Robo con ensañamiento
Pensé que era una mujer como otras tantas, con cuerpo pecaminoso y ganas de follar. Nos fuimos a mi casa; yo estaba cachondo a más no poder. Pero el asunto se torció.
La mujer se paseó por el salón con andares calmosos, casi gatunos. Vestía ropa interior de licra, negra y ceñida, y sus ojos zigzaguean a toda velocidad por la estancia, evaluando muebles, cuadros, esculturas, libros, mesa y sillas.
—Todo esto no está nada mal. Pareces un hombre con pasta.
—No me puedo quejar —confirmé, intentando encogerme de hombros.
Se acercó a uno de los cuadros que tapizaba una sección de la pared sur. Era el que más me gustaba. Por el que más había pagado; un Juan Gris de la época parisina. La mujer lo examinó atentamente, desplazando la mirada y la cabeza a través de las formas rectas e intersecciones.
—¿Cubismo?
—Cubismo —sonreí complacido, arrellanándome con dificultad en la silla. Era la primera mujer que llevaba a casa que sabía apreciar un cuadro. No me malinterpreten: no es que quiera asociar mujer con incultura; es que las mujeres que traigo son diosas de cuerpos esbeltos y exuberantes pero con poca predisposición para otra cosa que no sea follar, beber, follar y poco más. O sea, lo que me gusta.
Y ésta, además de lista, podía salirme demasiado cara.
Sus finos dedos acariciaron el marco del cuadro, deslizándose alrededor de él. Me miró de reojo y una sonrisa maliciosa se dibujó en sus carnosos labios.
No valía la pena retrasar lo inevitable.
—Si buscas el resorte oculto, está arriba, en la esquina izquierda —confesé.
—Gracias.
Un «click» sonó cuando pulsó el resorte y el cuadro se separó levemente de la pared. La mujer lo retiró y aposentó con mimo sobre el suelo. Detrás del cuadro, encastrada en un nicho, estaba la caja fuerte. La miró con detenimiento y luego se volvió hacia mí.
—Dos-cero-ocho-seis-nueve-cero… aunque el último número sólo te lo daré con una condición.
La mujer sonrió, separando los dedos que estaban marcando la combinación. Se volvió hacia mí con una sonrisa.
—¿Qué condición?
Me lubriqué los labios con la punta de la lengua mientras recorría con la mirada su precioso cuerpo semidesnudo. A la luz de la araña del salón, sus curvas de mujer exuberante reflejaban con minuciosidad los detalles de su anatomía carente de defectos. Podía, pues, regocijarme en los pezones erizados arañando las copas del sostén, su abdomen esculpido, sus rotundas caderas y las delicadas formas de su vulva.
—Una muy fácil, guapa. Recibo una buena sesión de sexo y, a cambio, te doy el último número.
La mujer me miró con gesto serio. Tras dudar unos instantes, se acercó a mí y comprobó los nudos de la soga que me retenían en la silla.
—Desparpajo no te falta, querido —respondió colocándose frente a mí y mirando mi entrepierna desprotegida donde mi falo erecto pugnaba por escapar de la cárcel de los slips.
—El seguro correrá con los gastos. Si te he invitado a mi casa era con la sola idea de follar. El que me hayas atado a la silla y quieras robarme, es un mal que puedo asumir. Pero mi idea original sigue en pie.
La mujer se sentó sobre mis piernas, pasando sus brazos por encima de mis hombros, colocando con exquisita maldad su sexo sobre el mío. Nos miramos en silencio unos instantes. Su aliento era tibio y olía a menta.
—¿Qué te hace pensar que tengo ganas de follar?
Sonreí a la vez que endurecía los músculos inguinales para presionar mi polla sobre los carrillos de su vulva. Noté un calor denso a través de los slips y la braga; un calor que emanaba y que contradecía las palabras de la mujer.
—Claro; estás cachondo perdido viéndome en lencería—respondió ella misma.
—Puede ser —confirmé.
—A ver si lo pillo, querido mío —susurró acercando sus labios a mi mentón. Se retrepó sobre mí hasta sentarse sobre mis slips. El calor de su entrepierna me abrasó—. Follamos y tú me das el último número de la combinación. Es eso, ¿no?
—Es eso.
—Pero no puedo desatarte.
—Con que me quites los slips me conformo.
