Rodrigo, mi compañero de piso

Nueva ciudad, nuevo trabajo, nueva casa y nuevo compañero de piso: Rodrigo, un opositor que trabaja como repartidor de pizzas...

Rodrigo, mi compañero de piso

Llevaba casi un año mandando cv de forma infructuosa en respuesta a todas las ofertas que, más o menos, cuadraban con mi perfil cuando, al fin, me respondieron de una de ellas. Era una empresa de Madrid, que buscaba a un recién licenciado sin experiencia para empezar con una beca que, transcurrido el período de prueba, quizá acabaría convirtiéndose en un contrato estable. No es que fuese el trabajo de mi vida, pero por aquel entonces  tenía veintipocos, vivía en una pequeña ciudad de provincias con escasas salidas profesionales y llevaba un año recibiendo calabazas de todas partes, así que aquél era un tren que debía tomar si quería seguir avanzando hacia delante. Era eso o quedarme para siempre en mi ciudad, donde las expectativas laborales no eran como para tirar cohetes.

La beca estaba remunerada con poco más de quinientos euros, lo cual no me daba para cubrir mi vida en la capital, pero mi padre acudió al rescate, diciendo que él se encargaría de pagar el alquiler y las facturas, con lo cual ese dinero sería para cubrir mis gastos exclusivamente.  Todos hemos empezado de cero en algún momento y la verdad es que, al principio, es duro, porque sientes que no puedes hacer nada por ti mismo, sin el apoyo de terceras personas.  Quería ser independiente al cien por cien, pero no me quedaba otra que aceptar la ayuda de mi padre si me quería ir a vivir a Madrid, así que acepté, aunque durante las semanas en que estuve preparando mi traslado, casi me arrepentí, porque mis amigos empezaron a comerme el coco sobre lo grande e inhóspita que era la capital, especialmente para un jovencito con poco mundo como yo.

La beca empezaba a comienzos de septiembre, así que dediqué el mes de agosto a organizar mi traslado. Lo primero y más inminente era encontrar casa. No fue tan complicado como pude pensar en un principio, ya que internet facilitaba mucho las cosas. En un par de días, ya había contactado con un tío que alquilaba una habitación en el piso en el que vivía. Bueno; en realidad él era inquilino, pero los dueños, por lo que me contó,  vivían fuera de España y le habían dado autoridad para subarrendar, así que él era quien decidía. Por lo visto, su compañero de piso, un erasmus italiano, le había dejado colgado y necesitaba meter a alguien con urgencia, así que yo resulté ser el candidato perfecto. Me mandó fotos por mail del piso, de la que sería mi habitación y me explicó que el barrio era céntrico y magníficamente comunicado. El alquiler era de doscientos cincuenta  euros lo que, comparado con lo que se pagaba en otras habitaciones del barrio, no era demasiado, así que decidí aceptar, aunque no lo había visto en persona. En todo caso, si llegaba y me defraudaba, pues siempre tendría la opción de buscar otro, pero debía estar instalado en la capital antes de que empezase mi beca, así que para qué pensarlo más…

El treinta y uno de agosto tomé el tren en la estación e inicié mi nueva vida, alejándome de casa, de mi ciudad de siempre,  de mi familia, de mis amigos… Mentiría si no admitiera que sentí un poco de miedo ante lo desconocido y, al mismo tiempo, una sensación de vértigo, pero no era ni el primero ni el último que lo hacía, así que decidí no desperdiciar más energía dándole vueltas a ese tema. Tenía un trabajo (mediocre, pero trabajo, al fin y al cabo), una casa donde vivir, un futuro incierto en la ciudad y el resto pues ya vendría dado… Recuerdo que llegué a primera hora de la noche a la Estación de Chamartín. No conocía mucho la ciudad, así que tomé un taxi y le di las señas del que iba a ser mi nuevo piso, que estaba en el barrio de Moncloa.  Aunque ya había estado en Madrid en otras ocasiones, aquel trayecto desde la estación hasta mi nuevo barrio me resultó diferente. Todo era nuevo: las luces, los edificios, la gente por las calles… Aquella vez no iba de paso, sino que iba para quedarme. La ciudad estaba curiosamente vacía (no en vano, era un domingo de finales de agosto) y se respiraba un ambiente como de ensoñación. Cuando llegué a mi nueva calle, el taxista me ayudó a sacar del maletero las pesadas maletas y me dispuse a conocer la que sería mi nueva casa, así como a mi nuevo compañero de piso.

Llamé al timbre y escuché la voz de Rodrigo, que así se llamaba mi compañero. Me resultó familiar, porque ya habíamos hablado por teléfono con anterioridad, para cuadrar asuntos relacionados con la fianza, la primera mensualidad y cosas por el estilo. Me abrió la cancela y subí. Cuando llegué al piso, me encontré con un chaval de unos veinticinco años, que mediría uno ochenta aproximadamente, moreno y delgado, con gafas de pasta y con una barba de días que le sombreaba la cara. Vestía pantalón corto y camiseta de tirantes, e iba descalzo. De hecho, el calor era sofocante para aquellas alturas de agosto. Me ayudó a meter las maletas en mi habitación y me enseñó el piso, que resultó ser exactamente igual a como se veía en las fotos. Un par de habitaciones con balcones a la calle, un pequeño baño, un salón relativamente amplio y una cocina bastante desorganizada.

  • Y ésta es tu habitación – me dijo sonriendo.

No estaba mal. Tenía los muebles justos para ir tirando y un ropero empotrado que estaba bastante bien.

  • Hay WIFI en toda la casa, así que puedes conectarte aquí si quieres, ¡eh! – continuó explicándome.

