albur revolucionario de aquellos días, se resquebrajaban y rompían para siempre. Y no porque mi pueblo fuera especialmente religioso, no; desde luego había una pequeña y recoleta iglesia dedicada a San Agustín, y teníamos un cura de esos de antes, Don Basilio, que se dejaba caer día sí día también en las casas de los ricos de la localidad pero nunca visitaba nuestros barrios comidos por el hambre y los piojos; en mi entorno nadie asistía a la iglesia, ni habíamos oído hablar de cosas de religión, de lo que ahora me alegro interiormente…he pasado por la vida libre de esos sentimientos de culpa y de pecado propios de las personas influidas por la ideología católica o cristiana en general. Pero los tabúes sexuales persistían en mi atrasada comunidad, y aunque el amor libre, tan caro a nuestros formadores libertarios, estaba comenzando a imponerse en el pueblo de forma natural, se presuponía que se trataba de un contrato privado signado por el amor y la responsabilidad de dos adultos de diferente sexo, nada que ver con los sueños orgiásticos de algunos muchachos de mi generación a quienes la expresión “amor libre” traía de inmediato a su calenturienta imaginación escenas de placeres sensuales con mujeres hermosas de dudosa reputación envueltas en la más promiscua concatenación de cuerpos posible. Pero por mucho espíritu revolucionario y muchos vientos del pueblo que soplaran en aquella lejana primavera del 36, Encinar del Valle no estaba preparada para la clase de sentimientos que algunos de sus hijos y algún visitante ilustre estaban a punto de manifestar, imbuidos tal vez de ese halo invisible de prisa e impaciencia que parecía ser santo y seña de nuestra naciente Revolución.

(Continuará)