Rojo intenso
Aquel coche se cruzó en la carretera de improviso y casi no lo contamos. Vivos de milagro, sin embargo, el torbellino de sucesos que ocurrió después nos puso a prueba a Marian y a mí.
ROJO INTENSO
¿Acaso la fortaleza de un hombre se refleja en su feliz discurrir?
Repudiémosle cuándo, vencido en su interior, llama a dioses vacuos. [...]
No osemos, pues, juzgar a un hombre más que en los extremos,
aquellos en los que se demuestra el coraje que dice poseer.
Sólo entonces podemos calibrar que tipo de hombre es.
—Friedrich Nietzsche—
Ocurrió todo tan rápido que aún me sentía las vísceras buscando su sitio. El chirriar de neumáticos permanecía incrustado en los oídos, el chillido de Marian reverberaba en mi conciencia. En pocos segundos me noté las palmas chorreantes, resbalando aceitosas por el volante.
Me giré hacia ella. Tenía agarrados los laterales de su asiento, clavando sus uñas en la tapicería. Su peinado se había alborotado, sus mechones rizados pendían de su frente brillante. También tenía los ojos muy abiertos, también había visto a la Parca tan de cerca que aún olíamos su hedor a neumático quemado, a adrenalina consumida, a orina evacuada.
—Dios de mi vida —musitó mientras se giraba hacia mí—. Jorge, ¿estamos vivos?
De sus labios lívidos manaba una saliva espesa que recogió con el dorso de su mano. También yo hice lo mismo, al notar como una humedad se enfriaba por mi mentón.
El Opel naranja de llantas cromadas, que hasta unos segundos antes borboteaba luces carmesíes intermitentes frente a nuestro parabrisas, ya se había perdido en la carretera oscura. Varias cortinas de lluvia azotaron el techo del coche y resonaron dentro como mazazos contenidos.
—Me he meado encima —dijo Marian en voz tan baja que parecía verbalizar un pensamiento.
—No te preocupes, yo también me lo he hecho encima. Como para no, si casi nos matamos.
Marian aplicó una sonrisa de agradecimiento a su cara. Luego dedicó un tiempo anormalmente extenso a recomponer su cabello, superponiendo con calma escrupulosa, mechón tras mechón, su apariencia de mujer todavía viva. Su rostro cerúleo fue acogiendo la irrigación sanguínea hasta que, minutos más tarde, cuando el interior del vehículo hedía a orines desparramados en la tapicería, saltó de pronto:
—¡Pero qué hijo de la gran puta!
Me mordí el labio inferior a la vez que Marian golpeaba el salpicadero del coche, aplicando al plástico los tortazos furibundos destinados al niñato al volante del Opel naranja de llantas cromadas con el que casi chocamos.
—¿Cogiste la matrícula del hijoputa, la cogiste? —preguntó de repente, intercalando aquella pregunta lógica entre sus acometidas verbales y físicas.
Negué con la cabeza. Ya casi no sentía la clavícula arderme donde el cinturón de seguridad la había aplastado durante el frenazo.
—Hostia puta de todas las putas. ¿El desgraciado se va a salir de rositas del marrón?
—No veo solución posible —confirmé.
—Yo así no vuelvo a casa. Apesto como una cerda.
—Apestamos.
—Y lo peor es que en unos minutos ya no distinguiremos este tufo a pis. Nuestro olfato se habitúa con maldita eficacia a un olor dominante. No, no abras la ventanilla, el aire fresco de la lluvia conseguirá el efecto contrario: aumentará la intensidad de nuestros meados.
—¿Qué quieres hacer entonces, Marian?
—Pues no bajar la ventanilla, claro. Quita el aire acondicionado.
—No, Marian. Has dicho que así no vuelves a casa. ¿Qué quieres hacer entonces?
Sonrió y luego hizo varios giros de cuello. Las cervicales de Marian sonaron como varias latas de refresco aplastadas. Al final, habló:
—Vamos a una pensión. Necesito darme una ducha.
Cerré los ojos. No entendía qué le impulsaba a no volver su casa de inmediato. Pero comprendía que acabábamos de nacer de nuevo; eso cambia por completo tu forma de pensar. Resolví acompañarla, no sin antes pedir una concesión:
—Llamaré a mi mujer. También convendría que llamases a tu marido.
Me agarró el teléfono móvil que acaba de sacarme del bolsillo empapado del pantalón.
—¿Qué quieres decirla?
¿Cómo que qué iba a decirla? Pues que casi nos la damos, joder, que un puto niñato con su Opel tuneado se nos cruzó de repente, que mi corazón amenaza con reventarme el pecho. Que me siento feliz por estar vivo. Que quiero abrazarla y llorar en su regazo.
Sin responderla, alargué la mano para cogerle el teléfono. Me cruzó un tortazo en la mejilla.
—¿Pero qué cojones te pasa, Marian? A ver si ahora no puedo llamar a mi mujer porque a ti te dé la gana limpiarte el…
Silencié el resto de la frase. Pero Marian no quiso olvidarlo.
—¿Limpiarme? ¿Limpiarme el qué, Jorge?
—Limpiarte el puto coño, joder, que parece que mearse encima con lo que ha ocurrido fuese un crimen.
Abrió la ventanilla y tiró el teléfono a la oscuridad lluviosa del arcén. Una ráfaga de aire inyectó una lluvia fina y densa al interior. Tal y como había predicho, el hedor a orines se acentuó; la mezcla de amoniaco y urea se esparció por el habitáculo y persistió incluso después de que Marian volviese a subir a ventanilla.
