Rocio, la esclava de María (4)

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ROCÍO, LA ESCLAVA DE MARÍA (4)

Casi no pude dormir esa noche, dándole vueltas una y otra vez a lo que había pasado en casa de María, y pensando en lo que ocurriría a partir de ahora, y para empezar esa tarde en el trabajo. La situación era tan nueva y radical para mí, que no sabía muy bien cómo comportarme, me sentía un novato. ¡Tenía tanto que aprender de María!

Cuando llegué al centro de control, vi que Rocío ya estaba allí, y como la había ordenado, llevaba una falda corta y una blusa, ya sólo faltaba comprobar si había ido sin ropa interior y sin masturbarse desde la sesión que tuvimos en casa de María. Si era así, debía encontrarse en un estado totalmente desesperado, teniendo en cuenta sobre todo su angustiosa necesidad de sexo, lo que la convertía prácticamente en una ninfómana, pero con la necesidad, al mismo tiempo, de ser sumisa. Una extraña combinación, de la que María y yo estábamos dispuestos a sacar el máximo provecho.

Me acerqué a ella, como para saludarla. Estaba sentada en su mesa, y desde arriba, estando de pie, comprobé, mirando por su blusa medio abierta, que no llevaba sujetador. Sus preciosas tetas se le marcaban maravillosamente, e incluso notaba sus pezones, ligeramente marcados bajo la tela. Me dije que antes de que acabara la jornada se le pondrían bien duros. Me agaché para hablar con ella, sin que nadie oyera nuestra conversación.

José: Hola, puta, ¿has descansado bien esta noche?

Rocío: Sí, amo.

Su respuesta provocó una reacción en mi polla, que se agitó dentro de mis pantalones. Tendría que empezar a acostumbrarme a oírla llamarme de esa manera.

José: Espero que hayas cumplido todas mis órdenes para hoy, esclava.

Rocío: Sí, amo, no me he lavado, no llevo bragas ni sujetador, y hace dos días que no me toco, desde antes de estar los tres juntos en casa de María. Anoche, cuando tú te fuiste, María me ató las manos para que no pudiera masturbarme, yo le prometía que no lo haría, pero me dijo que era para evitar tentaciones. He dormido con las manos atadas, hasta esta mañana que por fin me las ha soltado; me han dolido las muñecas bastante rato, pero ya estoy bien.

José: ¿Y no te apetece masturbarte, perra?

Rocío: No puedes mi imaginar la angustia que siento, noto el coño como si me ardiera, lo tengo empapado desde ayer… por favor, amo, te lo suplico, ¡déjame correrme!

Su súplica sonó tan fuerte, que miré a nuestro alrededor, temiendo que alguien hubiera podido oírla, pero nadie prestaba atención.

José: Eres mi esclava; mía y de María. Y me obedecerás en todo. Te correras cuando yo ordene que te corras. ¿Me has entendido bien, puta?

Rocío: Sí, mi amo.

José: ¿Quién es tu amo y señor? ¿A quién obedeces? Vamos, dímelo, quiero oírtelo decir.

Rocío: Tú eres mi amo y señor, José, a ti te debo toda mi obediencia.

Oírla decir todo aquello me estaba poniendo en tal estado de excitación que no pude resistir inclinarme sobre ella, como si fuera a susurrarle algo al oído, y la empecé a chupar la oreja, metiendo la lengua y llenándosela de saliva.

José: Eres mía, esclava, no lo olvides nunca..

Y la mordí la oreja, con fuerza, con mucha fuerza. Noté cómo su cuerpo se tensaba a causa del dolor, y cómo hacía un esfuerzo tremendo por no gritar allí mismo, en medio de la sala de control. Lágrimas empezaron a correr por sus mejillas, mientras yo seguía apretando con los dientes. Vi cómo se mordía los labios hasta hacerlos sangrar, en un desesperado intento por controlar el dolor y no expresarlo. La solté y contemplé su oreja completamente roja y con las marcas de mis dientes.

José: Esto mismo haré con tu clítoris, puta.

Rocío: Sí… mi… amo.

La voz le salía entrecortada, pero no había soltado ni un solo gemido de dolor en todo el rato, y la miré maravillado. Era realmente una esclava, un juguete con el que hacer todo lo que quisiera. Aún temblaba por el dolor y el esfuerzo, la oreja debía arderla y dolerla terriblemente.

José: Eres una buena y dócil perra, estoy orgulloso de ti.

La prohibí secarse las lágrimas ni tocarse la oreja, y la dije que continuara trabajando. Yo volví a mi mesa, desde donde podría mandarle todas las órdenes que quisiera gracias al enlace de todos los ordenadores de la sala, no tenía más que escribir todas mis órdenes en nuestro msn privado.

La mandé mi primera orden. Quería que cogiera una botella pequeña de agua y la vaciara de un trago, y después la fuera rellenando y bebiéndola regularmente, y que no parara hasta que se lo dijera. La tuve bebiendo agua durante las dos primeras horas de nuestro turno. No sé las veces que se levantó a rellenar la botella ni los litros que llevaría bebidos. La pregunté cómo se sentía y me escribió, que estaba a punto de reventar, que por favor la diera permiso para ir a mear. Por supuesto no se lo di. En su lugar la ordené que fuera al despacho de su supervisor con alguna excusa y que se asegurara que veía su oreja mordida. La vi andar entre las mesas, apretando los muslos, y vi su cara de sufrimiento por las ganas de mear. La tuve así dos horas más, bebiendo agua sin parar, disfrutando salvajemente de su sufrimiento y su sumisión. Me miró un par de veces desde su mesa, suplicándome con los ojos que la dejara mear.. Yo la devolvía la mirada sonriéndola perverso.