A continuación, volvimos al salón y nos sentamos en el sofá. Me contó someramente aspectos relacionados con su vida. Era un chaval de Salamanca, licenciado en una Filología, que preparaba oposiciones para Secundaria y que llevaba desde los dieciocho viviendo en Madrid. En aquel momento, simultaneaba las interinidades y curros en la enseñanza privada que le iban saliendo con un trabajo de repartidor en un ‘Telepizza’ que estaba en la misma calle.

  • Curro ahí un rato por las noches. Hoy me lo tomé libre para recibirte, pero está bastante bien, porque las pizzas nos salen gratis. Siempre sobra alguna, así que no nos moriremos de hambre, jajaja – volvió a sonreír y exhibió sus dientes grandes y blancos.

Pero bueno, espero aprobar pronto, que la última vez me tiraron y no quiero estar toda la vida de correturnos ni de pizzero.

Entonces, yo le expliqué lo poco que sabía sobre el trabajo que iba a empezar en unos días y él escuchó atentamente mi relato.

  • Las oficinas de tu empresa están cerca de aquí. Por la zona de Guzmán el Bueno. Puedes ir andando pero, si te da pereza, en metro son como tres estaciones, así que has hecho bien en venirte a vivir aquí. Yo creo que te gustará el barrio. Por aquí viven muchos estudiantes y gente joven, de nuestra edad. Y, aunque ya no es lo que era, por la noche hay muchos garitos y ambientillo. Te gustará…

Así transcurrió esa noche, mientras nos familiarizábamos el uno con el otro y yo empezaba a instalarme en mi nueva casa, en mi nueva ciudad y en mi nueva vida. Los primeros días fueron una locura, gestionando cosas y adaptándome al ajetreado ritmo de vida de Madrid que, comparada con mi ciudad, era una auténtica locura. Las horas volaban y los días discurrían con la misma rapidez de un meteorito. Empecé con mi beca, donde me sentí bastante a gusto y, al cabo de dos semanas, me sentía como si llevara viviendo allí toda la vida. De hecho, mis miedos y temores iniciales se disiparon y casi me resultaba cómico pensar que había estado a punto de rechazar esa vida por un estúpido temor a lo desconocido.

Rodrigo resultó ser un tipo bastante majo. No establecimos muchas reglas de convivencia, a decir verdad.  Sólo había una, que era innegociable: en casa estaba prohibido fumar. Por lo demás, quedó claro que yo era libre de subirme amigos, chicas o lo que me diera la gana, siempre y cuando no armase demasiado barullo. Las fiestas también estaban permitidas, aunque yo no conocía a nadie a quien invitar. Quizá con el tiempo…  Cada uno se encargaría de su habitación y la limpieza de los espacios comunes se haría por turnos. Cada semana, uno se encargaría de una cosa. La cocina la limpiaba el que la manchaba, aunque nos acostumbramos a tenerla hecha un desastre. En cuanto a la colada, al principio, cada uno hacía la suya de forma independiente, pero después convinimos en hacerla juntos, para ahorrar electricidad. Rodrigo apareció una mañana con un enorme cesto de plástico verde del chino de abajo y acordamos que, cuando estuviera lleno de ropa, pondríamos una lavadora. Lo haríamos por turnos también.

Como él trabajaba casi todas las noches en el ‘Telepizza’ y no llegaba hasta pasada la una de la madrugada, solía pasar las veladas solo, viendo la tele, leyendo, conectado a internet o haciéndome alguna pajilla viendo una porno. De hecho, coincidíamos tan poco en casa, que a veces tenía la sensación de vivir solo. Yo trabajaba de nueve a seis y comía en el comedor de la empresa, así que no llegaba a casa hasta media tarde, justo cuando él se iba al ‘Telepizza’. Los fines de semana era cuando más coincidíamos. Como yo no conocía a casi nadie en Madrid, Rodrigo me sacó de marcha varias veces  y me presentó a sus amigos, un poco más mayores que yo, gente de todas partes que había acabado estudiando y/o trabajando en Madrid. Me comentó que tenía novia en Salamanca y que ella venía alguna vez, aunque llevaban su relación con bastante calma.

  • Cuando apruebe la oposición, ya decidiremos qué hacer – decía siempre con una sonrisa maliciosa dibujada en la cara.

Otra costumbre que me llamó la atención de Rodrigo fue su desenfadada  forma de vestir dentro de la casa. Como yo había vivido siempre con mis padres, estaba acostumbrado a llevar en todo momento ropa encima, incluso para dormir, pero a Rodrigo eso no parecía importarle mucho, ya que lo mismo vestía un pantalón corto y una camiseta, que iba directamente en calzoncillos. Me acostumbré a verle descalzo siempre y con poca ropa. Al principio, eso me incomodó un poco, quizá por la falta de costumbre de convivir con alguien semidesnudo. Después, empezó a turbarme y me descubrí lanzando miradas furtivas a su culo, a sus piernas o a su paquete. Finalmente, me acostumbré  y acabé aceptándolo con naturalidad. Al fin y al cabo, no había nada de malo en la desnudez. Además, Rodrigo tenía un bonito cuerpo, bien definido y ligeramente velludo.  Una línea de vello partía en dos su pecho y se ensanchaba simétricamente a la altura del ombligo y a la altura de los pezones. Sus piernas también estaban ligeramente oscurecidas por una suave capa de pelo que sobrepasaba la altura del elástico del calzoncillo. Nunca quise mirar muy abiertamente su paquete, pero es cierto que empezaba a despertar cierta curiosidad en mí. Él parecía ajeno a todas estas cosas.