—¡Estás loca!
—Estoy como una puta cabra —coincidió con una carcajada para luego instalar una mirada sombría en sus ojos—. Tira a una puta pensión.
—¿Qué coño te pasa? —susurré vislumbrando la enajenación que se adueñaba de su mente.
—Que tires ya, joder —espetó cruzándose de brazos y señalando con su mentón al frente.
Diez minutos más tarde, cuando las farolas de la periferia de la ciudad empezaron a iluminar la carretera, detuve el coche frente al ceda el paso de una rotonda.
De frente entrábamos a la ciudad; haciendo la rotonda y saliendo en la segunda salida llegábamos al motel California. Al menos eso es lo que indicaba el cartel que se combaba ante los embates del viento lluvioso.
—¿Ése te vale? —pregunté señalando con la cabeza al cartel.
Marian se encogió de hombros.
—¿O te llevo a casa? —aventuré.
—Vamos a ése, qué más da, cualquiera vale.
Sin saber aún qué estaba haciendo, tiré por la rotonda.
La miré de reojo simulando escrutar el retrovisor a su derecha. Marian y yo teníamos en común que nuestros hijos eran amigos en el colegio. La había conocido hacía dos horas escasas, cuando Maria Ángeles llamó a casa para comunicarme que el director quería hablar con nosotros. Iban a expulsar a nuestros chicos. Poco más o menos eran dos lindos hijos de puta que no terminaban de cometer una trastada para empezar otra. Su marido y mi esposa estaban en el trabajo. Compartimos vehículo, el colegio estaba en una localidad cercana. Los ánimos se caldearon frente al director; Marian era de las que no reculan, de las que no extienden un cheque de disculpas y lo rubrican con una cabeza gacha. Salimos de allí bien calientes, la olla de su cabeza estaba a punto de explotar. Y el niñato del Opel anaranjado de llantas cromadas fue el detonante.
—¿Qué quieres hacer? —pregunté cuando me detuve frente al motel.
Un oscuro aparcamiento ocupado por tráileres, camiones y alguna que otra prostituta discurriendo entre ellos era lo único que había alrededor del motel California.
—Sólo quiero darme una ducha. Quitarme de encima toda esta mugre.
—¿Traes ropa limpia? —pregunté con sorna. ¿Qué más da limpiarte si luego vas a volver a apestar?
—Aquí venden algo de ropa. También puedes lavar el coche.
No era el momento de barruntar porqué sabía eso. Solo pregunté lo que más me urgía.
—¿Tendrán también un teléfono para llamar a casa?
—Eso es lo único que te importa, ¿verdad? Volver a casa, hacer la cena, recibir a tu mujercita con un besito y acostar a tu hijo. Ya pensarás mañana lo que haya que pensar.
—¿Qué coño hay que pensar?
—Mi hijo es el que lleva la voz cantante de las putadas, ¿sabes? El tuyo sólo es una mera comparsa.
Sí, eso ya lo sabía. Y, en los últimos quince minutos, había adivinado porqué. Su madre estaba loca. Era una chalada. Y quizás una zorra. A saber cómo sería el padre. Marian intuyó mis pensamientos y acudió presta a aclararme algunos.
—Vamos a divorciarnos. De hecho, ya hemos firmado los papeles. Pero estamos a la espera de vender el piso.
—Lo siento —dije por decir.
—Ya, claro.
—¿Cómo sabes que aquí venden ropa? —indagué sabiendo ya la respuesta. No sabía por qué, pero necesitaba confirmar quién de los dos era el artífice de la separación.
Marian expiró el aire con rudeza.
—Pareces imbécil. Igual que tu hijo —murmuró negando con la cabeza. Antes de salir del vehículo, señaló un autoservicio de limpieza en una esquina del aparcamiento: —Ahí tienes donde limpiar el coche. Te espero en la habitación.
El aire que entró al abrir la puerta magnificó el olor a orina. Conduje despacio hacia el lugar señalado. Una pareja de putas de rostros demacrados y atuendos descoloridos se me acercaron mientras aplicaba jabón y agua sobre los asientos. Si había suerte, el orín no se habría filtrado al interior.
—Te has meado de la emoción al vernos, ¿verdad, guapo?
—Largaos de aquí —resoplé cabreado por la broma—. Mi mujer me espera en el motel.
—¿Hace un trío? Una experiencia nueva. Seguro que repetís.
—No, gracias —rezongué mientras frotaba.
Se alejaron repiqueteando sus tacones entre el asfalto mojado del aparcamiento, cuchicheando. A medida que el olor a jabón se imponía sobre el de las meadas, más me preguntaba qué coño seguía haciendo aquí. Lo mismo me daba sentarme sobre el asiento húmedo y salir pitando a casa. Dejar a doña Amargada aquí plantada no sería tan grave; un taxi la llevaría a su cueva. De todas formas, no la iba a volver a ver. Nuestros hijos estaban expulsados del colegio cuando Marian amenazó al director con cortarle la polla, en pleno arrebato. Y parecía decirlo de veras, detalló incluso cómo lo haría y todo. Yo no dije nada: era mejor que los chavales estuviesen separados, un colegio para cada uno y hasta nunca.
Terminada la limpieza, aparqué el coche en un rincón cercano al motel y entré con las manos en los bolsillos. Ni siquiera me pregunté lo que hacía. Ni siquiera mostré ya el más mínimo interés por llamar a mi mujer.
