Rocio, la esclava de María (8)

Sara...

Si alguno de vosotros ha tenido alguna vez una esclava sexual, comprenderá perfectamente lo que yo sentía en ese momento. El poder. La sensación tan indescriptible de que una hembra hiciera absolutamente todo lo que yo la ordenara. Es algo que apenas se puede explicar con palabras, es algo que hay que experimentar, algo que todo hombre debería poder probar al menos una vez en su vida. Tener a una hembra desnuda a tus pies y saber que en realidad es lo más parecido a un perro, fiel y obediente, ansioso por cumplir tus más depravados, sucios y perversos deseos, sin importar lo humillante y doloroso que pueda resultar. Y cuanto más humillante, más placer; cuanto más degradante, más satisfacción. Contemplar el sufrimiento de esa perra, su angustia, su padecimiento, tanto físico como psicológico, y al mismo tiempo ver ese brillo en sus ojos, la lujuria, la perversión, y saber que cuanto mayor sea su sufrimiento, mayor será su dependencia hacia su amo.

Rocío, nuestra esclava (de María y mía), era ya totalmente mía, en cuerpo y alma; ya lo era antes de María, pero ahora lo era también mía. Llevaba ya algunos días disfrutando de ella, aprendiendo yo mismo a comportarme como un amo, pero a Rocío no le importó que yo al principio dudara y no supiera bien cómo debía tratarla. Fue dócil, complaciente, sumisa, la esclava perfecta. Y ahora que mi dominio sobre ella es total, nuestra relación amo/esclava es maravillosa.

Y de repente, María aparece y me pone en bandeja una nueva esclava, Sara, una chica llegada de Granada para trabajar aquí, y que tras su iniciación de la mano de María, me la cede para que yo la inicie a su vez como perra de un amo. Ya tuvimos una sesión los tres juntos, igual que pasó la primera vez con Rocío, y reconozco que la chica promete como esclava. Prometí que al siguiente fin de semana me ocuparía de ella personalmente, y eso es lo que hice.

Tenía el fin de semana libre, no tenía que ir a centro de control hasta el lunes siguiente, así que decidí dar libertad a Rocío, dejar que María disfrutara de ella, y concentrarme en Sara, mi nueva perra.

El viernes por la tarde me dirigí a su casa, cuya dirección me había proporcionado María, un bloque de pisos bastante antiguo aunque por dentro estaba reformado en pleno centro de Madrid. Sara no sabía que iba, quería saborear su sorpresa al encontrar a su amo sin avisar. Llamé a la puerta y me abrió. Como imaginaba, su sorpresa fue enorme, por supuesto no me esperaba, ni siquiera sospechaba que yo pudiera saber dónde vivía.

-¿No me vas a dejar pasar, perra?

Sara tartamudeó una disculpa, aún sorprendida por mi presencia en su piso y me dejó pasar. El piso era muy pequeño, pero cómodo y acogedor, y suficiente para una persona sola. Sara llevaba ropa de estar en casa, unos vaqueros viejos y rotos, una camiseta igual de vieja y usada, y calcetines de colores.

-No es un atuendo muy adecuado para recibir a tu amo, ¿no crees, esclava?

-Lo..lo siento, es que no te esperaba…no imaginaba que vendrías a mi casa.

Una bofetada en su cara puso las cosas en su sitio desde ese momento.

-Bien, puta, vamos a dejar las cosas claras. Quiero que me digas si estás dispuesta a ser mi esclava con todas las consecuencias, sí o no.

-Sí, lo deseo. No sé explicar por qué, pero lo deseo.

-Muy bien, entonces que no te sorprenda que tu amo se presente en tu casa a cualquier hora y en cualquier momento del día, porque a partir de ahora me perteneces. Me vas a dar una copia de la llave de tu casa. Ah, y se me olvidaba…es la última vez que olvidas hablarme y tratarme con respeto, dirígete siempre a mí como amo.

-Sí…mi amo.