Nuestra vida transcurrió de forma bastante plácida hasta que llegó la primera fiesta del trimestre, el día de la Hispanidad. Rodrigo me comentó que Marta, su novia de Salamanca, aprovecharía para venir ya que, aunque la fiesta caía en domingo, allí la pasarían al lunes y habría un pequeño puente. Él se tomaría libre ese finde y el lunes, para poder sacarla y llevarla por ahí. Me preguntó si me suponía algún problema que ella se quedase en casa y yo, evidentemente, no puse ninguna objeción. Dormirían en su habitación y, según me comentó, hasta resultaría agradable para los dos, ya que ella era una maniática del orden y nos arreglaría un poco la cocina.

Aquel viernes por la noche llegó Marta, una chica de pelo castaño y lacio, cara agradable y quizá un poco bajita para Rodrigo. Por lo que me contó, había estudiado Farmacia y trabajaba en Salamanca en el negocio familiar, una farmacia que fundara su abuelo varias décadas atrás.  Él se puso guapo para la ocasión y la recibió con el pelo engominado y enfundado en unos vaqueros que le sentaban bastante bien. Sin embargo, no coincidimos mucho tiempo, el justo para que aquella chica dejara sus cosas, ya que se fueron a cenar fuera.

Yo me quedé en casa viendo la tele y, pasada la una de la madrugada, me fui a dormir a mi cuarto. Serían las dos o las dos y media cuando ellos regresaron. Escuché su conversación entre sueños: reían y susurraban cosas con complicidad. Al cabo de un rato, no pude evitar despertarme, ya que escuché que se lo estaban montando. No es que nunca haya tenido vocación de voyeur, pero era la primera vez que compartía piso y aquello era algo nuevo para mí. Estuve durante unos minutos escuchando sus respiraciones entrecortadas, sus gemidos, sus susurros, hasta que escuché un gemido conjunto que puso fin a esa relación. Unos minutos después, sentí que alguien echaba una meada en el cuarto de baño y, a continuación, el sonido del grifo denotó que Marta se estaba dando una ducha. Cuando me volví a tumbar en la cama para tratar de volver a conciliar el sueño, observé que tenía una intensa erección.

A la mañana siguiente, al levantarme y salir de la habitación, me encontré una sorpresa de lo más agradable: Marta había madrugado, había puesto orden en nuestra cocina, que parecía Mordor, y había preparado un estupendo desayuno.

  • Marta, no tenías que hacer esto, en serio – me limité a decir con los ojos como platos.

  • ¡No te preocupes! Rodri es un desastre y estoy acostumbrada a los cirios que monta en la cocina, así que ya cuento con ello, jajaja. Va, venga siéntate y tómate un zumo. Es natural, lo he preparado hace nada

¡Zumo natural! ¡Y en casa! Lo más parecido al zumo natural que teníamos eran unos polvos que se mezclaban con agua y que nadie preparaba jamás. Me senté y disfruté del zumo y del resto del desayuno, al tiempo que hablaba un poco con esa chica, que pareció muy interesada en mi vida, en mi adaptación a Madrid y en todas las cosas que le contaba. Entendí un poco que Rodrigo estuviera con ella: no era especialmente guapa, pero tenía un magnetismo difícil de explicar, te hacía sentir un poco protagonista. Transcurrida media hora desde que empezara el desayuno, Rodrigo apareció por la puerta, vestido en calzoncillos y rascándose el peludo ombligo.

  • Rodri, tío, mira que te he dicho mil veces que te vistas para comer, macho, que es una falta de respeto sentarte a la mesa así,  pero no haces ni puñetero caso – le reprendió cariñosamente.

Él pasó del comentario y se sirvió zumo y un café, al tiempo que exhibía su culo embutido en un slip azul marino. Se sentó con nosotros y empezó a comer tostadas, mientras escuchaba  ausente y todavía medio adormilado nuestra conversación.

  • Hoy vamos a ver una exposición al ‘CaixaForum’. ¿Por qué no te vienes con nosotros? Estaría genial – me dijo Marta, mirándome a los ojos con su cara afable.

  • No; muchas gracias… No pinto nada ahí… Querréis estar solos y hablar de vuestras cosas…

Su invitación era sincera y me dio la impresión de que le habría gustado que fuera. Rodrigo, por su parte, estaba como absorto, ajeno a la conversación, tomando su desayuno, así que no prestó ninguna atención. Cuando hubo terminado, se dirigió al baño y se encerró para darse una ducha.

  • No hace falta que recojas esto, Marta. Yo me encargo. Faltaría más, después de que tú has preparado el desayuno.

  • Vale; no te insisto. Voy a arreglarme, entonces.

Al cabo de un rato, los dos salieron de la habitación, vestidos de calle, ella con un vestido de gasa un poco veraniego quizá para la época, pero adecuado todavía para el clima de los primeros días de otoño en Madrid, y él con vaquero, polo marino, gafas de sol y el pelo engominado. Se despidieron y se fueron. Yo me quedé fregando cacharros y, cuando hube terminado, una idea se me cruzó por la mente.

Me dirigí al baño y me encontré con la toalla de Rodrigo, todavía húmeda, colgada del perchero. Había salpicaduras de agua por todas partes y se respiraba un olor dulzón a la colonia de ‘Calvin Klein’ que ya había usado el día anterior. Pero eso no era lo que yo buscaba. Me dirigí al cubo verde de la ropa para lavar, lo destapé y allí encontré el objeto de mis pesquisas: los calzoncillos azul marino estaban allí, encima de todo. Los cogí y empecé a observarlos con la delicadeza del criminólogo que evalúa las pruebas de un delito.  Pude observar restos de algodón que se entremezclaban con algún que otro pelo rizado y oscuro que, a buen seguro, provenía de las zonas más íntimas de Rodrigo. Pensé que tal vez habría dormido con ellos, después de follar con Marta. En tal caso, concentrarían restos de sudor tras la relación.  Es más, si prestaba atención, con un poco de suerte, quizá podría encontrar algún resto de corrida. Sólo una persona se había duchado la noche anterior y estaba casi seguro de que fue ella. Aunque quizá había dormido desnudo y sólo se los había puesto por la mañana, para salir a desayunar. En todo caso, era un morbazo explorar la ropa íntima de mi compañero de piso.  Después, me llevé la prenda a la cara y empecé a sentir su aroma. Me sorprendió la calidez del calzoncillo, que todavía conservaba el calor del sudor de Rodrigo y pensé en él, veinte minutos atrás, embutido en esos gayumbos, con su rabo y sus cojones rozando esa tela.  Me empalmé de inmediato y decidí indagar la parte trasera, donde se concentraba la esencia más intensa, el olor de su culo sudado. ¡Dios! Aquellos olores me volvieron loco.