—A que adivino quién es usted —sonrió el viejo desde detrás del mostrador arrugando la nariz.
—No estoy para bromas, de verdad.
—Ya. Son sesenta euros la noche. Habitación 201. La mujer me pidió que le dijese que ahí, al fondo a la derecha, tiene un pequeño surtido de calzoncillos y pantalones vaqueros. Deme su documentación.
—Solo será una ducha rápida. No vamos a quedarnos a dormir.
—¿A mí qué me cuenta? Como si sólo suben a cagar. La noche completa, y punto.
Le entregué el DNI. Mientras rellenaba la ficha en un portátil, me acerqué a escoger de un perchero unos pantalones que quizá me valiesen. No recordaba qué talla usaba de cintura; era mi mujer la que sabía de estas cosas. Valiente calzonazos, me dije cogiendo los primeros que pillé. Recordé que podía llamarla por teléfono, pero no lo hice.
—¿Con todo al aire, eh? —rió al ver que sólo había cogido unos pantalones—. Esos son cincuenta y siete euros.
—¿201, no? —quise confirmar mientras pagaba la prenda y recogía mi DNI.
—O la suite 205 si quiere una orgía con las niñas de ahí afuera.
Y con tu puta madre, pensé mientras me alejaba hacia las escaleras.
Llamé a la puerta y Marian me abrió desnuda.
La treintena larga de otoños que le echaba habían moldeado su figura con turbador escándalo. Unos pechos blancos como la leche y un pubis oculto tras un vello esponjoso eran las únicas partes de su cuerpo libres de un bronceado intenso. Multitud de lunares salpicaban su piel y otorgaban a su espalda y vientre de constelaciones apretadas. Su cuerpo entero parecía un cielo de colores invertidos. Y seguía apestando a meados. Igual que yo.
—¿Tu mujer se afeita el coño? —preguntó mientras volvía al cuarto de baño.
—¿Qué coño te importa a ti eso?
—Joder, qué borde eres, hijo —soltó en voz baja desde allí.
Era verdad. Me sentía violento al haber descerrajado amplias miradas por su cuerpo desnudo. Estaba cabreado conmigo mismo por la poca importancia que le daba al hecho de compartir habitación con una desconocida desnuda. Por Dios, Jorge, que estás casado.
—¿Qué coño has estado haciendo hasta ahora? —pregunté al percatarme que no tenía la piel mojada. Tampoco escuchaba el sonido de la ducha. Había invertido media hora larga en lavar los asientos. A saber qué habría estado haciendo ella mientras tanto.
—No voy a ducharme. Me gusta oler a cerda —la oí desde el interior.
—Pues a mí no —alcé la voz yendo al cuarto de baño—. Me ducho y me marcho en diez minutos. Tú verás lo que haces.
Me la encontré sentada en el inodoro, con los muslos apretados y las piernas separadas. Un chorro de orina, débil y goteante, reverberaba en la taza.
Cruzamos nuestras miradas durante largos y agotadores segundos. El salpicar de orina fue el ruido de fondo. Aquel sonido me retraía en mis recuerdos hasta épocas lejanas. Comencé a excitarme.
—¿No te importa que esté aquí, no? —sonrió cruzándose de brazos. Sus pechos bailaron sutilmente y sus pezones tiznados parecieron removerse.
—Sí, me importa. Cuando hayas terminado, avísame. Quiero ducharme y marcharme cuanto antes.
—¿Me odias, verdad?
—¿Odiarte, por qué?
—O quizá te asusto.
—No me asustas.
—Y una polla. Estás cagado de miedo. No hay más que verte. Te tendría que haber hecho una foto cuando me miraste en pelotas. O ahora, al verme mear. La tienes tan dura que te da miedo hasta escucharme.
—No digas tonterías.
—Ven aquí, gilipollas. Mírame mientras me hablas. ¿Lo ves? Huyes, con el rabo tan tieso entre tus piernas que te duele.
—Eres una hija de puta, ¿sabes? —la espeté. Volví de nuevo al cuarto de baño.
—No sabes tú cómo. Te excito, sabes que te excito hasta lo indecible. Te da miedo perderte en tus fantasías, sumergirte en tus anhelos. Seguro que nunca has visto a tu mujer mear, ¿verdad? Pero oírla sí. Porque te excita. Oyes el chorro salpicar y te la imaginas sentadita, con las piernas recogiditas, mordiéndose el labio inferior, preparando el trocito de papel higiénico con el que limpiarse el coñito. Te habrás pajeado imaginando de mil formas el chorro y lo que no es el chorro caer…
—¡Calla, joder!
—¿Lo ves? Desconoces lo que es una buena meada de mujer. Te calé en cuanto te vi, marqués, nada más subir a tu coche. Un matrimonio de cuento, eso es lo que te piensas que tienes con tu mujer. Qué fácil es olvidar que tu vida es tan insustancial como la mía. Tan carente de esa chispa que había cuando eráis novios. ¿Qué queda de eso ahora, qué quedan de tus fantasías?
—Madurez, responsabilidad. Lo que a ti te falta. Por eso estás sola.
Zorra mala, quise añadir.
—Ya hace tiempo que olvidé lo que significan esas palabras. Pero es peor que recordarlas, ansiando revivirlas algún día, mintiéndote esperando que en algún momento puedas usarlas de nuevo.