-Y volviendo a tu ropa, esa no es forma de vestir para una esclava. Te quiero en tu casa siempre desnuda, haga frío o calor, da igual que yo no esté. Las perras sólo llevan la ropa que sus amos les permiten llevar, y cuando ellos quieren. Poco a poco irás aprendiendo estás reglas, aprenderás a obedecerme, a acatar todas y cada una de mis órdenes. Y ese brillo en tus ojos me dice que estás deseando ser mi esclava y someterte a mí, ¿verdad? Ahora desnúdate.

Me senté en el sofá y contemplé cómo se desnudaba lentamente, dejándome claro que por muy humillada que se sintiera, estaba dispuesta a obedecerme en todo. Su cuerpo delgado, con pechos firmes y redondos, su culo prieto, sus labios vaginales, era realmente deseable. Me levanté y me acerqué a ella, rocé su piel con mis labios y con las yemas de mis dedos, acaricié con los labios su mejilla y su oreja mientras mis dedos se enredaban en su vello púbico. Tiré fuerte un par de veces de sus pelitos hasta arrancarla un grito de dolor, pero la susurraba con ternura, como si fuera un niño pequeño, que no pasaba nada, que no gritara, que aceptara el dolor. Seguí tirando fuerte, pero ahora Sara se controlaba, mordiéndose los labios para no gritar. La arranqué varios pelitos de varios tirones, pero mi perra se portó muy bien y no gritó una sola vez, aunque sus ojos se llenaron de lágrimas que corrieron por sus mejillas. No sabría decir si eran lágrimas de dolor o de vergüenza, o de ambos, pero no se quejó ni una sola vez, no me suplicó que parara. Me di cuenta de que esa chica había nacido para ser sometida, y que se había reprimido toda su vida, por miedo, por vergüenza, hasta que vino a Madrid y el destino la puso en manos de María, y María la puso en las mías. Me sentía como un artista moldeando una figura de barro a mi antojo, Sara era barro en mis manos, y la iba a convertir en la esclava perfecta.

-De momento me gusta jugar con tus pelitos, más adelante será una obligación para ti estar siempre depilada, pero ahora está bien así. A cuatro patas, perrita.

Inmediatamente se agachó y se puso de rodillas con las palmas apoyadas en el suelo. La acaricié las nalgas, y empecé a azotárselas, lentamente al principio, aumentando gradualmente el ritmo y la fuerza de los golpes, hasta que se pusieron rojas. Había aguantado perfectamente.

-Ahora vamos a ir a tu dormitorio, tú así, a cuatro patas. Vamos a ver qué encontramos sugerente para vestirte.

Sara me seguía a cuatro patas, como una perra fiel, acostumbrándose poco a poco a su nueva condición de esclava y perra de un hombre, de un amo, de mí. En su habitación rebusqué en su armario hasta encontrar lo que buscaba, un vestido de verano muy corto y escotado. La ordené que se levantara y se lo pusiera; el efecto era tremendo, los finos tirantes y el abierto escote dejaban a la vista toda la redondez de sus pechos, marcando claramente los pezones. Encontré unas sandalias de tacón y se las hice poner. Nada más, ni ropa interior, ni medias, nada. Solo lápiz de labios que se puso sugerentemente frente a un espejo. La contemplé, la perra más sexi, junto a Rocío, claro, no podía olvidarme de ella. Y ahora, había llegado el momento de compartirla con el mundo, había que comprobar cómo reaccionaba al ser humillada en público.

