Rocio, la esclava de María (5)

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ROCÍO, LA ESCLAVA DE MARÍA (5)

En el coche, camino de mi casa, podía notar la angustia de Rocío. Sus ganas extremas por tocarse, por correrse, y que tanto María como yo la habíamos prohibido desde nuestra primera sesión juntos. El vibrador que le había colocado en el coño debía ser una tortura infinita para ella, lo llevaba desde el trabajo, y a la máxima velocidad desde que terminamos el turno. La oía gemir de forma sutil en el asiento del pasajero. La había hecho subirse la falda hasta la cintura y quitarse los zapatos al entrar en el coche. Llamé a María y puse el manos libres, para que los tres nos escucháramos.

José: ¿Quieres saber cómo está nuestra esclava? La he martirizado un poco en el trabajo y su comportamiento ha sido exquisito, pero no la he dejado tocarse ni masturbarse, a pesar de suplicármelo desesperadamente. Ahora mismo lleva un vibrador al máximo y no se tocará hasta que lleguemos a mi casa.

María: Maravilloso. Veo que te encuentras cómodo en tu nuevo papel de amo, y tú, mi puta, ¿te gusta tu nuevo amo?

Rocío: Sí, mi ama, sois los dos maravillosos.

María: Por tu voz quebrada intuyo que el sufrimiento en tu coño debe ser terrible.

Rocío: Sí, ama, hace días que no me corro, ni me toco, no puedo más.

María: ¿Es eso una queja, esclava?

La di una bofetada para corregir su comportamiento. No podíamos consentir quejas por parte de nuestra perra.

José: Tranquila, amor, corregiremos y puliremos todos sus fallos poco a poco, con dolor, si es necesario.

María: Sé que lo harás muy bien. Esta noche disfruta de ella tu solo, yo tengo trabajo pero pensaré en vosotros todo el tiempo. Haz que me siente orgullosa de ti como amo y de ella como perra. ¡Ah, antes de que se me olvide!, creo que te interesará saber que hay una perrita que quizá podría unirse a nuestros juegos, podríamos tener a dos perritas con las que jugar, se llama Sara, y ya te daré más detalles.

María colgó y me quedé intrigado y excitado ante la perspectiva de una nueva esclava que compartir con Rocío. Las posibilidades eran increíbles.

Llegamos a mi casa y nada más entrar la hice desnudar. Su cuerpo desnudo me volvía loco, era maravilloso, temblaba por la tortura que sufría debido al vibrador. Me acerqué y la besé en la boca, saboreando sus labios.

-Dime que me amas, esclava.

-Te amo.

La di una bofetada que la hizo vibrar todo el cuerpo. Contemplé su mejilla roja.

-Me llamarás siempre amo, esclava, no lo olvides nunca.

-Sí, amo, perdóname.

-Eres mía.

La escupí a la cara. Observé cómo la saliva resbalaba por su cara hasta llegar a la barbilla, acumularse, y gotear hacia el suelo.

-Abre la boca.

La abrió y sacó la lengua. Escupí dentro. La cerró y lo tragó. Su sumisión y devoción eran maravillosas. La dejé allí de pie y fui a buscar algunas cosas. Volví con algo que me había dado María y que ya había utilizado ella, y ahora quería que utilizara yo. Se trataba de un collar de perro y una correa. Se lo coloqué, sujetando la correa con mi mano.

-Eres mi perra, al suelo.