Chasqueé la lengua y salí del cuarto de baño de nuevo. Me apoyé en la pared junto a la puerta. Escuché como cortaba un pedazo de papel y se le aplicaba sobre aquel bosque oscuro de vello. Cerré los ojos. Frotó varias veces, oí como el rasgueo del vello ensortijado azuzaba mi conciencia. Quizá lo hacía para mi deleite. Mi imaginación se disparó desbocada. Apreté los párpados. Su sexo abierto, húmedo; los labios separados, sus interioridades abiertas de par en par; el papel recogiendo las gotas dispersas, empapándose de las perlas engastadas entre sus rizos.
—Abra los ojos, marqués, que ya tiene el cuarto de baño para usted solito.
Entré bufando. Cerré la puerta y busqué el pasador de seguridad. No había. Intimidad cero. Ni siquiera la puerta cerraba bien, la manilla se atascaba.
—Tranquilo, marqués, que no miro. Pajéese a gusto que ya me sé lo que quiere hacerse. Estoy aquí, por si luego quiere hacer otras cosas.
—Vete a la mierda.
Marian se rió mientras escuchaba como el colchón rechinaba tras tumbarse en él.
Arrebujé mis pantalones y calzoncillos húmedos tras quitármelos. Mi polla apuntaba al techo, más firme que nunca, tan dura como una vara, con el glande brillante y los cojones revueltos.
Mientras me duchaba, entre el sonido del agua salpicando el plato de la ducha, escuché la televisión encendida. Los sonidos pronto se perdieron entre los calores del agua caliente. Usé los dos sobres de jabón líquido para frotarme el vientre, las ingles y los muslos. Pronto el tufo a orina devino en aroma a jabón barato. Cuanto más frotaba alrededor, más duro sentía mi miembro. Mis huevos clamaban caricias, mi verga un frotamiento inminente. Restregué mis dedos por el vello espumoso del pubis.
No tenía reparos en admitir que estaba mucho más caliente que en diez años de matrimonio. Hasta el prepucio me dolía por sentir mi verga tan envarada. Era la situación ideal para empuñarla y dar salida a toda aquella energía contenida. El coño de Marian impactaba sobre mi cabeza a golpes, al ritmo de mi corazón endemoniado. La imagen de aquel jugoso y húmedo sexo empapado, oculto bajo marañas de vello acaracolado se adueñó de mi imaginación. Ni sé por qué obedecí a aquel impulso juvenil de dar rienda suelta a mi frenesí imaginativo ni por qué agarré mi polla dura como el cemento y la sacudí violentamente.
Solo ahogué un quejido entre el tronar del agua cuando sentí el orgasmo precoz nacer de mis huevos, azuzando mi ingle, paralizándome el corazón, encogiendo mi estómago. Eyaculé con abundancia imprevista, vaciándome de algo que tenía tan retenido en mi interior que jamás habría imaginado poseer. Las piernas me temblaron, me apoyé en los azulejos y me permití, igual que de adolescente, que la saliva anegara mi boca discurriendo por mis labios, sintiéndola espesa; hilos viscosos manaron de las comisuras, colgaron de mi mentón.
Era una delicia dejarse llevar, olvidarse de todo lo que rodeaba ahora mi vida. Pensé, de repente, que igual sí necesitaba echar una cana al aire. Despendolarse, despreocuparse. Pero no, no. Estaba casado, tenía un hijo. No podía joderlo todo por un polvo con una zorra mala.
Supuse que Marian estaría esperando, sentada en el inodoro, viendo mi arrebato onanista, regocijándose en su perspicacia de zorra acostumbrada. Por eso me sorprendió encontrarme solo en el cuarto de baño. Me sequé a disgusto, casi sin fuerzas; aquel orgasmo me había dejado extenuado. Al menos, mientras me vestía con los pantalones recién comprados, había vuelto a experimentar una sensación que, de tan lejana, había creído perdida. Apliqué el teléfono de la ducha con saña hacia los azulejos donde aún persistían los chorretones espesos de mi corrida. No oculto que cierta satisfacción alegró mi orgullo al ver tanto esperma derramado, intentando diluirse sin éxito entre el agua arremolinándose por el sumidero.
Marian estaba reclinada sobre la cama. Seguía desnuda y apuntaba con el mando a distancia hacia la pantalla, disparando sin misericordia. Como una metralleta, los canales cambiaban con furia sin dar apenas tiempo a que el sonido cambiase.
—¿Qué tal, marqués?
—Me marcho. ¿Quieres venir conmigo?
—Hijo de la gran puta —murmuró apuntándome con el mando a distancia y apretando los botones al azar—. Ojalá cambiases de canal igual que la jodida tele.
De canal. Qué gracioso. Hasta la muy puta tenía gracia a ratos.
—O sea, que te quedas. Pues toma, mi parte de la ducha—dije sacando dos billetes de la cartera y dejándolos encima de la cama.
Miró los dos billetes con mirada extrañada.
—¿Y la parte de la paja?
—No hubo paja.
—Y me lo dice tan ancho, el marqués de la polla tiesa. O yo no soy mujer o tu polla no la tienes ahora contenta, mentiroso. ¿Quieres que entre al cuarto de baño y busque los restos de la corrida? Los hombres no tenéis ni puta idea de limpiar nada.
—Sigues oliendo a marrana de puticlub. O quizá te has acostumbrado ya. O ese es tu olor al fin y al cabo.
Marian murmuró una imprecación y desvió la mirada y el mando de nuevo hacia la televisión.
—Que te vaya bien, Marian —me despedí abriendo la puerta.
—Que te follen, Jorge, hasta nunca.