Salimos del piso, y ya mientras bajábamos las escaleras la notaba cohibida, pero al salir a la calle se paró un momento, insegura del paso que iba a dar. La miré, y eso fue suficiente, bajó la mirada y se puso a caminar a mi lado. El corto vestido dejaba al aire sus piernas en toda su longitud, desde poco por debajo de sus nalgas hasta sus talones desnudos, marcándola el culo sin bragas de forma explosiva. Los hombres la miraban por la calle, volviéndose más de uno poder observarla desde todos los ángulos. Ella se sabía observada y desnudada por todos, lo más parecido a un objeto sexual. Las miradas de lujuria la degradaban y esa degradación era como alimento para mí. Cuanto más humillada y vejada, más disfrutaba yo. La llevaba de la cintura, y lentamente fui deslizando la mano hasta llegar a su culo. Sin dejar de pasear por las calles céntricas y bulliciosas de Madrid, la acariciaba el culo, recorriendo con la mano toda la redondez de sus nalgas; la levanté el vestido y su culo quedó al aire. Lanzó un sutil suspiro agónico cuando su culo quedó a la vista de todo el mundo y mi mano seguía acariciándolo. Oímos más de un comentario, alguna risa, e incluso unas viejas nos llamaron indecentes. Sara miraba al suelo, roja de vergüenza, mientras yo paladeaba cada segundo.

Pero cuanto más la metía mano y más la vejaba, más caliente me ponía, así que al pasar delante de un hostal no pude contenerme y entramos. Ya en la habitación la desnudé y la sobé a conciencia, llenándola de babas. La hice ponerse a cuatro patas y la recordé que esa sería siempre su postura a menos que la dijera otra cosa. Me desnudé y sentado sobre la cama la hice que me la chupara, sin dejar de insultarla y humillarla verbalmente todo el tiempo. La metí la polla en la boca hasta toca hasta tocar su garganta, viendo su saliva caer al suelo y su cara ponerse roja, conteniendo las arcadas, pero no era eso lo que quería hacer todavía, era sólo un calentamiento.

Dándola una palmada bien fuerte en el culo me dirigí a la ventana, la abrí de par en par, daba a un patio interior, y no me importaba dar un buen espectáculo a los vecinos. Entonces me fijé en las cortinas: estaban unidas en el riel por una cuerda intercalada por una serie de bolas de madera del tamaño de grandes nueces. Me subí a una silla y la saqué del riel. La até las manos a la espalda y la paseé tirando de ella por toda la habitación. Su docilidad era maravillosa. La hice lamerme los pies mientras la azotaba el culo con la cuerda. Ese culo tan firme y redondito pedía a gritos que lo azotaran, y yo estaba dispuesto a cumplirlo constantemente. Mis pies se llenaban de babas al mismo ritmo que su culo se volvía rojo.

La desaté y la hice tumbar en la cama boca arriba, con las piernas colgando fuera. Cogí la primera bola, que estaba al extremo de la cuerda, y que ya he dicho que era de madera, y de tamaño más grande que una nuez, y la introduje en su coño. Había encontrado unas bolas chinas caseras y pensaba explotarlas al máximo. Sara estaba humillada, vejada, degradada, desde el momento en que había entrado en su casa no había dejado de hacérselo pasar mal, pero su coño…su coño estaba mojado. Su cuerpo disfrutaba más de lo que ella misma reconocía. La metí una segunda bola, gimió y quiso tocarse, pero dándole una bofetada se lo prohibí. Tres bolas, cuatro, todas ellas unidas por el cordón.

-Vamos a ver cuál es tu resistencia, puta, cuántas bolas soy capaz de meter dentro de tu coño, y ni si te ocurra correrte, o te moleré a hostias. Sólo te correrás cuando yo te dé permiso.

La metí una quinta bola. Su cara reflejaba el placer y el sufrimiento, el dolor, las ganas de correrse, sus esfuerzos por no hacerlo. Una bola más. Sus gemidos ya eran jadeos. Tenía prohibido gritar. Una bola más. Y decidí que había llegado al límite, por ahora. Empecé a sacárselas lentamente, tirando del cordón poco a poco, viendo cómo las bolas se desprendían de su coño. Su cara de sufrimiento era maravillosa, pero cuando ya solo quedaban dos bolas por salir, no pudo contenerse más y se corrió, entre gemidos y disculpas entrecortadas. La saqué todas las bolas, que estaban empapadas, su coño rezumaba; debía de haber tenido uno de sus mejores orgasmos. Pero mi obligación como amo era recordarla que una esclava y perra como ella no estaba para sentir placer, sino para proporcionarlo, y aunque había disfrutado inmensamente con este juego, e incluso viéndola correrse avergonzada por desobedecerme, se imponía un castigo.