Se colocó a cuatro patas en el suelo y la paseé por la casa, hasta volver de nuevo al salón para enseñarla el otro objeto que había ido a buscar, una raqueta de pádel que compré hacía mucho, y que casi nunca había usado. Ahora se me había ocurrido una buena utilidad para ella. Me senté en el sofá y la ordené colocarse sobre mis rodillas. Noté la humedad de su coño chorreante sobre mis pantalones. Acaricié sus nalgas con la mano. Eran fantásticas. Acaricié la entrada de su ano y la metí un dedo para explorar ese agujero. Sus gemidos aumentaron. Cogí la raqueta y volqué años de frustración, deseo y lujuria reprimidos sobre ese culo. Mi mano subía y bajaba, cayendo con violencia sobre sus nalgas. La ordené que no se contuviera, que gritara todo lo que quisiera. Nadie la oiría, mi casa es individual, está lejos de los vecinos, y yo quería oírla gritar. La golpeaba más y más fuerte, hasta que su culo se volvió completamente rojo. Estaba frenético. Tiré la raqueta a un lado, la subí al sofá con su culo frente a mí y la penetré. Mi polla, erecta como hacía siglos que no la veía, entró de un solo golpe dentro de su ano. Rocío dio un primer grito de dolor y después jadeó sin parar, sintiendo mis violentas enculadas, hasta que me corrí, muy rápido, pero no pude ni quise aguantarme. Sus manos se clavaban al sofá con una fuerza terrible, mientras mi semen entraba a borbotones en su ano. Me salí de ella jadeando y sudando, agitado y tembloroso. Mi polla goteaba, igual que su culo, y gotas de semen cayeron al suelo. Sin dejar que se recuperara la agarré del pelo y la di la vuelta para que me la chupara y me la limpiara. Sabía que disfrutaría del sabor de mi leche y de su propio culo. Cuando acabó la hice lamer las gotas de semen del suelo.

Cogí la correa y la até las manos con ella. Quedó sentada en el sofá con las manos atadas a la espalda, su culo supurando semen y su coño chorreando y cada vez más y más irritado por el vibrador. Me eché sobre ella y lamí sus pezones, que ya estaban duros como diamantes. Los mordí, tan fuerte como pude, hasta que sus jadeos se convirtieron en gritos sofocados, que se mezclaban con las lágrimas que empezaron a correr por sus mejillas.

-¿Te duele, esclava?

-¡Sí, mi amo! ¡Pero no pares, por favor!

Fui a la cocina y volví con una pequeña servilleta con la que limpié los jugos que salían de su coño, teniendo cuidado de no provocarla su ansiado orgasmo con mi contacto; limpié el suelo que había lamido; lo mojé con el semen que escurrí de su ano; y cuando la servilleta estuvo bien mojada, se la metí en la boca. Ahora no podría gritar ni jadear ni hablar aunque quisiera. Volví a concentrarme en sus pezones, se los estrujé con los dedos, los mordía violentamente. Contemplé su cara, roja y llena de lágrimas, sus esfuerzos por expresarse, y su frustración, pero también su excitación.

Saqué de un cajón unas agujas hipodérmicas y le atravesé los pezones con ellas. Ver la reacción en su cara me puso la polla como una barra de hierro. Dejé las agujas atravesando sus pezones. Había llegado el momento. Me arrodillé y la saqué con cuidado el vibrador; estaba completamente empapado, y su coño palpitaba y goteaba. Acerqué la lengua y lo lamí. Rocío dio un bote en el asiento. La miré y sus ojos me suplicaban que la follara. Complací a mi perra. Me eché sobre ella y la penetré. Estaba tan empapado que me deslicé en un segundo hasta el fondo. La agarré las piernas y se las separé todo lo que pude. Mi polla casi la llegaba hasta las entrañas, y verla debajo de mí, con las manos atadas a la espalda, la boca llena con la servilleta, los pezones rojos atravesados por las agujas, sus deseos de gritar de placer, la excitación y la adoración en sus ojos, me llenaron de la mayor de las lujurias. A diferencia de como hice con su culo, esta vez la follé lentamente, disfrutando cada milésima de segundo, estirando sus piernas hasta el máximo de su aguante. Sufrió un orgasmo tras otro, todo el tiempo que María y yo la habíamos obligado a contenerse explotó de forma salvaje, no era una mujer, era un animal, mi animal. Todo su cuerpo era su coño, sus jugos, sus fluidos, todo su ser eran los orgasmos que tenía sin control y las convulsiones que la sacudían.

Me corrí y la llené con mi semen, me salí y la dejé allí atada, agitándose y temblando. Me fui tambaleándome al baño y me duché. Volví seco y recuperado, comprobé que seguía bien atada, la metí el vibrador al máximo de nuevo en su coño y me fui a dormir a mi cama. Estaba agotado. Por la mañana mi perra seguiría allí para seguir jugando con ella.