—Ya —sonrió la mujer removiéndose sobre mi polla. La humedad de su excitación traspasó las prendas y noté como empapaba mi tallo.
Su lengua lamió mi mentón y sus dientes apresaron mi labio inferior para luego sorberlo con sus labios.
De repente se levantó, colocando su entrepierna olorosa y húmeda a poca distancia de mi boca.
—¿Y la alarma? Si me das un número incorrecto, sonará una alarma, seguro.
Inspiré aire para captar todo el aroma que desprendía su sexo excitado. Un escalofrío de deseo me recorrió desde la rabadilla hasta el cuello. Levanté la cabeza para mirarla a los ojos.
—Tendrás que correr, me temo.
—¿Correr? No me lo puedo creer —parecía escandalizada—. Pretendes hacerme correr, querido mío —Y hundió sus finos dedos entre mi cabello, masajeando mi cabeza y acariciando mis orejas.
—Lo siento, algún riesgo tenía que haber, ¿no?. Yo soy la víctima, el pobre desdichado al que robas y dejas maniatado. Lo comprendes, ¿verdad?
Me agarró de los pelos con fuerza y me obligó a girar la cabeza. Fin de las sutilezas, pensé. Se inclinó para colocar sus labios sobre mi oreja, mordiendo el lóbulo con saña.
—¿Y si te torturo?
Contuve la respiración, sintiendo como mi oreja entera se inflamaba a medida que su aliento me quemaba el lóbulo. Perversamente, sorbió de nuevo entre sus labios el trozo de carne, saboreando mi excitación.
Hasta ahora había mantenido un reducto de calma en medio de mi excitación, consciente de que aquella negociación era la única forma de obtener algo de tiempo en la situación desesperada en que me encontraba.
De estúpido tenía mucho, a juzgar por la imprudencia que tuve al traer a una mujer que no conocía a casa y perderla de vista unos instantes, los suficientes para que agregase a mi copa algún narcótico. El resultado fue que me desperté ya amarrado a la silla, de pies y manos, con solo unos slips ocultando mis vergüenzas hinchadas y con ella paseándose en ropa interior, exhibiendo su estupendo, su espléndido cuerpo.
El robo fue la primera razón que me vino a la mente y no me equivoqué. Contaba, en todo caso, con su torpeza para que saltase la alarma. En realidad ya estaba activada. Al pulsar las teclas, si no se terminaba con la secuencia correcta o quedaba inconclusa, diez minutos más tarde la policía recibiría un aviso. Con suerte, llegarían en otros cinco o diez minutos. La cuenta atrás ya había comenzado.
De forma que solo necesitaba ganar tiempo. Si con este juego estúpido conseguía los quince o veinte minutos precisos para que llegase la policía, todo saldría bien.
Ahora bien, ¿aguantaría hasta veinte minutos de tortura?
—¿Tortura? ¿Qué clase de tortura?
—De las que no aguantáis —susurró sobre mi cara, invadiéndome su aliento enrarecido. Una sonrisa perversa se dibujó en sus labios carnosos.
Se separó de mí y acercó una silla para colocarla frente a la mía. Se sentó con las piernas abiertas y se inclinó hacia mí.
—¿Cuánto crees que durarás?
No respondí. Aún no sabía a qué juego iba a tener que jugar. «De los que no aguantáis», dijo. ¿Quiénes?
Sin dejar de mirarme, se desabrochó el sostén y lo tiró con desdén al suelo, como si le estorbase. La visión de sus grandes y blancos pechos captó mi atención. Seguía inclinada, con los brazos apoyados en sus rodillas, dejando que sus atributos colgasen como frutas maduras esperando ser recogidas.
—Buen par de tetas —admití.
—Las mejores.
Meneó los hombros y sus pechos se mecieron en el aire. Me seguía mirando fijamente, con esa sonrisa maliciosa en sus labios. Intenté subir la mirada hacia su cara pero, cuando lo conseguía, volvía a menear ligeramente los hombros y sus preciosos pechos volvían a danzar. Las areolas eran grandes y rosadas y los pezones gordezuelos como garbanzos. Dos perfectas tetas que se agitaban insinuantes y atrayentes, dominando mi atención.
—Prefiero las tetas pequeñas —mentí.
—El sudor que empapa tus sienes me dice lo contrario, querido.