Me desnudé completamente y decidí probármelos. Me quedaban bastante bien, se ajustaban perfectamente a mi anatomía y el morbo de llevar encima la ropa interior de mi compañero de piso hizo que mi rabo cobrase todavía más fuerza. Empecé a pajearme y seguí buscando cosas en el cesto de la ropa. Allí encontré unos calcetines de Rodrigo, probablemente los que había usado el jueves, ya que el día anterior se había arreglado más. Eran unos calcetines blancos con unas ligeras manchas oscuras en la suela. Empecé a olerlos y no pude evitar llevar mi mano hasta mi rabo y empezar a pajearme. Cuando me quise dar cuenta, me estaba masturbando rabiosamente, con los calzoncillos de Rodrigo puestos y con sus calcetines tamizando el oxígeno que respiraba. Me corrí en cuestión de minutos. Decidí quedarme así, con la ropa interior empapada puesta hasta que se secase. Creo que mi erección no se bajó del todo, pero transcurrido un rato, cuando los calzoncillos se quedaron más o menos secos y acartonados, me los quité, los coloqué en el fondo del cesto de la ropa y seguí haciendo cosas.

Marta y Rodrigo no regresaron hasta la noche. Se les veía cansados, tras un intenso día de  turismo por la ciudad. Me enumeraron los sitios que habían visitado y, pasado un rato, los dos  se fueron a la habitación. Supuse que se lo volverían a montar, al igual que sucediera la noche anterior,  pero me equivoqué, ya que esa noche no escuché ningún gemido, ningún susurro, ninguna sonrisita cómplice. Imaginé que los dos estarían cansados, después de un intenso día recorriendo las calles de Madrid. De algún modo, sentí una pequeña decepción, porque saber que mi compañero de piso tenía sexo en la habitación contigua me provocaba una rara excitación. Me quedé en el salón viendo una peli hasta altas horas de la madrugada y me fui a dormir. El domingo transcurrió con una rutina parecida y el lunes, que en Madrid no era festivo,  volví a mi trabajo, no sin antes despedirme de Marta, que volvería a Salamanca antes de que yo regresase, ya que su tren salía después de comer.

  • Pues nada, un placer, Marta. Espero volver a verte por aquí muy pronto.

  • Nada, te digo lo mismo. Cuídamelo, eh – dijo refiriéndose a Rodrigo. Y a ver si consigues que se vuelva un poco más ordenado… Y que se vista para comer… ¡Que no sea tan gañán! Jajaja  - decía estas palabras mientras le pellizcaba cariñosamente la mejilla, mientras el otro comía su tostada, ajeno a esas carantoñas.

Me sentí un poco culpable de estar confraternizando tanto con la novia de mi compañero de piso, cuando había estado fantaseando con él y con su ropa interior, pero decidí apartar esos pensamientos de mi cabeza. Eso era parte de mi intimidad y sólo lo sabía yo. Ni el propio Rodrigo era consciente de la turbación que despertaba en mí. Pensé que ella era encantadora y que ambos tenían suerte de tenerse mutuamente: ella no era especialmente guapa y su novio era un tipo muy atractivo; y él era un niño grande que, en vez de una novia, tenía una especie de madre que lo cuidaba y lo mimaba como a un crío consentido.

Las siguientes semanas transcurrieron con la misma placidez de las anteriores. Marta estaba muy liada y no podría venir ni en los Santos ni para el puente de diciembre. Por su parte, Rodrigo no tenía intención de ir a Salamanca hasta Navidad.  Volvimos a salir de marcha varias veces, a comer pizza de madrugada los viernes y sábados por la noche, viendo alguna peli mala en la tele, y seguí disfrutando de su turbadora anatomía en ropa interior, ya que la potente calefacción central de la casa le permitió seguir vistiendo muy ligero de ropa hasta bien entrado el otoño. Es más, empecé a copiar sus hábitos y, algunas veces, también me quedaba en gayumbos, con lo cual no eran raras las ocasiones en que los dos acabábamos a las tantas en el sofá viendo la tele en ropa interior. Sólo una cosa cambió desde la primera visita de Marta y es que me acostumbré a pajearme oliendo la ropa de Rodrigo. Primero fueron sus calzoncillos, pero luego empecé a olisquear sus calcetines, sus camisetas, sus polos, su ropa de deporte y hasta alguna vez me aventuré en su habitación en busca de unas Converse que usaba casi a diario. La primera vez que las olí, casi eyaculo de golpe. Me acostumbré a pajearme con su ropa interior puesta, a lefar sus calzoncillos, a dejarlos secar y a volver a masturbarme oliendo la mezcla de sus olores y los míos. Aquella dinámica se estaba volviendo cada vez más descontrolada. Empecé a poner más atención cuando Rodrigo se quedaba solo en su habitación, anhelando sorprenderle mientras se masturbaba, pero el cabrón era sigiloso y nunca pude pillarle ni siquiera haciéndose una pajilla furtiva.  Evidentemente, se tenía que desfogar, pero lo hacía de una forma increíblemente discreta. En algún momento, llegué a temer que se diera cuenta de aquel juego tan pervertido que me estaba trayendo entre manos, pero yo también fui sigiloso y tuve cuidado de que él no se enterase de nada.

