Roadshow zona Norte

Un viaje en furgoneta por el Norte de España me permitirá conocer mejor a Marcos, un conductor sevillano que trabaja para mi cuñado...

Roadshow zona Norte (I)

Era domingo y, como venía siendo costumbre en mi familia, comíamos en casa de mi hermana Mar. Allí estábamos mi padre, mi hermana y su marido, Gonzalo, como todos los domingos. Mi padre y yo vivíamos solos y, más o menos, nos defendíamos, con la ayuda de una señora que venía los días alternos a recoger un poco la casa, a poner la lavadora y planchar. Mi padre no era mal cocinero y yo, aunque no era muy diestro para los asuntos domésticos, pues me esforzaba y lo hacía lo mejor que podía. Mi hermana estaba empeñada en que teníamos que comer bien (supongo que se pensaba que nos manteníamos a base de pizzas y latas), así que insistía en que fuéramos a su casa todos los domingos.  Y así acabamos haciendo, aunque mi padre se iba pronto, para ir a jugar la partida, que era su plan favorito los domingos por la tarde. Entonces, nos quedábamos Gonzalo, mi hermana y yo haciendo sobremesa un buen rato y charlando sobre temas diversos. Mar me llevaba unos cuantos años y siempre había ejercido un poco de hermana-madre, de forma que nuestra relación no era del todo fraternal. Supongo que el hecho de que ella y su marido no hubieran tenido hijos justificaba un poco esa postura. Mar y Gonzalo se habían casado muy jóvenes, siendo yo pequeño todavía, y me habían casi criado en su casa, ya que a mi padre le venía un poco grande esa responsabilidad. Gonzalo era un tipo estupendo, que empezó trabajando con un camión y había prosperado bastante, porque en pocos años había abierto una pequeña empresa de logística y transportes que operaba por toda España y parte de Europa. Mi hermana hacía las veces de secretaria y contable, y yo solía echarles una mano en verano, cuando estaba de vacaciones, con los temas en los que controlaba. Como yo estudiaba matemáticas, pues sabía algo de programación, así que les hice la página web; también les llevaba temas de posicionamiento y, cuando mi hermana tenía overbooking, alguna vez le echaba una mano con la contabilidad. Gonzalo era un tipo que había empezado a currar muy jovencito y se perdía un poco con esas cosas, porque enseguida se aturullaba en cuanto veía cifras y papeles. Por aquel entonces, yo tenía veintiún años y estaba en esa edad en la que ya anhelaba salir un poco de casa y alejarme del influjo familiar.

  • Pues como te decía, Nachete – mi hermana era la única que me llamaba así. Lo hacía desde pequeño y no se había quitado la costumbre. Ya va siendo hora de que te quites ese miedo que tienes a los coches porque, tarde o temprano, tendrás que sacarte el carné, empezar a conducir y subirte a uno.

Mi miedo a los coches y a la carretera en general no era algo vano. Se derivaba de la infancia, que habíamos tenido un accidente de coche bastante aparatoso  del que, afortunadamente, habíamos salido ilesos,  pero que dejó hondas huellas en mi personalidad. Desde entonces, me ponía literalmente enfermo al subir a un coche o a un autobús de línea. Me mareaba, me entraban sudores fríos, claustrofobia… En fin; era un temor irracional, pero que era incapaz de controlar. Cuando no me quedaba más remedio que hacer un viaje en coche, me atiborraba a pastillas, como hace otra gente con el avión, medio de transporte que, curiosamente, no me daba ningún miedo.

  • Es verdad, Nacho – apuntó Gonzalo. Tu hermana tiene razón. Hoy en día, sin coche no eres nadie. Cuando tengas chica, ¿en qué la vas a llevar al cine, macho?

Hasta entonces, no había sentido excesivo interés por las chicas. Había salido con alguna, en plan tonteo, pero no había sido nada serio. De hecho, estaba en un punto en el que empezaba a dudar si realmente me gustaban las chicas o sentía más atracción por los chicos. Creo que no me había enamorado nunca de nadie y en asuntos sexuales tenía la impresión de que era una persona bastante abierta, porque no me inspiraba ninguna repulsión tener intimidad con otro hombre, algo que a mis amigos parecía producirles terror y repugnancia. Nunca había comentado nada de esto con nadie; ni siquiera había sentido la necesidad de experimentar. Sabía que, cuando llegase el momento, no daría marcha atrás y haría lo que me dictase mi conciencia. En todo caso, por aquel entonces, mi prioridad era estudiar, acabar la carrera, encontrar un trabajo e independizarme, que era lo que verdaderamente me apetecía. Si me gustaban las chicas, los chicos o los perros, pues es algo que decidiría más adelante. Hasta aquel entonces, había estado bien así y no necesitaba ningún cambio.