Era cierto, me notaba la frente húmeda. La visión de sus tetas moviéndose me provocaba dulces taquicardias. Incluso me asusté al notar como mis manos, como si adquiriesen voluntad propia, forcejeaban con el nudo para liberarse y agarrar esos melones que me tenían sorbido el seso. Se llevó su largo cabello a un lado del cuello y jugó con él mientras los movimientos de brazos y torso transmitían gloriosos titubeos inerciales a sus tetas.
—¿Te gustan, verdad?
Negué con la cabeza, apretando los labios. Ahora sí que notaba una gota de sudor recorriendo mi sien derecha. Mis manos seguían trabajando detrás de la silla, despellejándome las muñecas.
Llevó una mano hasta debajo de sus pechos y, sin dejar de mirarme, aplicó ligeros golpeteos a los pezones en forma de ligeras palmadas. «Plas, plas». Aquel sonido me volvía loco.
—Me encanta cuando me trabajan las tetas, ¿sabes?
—¿Ah, sí? —respondí con voz de pito, incapaz de dejar de mirar sus divinos globos palmeados.
Los golpeteos se sucedieron y los pechos adquirieron color. Las areolas se definieron y contrajeron y los pezones ganaron en volumen y dureza; me lamí los labios sin detenerme a pensar que, justamente, me estaba dejando llevar por las ganas de liberarme como fuese y agarrar con los labios y los dientes aquellos divinos garbanzos inflamados.
—Caray —emitió la mujer una risita—. Me estoy poniendo a mil.
¿A mil? ¿Y yo qué? Yo estaba a un millón por hora, joder.
Un golpeteo de mi silla me asustó. También a ella, que se incorporó de inmediato. Estaba tan jodidamente caliente que mi cuerpo botaba en la silla, sin poder controlarlo.
—¡Cabrón! Me has asustado, mierda —y me arreó un sopapo en la cara.
Ni lo noté. Estaba tan excitado que no sentía dolor ni nada. Solo notaba como mi sangre hervía por todo mi cuerpo. Mi cabeza obedecía a mis ojos, los cuales seguían embelesados con aquellos pechos perfectos.
—Suéltame —musité. Las palabras salían de mi boca sin que yo lo advirtiese. Me dominaba el ansia de poseerla.
La mujer rió y chasqueó la lengua dos veces. Caminó hasta colocarse detrás de mí.
Giré la cabeza para saber qué hacía pero no me daba el cuello, aunque notase los músculos tirantes y los huesos rechinar.
¿Qué hacía? No la veía. Solo sentía su aliento sobre mi cuello y espalda sudorosos.
De repente noté que me tocaba los dedos de las manos amarradas. Tenía los brazos cruzados por las muñecas y las palmas vueltas hacia arriba. Algo se posó sobre la punta de mis dedos. Recogí los dedos en sendos puños en un acto reflejo, como las patas de una araña muerta.
—¿No quieres tocas mis tetas? Vaya, qué desconsiderado.
¡Joder! Abrí las manos con ansia, apresando el aire, doblando las muñecas hasta el límite, agitando los dedos en espasmódicos intentos por tocar sus ansiados pechos. Respiraba con fuerza y exhalaba ruidosamente. Gruñidos guturales acompañaron a mis patéticos intentos por tocar sus divinos melones.
—No, ahora ya no, querido.
Caminó para volver a sentarse frente a mí con las piernas bien abiertas, como si montase un caballo.
Chillé enfurecido.
—¡Suéltame, puta!
Boté en la silla y ésta se desplazó a saltitos hacia ella. Lo único que movía mi cuerpo era la necesidad vital de llevarme a la boca uno de aquellos melones, de saborear la piel delicada, de sorber los pezones erectos, de mordisquear y succionar el tetamen, de apretar la carne entre mis dedos y sentirla maleable y sumisa.
Mis movimientos fueron frenados en seco cuando alargó las manos hacia mí.
Me cogió del cuello, apretando sus dedos sobre mi garganta. Su cara exhibía poco de lujuria y mucho de autoridad.
—¡Basta! —ordenó.
Gruñí y farfullé incoherencias a medida que sus dedos apretaban mi sudado cuello cadenciosamente. Sus apretones fueron marcando un ritmo lento que me sosegó y me hizo recuperar la respiración. Noté como las lágrimas recorrían mis mejillas. Me sentía impotente y cruelmente excitado hasta la médula.