De repente, un día que me estaba duchando, Rodrigo entró en el cuarto de baño:

  • Tío, perdona, pero me ha dado un apretón. ¿Te importa si voy al servicio mientras te duchas?

  • No, claro, hombre. No pasa nada – respondí al otro lado de la cortina, mientras vislumbraba a mi compañero de piso bajarse los calzoncillos hasta los tobillos y sentarse en la taza del wáter.

Pude ver su culo peludo y los esfuerzos que hacía con los músculos de la cara al tiempo que aflojaba sus tripas. Un gemido de placer se le escapó cuando terminó. Me quedé hipnotizado viendo tras la cortina de la ducha cómo se limpiaba el trasero, semiincorporado, con la polla fláccida colgando, los calzoncillos en los tobillos y una densa mata de pelo oscureciéndolo todo. Miré mi propia polla y vi que estaba empalmadísimo. Entretanto, él se subió el calzoncillo y tiró de la cadena, disculpándose:

  • ¡Perdona, tío! Ha sido una emergencia…

  • ¡No pasa nada!

¡Vaya si había pasado! Tuve que hacerme varias pajas esa semana para controlar el calentón que esa situación tan morbosa me había provocado. No sé si es que cada vez estaba más salido, pero empecé a ser yo quien provocaba las situaciones ‘comprometidas’. Ya nunca estaba vestido en casa, siempre en calzoncillos; me duchaba con la puerta entreabierta, con la esperanza de que Rodrigo volviese a entrar y, por las noches, lo recibía tirado en el sofá, despatarrado y mirando la tele despreocupadamente. Él se desvestía también, pillaba una cerveza o una ‘Coca-Cola’ y venía a tomársela mientras yo le hacía sitio en el sillón. Así transcurrieron un montón de noches. Aquella sensación de complicidad me bastaba.

Mi familia empezó a ponerse pesada con el tema de que no volvía a casa desde agosto, así que en el puente de diciembre, no me quedó más remedio que ir a pasar unos días a mi ciudad. Tenía la sensación de que habían pasado décadas desde que no vivía allí, aunque sólo habían transcurrido tres meses escasos. Al final, resultó agradable volver a ver las caras conocidas, las calles familiares y hasta el intenso frío de mi ciudad me resultó placentero. Los días se pasaron rápidamente y el lunes por la tarde me volví a Madrid, ya que al día siguiente trabajaba. La Navidad estaba cerca y me darían unos días, así que podría volver con más tiempo  transcurridas un par de semanas.

Cuando llegué a casa, vi todo bastante más desordenado que de costumbre. Había ropa desperdigada por el salón: un par de pantalones, camisetas, calcetines y hasta pude ver algún calzoncillo. Estuve tentado de acercarme a inspeccionarlo, pero opté por dejar mi equipaje primero.  Supuse que Rodrigo había aprovechado que estaba solo para no torcer paja, así que tampoco le di mucha importancia. Fui a mi habitación y dejé la maleta sobre la cama. Al hacerlo, oí voces en la habitación de mi compañero. De entrada, pensé que estaría currando en el Telepizza, pero al parecer estaba en casa y no estaba solo. Intuitivamente, Salí al salón y decidí dar señales de vida, para no pegar un susto de muerte a nadie.

  • Rodri, macho. Soy yo, que ya he venido, ¿ok?

  • Vale, vale, ahora salgo… ¡Dame un minuto!

Volví a mi habitación y empecé a deshacer el equipaje, pero dejé la puerta entreabierta. La curiosidad me podía, así que anhelaba saber por qué estaba resultando todo tan inusual. Unos segundos después, Rodrigo apareció por mi puerta, visiblemente acalorado:

  • ¿Qué tal? Pensé que no venías hasta más tarde.

  • No; pillé el tres de las 15:30. Así que he llegado hace media hora.

  • ¿Y qué tal con tu familia?

  • Bien… Lo típico. Muy pesados, pero lo echaba de menos,  jejeje. ¿Tú qué tal por aquí? ¿Vino Marta al final o qué?

  • No… Bueno… En realidad, ella está muy liada con el curro y eso. Ya sabes. Su familia, que  no le da cancha. La quieren en la farmacia a todas horas…

  • Ah, ok. Pensé que estabas con ella, porque oí ruidos.

  • Sí, bueno… Estoy con alguien… Un amigo… un compañero de curro, del ‘Telepizza’, que ha venido a que le deje unos cd para instalar un programa que necesita.

  • Ah, ok. Dile que si se quiere quedar a cenar, he traído comida casera…

  • Ok, ok, ahora se lo digo…

Desde la puerta de la habitación, pude ver cómo Rodrigo recogía la ropa desperdigada en el sillón y la llevaba a su cuarto. Al cabo de un rato, salieron él y su colega, un chaval rubio, con un par de aros en el cartílago y un piercing en la ceja, que llevaba unos vaqueros bastante ajustados, unas zapas de colorines y… ‘¡Coño! ¿Ésa no era la camiseta que estaba tirada encima del sofá…?’

  • Mira, éste es Guille, mi colega del ‘Telepizza’- dijo Rodrigo desde la puerta de mi habitación.

El chaval me ofreció su mano y se la estreché. Debía ser más o menos de mi edad y llevaba el pelo rapado por los laterales y por la nuca, pero con raya a un lado y flequillo. Uno de esos cortes centroeuropeos que últimamente llevaban todos los jovencitos.

  • ¿Qué tal, tío? – me miró con sus ojos claros y me pareció turbadoramente guapo.

  • Ya ves, recién llegado de viaje. Oye, que le decía a Rodrigo que si te quieres quedar a cenar, he traído comida preparada por mi madre. Tengo tantos tuppers en la maleta, que creo que hay comida para alimentar a un regimiento.