  • Bueno, pero lo que me proponéis – respondí mirando intermitentemente a los dos – es un poco terapia de choque, porque no voy a vencer mi miedo a los coches  yéndome de viaje en una de vuestras furgonetas.

  • A ver, Nacho, te puedo asegurar que mis chicos son los mejores conductores del mundo – dijo Gonzalo, refiriéndose a sus empleados, tres o cuatro tíos que trabajaban para él y a los que conocía desde hacía años, puesto que habían sido muchas tardes en la empresa – y no te va a pasar absolutamente nada yendo con ellos. Vamos, que no os vais a despeñar por un barranco…

  • Si ya lo sé, pero joder, Gonzalo, tío, entiéndeme:   es que ya sabes lo mal que lo paso…

  • Pues por eso mismo, Nachete. Mírame a mí; pasé por lo mismo que tú y conduzco,  me subo a un coche, a un camión…  Me monto en una Caterpillar, si hace falta…

Mi hermana y mi cuñado me habían propuesto que acompañase a uno de sus empleados en una ruta que tenía que hacer por el Norte de España. Gonzalo había conseguido un contrato importante, muy bien pagado, para una empresa de equipos informáticos, y había que llevar un nuevo prototipo a una serie de presentaciones que se iban a hacer por el Norte de la península, en las principales ciudades, empezando por Bilbao y terminando en Gijón. Nuestra misión era llevar los equipos hasta los recintos donde se realizarían las exposiciones, entregarlos y recogerlos, finalizada la presentación. Llevarlos de una ciudad a otra y, finalmente, devolverlos en la central de Madrid. En total, el trabajo duraría cuatro días, ya que había previstas tres presentaciones en Bilbao, Santander y Gijón: una por día. Como todos los empleados de mi cuñado estaban ocupados en repartos más o menos urgentes por toda España, sólo podía ir uno a encargarse de este asunto, y lo ideal era que viajasen dos personas, porque los prototipos eran grandes y pesados y, al ser productos informáticos, había que transportarlos con cierta delicadeza.  Yo estaba de vacaciones y tenía todo el tiempo del mundo, así que mi hermana pensó que era la persona ideal, pero yo era reacio a ir, porque mi miedo a la carretera podía conmigo.

  • Bueno, déjalo, Mar, si no quiere ir, tampoco vamos a obligar al chico, ¿no?

  • Es que, Gonzalo, las cosas no se arreglan así. Cuando hay un problema, hay que coger el toro por los cuernos y enfrentarse a él, no huir. Y sé que mi hermano no es precisamente de los que huyen de los problemas.

Estuvimos  discutiendo sobre este tema durante al menos una hora y, al final, acabé claudicando, más que nada por no seguir aguantando a mi hermana poniéndome la cabeza como un bombo. Acompañaría a Marcos, el tipo que se iba a encargar del porte, durante los cuatro días del puñetero roadshow, que estaba programado para la siguiente semana. Pasé los siguientes ocho días arrepintiéndome de mi decisión, pero mi orgullo me impidió llamar a mi cuñado y decirle que no iría, así que el lunes de la siguiente semana me presenté a las nueve de la mañana en la empresa, con una mochila en la que había metido unas cuantas mudas, algo de ropa ligera y una toalla, para ese viaje de cuatro días por el Norte. Como era junio, ya empezaba a hacer calor, así que no necesitaría ropa de abrigo. Me llevé una sudadera con capucha por si llovía, pero nada más. Cuando llegué al garaje donde mi cuñado guardaba su pequeña flota de camiones y furgonetas, me encontré a Marcos hablando con Gonzalo. Saludé a ambos cordialmente:

  • Hey, Gonzo –  así llamaba todo el mundo cariñosamente a mi cuñado. ¿Qué hay, Marcos? Bastante tiempo sin verte, tío.

  • Sí, macho. Es que últimamente he estado de ruta casi todo el tiempo. Ya le he preguntado a tu hermana por ti. Me ha dicho que vas bien con los estudios.

  • Ahí vamos, no me quejo, jejeje.

  • Cuídamelo bien, ¿eh, Marquitos? Que no tengo ganas de aguantar a la jefa si le pasa algo al nene –mi cuñado dijo esto mientras me cogía por el cuello y me despeinaba cariñosamente.