Pero era una excitación imposible de satisfacer.
—Puta, puta… —la insulté mirándola a los ojos, desarmando toda mi coraza de impasibilidad y calma.
Otro sopapo, más fuerte que el anterior, me obligó a callar. También terminó por calmarme y poder subir la cabeza hasta mirarla a los ojos.
—El último número —pidió.
Resoplé angustiado. Calculé el tiempo transcurrido desde que descolgó el cuadro. ¿Cuatro, cinco minutos? Creía tener la situación bajo control, pero la zorra sabía bien cómo jugar sus cartas. El corazón me latía desbocado y sentía en el pecho una opresión enorme. ¿Y mi polla? Mi polla iba por libre, tiesa como un garrote, con los cojones más hinchados que dos neumáticos. Un cerco húmedo en los slips sobre el glande indicaba que me había meado o que mi excitación iba en aumento y sin parada posible.
—Chúpamela y te doy lo que quieras —propuse.
La mujer se levantó de la silla y me miró desde arriba, acariciándose la barbilla, echando breves ojeadas a mi desconsolada polla. Sus tetas me tenían obnubilado; no acertaba a mirarla a los ojos, me resultaba físicamente imposible.
—Se me ocurre algo mejor, querido.
Sus manos se posaron sobre sus divinos globos y agitaron el contenido. Me mordí el labio inferior hasta hacerme herida por dentro. La mujer me seguía mirando, concentrada en mi embobamiento. Sus dedos dejaron libres los pechos y reptaron abajo, por sus caderas curvilíneas, deteniéndose al llegar al elástico de las bragas negras de licra.
—Estoy tan caliente… —ronroneó meneando cruelmente las caderas—. No tienes ni idea de lo fogosa que soy cuando me enciendo. Soy capaz de hacer lo que sea por aplacar el fuego que me arde aquí abajo —. Sus dedos siguieron el contorno de la prenda interior hacia el interior de los muslos. Cuando sus pulgares amasaron la carne que perfilaba su vulva, un chasquido de humedad sonó como trompetas del cielo. Sonó a carne escurridiza, a carne empapada, a viscosidades lubricantes. Sus pulgares se recrearon en extraer toda una gama de dulces chasquidos húmedos que me obligaron —cosa imposible, creía yo— a olvidar sus melones y absorber con mi mirada su coño oculto por la braga.
—¿Oyes cómo se me desparrama el deseo?
Asentí idiotizado, babeando.
—¿No quieres consolar a mi sufrido conejito? Está muy necesitado.
—Mucho —confirmé con voz aflautada, sin dejar de mirar la braga negra de la que surgían aquellos sonidos tan bellos.
Los dedos, culebrillas perversas, recorrieron la superficie de la braga presionando, pellizcando, apretando. No podía dejar de mirar, dios santo, no podía dejar de mirar. Una mano se internó dentro de la prenda interior y ahogué un gemido gutural. No parpadeaba, tenía la vista clavada en aquel espectáculo delicioso, musical, donde sinfonías de húmedos sonidos escapaban del interior de la braga. El sonido del vello púbico frotado, el de los labios tiernamente necesitados. Tragué saliva varias veces, sin parpadear, sin dejar de mirar el coño.
—¡Quítatela, dame tu coño! —grité extasiado, abriendo la boca, perdiendo todo ápice de cordura, de control.
Sus caderas iniciaron un movimiento de vaivén hacia mí, como un incensario que repartía olores envolventes. Dentro de la braga sus dedos se movían con más rapidez, con más necesidad. El aroma de hembra encelada me llegaba en vaharadas densas y abrasadoras cuando su pubis casi me tocaba la cara en sus crueles idas y venidas. La mujer dejaba escapar gruñidos de desesperación, de necesidad auténtica de un hombre que la cubriese y la dejase derrengada, tirada por el suelo, espatarrada con toda su vagina anegada de semen. De mi semen, de mi polla, de mis manos, de mi boca.
—¡Suéltame ya, joder! —berreé forcejeando y botando sobre la silla, avivada mi locura por aquel botafumeiro que me estaba llevando a los límites de la resistencia. Las muñecas me ardían, los tobillos me escocían y mi polla vibraba y se agitaba en espasmódicos intentos por horadar el calzoncillo para ver la luz.