Cuando vi que la pequeña sala de café estaba vacía, la ordené que se reuniera allí conmigo. Estábamos solos, y me acerqué a ella, metí la mano bajo su falda y le acaricié el coño. Estaba muy mojado. La empecé a masturbar con un dedo.

José: ¿Tienes muchas ganas de mear, putita?

Rocío: Por favor, mi amo, no puedo más… te lo suplico… permíteme ir al servicio.

José: ¿No has traído tu botellita de agua vacía como te ordené? Pues si tantas ganas tienes de mear, hazlo en esa botella.

Me miró horrorizada.

Rocío: ¿A..aquí?

Mi mirada le dijo todo, así que se subió la falda, se abrió las piernas lo que pudo y colocándose la botella debajo del coño empezó a mear. En cuanto se aflojó un chorro fortísimo de meada salió disparado hacia el interior de la botella. Esta se iba llenando rápidamente, mientras yo la miraba fascinado y me maravillaba de su sumisión y humillación, y ambos disfrutábamos del riesgo de lo que estábamos haciendo, pues sabíamos que en cualquier momento alguien podía entrar a por un café, y no habría forma de explicarle lo que estábamos haciendo. El pis llenó la botella, y Rocío debería haber parado ahí, pero tenía tantas ganas de mear, y llevaba tanto tiempo aguantándose, que no pudo parar y siguió meando, desbordando la botella, de modo que el suelo en seguida empezó a encharcarse de pis. Cuando por fin terminó, había un charco a sus pies, y de su coño goteaba pis que corría por sus muslos y piernas.. Se colocó la falda, pero no la permití tocarse el coño ni las piernas para secarse o limpiarse.

José: ¿Es que acaso has visto alguna vez que un perro se limpie después de mear? Y tú, eres la mayor de las perras. Y ahora quiero que cojas esta botella que has llenado con tu pis, y que la vacíes de un trago.

Se quedó mirándome, con una protesta en los labios, pero cerró los ojos, se llevó la botella a la boca y bebió hasta vaciarla. El pis se derramaba por su boca, mojando su barbilla y goteando sobre sus pechos, tan abierto era su escote. Cuando terminó le empezaron a dar arcadas, pero la ordené que respirara profundamente y en unos minutos se le pasaron las ganas de vomitar. Volvimos rápidamente a nuestras mesas, sin ser descubiertos por nadie. Cuando me senté en mi silla, me dolió, y es que el morbo de lo acababa de ocurrir me había producido una erección tan fuerte, que casi se me rompe la polla al sentarme, y ni siquiera me había dado cuenta de que estaba tan empalmado. Miré a Rocío, y casi podía distinguir gotas de pis resbalando por sus piernas. Pero algo me llamó la atención. Noté un ligero movimiento en sus muslos, como si se los frotara suavemente. La putita se estaba masturbando sutilmente, o al menos intentando calmar la angustia que debía sentir en su coño, y es que llevaba ya mucho sin tener permiso para correrse, y podía imaginarme la tortura que debía ser para ella. Me levanté y me acerqué a ella.

José: Estoy observando desde mi mesa cómo te frotas los muslos, esclava, y no recuerdo haberte dado permiso.

Rocío: Por favor, mi amo, no puedo más, cada minuto que pasa crece mi deseo, necesito correrme, nunca me había aguantado tanto tiempo.

José: Te aguantarás todo lo que yo o tu ama María te ordenemos, y no protestarás ni replicarás, o sufrirás mayores castigos, ¿está claro, puta? Dime, ¿llevas en el bolso lo que te pidió tu ama y señora?

Rocío: Sí, amo.

Y cogiendo su bolso, sacó de su interior un pequeño vibrador. Me lo dio y lo puse en una velocidad baja, lo justo para torturarla con su vibración, pero no como para que perdiera el control allí en medio de la sala de control.

José: Ve al servicio y colócatelo en el coño a esta velocidad. Si tardas más de unos segundos en colocártelo pensaré que te estás tocando, y entonces me enfadaré.

Se fue al servicio y salió casi inmediatamente. En su cara pude ver el efecto que el vibrador empezaba a provocarle. Me acerqué y la susurré al oído.

José: Si se te ocurre frotarte o tocarte, te juro que el castigo será algo que no olvidarás.

Volví a mi mesa y la dejé trabajando. Cuando por fin acabaron nuestros turnos me junté con ella en un pequeño despacho. Tenía los ojos llorosos debido a la gran angustia que sufría, le temblaban la voz y las piernas, pero nadie había reparado en su estado, y si lo habían hecho, habrían pensado que estaría nerviosa o algo parecido. Metí la mano entre sus muslos y comprobé que los tenía empapados. Toqué su coño y gimió como un animal. Lo tenía encharcado de jugos. Incluso respiraba con dificultad, por la tensión que soportaba. Le saqué el vibrador y lo puse a la máxima velocidad. Cuando se lo metí de nuevo en el coño, por un momento le fallaron las piernas y tuve que sujetarla para evitar que cayera al suelo.

José: Bien, esclava, ya podemos irnos. Coge tu bolso y tu abrigo y sígueme, esta noche la pasarás en mi casa. Pero recuerda, te prohíbo que te toques hasta llegar a mi casa. Y es un largo paseo hasta Toledo.