«¿Sabes cuál es tu problema?, quise decirla, Que ves la vida con unas gafas de sol tan negras que ni ves la expresión de los demás al verte. Y te ven como una desgraciada, una mujer hastiada de la vida. Te prometieron perdices para comer, como en los cuentos, y ahora solo recibes sobras mordisqueadas. Y en cuanto atrapas a un incauto te lo traes a este motel de mierda».
Cerré la puerta sin abrir la boca.
Cuando llegué a recepción, el viejo se entretenía haciendo sudokus. Distribuía los números según le parecía hasta que descubrí, tras un minuto de espera, que no erraba en ninguno.
—¿Ya se marcha el señor?
—La mujer de la 201 pagará cuando se vaya.
—Lo que diga el señorito. De todas formas, tengo sus datos —dijo señalando al ordenador portátil con la mirada.
Me encogí de hombros y me dispuse a salir de aquel motel. Pero algo me impulsó a volverme hacia el mostrador.
—¿Cada cuánto viene?
—¿Quién?
—La mujer de la 201.
—¿No es su mujer?
—¿Eso le dijo ella?
—Eso supuse yo; ella habló poco. Nunca la había visto antes.
—¿Seguro?
—Seguro. El mes que viene cierro este tugurio. Veinte años seguidos. Ahora solo vienen parejitas fogosas. Y pocas. Prefieren quedarse en el aparcamiento. Me fijo bien en los culos. El de su mujer no se olvida.
—Le digo que no es mi mujer.
—Pues su puta.
—Tampoco es mi puta.
—¿Quién es, entonces?
Me sorprendía el estar manteniendo una conversación tan absurda con alguien a quién no vería nunca más, hablando de alguien a quien tampoco esperaba ver nunca más.
Salí sin responder. Comenzaba de nuevo a llover, caminé hacia el coche. Lo había dejado en un rincón oscuro del aparcamiento.
Fue cuando distinguí el Opel en la otra esquina del aparcamiento, casi oculto tras un camión de hortalizas. Su naranja metalizado era inconfundible, al igual que sus llantas cromadas.
De ordinario, mi sentido común se habría impuesto a mis deseos de venganza. Podría haber llamado a la Guardia Civil. Pero aquella masturbación gloriosa me hizo revivir mis sentimientos más profundos, más primarios. Dos cables quisieron hacer contacto en mi cerebro, las chispas saltaron. Resolví contenerme, dominar mis instintos.
Volví, sin embargo, a sorprenderme abriendo el maletero de mi coche y sacando una vara de acero que compré hacía tiempo con el fin de disuadir a los maleantes y proteger a mi familia durante los viajes. Nunca la había sujetado con las dos manos y su peso, unido a que en su extremo se engrosaba hasta asemejarse a un martillo, me hicieron tomar conciencia del poder que pendía de mis puños.
Formas oscuras se movían en el interior del Opel. Distinguí el cabello de una mujer y varias manos alzándose hacia el techo, sujetando cuerpos que retozaban. Gemidos placenteros brotaban de allí dentro, susurros contenidos, risas cómplices. Por el rabillo del ojo, vi como las putas, en tropel, abandonaban el aparcamiento, lanzándome miradas furtivas, haciendo repiquetear sus tacones contra el asfalto mojado.
Cerré los ojos. Una marea carmesí inundó mi conciencia, un calor intenso tiñó mis sienes. Por una vez en mi vida, dejé salir aquel torrente, abrí las compuertas de la furia.
—¡Hijo de la gran puta! —estallé furibundo a la vez que descargaba el extremo de la vara sobre el alerón trasero.
La fibra de vidrio se desgajó como madera podrida, la chapa saltó en miles de pedazos de confetis anaranjados.
—¡Sal si tienes huevos, niñato de los cojones, que casi nos matamos por tu culpa! —grité enronqueciendo, haciendo saltar en pedazos las luces traseras.
En el interior del vehículo las dos formas se revolvieron; distinguí brazos y piernas desnudas, oí gritos y chillidos. La lluvia metalizada impedía ver que hacía dentro.
—¡Que salgas, joder! —vociferé mientras desarmaba el maletero a varazos.
Varias luces de los camiones cercanos se encendieron, iluminando el estropicio en que iba convirtiéndose la parte trasera del Opel. El motor del coche se encendió; me aparté de milagro cuando retrocedió, no tenía ya luces de posición ni las de marcha atrás.
—¡Ven aquí, mamón, que casi nos matas! —chillé lanzándole la vara de acero. Campanilleó sobre el asfalto.
El coche salió zumbando, arrastrando tras de sí, unidos por los cables, las luces traseras. Dio varios volantazos y casi atropella a dos camioneros que acudían a ver qué ocurría.
—Ese hijoputa se nos cruzó en la carretera —expliqué mientras cogía aire—. Mi mujer y yo estamos vivos de milagro—. Rollizos hombres en calzoncillos y con sus barrigas peludas se arremolinaron alrededor de mí.
Narré el suceso lo mejor que pude. El corazón me iba a estallar. Acababa de dar un susto de muerte a la pareja del Opel anaranjado. Algunos camioneros asintieron. Aún sentía como la adrenalina fluía por mi sangre como fuel de alto octanaje. Y me gustaba. Me sentía arder por dentro.
—Sal de aquí pitando —me aconsejaron—. Como a ése le dé por llamar a la Guardia Civil, a ver cómo les explicas lo de la carretera. No hay pruebas.