Y seguía sin parpadear, sin perder un detalle de aquella mano oculta bajo la braga, de aquellos dedos encargados de hundirse entre los pliegues de carne lubricada. Ella reía pero también mutaba su risa en gruñidos, mutaba sonrisas en gemidos.
Me estaba volviendo loco. Juro que me estaba volviendo loco. Tan cerca de aquel coño encharcado y tan lejos para llevármelo a la boca. El deseo me bloqueaba la razón por completo.
Pero lo peor era el olor. El aroma de mujer excitada al límite, el perfume que surgía de su coño manoseado me golpeó con fuerza increíble. Denso, arrebatador, burbujeante. El olor de su sexo me tenía completamente absorto. Noté un tirón en el cuello; era mi cabeza, que se estiraba como la de una jirafa, intentando alcanzar aquella fuente de fluidos divinos y fragancia exquisita.
—Ay, ay —musitó de repente, deteniendo su vaivén orgiástico, temblando su abdomen.
Se dejó caer sobre la silla, aún con la mano dentro de la braga, agitando con fuerza y lentitud su contenido. El hechizo que mantenía mi mirada fija en su coño despareció y pude apreciar como todo su cuerpo estaba bañado en fino sudor. Sus areolas se hinchaban como dos fresas y su cuello estaba tenso. En su cara lánguida y sus párpados caídos se reflejaba el tremendo orgasmo que aún hacía eco en el interior de su cuerpo.
Dios, dios.
—Mi madre, qué gusto —dejó escapar, sonriendo como avergonzada.
No respondí. Me notaba la boca seca, el paladar rasposo.
Se sacó la mano del interior de la braga. Tenía todos los dedos empapados, toda su esencia cubriendo sus finos dedos.
—Aroma de dioses. ¿Quieres probar?
Y me acercó a la cara las yemas de sus dedos, húmedos y olorosos.
Saqué la lengua emitiendo gruñidos de frustración al no poder chuparla los dedos. ¡Qué daría por sorber sus pulgares y probar el néctar de su coño!
Haciendo gala de una crueldad insana, impropia de un ser humano, sus dedos recorrieron mi frente encharcada, mezclándose su esencia con mi sudor. Parecía que aquella desquiciada mujer me estaba bautizando con sus lubricaciones. El olor de su femineidad satisfecha me inundó por completo. Toda aquella esencia femenina embargando por completo mis sentidos, provocándome calores infernales, respiraciones inmensas. El corazón me latía tres o cuatro veces por segundo, todo mi cuerpo se agitaba ante el contacto de sus dedos lubricados recorriendo mi cara.
—¡Nueve, nueve, nueve! —chillé el último número de la combinación.
Un calor abrasador se formó en mi entrepierna y espasmos abdominales me confirmaron mis temores: sentí el semen borbotear de mi desangelada polla. La calidez de mi esperma me empapó los slips y afloró por la tela. Apreté los dientes y achiné los ojos, consciente de que todo autocontrol se deshacía como humo en el aire.
Su risa se oyó al verme boquear y bizquear los ojos.
Cuando se apartó, lo vi claro. Aquella mujer era el mismísimo diablo reencarnado en cuerpo de mujer carente de escrúpulos. Disfrutaba viéndome maniatado de pies y manos, era despiadada y puta hasta la médula. Se regocijaba en mi padecimiento.
—¡Zorra, zorra! —chillé llorando como un niño.
Su risa se convirtió en carcajadas. Se sentó de nuevo en la silla, viéndome sucumbir en el abismo de la locura más patética.
—Pobre diablo. Te has corrido sin poder disfrutar del orgasmo.
—¡Hija de puta! —bramé desconsolado.
Otro sopapo me devolvió a la realidad. Aún más fuerte que los anteriores. Casi lo agradecí. Cerré los ojos y, tras los párpados, solo veía tetas pizpiretas, coños rebosantes y sonrisas desalmadas. Aquella tortura me había trastornando más de lo que pude soportar.
Se acercó hasta la caja fuerte y pulsó de nuevo todos los números de la combinación, incluido el último número, el nueve.
Un «clack» se oyó al abrirse la puerta.
—Buen chico. Así me gusta —sonrió al ver los fajos de billetes apilados en el interior.
—Zorra —musité.