  • Eh… Vale, si no os importa… Miró intermitentemente a uno y a otro e hizo un gesto bobalicón.

  • Va, venga sí, quédate, Guille, tío – dijo Rodrigo mirándole con gesto distraído.

  • Vale; dadme diez minutos, que termino de deshacer esto y estoy con vosotros, ¿ok?

  • Bien, bien – dijo Rodrigo.

Cuando salí de mi habitación con una torre de tuppers que casi me llegaba hasta la barbilla, pude ver a los dos chavales sentados en el sofá, charlando. Me fijé en el aspecto de Rodrigo y me di cuenta de que se había cambiado de ropa. No llevaba puesto lo mismo que diez minutos atrás, cuando vino por primera vez a mi habitación. Se había puesto otro pantalón y otra camiseta diferentes.  Decidí no prestar mucha atención y me dispuse a colocar todo en la nevera. Saqué unos platos y preparé la mesa, al tiempo que ellos se levantaban para ayudarme.

  • No; no hace falta. Eso sí, creo que no hay cerveza, así que podíais bajar al chino y subir un par de litros, ¿no?

  • Vale, ¡hecho!

Los dos bajaron a la calle y, al cabo de unos minutos, estaban de vuelta con unas cuantas botellas de cerveza.  Nos dispusimos a cenar y estuvimos hablando de cosas intrascendentes. Las cervezas empezaron a caer como por arte de magia y, según íbamos bebiendo más y más, nos empezamos a reír por cada cosa que decía cada uno. Guille resultó ser un chaval simpático. De repente, una pregunta improcedente salió de mi boca:

  • ¿Qué programas necesitas para tu pc? Te puedo conseguir alguno en mi curro, si quieres.

  • Eh, bueno… No sé… Realmente…

  • Tranquilo, tranquilo –sentenció Rodrigo. Ya le pasé el que necesitaba.

Ambos cruzaron una mirada casi imperceptible y una lucecita se encendió sobre mi cabeza. Guille no había venido a por ningún programa. No era asunto mío, así que seguí con la conversación, mientras nos trincábamos una a una todas las botellas de cerveza que habían subido. Cuando se acabaron, Rodrigo, que ya estaba un poco achispado,  fue a uno de los muebles de la cocina y cogió una botella de ron.

  • Joder; esta cena ha estado de putísima madre, así que hay que completarla con un buen copazo. Sentaos en el salón, que yo me encargo – dijo Rodrigo, mientras sacaba hielo del congelador.

Guille y yo nos sentamos en el sofá y seguí preguntándole cosas triviales sobre el curro en el ‘Telepizza’, hasta que Rodrigo apareció con tres copas de ron con ‘Coca-Cola’ y se sentó en el centro. Los tres empezamos a beber pequeños sorbos.

  • Me voy a poner cómodo, ¿vale? Que aquí hace un calor de tres pares de cojones – dijo Rodrigo al tiempo que se quitaba la camiseta.

Acto seguido, se desabrochó el pantalón y se quedó en gayumbos, que era su estado habitual.

  • Mucho mejor así, ¡eh! Va, pero no os cortéis, quitaos la ropa también vosotros, que estamos entre colegas…

Yo me levanté indeciso e imité su ejemplo. Guille pareció más reacio, pero se sacó las zapatillas de colorines, el pantalón estrecho y la camiseta, y se quedó en unos calzoncillos también de colorines, que contrastaban con su blanca piel, completamente lampiña. Aquel tío no sólo era guapo de cara, sino que tenía un cuerpo bonito, delgado y bien definido. Se le marcaban incluso los abdominales. Rodrigo, ya más borracho que achispado, siguió animado y propuso un brindis:

  • Va, venga… ¡Por los colegas!

  • Por los colegas – repetí de forma automática.

  • Ea, por los colegas – dijo Guille también.

Los tres bebimos y Rodrigo fue el primero en apurar su copa. Cuando lo hubo hecho, levantó los brazos y los colocó en el respaldo del sofá, justo encima de nuestras cabezas, exhibiendo la pelambrera negra de sus axilas. Yo me sentí un poco abrumado por el erotismo del momento. Era obvio que Rodrigo había bebido demasiado y que estaba más animado de la cuenta. Guille, por su parte, nos miraba a los dos con gesto de incredulidad.

  • ¿Sabes? – me dijo entonces, mientras me miraba fijamente, con un brillo extraño en los ojos.  Guille no vino para que le prestase un programa…

  • No es asunto mío – respondí.

  • De hecho, Guille y yo somos colegas desde hace algún tiempo. ¿Verdad, chaval? – pasó su brazo por encima del cuello del chico rubio y le dio un par de palmaditas en el pecho. Yo diría que somos buenos colegas…

  • ¡Qué guay! ¿No? – me limité a responder, mirándolos a los dos.

  • Es más… Diría que… Somos… Incluso… Más que buenos colegas…

  • Ahá – me limité a responder. Era obvio que a Rodrigo se le estaba yendo la pinza telita. El podre Guille empezaba a sentirse un poco abochornado.

  • En realidad, somos, más que amigos, buenos follamigos…

  • ¿Qué? – sin ver mi cara, pude adivinar el gesto que estaba poniendo en ese mismo momento. Todo había sido un poco extraño aquella tarde, pero de ahí a que Rodrigo me estuviera confesando que se lo montaba con un compañero de curro…

  • De hecho, cuando viniste, me lo estaba follando…

  • ¿Qué coño dices? – espetó Guille con los ojos furibundos.