Yo sonreí vagamente, me zafé de su abrazo, abrí la puerta de la furgoneta, donde ya estaba cargado todo el equipo, y tiré mi mochila dentro. Aquella mañana estuve tentado de meterme un blíster entero de Biodraminas, para atontarme bien y pasar aquel mal trago, pero pensé que, al fin y al cabo, mi hermana tenía razón y ya empezaba a ser hora de que empezase a superar ese miedo enfermizo a la carretera, así que me senté en el asiento del copiloto, eché el cinturón de seguridad y vi a través de la ventanilla cómo mi cuñado se despedía de Marcos con un apretón de manos.

  • Va, venga, chavales, que tengáis buen viaje. ¡Ve con cuidado, Marquitos!  ¡El jueves nos vemos!

Así comenzó aquel viaje que había aceptado emprender con una desgana total, pero que iba a cambiar mi percepción de la carretera para siempre. Salimos de Madrid aquella soleada mañana de junio y tomamos la A1 dirección Norte. La idea era llegar a Bilbao a primera hora de la tarde, entregar la mercancía en el hotel en el que se realizaría la exhibición, que estaba programada para las 19.00h, y hacer noche allí. A la mañana siguiente, recogeríamos a primera hora los equipos y partiríamos para Santander, y así sucesivamente hasta el jueves por la mañana, que volveríamos a Madrid. Nos íbamos a pegar una ruta por toda la cornisa cantábrica, así que teníamos unos cuantos kilómetros y bastantes horas de convivencia por delante.

Marcos (Marquitos; todo el mundo le llamaba así) era un tipo de unos treinta y tantos o cuarenta años. Creo que me había comentado alguna vez que era del Sur, de Sevilla o Cádiz, pero llevaba tantos años en Madrid, que su acento se había desdibujado un poco así que, aunque ceceaba alguna vez, por su forma de hablar, habría sido difícil cuadrar su lugar de procedencia. Como buen andaluz, era moreno, de pelo negro y bastante corto (que raleaba un poco en su coronilla), barba dura, afeitada haría un par de días, y constitución fuerte. No fuerte de gimnasio, sino de complexión ósea fuerte. Vamos; un tío acostumbrado a levantar cajas pesadas y a manejar volantes. Tenía el pelo jaspeado por bastantes canas, señal de que, en su  adolescencia y primera juventud había sido muy, muy moreno. Los ojos negros , la nariz ligeramente afilada y unos dientes muy blancos que casi relucían en medio de ese rostro tan moreno.  Era un tío muy majete. Bueno; en realidad, todos lo eran conmigo, porque me habían visto crecer en aquella empresa. De hecho, yo a veces me sentía un poco como la mascota. Cuando era más pequeño, siempre me traían algo a la vuelta de los viajes: chucherías, regalos de los clientes y cosas por el estilo. Desde que cumpliera la mayoría de edad, quizá me trataban más como a un adulto, pero todavía había un poco de esa simpatía infantil que profesaban hacia mí. No sabía mucho de la vida privada de Marquitos. Parece ser que se había casado con su novia de toda la vida, que también era de Sevilla o Cádiz, pero no habían durado más de uno o dos años, porque ella se había enamorado locamente de otro y lo había dejado plantado.  Sabía todo esto por culpa de mi hermana que, cuando sacaba la vena ‘maruja’, era capaz de equipararse a una de esas cotillas profesionales de la tele. Gonzo estaba encantado con Marquitos, porque nunca ponía problemas a la hora de hacer portes, aunque tuviera que trabajar fines de semana o, incluso, hacer rutas fuera de España, por Europa. Supongo que, al estar separado o divorciado, la casa se le caería encima y prefería estar currando antes que disponer de tiempo libre. Además, que toda esa gente era una enamorada de la carretera y su hobby era tirar millas, justo lo contrario que me pasaba a mí. No puse mucha atención en el aspecto de Marcos ni en su equipaje. Le vi tirar en la parte trasera una mochila similar a la mía y pude ver que llevaba una camisa de manga corta a cuadros totalmente desabotonada, una camiseta negra debajo y unos pantalones cortos con bolsillos a los lados. En uno de ellos debía llevar el móvil, porque caía más pesadamente una pernera que la otra. En los pies llevaba unas zapas de deporte y unos calcetines tobilleros.  Me llamó la atención que llevara un pendiente en la oreja, de ésos que son como de madera o coco, que tienes que hacer un agujero bastante grande en el lóbulo para ponértelo.

Marquitos no habló mucho durante el comienzo del viaje. Puso la radio (me preguntó qué emisora quería oír y le dije que me daba igual) y, cuando llevábamos ya una hora o una hora y pico en carretera, la quitó y empezó a entablar un poco de conversación. A esas alturas, estábamos entrando ya en la provincia de Burgos.