Diez minutos. Estaba seguro que ya habían transcurrido, al menos, diez minutos. La policía estaba al llegar. En realidad, era yo quien había ganado.
Aquella zorra inhumana me había desposeído de todo control y raciocinio. Pero tenía motivos para sobreponerme. En breve, estaría detenida y esposada. Sucia hija de puta. Lo que me iba a reír cuando apareciese la policía y la sorprendiese.
Porque habían trascurrido más de diez minutos. Estaba seguro.
¿O no?
No, no. Estaba seguro. Más de diez minutos. Seguro, seguro.
Pero…
Un rictus de duda me inundó la cara.
La mujer actuó rápido. Metió todo el dinero en una simple y arrugada bolsa de plástico de supermercado que sacó de su bolso. Luego, de espaldas a mí, se quitó la braga chorreante y se vistió con los pantalones y blusa que trajo.
Después, con la braga empapada, sin mirarme, frotó con energía toda la superficie de la caja fuerte y el marco del cuadro. También aplicó la improvisada bayeta por el respaldo de la silla y en todos los objetos que había tocado.
Yo la miraba, afanosa por borrar su presencia en mi casa, mientras contaba mentalmente los segundos. Limpiaba con decisión, sin olvidar nada que hubiese tocado.
—Estás muy serio, no me dices nada —comentó ella mientras terminaba de recoger sus cosas.
Cuatrocientos cinco, cuatrocientos seis, cuatrocientos…
—Bueno, chiquillo, me tengo que marchar. Encantado de haber conocido.
¿Marchar? ¿Ya? ¿Y la policía, dónde estaba la jodida policía?
Tenía que ganar tiempo, entretenerla. Estaban al llegar, seguro que la policía estaba al llegar.
—¡Tengo más dinero! —exclamé.
La mujer se detuvo y me miró muy seria.
—Lo dudo. Eres un usurero avaricioso que odia los bancos, un directorcillo de sucursal que no confía ni en su propio banco para guardar el dinero. Tienes… perdón, tenías todo tu dinero en la caja fuerte —dijo agitando la bolsa de plástico con su millonario contenido.
—Tengo más.
La mujer se inclinó y acercó su cara a la mía.
—Mentiroso. Además, ¿por qué quieres perder más dinero?
Negué con la cabeza, desesperado, impotente.
—Quiero follar. No me puedes dejar así, como un despojo insatisfecho. Quiero follarte, puta.
La mujer me miró el calzoncillo sucio y luego se rió.
—Qué mal mientes, querido. Ahora sí que vas a joderte con esta puta crisis como todos nosotros. ¿Sabes cuándo me di cuenta que sólo intentabas…?
El ulular de sirenas se oyó a lo lejos.
Reí como un niño.
—¡Estás jodida, puta, reputa! ¡Estás jodida, ya están aquí!
La mujer se estiró y se giró hacia la ventana. El sonido de las sirenas se acercaba a gran velocidad.
—Disfruta del poco tiempo que te queda, sucia zorrona. Este directorcillo, como tú dices, es mil veces más listo que todos vosotros juntos.
La mujer seguía mirando la ventana con gesto serio, impasible.
—Ya verás, ya… ¡A la puta cárcel de cabeza!
Las sirenas se acercaron más, llegaron y… pasaron de largo. Se alejaron.
Se alejaron.
—¿Qué? ¿Cómo? —estaba perplejo. Chillé angustiado: — ¡Aquí, es aquí, policía, es aquí!
—No te molestes, la alarma no ha saltado.
La miré horrorizado.
—No pulsé las teclas de la combinación hasta hace unos minutos; te engañé. No saltó ninguna alarma al principio de nuestro jueguecito. ¿Acaso te creías que este robo era improvisado y no conocía las medidas de seguridad? ¿Tan ingenua me creías?
—Pero... pero… No puede ser... ¡Eres una hija de…!
—Schssss —siseó mientras me ceñía la braga a la cabeza.
Su esencia me enmudeció de repente.
—Conserva el aliento y la paciencia, querido mío. Tendrás que aguantar hasta mañana cuando venga tu asistenta. Adiós.
Y se marchó.
Ni siquiera oí la puerta cerrarse. Su perfume sobre mi cara me tenía extasiado.
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Ginés Linares
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El aburrimiento es la suprema expresión de la indiferencia , René Trossero .