  • Va, venga, tío. Es mi compi de piso. Con él no tengo secretos – volvió a mirarme. No me malinterpretes, tío; yo quiero a Marta, es una tía estupenda, pero ella vive lejos y uno tiene sus necesidades…

  • No tienes quedarme ninguna explicación. Ya somos todos mayorcitos – respondí un poco alucinado y sin saber bien qué decir.

  • No; te lo cuento porque me da la gana. Guille es un amiguete del curro y algunas veces nos lo montamos. Ahí donde lo ves, con esa pinta machito, es un vicioso de mucho cuidado. La de veces que hemos follado en el cuarto de baño del ‘Telepizza’, eh, chaval – dijo dándole otra palmadita a Guille en el pecho.

Al otro no parecía estar gustándole un pelo esa conversación, pero optó por resignarse y puso un gesto de indiferencia.

  • De hecho, cuando has venido, estaba bombeándole el culo y me he quedado con ganas de seguir haciéndolo.  Tiene un culazo tragón increíble el cabrón. ¿Te gustaría vérselo o qué?

De pronto, Rodrigo echó mano al elástico del colorido gayumbo de Guille y tiró de él para abajo.  Se pudo ver una polla con poco vello o con el vello afeitado al cero uno o al cero dos.

  • Va, venga, Guille, sé buen chico y quítate eso. Enséñanos el culazo.

Guille se levantó y se bajó el calzoncillo, exhibiendo su trasero, blanco, sin un pelo y bien formado. Aquel tío parecía una estatua clásica, delgado, fibrado, bien constituido y sin un solo pelo en todo su cuerpo.  Rodrigo continuó hablándome mientras masajeaba el culo de Guille.

  • ¿Te gustaría probarlo? – me dijo mirándome directamente a los ojos.

  • No… No sé… Nunca he hecho nada parecido- respondí absolutamente turbado.

  • Yo te enseño. ¡Mírame!

Entonces, acercó su cara al culo de Guille y empezó a olfatearlo, como un perro. A continuación, separó los lampiños cachetes, sacó su lengua y empezó a humedecerlo. A ratos, rascaba su barba de días con el blanco culo del chaval, que parecía retorcerse de placer con cada uno de esos frotamientos. Después, separó su cara y me miró.

  • ¡Es tu turno!

Seguí su ejemplo y acerqué mi cara al culo de Guille, empapado por la saliva de Rodrigo. Saqué mi lengua y sentí la viscosidad de aquella piel húmeda. Era una sensación extraña, pero no me disgustó del todo. La idea de que Rodrigo estaba observándome me dio arrestos para seguir haciéndolo con más y más ímpetu. A Guille pareció excitarle mi dedicación, porque siguió gimiendo como un auténtico cabrón. Entretanto, Rodrigo se puso en pie y se bajó el calzoncillo, dejándome ver su polla morcillona y su culo peludo, que tantas veces había intuido, pero que sólo había podido entrever el día que cagó mientras me duchaba.

  • Vamos a hacer una cosa: yo le como el culo a Guille y  tú me lo comes a mí, ¿vale?

Cuando separé mi cara del trasero de aquel chaval, él continuó con el trabajo que había empezado y yo me dirigí a su trasero, mucho más intrincado, con mechones de pelo que se unían unos a los otros.  Me gustó su olor, como a humedad, a tierra mojada. No sé; quizá porque soy del Norte, ese olor a humedad siempre me había fascinado. Me acordé le las pajas que me había hecho oliendo sus calzoncillos y pensé que, paradojas de la vida, ahora tenía aquel culo a mi alcance. Me lancé rabioso y lo comí con el ansia de un adolescente. Los tres gemíamos sonoramente y creo que era yo quien más gemía, porque el morbo de estar comiéndole el culo a mi compañero de piso me estaba poniendo como una auténtica moto.  Cuando nos cansamos de esa posición, nos pusimos de pie, y Rodrigo y Guille se colocaron detrás y delante de mí respectivamente.  Entre los dos me bajaron en calzoncillo y me quedé completamente desnudo, mostrando una erección furibunda.

  • Ahora vamos a compensarte por las buenas comidas de culo que nos has hecho, cabroncete – me susurró Rodrigo desde mi espalda.

Acto seguido, los dos tíos se agacharon y uno empezó a comerme la polla, mientras el otro hacía lo propio con el culo y los huevos. Sentir aquellas dos bocas dándome placer me volvió loco. Notaba cómo sus cabezas chocaban y cómo sus lenguas se entremezclaban intermitentemente, incrementando la sensación de humedad de toda mi entrepierna.    Cuando se cansaron de comerme vivo, se pusieron de pie y acercaron sus lenguas a la mía, con lo cual compartimos el gusto de nuestros respectivos culos. En ese momento, las pollas de los tres parecían auténticos misiles: la de Rodrigo, morena y peluda, la de Guille, blanca y brillante y la mía, castaña y completamente descapullada, rezumando restos de saliva todavía. Empezamos a pajearnos mutuamente y a escupirnos las bocas, para que el beso fuera más húmedo y morboso.

Entonces, Guille y yo nos agachamos y empezamos a comerle el rabo a Rodrigo, que agarró con sus manos las cabezas de los dos, empujándolas hacia su entrepierna. Nos turnamos para comerle el cipote y los huevos, dejándolos húmedos y brillantes. Él, por su parte, no paraba de gemir como un poseso. Su polla no era tan grande como había intuido en mis pajas pero, aun así, no bajaría de los diecisiete centímetros. Lo más llamativo era la abundante mata de pelo negro que la envolvía. Estuvimos un buen rato trabajando el cipote de Rodrigo, hasta que volvimos a levantarnos y nos besamos de nuevo los tres, mezclando nuestras lenguas y lanzando lapos que salpicaban y se deslizaban por nuestras barbillas.

  • Ahora vamos a follarnos a Guille los dos. ¡Un momento!

Se fue un instante a su habitación y volvió con un bote de lubricante en la mano y con un condón enfundado en su peluda polla.