La palmeé el coño con fuerza hasta hacerla sofocar un grito de dolor mientras la decía que era una perra muy mala y que debía sufrir por ello. La cogí de los pezones y tiré de ellos hasta enderezarla, la abofeteé con fuerza las tetas y la cara, y la ordené que volviera a ponerse en el suelo a cuatro patas.

-Ahora vamos a comprobar lo que eres capaz de tragar en tu culo, y esto te aseguro que te va a doler, pero no deberías haberme desobedecido.

-Sí..amo

Su voz temblaba y reflejaba el terror que sentía, pero no había suplicado ni había protestado, y eso era señal de lo mucho que deseaba complacer a su amo, de lo mucho que ansiaba ser una buena y sumisa esclava. Miré hacia la ventana y distinguí movimientos difusos en algunas de las ventanas en sombras, en una de ellas un cigarrillo delataba al mirón.

-Sé una buena perra para tu público, puta.

Me senté en el borde de la cama y me incliné para separarla las nalgas y observar bien la entrada de su ano. Limpio, oscuro. Me incliné más y escupí varias veces en él, cogí la primera bola y tras mojarla con la saliva, se le introduje lentamente. Lo tenía muy cerrado, casi sin dilatar, sólo la habrían follado una o dos veces en toda su vida por ahí, y por lo que se veía, María sólo había jugado superficialmente con su ano, todo un detalle que me lo hubiera dejado semi virgen, para que fuera yo el que disfrutara de él en todo su esplendor. Esa primera bola entró con dificultad, la empujé con mis dedos todo lo dentro que pude, notando cómo las paredes de su ano se separaban para aceptar ese intruso hasta engullirlo por completo. Un grito de dolor se había congelado en la garganta de Sara, que mantenía la boca abierta, emitiendo apenas un gemido de dolor casi inaudible, todo su cuerpo en tensión, mientras la segunda bola se abría paso en su ano.

El agujero se había ensanchado muchísimo, lo que permitió que la tercera bola entrara más fácilmente, pero eso no impedía que el dolor fuera cada vez mayor. Tras cada bola paraba unos momentos, para que el dolor se expandiera por todo su cuerpo y su ano se acostumbrara al nuevo huésped, y entonces la metía una bola más.

Le había metido cinco bolas cuando me situé delante de ella para verla la cara. Estaba contraída de dolor, se mordía los labios como único recurso frente a la agonía y lagrimones resbalaban por sus mejillas. La hice pasear a gatas por la habitación y la ordené que se pusiera en pie. Al hacerlo gimió de dolor.

-¿Te gusta como te trata tu amo?

-Sí, mi amo.

-Aprenderás a amar el dolor tanto como amas el placer, y comprenderás que ambos son dos caras de una misma moneda. ¿Te gusta ser humillada?

-Sí, mi amo.

Hablaba con esfuerzo, sintiendo las bolas forzar su ano y dilatarlo muy lentamente. De nuevo la ordené ponerse a cuatro patas y volví a colocarme detrás de ella. Quería seguir metiéndola bolas, hasta llegar a diez, me parecía un número bastante redondo. Su ano se fue tragando las bolas lentamente, una tras otra, unidas por el cordón que era engullido también, hasta que llegué a diez. Con el tiempo podría meterla mucho más, pero de momento, para ser su primera sesión seria conmigo, estaba satisfecho. La ordené levantarse y andar por la habitación, lo cual hizo con mucho esfuerzo. La cogí y la tumbé boca arriba en la cama. Había llegado la hora de disfrutar de mi esclava de una forma diferente, mi polla me lo exigía. Me tumbé sobre ella y la penetré con mi polla tiesa y ansiosa, me dijo que la dolía el culo por la postura y las embestidas, la abofeteé y la follé más fuerte aún, con violencia, haciendo crujir la cama. Podía sentir con la punta de mi polla la dureza de las bolas alojadas en su ano. Se le escaparon un par de gritos de dolor mientras empujaba tan fuerte que creí que hundiría la cama. Arqueando la espalda y soltando un gruñido animal me corrí dentro de ella, regándola con todo el semen acumulado en las últimas horas de placer.