—Marian —gemí al comprender que tenían razón. Había que escapar. Y no podía dejarla aquí tirada si aparecían los picoletos. Era como condenarla sin remedio.
Guardé la vara en el maletero y corrí hacia el motel. Varios camiones y sus tráileres se pusieron en marcha; no querían verse envueltos en un marrón semejante.
El viejo no se inmutó al verme aparecer de nuevo. Continuaba emborronando sudokus sin dudar en cada casilla. No entendía como no había oído los gritos del exterior.
—¿Sigue la mujer en el 201?
—Ah, es usted. Claro que sigue, y con ganas de armarla. Acaba de pedirme que le conecte el canal porno. Ahí tiene la máquina de condones por si…
Ni le escuché terminar. Ya comía los escalones de tres en tres hacia el piso superior con rapidez desorbitada.
Aporreé la puerta mientras gritaba el nombre de Marian.
Me abrió con el deseo pintado en su mirada. Seguía desnuda y en su cuerpo se advertían los primeros indicios de una excitación física.
—El marqués de la polla tiesa. ¿Ya no puedes más?
Entré empujándola adentro y cerrando la puerta tras de mí.
—Acabo de moler a palos el Opel que casi nos mata. Estaba en el aparcamiento. Ha salido pitando, tenemos que irnos de aquí.
—¿Que has hecho qué?
—Mierda, Marian, que como llegue la Guardia Civil nos comemos todo el marrón, de extremo a extremo.
Retrocedió hasta sentarse en el borde de la cama.
El gemido de una mulata alcanzando el orgasmo me hizo girar la vista hacia la televisión.
—¿Qué coño haces viendo estas guarradas?
—Mira quién habla, el que ha dejado perdida la ducha con su corrida ¿No habrás venido acaso a limpiarla?
Aparté con desgana la mirada de la televisión, me acerqué a ella y la tomé de los hombros. Sus pechos se removieron.
—Escúchame bien, Marian. Tenemos que salir de aquí ahora. Ya mismo. Vístete.
Me apartó posando la palma de su mano en mi cara mientras se llevaba la otra a su frente.
—Eso es lo peor que podemos hacer.
—¿Pero qué dices? Te acabo de decir que…
—Si viene la Guardia Civil, y no es seguro que venga, a los primeros que investigarán serán a los que han huido antes. ¿Te han visto?
Me reí por no llorar. Su razonamiento me resultaba igual de válido que el de los camioneros. Pero mi machismo subyacente inclinaba la balanza del lado masculino.
—¿Qué coño importa…?
Su tortazo me hizo trastabillar y caí de culo sobre el suelo enmoquetado.
—Que si te han visto, pregunto. O la matrícula de tu coche.
Me llevé la mano a la mejilla mientras negaba con la cabeza. No sé cómo, pero la marea roja anegó de nuevo mi visión, empañando mis ojos de carmesíes instintos.
—¿Estás seguro, Jorge?
—Estaban los dos follando en el asiento trasero. Dudo que supiesen…
Callé al darme cuenta lo que les había gritado mientras descargaba la vara de metal.
—Les grité que casi nos matan.
Marian levantó los brazos en alto.
—Genial, hijo mío, genial —bufó—. Buena la has liado. Ya saben quién eres.
Seguía frotándome la mejilla pero, a la vez, mi atención saltó hacia sus pechos revoltosos, bailantes. Sus pezones seguían erectos; sus areolas, contraídas. Luego noté como mi verga presionaba sobre la cremallera de la bragueta. Volví a sentir el fuel ardiendo en mis venas. Ardía, quemaba, consumía. En mi cabeza, las compuertas cedieron y el estallido furioso de la marea roja se hizo paso e inundó toda mi conciencia.
—Y ahora, ¿qué? —pregunté sin apartar la mirada de su cuerpo. Su desnudez era lo único que ocupaba mis pensamientos. Delegué sin miramientos la responsabilidad en Marian.
—Es de suponer que en el motel tienen tus datos —murmuró mientras se dejaba caer boca arriba sobre la cama—. Lo mismo da que salgamos de aquí a toda hostia si piden los datos de registro —. Giró la cabeza para mirarme—. Mejor nos quedamos aquí y que sea lo que Dios quiera.
Volví a escuchar gemidos procedentes de la televisión. El rojo furioso se filtraba por cada fibra de mi ser, me sentía henchido de fuerzas, la desesperación inundó mis pensamientos. Marian parecía ya ajena a la orgía de la película. Pero para mí, esos gimoteos fueron la chispa que prendió fuego a la mezcla que era ahora mi sangre. Los cables volvieron a chisporrotear.
Gateé hacia ella, hacia su cuerpo. En mi interior, aunque no lo aceptase, mi mente había retrocedido décadas de fidelidad y sumisión al matrimonio. Lo único que ocupaba mis pensamientos era la fronda oscura que nacía entre los muslos de Marian, el brillo intenso que brotaba de su sexo. El intenso olor a orina de la habitación no ayudaba a despejar mi mente; antes bien, confluía para obnubilarme con mayor ansia. Me hundí en aquella sensación de abandono rojizo.
Me abrí paso entre sus piernas. Marian chilló sorprendida al notar mi boca en su sexo. Su interior estaba meloso y sabía a orina y sudor.
—¡Qué haces! —gritó empujándome lejos de una patada.
—¡Follarte! —exclamé con voz enronquecida. Me erguí de rodillas en el suelo y me saqué la camisa.