  • Ya estoy listo. Tú, siéntate en el sofá – me dijo a mí. Y tú, ponte a cuatro patas – le dijo al chaval rubio.

En menos de diez segundos, ya estábamos en la posición que nos había indicado. Rodrigo se agachó y besó con vicio a Guille, llenando su boca de saliva. A continuación, encaminó su cara babeante hacia mi polla y la ensartó dentro de su boca. Guille empezó a mamar con furia, mientras Rodrigo se echaba un pegote de lubricante en la mano y lo restregaba por el culo del rubio y por su propio rabo. A continuación, se la ensartó sin piedad, de un golpe, hasta el fondo y pude notar la excitación de Guille, porque su mamada se volvió más desenfrenada. Empezó a bombearle, primero con suavidad, pero después con más y más intensidad, hasta que consiguió un ritmo casi frenético.  Su cuerpo empezó a sudar y pude ver cómo clavaba su mirada extraviada en mi cara. No sé qué me estaba produciendo más placer: la profunda mamada que me estaba haciendo Guille, o la viciosa mirada de Rodrigo. Cuando se cansó de follar a aquel chaval como una bestia, me miró y dijo:

  • En mi habitación hay condones. Ve allí y ponte uno, que ahora te lo vas a follar tú.

Hice lo que me ordenó. Fui a su habitación y me enfundé como buenamente pude un preservativo. Estaba tan nervioso y aturdido, que casi no era capaz de hacerlo, pero salí de nuevo al salón con la polla envuelta en látex y me encontré a Rodrigo sentado en el sofá, en la posición que antes había estado yo, con Guille haciéndole una mamada y exhibiendo su ojal descaradamente.

  • Es tu turno. ¡Fóllatelo! ¡Pero fóllatelo bien! Con ganas… Que es lo que le va a este cabroncete, ¿verdad? – le pegó una hostia en la cara.

  • ¡Sí, sí, sí! - respondió el otro, dominado por el vicio.

Se la introduje con cuidado, pero aquel ojete ya estaba dilatado por el trabajo anterior de Rodrigo, así que entró sin problema. Empecé a bombear con más fuerza. A Guille pareció gustarle, ya que comenzó a mover rítmicamente sus caderas, haciendo que mi penetración fuera más y más profunda. Realmente, aquel chaval era un viciosillo. Estuve un buen rato follándomelo, hasta que Rodrigo se levantó, librándose de la mamada,  y me indicó que me sentase en el sofá.

  • Procura no sacarle la polla del culo – me dijo.

Casi haciendo acrobacias, me volví a sentar en el sofá con Guille cabalgando sobre mi polla.

  • Date la vuelta, cabrón – le dijo Rodrigo a Guille, que estaba sentado sobre mí, pero de espaldas a mi cara.

Lentamente, el rubio se giró, sin sacar mi polla de su ojal. Cuando quedamos los dos, cara a cara, Rodrigo volvió a hablarle:

  • Ahora, bésalo.

Guille se abalanzó sobre mi boca y me ofreció su lengua. Yo se la mordí y entonces escuché un ruido como elástico. Rodrigo se estaba poniendo un nuevo condón. Lo que vino a continuación no me lo esperaba. Noté una sensación extra de peso sobre mis rodillas y vi que Rodrigo estaba también sobre mí, apoyando su pecho sobre la espalda de Guille y pugnando por meter su polla dentro del ojal de aquel chaval. Yo me quedé quieto y noté cómo el pene de Rodrigo se iba deslizando dentro, masajeando el mío en cada empujón. Sentí  asimismo la humedad de sus cojones caer sobre los míos y llegó un momento en que nos quedamos los dos literalmente pegados por nuestros genitales. Entretanto, el rubio empezó a gemir como un poseso, al tiempo que repetía como en un mantra:

  • Cabrones, cabrones, cabrones…

Yo estaba completamente inmovilizado, así que el único que tenía libertad de movimientos para seguir bombeando era Rodrigo, que no dudó en hacerlo, dando placer por un lado a Guille, que estaba literalmente en otro mundo, y por otro a mí, que sentía la sensación de fricción de su polla contra la mía. De repente, un chorro ardiente cayó sobre mi pecho. Guille se estaba corriendo. Sentí ese líquido caliente bajar desde mi pecho hasta mi ingle y puse mi mente en blanco para evitar correrme yo también. Rodrigo sacó su polla del chaval, al notar los espasmos de la eyaculación, y después yo le liberé de mi rabo. Ambos nos quitamos los condones y seguimos pajeándonos.

  • Vamos a darle a este cabroncete lo que ha venido a buscar – me dijo Rodrigo, invitándome a que me pusiera en pie.

Ambos nos quedamos uno al lado del otro, de pie, mientras Guille, intuitivamente, se colocó de rodillas esperando el premio de nuestras corridas.  Rodrigo fue el primero en eyacular, soltando tres o cuatro trallazos de leche en la barbilla del chaval rubio. Yo tardé un par de minutos más y descargué sobre la parte alta de su pecho, manchando su cuello y hasta parte de uno de los lóbulos de sus orejas. Guille, por su parte, parecía encantado con la recompensa. Se restregaba la lefa como un cerdo por todo el cuerpo y, no contento con la que bañaba su cara y su pecho, se lanzó a recoger con la lengua la que él mismo había desparramado sobre mi torso y abdomen. En efecto, aquel chico era un vicioso de mucho cuidado.

Rodrigo se dejó caer sobre el sofá, se puso las gafas de pasta y nos miró a los dos, empapados en semen y en sudor:

  • ¿Qué os parece si nos fumamos un cigarro ahora?

Ésa fue la primera vez que nos saltamos la única prohibición que imperaba en nuestro apartamento.

[FIN]