Me salí de ella y nos quedamos los dos jadeando y recuperándonos, sudando yo y gimiendo ella. Miré por la ventana, seguro que más de un mirón se había corrido simultáneamente junto con nosotros. Quería seguir jugando con mi nuevo juguete, pero quería hacerlo en su casa, así que me lavé un poco y me vestí. La dejé que se refrescara un poco la cara y se vistió. El cordón con el resto de las bolas seguía colgando fuera de su culo, así que conseguí cortarlo con los dientes y nos fuimos del hostal.

Andaba con dificultad, con el coño irritado y el culo ocupado con diez bolas y un cordón. La llevaba otra vez de la cintura, masajeándola a ratos el culo, y a veces la soltaba, para que se sintiera más humillada al intentar andar con normalidad ella sola. La gente la seguía mirando con deseo y lujuria. Cuando por fin llegamos a su piso, vi el alivio en su cara. Muy poco le iba a durar ese alivio.

Al subir las escaleras de la casa nos cruzamos con un par de vecinos, una pareja mayor. Sus miradas de sorpresa y desaprobación ante su forma de vestir, más parecida a la de una puta que a la de la vecina modosita que conocían la avergonzó tanto como me excitó a mí. Entramos por fin en su piso, la desnudé y la situé en el centro del pequeño salón. No había alfombra, sólo el duro y frío suelo de baldosas blancas. Me desnudé yo también y me acomodé en el sofá con un cigarrillo. Sara estaba a cuatro patas, preguntándose que pasaría ahora. Con mi tono más burlón se lo expliqué:

-Bueno, puta, has sido muy sumisa y complaciente, así que creo que es hora de que termine tu castigo con las bolas. Ponte de cuclillas y cágalas.

Se quedó mirándome, no desafiante, sino humillada, y por un momento hizo un amago de protesta o de súplica, pero se lo pensó mejor y se acuclilló. Los pies firmes en el suelo, el culo casi rozando el suelo, las rodillas separadas, mostrándome su coño rosado, Sara empezó a cagar las bolas. Hacía fuerza, empujaba, su cara se ponía colorada, pero no conseguía sacar las bolas, mientras yo, repantingado en el sofá me acariciaba la polla, fumaba y sonreía burlón. Por fin un poco de líquido empezó a fluir de su ano y la primera bola cayó al suelo, con un suave sonido sordo al golpear las baldosas. Tras la primera todas las demás fueron cayendo una a una, provocándola un enorme dolor al deslizarse por su ano y salir al exterior. Las bolas salían empapadas en un líquido marrón y algo rojizo que se extendía por el suelo alrededor de sus pies. Pero su cara era lo más delicioso de todo, no sólo por el dolor que sentía, sino por la suprema humillación que se reflejaba en sus facciones, en sus ojos, pues no hay nada más humillante y vejatorio que hacer tus necesidades en público, y eso es lo que estaba haciendo Sara, cagar delante de mí.

Cuando por fin terminó, las diez bolas se encontraban en el suelo a sus pies, en un charco de heces, y por fin Sara se sintió aliviada, si no de la humillación, sí por lo menos del dolor.

-Muy bien, puta, ahora quiero que cojas las diez bolas, una a una con tu boca, sin usar las manos, y las vayas colocando todas en la mesita que tengo delante de mí.

Sara se arrodilló y con gran repugnancia cogió la primera bola con la boca, agarrándola con los dientes, su boca mojándose y empapándose de líquidos fecales. Se acercó a cuatro patas y la dejó caer sobre la mesita de café. Repitió la misma operación nueve veces más, hasta que las diez bolas estuvieron en la mesita y su boca apestaba a mierda. Me levanté empalmado y la acaricié el pelo.