Me abalancé sobre ella. Mi salto la cogió desprevenida, aterricé sobre su cuerpo, el somier crujió, el colchón amortiguó el impacto.
Un chillido quiso salir de su boca, lo ahogué con la mía, imprimiendo un beso voraz, propio de un energúmeno glotón. Su lengua se retrajo, sus dientes se apretaron. Sus uñas hicieron su cometido, arando mi piel y dejando surcos rojizos en mis hombros, cuello y mejillas.
Aquello no era un escarceo amatorio, era una meleé de brazos y piernas furibundos, de dentelladas propinadas de improviso, de miradas homicidas. Mis piernas trataron de reducir las suyas, mis brazos de sujetar los suyos. Se debatía salvajamente.
—¡Quieta, quieta, zorrita! —ronroneé.
Era complicado acceder a cualquier parte de su cuerpo, se revolvía incansable; sus fauces estaban acechantes, impulsadas por resortes que, si me descuidaba lo más mínimo, harían mella en mi carne, desgarrarían mi piel.
La propiné varias bofetadas que hicieron que su cara botara sobre la colcha. Sonaron como cataclismos, como emisarios certeros de una paliza inminente si no se dejaba hacer. Marian comprendió, tras recibir varias, que su cuerpo no era rival para el mío, que sus fuerzas se agotarían antes de que las mías siquiera comenzasen a flaquear.
Me miró henchida de odio, la saliva rosácea brotaba de sus labios rotos, mezclada con hilillos de sangre. Su cabello negrísimo brillaba por el esfuerzo y yacía desparramado por su cara y el resto de su cuello y la cama.
—Vas a consentir por las buenas o por las malas —advertí limpiándome el sudor y la sangre de mi propios labios. Me desabroché los pantalones y dejé que mi miembro erecto, cruelmente erecto, proclamase qué pensaba realizar con su cuerpo.
Agarré el matojo de su vello púbico, y tiré de él para atraer su cuerpo hacia mí. Un quejido ronco brotó de su garganta magullada. El tacto aterciopelado de su protección velluda me enardeció. Cuando sus piernas abiertas flanquearon las mías y sus nalgas presionaron bajo mis cojones, me permití una sonrisa triunfal, una carcajada de puro deleite, embargándome de su desazón, de su terror, de su mirada desahuciada de esperanza.
Costó doblar mi verga en dirección hacia su entrada. Por nada del mundo iba a inclinarme sobre ella: mi posición era y debía ser la de amo dominante, descansando sobre mis talones, admirando el fantástico cuerpo sometido que se me ofrecía poseer. Dolió lo indecible, me vanaglorié de la férrea insistencia de mi miembro por mantener una verticalidad intachable, pero al fin conseguí clavar el glande en su interior.
Ensimismado en el lento avance en su interior, casi no veo venir su rodilla hacia mi pecho. La atrapé al vuelo, exhalando Marian y yo dos gritos al unísono: ella de desesperación; yo de triunfo. Alcé el muslo y mordí la carne hasta oírla vociferar. Mis dientes probaron el sabor de su carne y el disfrute de su angustia, de su dolor más lastimero. Y, como colofón, enterré de una sola estocada mi polla en el interior de su sexo. Marian aulló perpleja y otro tortazo, propinado con quizá demasiada fuerza, hizo crujir su cuello y lanzó su cabeza hacia un lado, desplazando su torso.
Mi atención, entonces, se fijó en sus pechos acusando la inercia del golpe. Los amarré con mis dedos, empuñé sus blancos globos perlados de lunares y los usé para impulsarme con salvaje frenesí en su interior. Sus quejidos eran como estertores, grandioso soniquete con el que endulzar mis acometidas furiosas, salvajes. Sus brazos yacían desmadejados, su vientre acusaba los empellones. La sabía derrotada, hundida.
Pero no permití que, tras escasos meneos, me descargase sobre su vagina. Mi verga, al extraerla de su interior, surgió y se alzó hacia el techo con indiscutible virilidad.
Quise ponerla boca abajo, cometer el segundo acto de esta fantasía realizada, cargada de sentimientos extraídos de mis más oscuras perversiones. Pero ella, arañando fuerzas de una fortaleza que creía agotada, se me escabulló hacia el extremo de la cama.
Marian se refugió en el cabecero de la cama, encogida, temblando como si el frío más intenso le robara el poco calor que pudiese retener. Musitó algo, negó con la cabeza, sorbió por la nariz rota. Se hizo un ovillo de brazos y piernas.
—¿No quieres seguir? —sonreí mientras me manoseaba el instrumento.
Disfruté de su mirada espantada posarse sobre mi todavía verga erecta, bañada en sus secreciones.
—Hijo de la gran puta. Está por venir la Guardia Civil. Agresión, intimidación, violación… ¿por qué no me matas aquí mismo?
—¿Violarte? —reí con risa siniestra acercándome a ella con cuidado—. Hasta hace poco era al revés, zorra mala. Nadie podría ponerlo en duda.
Mi gateo era lento, acechante. Nuestras miradas se cruzaban furiosas. Ella era mi presa y lo sabía con dolorosa penuria. Se apretó consigo misma. Sus tobillos a duras penas ocultaban el sabroso regalo de su sexo velludo. Sus pechos maltratados se hinchaban con cada respiración apocada suya. Me pregunté cuántos lunares adornaban su cuerpo. Una constelación entera, un universo completo solo para mí. No me importaría perder la noche entera aquí, contándolos.