-Muy bien, perrita, muy bien. ¿Tienes sed?

-Sí, mi amo, mucha.

-Pues lame el suelo donde has cagado las bolas, con todo ese líquido quedarás saciada.

Se volvió gateando hasta donde estaba y pegando la cara al suelo lamió el líquido fecal que había expulsado su ano. Era una perra deliciosa, moviéndose a cuatro patas por el suelo, sus tetas colgando, tocando a veces sus pezones el suelo, su lengua recorriendo el suelo, su culo en pompa, los labios de su coño asomando por debajo, las plantas de los pies, todo en ella me excitaba. Un amo no debe enamorarse de sus esclavas o corre el riesgo de que dejen de ser esclavas, pero deben atraer, fascinar, excitar, y tanto Rocío como Sara cumplían esos requisitos, y más aún quizás. Pero no debía dejarme llevar por mi fascinación, toda mi vida había soñado con lo que tenía ahora entre manos, era un sueño hecho realidad y había que explotar todas sus posibilidades.

Me levanté y fui a la cocina, traje la cuerda que utilizaba para tender la ropa y con ella até las muñecas de Sara, a la que había hecho ponerse de pie. El suelo estaba prácticamente limpio tras su lamida. Busqué donde atarla desde el techo, pero no había nada lo suficientemente resistente como para sostener su peso, era algo que tendríamos que solucionar, así que me conformé con situarla de rodillas en el sofá de cara al respaldo, con las piernas separadas y el culo mostrándose en todo su esplendor; cambié de idea y decidí estirarla los brazos y atar sus muñecas a los lados del sofá. La até muy fuerte, quería que sintiera dolor en las muñecas. De la cocina había traído también algo que me pareció perfecto para mi objetivo: una espumadera.

Me situé detrás de ella apoyado en el sofá y comencé la sesión de dominación y dolor. Al principio la daba golpes secos y duros en las nalgas, espaciados, para que pudiera sentir el dolor tras cada golpe, y sufriera la anticipación por el siguiente. Su culo se iba volviendo rosita, con marcas de la espumadera. Intentó controlarse pero no pudo por mucho tiempo y en seguida empezó a gemir, la había prohibido gritar, pero no gemir. Empecé a alternar los golpes en sus nalgas con las plantas de sus pies. Sara mordía el cojín para evitar gritar, que pronto se llenó de babas. Me gustaba darle un azote y parar, y dejarla en la angustia de cuándo sería el siguiente. Tras un azote la acaricié el coño, lo tenía mojado, pasé mis dedos entre sus labios, el tono de sus gemidos cambió radicalmente, y yo tenía que enseñarla que placer y dolor eran una misma cosa y que de mí podía esperar ambas, así que cogí un pelo de su vello púbico y tiré de él con fuerza para arrancarlo. Sara mordió con fuerza el cojín para evitar gritar, que era lo que quería con toda su alma. La acaricié de nuevo el coño, con suavidad, placer y dolor, placer y dolor.

Lo repetí varias veces más y la dejé descansar unos minutos mientras buscaba algo en su nevera para beber y comer. La había dejado jadeando muy agitada y ya su respiración se pausaba. La acaricié las nalgas mientras bebía una coca cola. La pregunté si tenía sed, y con los ojos rojos y la voz entrecortada me dijo que sí. Acerqué el borde de la lata de refresco a sus labios, que se separaron con ansia, y la incliné apenas para que cayeran unas gotas que paladeó con avidez. La dejaba saborear unas pocas gotas y en seguida retiraba la lata, otro tipo de tortura. Sara buscaba la lata con esfuerzo, siguiéndola con la cabeza según la movía yo delante de su cara, nunca mi perra había se había parecido más a una perrita. Cogí la espumadera con la otra mano y seguí el juego de la lata mientras le azotaba las nalgas y las plantas de los pies. El juego era absolutamente delicioso.

En ese momento llamaron al timbre.

-¿Esperas a alguien, puta?

-Yo…no, amo, yo…¡Oh Dios mío!, sí, hoy iban a traerme un microondas nuevo que compré el otro día. Por favor, amo, di que vuelvan otro día.

-Pero eso no sería muy justo para el pobre chico que venga a traerlo, ¿no crees, perra? Además, creo que estabas empezando a disfrutar demasiado en el último rato, y eso no podemos consentirlo, ¿verdad, esclava?

Así que me levanté y abrí el portal. Mientras subían la golpeé con violencia un par de veces más las nalgas, me puse rápido los pantalones y la camiseta y me fui a abrir. En la puerta había un chico joven, no tendría más de 16 ó 17 años, con una caja entre las manos, sin duda sería el mozo de la tienda donde mi esclava había comprado su electrodoméstico. El chaval se identificó, me dijo par quién traía ese aparato, y yo muy educado y amable le hice pasar. Por supuesto podía haberlo dejado en la entrada, pero quería que atravesara el salón y lo dejara en la cocina. Quería que viera a mi esclava. El chico avanzó por el corto pasillo y entró en el salón y de repente se paró de golpe. Delante suyo había una chica desnuda, atada con cuerdas, de rodillas en el sofá, a la que no podía ver la cara, y con las nalgas y las plantas de los pies rojos, como si la hubieran estado azotando. El chico la miraba con los ojos como platos, me miró de reojo, sin saber qué hacer o qué decir y a punto estuvo de tirar el aparato de la impresión.

-Es en la cocina, por la puerta del fondo. ¿Si me sigues, por favor?

El chico murmuró un asentimiento, dudando de lo que veía y de mi amabilidad, y me siguió cruzando el salón, sin dejar de mirar un solo momento a Sara. Chocando con la puerta de la cocina el chico entró y dejó la caja sobre la mesa, le firmé el recibo y le acompañé hasta la puerta, cruzando de nuevo el salón y de nuevo el chico recorrió con la mirada a Sara durante el recorrido, sólo que esta vez, viniendo desde la cocina, si pudo verla un poco la cara, y pudo reconocerla como la chica que había comprado el aparato pocos días antes en la tienda donde trabajaba, una tienda situada a pocos metros de esta casa. En la puerta el chico me miró alucinado, brillándole los ojos, sin atreverse a decir nada. Le guiñé un ojo y me despedí cerrando la puerta. Volví al salón y me senté en el sofá junto a Sara.

-Tenías que haber visto la cara de ese chico, perra, seguro que ha salido corriendo para contarle a todo el mundo lo que ha visto y la puta que vive en este piso. Y seguro que antes todo el mundo consideraba que aquí vivía una chica tímida, seria y formal. Seguro que ahora te mirarán con otros ojos cuando salgas a la calle. Las noticias en estos barrios céntricos vuelan muy rápido, ¿sabes?

Sara tenía los ojos cerrados y lloraba en silencio, totalmente humillada y avergonzada.

-Mira cómo me pone humillarte, puta, mi polla está a punto de estallar.

La solté uno de los brazos y la incliné para que me la pudiera chupar. Su lengua envolvía mi miembro y lo engullía como una experta, mientras la azotaba el culo con la espumadera. No tardé en correrme y llenarle la boca de semen, mientras le castigaba las nalgas violentamente. No se la saqué de la boca, quería que se tragara hasta la última gota de mi semen, sentir mi polla dentro de su boca caliente, su lengua, sus labios, su paladar, sus dientes, incluso su garganta; hice un esfuerzo y me pegué todo lo que pude a ella para sentir su garganta con la punta, haciendo caso omiso de sus arcadas. Pero mi polla se había quedado seca, había expulsado todo lo que llevaba dentro, y lentamente perdía la erección. Aún la mantuve un poco más dentro de su boca caliente, hasta que la saqué, goteando saliva; la acerqué a su pelo y la sequé con él.

Volví a atarla y la dejé allí, brazos estirados y atados, de rodillas sobre el sofá, rodillas metidas, culo sobresaliendo. La contemplé y sonreí. Iba a ser un fin de semana maravilloso para ambos.