Súbitamente, se lanzó hacia el otro extremo de la cama, en un impulso por alcanzar la salida. La cogí de los tobillos al vuelo, su salto se quebró en el aire, quedó tendida boca abajo sobre la cama, chilló alterada. Me arrodillé sobre cintura. Amarré su cabello y la obligué a hundir la cara en la colcha, ahogando sus chillidos. Lanzaba manotazos al aire, sus piernas se revolvían como electrificadas.
—Voy a encularte —susurré al lado de su oreja—. Y te va a gustar, Marian querida. Vas a gozar, vas a suplicar que no pare, que te reviente hasta partirte en dos. ¿No querías un cambio de canal cuando me disparabas con el mando a distancia? Ahora lo tendrás; agradécelo, que ha sido concedido tu deseo.
Chilló salvajemente, profiriendo insultos, vomitando pestes. Coloqué la almohada bajo su cara, apreté su nuca sobre ella. Sus brazos aletearon en el aire, sus manos golpearon sobre la mesita, la lamparita y el cabecero. Tras varias sacudidas, se rindió ante lo evidente. Sus protestas quedaron reducidas a patéticas murmuraciones.
—Te sugiero que muerdas. Dicen que la primera vez duele mucho. Pero quizá ya conozcas la sensación, zorra mala.
Se desembarazó de mi presa y me imploró entre lloros.
—¿Por qué me haces esto?
—Porque tú lo querías, ¿recuerdas, Marian? —. Me embadurné la polla de varios escupitajos—. Deseabas que liberase mis instintos, que persiguiese mis anhelos, que alcanzase mis sueños.
—Pero yo quería al Jorge…
El chillido que soltó cuando inserté mi rabo entre sus nalgas fue apoteósico. Ella misma ahogó su dolor en la almohada e, incluso, la magnitud de su grito aún fue considerable.
Pero para mí fue la liberación absoluta. La dicha sin límites. Mi verga se abrió paso en su cavidad anal sin contemplaciones, desgarrando allí donde hizo falta. Fue sólo cuando mis testículos se aplastaron contra su vulva cuando se giró hacia mí con el sufrimiento extremo pintado en su ceño fruncido. No obstante, una sonrisa maquiavélica adornaba sus labios hinchados.
—Venga, so cabrón, dame todo lo que tengas, destrózame —susurró con la lengua asomando entre sus dientes—. Mátame de una puta vez.
Envalentonado, bombeé su ano con acometidas estudiadas, estocadas certeras. Retrocedía despacio, sin llegar a sacar el glande de su interior y luego, como impulsado por un resorte, hundía mi miembro hasta el fondo, en un despiadado clavar, escuchando extasiado su chillar alterado. El viejo tenía razón: el culo de Marian era como para no olvidarlo. Sus nalgas redondeadas enrojecieron cuando las palmeé, su cintura perlada de lunares se combaba cada vez más; tiré de su cintura, levantando su grupa, permitiendo una mejor descarga. Separaba sus cachas contraídas y su anillo amoratado engullía mi martillo pilón sin descanso, sin pausa.
Marian profería chillidos malsanos, vociferaba y mentaba a mi familia y a Dios mientras taladraba su interior sin ningún remordimiento. Me encantaba verla debatirse, farfullar incoherencias, incapaz de otra cosa más que de soportar mis acometidas.
Descargué todo mi esperma a los pocos minutos, incapaz de retrasar por más tiempo mi orgasmo. Me vine dentro suyo sin saber siquiera si ella había disfrutado lo más mínimo, sin saber si su sufrimiento se había trasmutado en placer. Únicamente mi propia satisfacción ocupaba mis pensamientos, solo mi orgasmo era importante. Mis sueños cumplidos, mi satisfacción alcanzada. Me recreé en aquella sensación tan bendita, tan humilde.
Probablemente por eso no supe ver a tiempo el cacharrazo de la lamparita sobre mi cabeza. Solo sentí un profundo dolor en una sien y luego la negrura invadiendo mi conciencia, como un chorro de tinta china derramándose sobre una pecera.
No me acuerdo qué soñé excepto algo demasiado absurdo para ser contado. Baste decir que incluía mi ano, un pez espada y un martillo de cabeza ancha. De fondo, una sábana roja, tan roja que supuraba.
Desperté en una ambulancia. O eso creía yo que era hasta que, abiertos los ojos, reconocí a dos guardias civiles sentados al lado mío. Iba tapado con una sábana blanca.
—Bienvenido al mundo real, señorito.
—Hostia puta —murmuré intentando incorporarme de la camilla. Me dolía la cabeza horriblemente. Me di cuenta que estaba amarrado al camastro. Al alzar uno de los brazos el tintineo de unas esposas me hizo tomar conciencia de cuál era mi estado. Extrañamente no sentía nada de cintura para abajo.
—¿El Opel, no? —suspiré.
Uno de los picoletos chasqueó la lengua varias veces.
—Ay, señorito. Si tan sólo fuera eso…
Señaló con la mirada hacia mi entrepierna, bajé la mirada y descubrí un gran manchurrón carmesí tiñendo la sábana.
A la vez que descubría el catéter insertado en mi brazo, el ramalazo de dolor de la amputación me sobrevino de repente. Recordé con demoledora precisión los detalles de la amenaza de Marian hacia el director del colegio.
Luego chillé aterrorizado.
De nuevo la tinta china, misericordiosamente, tiñó mi conciencia de negro absoluto. Chorros de brea espesos, grumosos, salpicando en mi pecera.
Ningún rojo, sin embargo.
—Ginés Linares—
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