  • Bueno, chaval, ¿y cómo es que te han convencido el Gonzo y tu hermana pa’venirte? ¿No te daban miedo los coches?

  • Sí, Marquitos, pero es que mi hermana se puso muuuuuuy pesada con el tema…

  • Conmigo no tienes nada que temer, macho, que llevo veinte años conduciendo y podría hacerlo con los ojos cerrados – dijo esto mientras apartaba momentáneamente la vista de la carretera y me dedicaba una amplia sonrisa que exhibió la blancura de sus perfectos dientes.

  • Oye; si quieres conecto un poco el aire, que ya son casi las once y el sol empieza a apretar…

Era verdad que, a esas horas, ya empezábamos a notar un poco de calor en la furgoneta, pero yo tenía un problema y es que tanto el aire como la calefacción de los coches me mareaban de forma casi inmediata, así que se lo comenté.

  • No pasa nada, hombre. Anda que no me habré hecho yo rutas con el camión de mi padre, que no tenía climatizador, ni aire acondicionado, ni ná – volvió a sonreírme.

Continuamos el viaje hablando de las cosas típicas: lo mal que estaban las carreteras (la A1 llevaba en obras permanentes desde hacía años), lo pesado del trabajo de conductor, qué iba a hacer con mi vida cuando acabase de estudiar… Aquel tío tenía una conversación bastante entretenida. Supuse que estaría harto de viajar solo y, la perspectiva de hacerlo en compañía, con alguien que le diera palique, le parecería prometedora.  Paramos a comer en Vitoria y seguimos la ruta hasta Bilbao, donde llegamos más o menos a eso de las tres o tres y media de la tarde. Tardamos un poco en encontrar el hotel donde se haría la presentación, así que mientras llegamos y descargamos, nos darían aproximadamente las cinco de la tarde. Hasta las nueve de la mañana del día siguiente, no teníamos que volver a por los equipos, así que nos encaminamos a un hostal que Marquitos conocía y donde se alojaba habitualmente cuando tenía que hacer noche en esa zona.

Sorprendentemente, no había pasado demasiado miedo en ese viaje. La conversación, las paradas y la compañía me habían mantenido entretenido y relajado. Si todos los viajes en coche fueran así, creo que mi miedo estaría vencido de por vida.

Llegamos al hostal un poco antes de las seis, Marcos pidió una habitación y nos dieron una en la primera planta. Aquello no era el Hilton precisamente, pero no estaba mal del todo. Un par de camas unidas, dos mesillas colgadas a la pared, una tele también colgada en la pared y un pequeño cuarto de baño con una pequeña ducha de cortinas. Tiré mi mochila al suelo y me dejé caer sobre la cama, mientras Marcos levantaba las persianas al tope, descorría las cortinas y apagaba la luz. Una abundante claridad alumbró la habitación.

  • Espero que no te disguste, Nacho. Yo siempre paro aquí y te juro que es un lugar tranquilísimo. Se duerme de puta madre.

  • Está genial, Marquitos, tío.

Acto seguido, Marcos soltó también su mochila sobre el suelo y se dejó caer pesadamente sobre la cama. Estuvimos así un par de minutos, mirando los dos al techo y recuperando el aliento tras el viaje de la mañana.

  • Oye; si quieres darte una vuelta por Bilbao o algo, por mí no te cortes, ¡eh! Yo estoy un pelín cansado y prefiero quedarme aquí a dormir un poco, pero seguro que a ti te apetece visitar algo. Además, que yo ya tengo muy vistas todas estas ciudades, jajaja – volvió a enseñar sus blanquísimos dientes, mientras ladeaba la cabeza hacia mí.

  • Pues, si no te importa, sí que me apetecería darme una vuelta por el centro.

Acordamos eso: yo me iría a pasear por la ciudad y volvería sobre las nueve, cenaríamos y después subiríamos a la habitación para ver la tele. Como el hostal no estaba en el centro, sino más bien en la periferia, tardé un poco en llegar a las zonas que me apetecía visitar. Disfruté la larga tarde de junio paseando por el centro de la ciudad y, cuando dieron las ocho o las ocho y media, volví hacia el hostal. Bilbao no era excesivamente grande, así que llegué rápido, subí a la habitación y llamé a la puerta, dado que sólo teníamos una llave y se la había quedado Marcos. Como no tenía intención de salir, me despreocupé y salí sin llave pero cuando, al cabo de dos toques, nadie abrió la puerta, pensé que a lo mejor había cambiado de idea. Probé a girar el pomo de la puerta y, para mi sorpresa, estaba abierta. Entré en la habitación y me encontré a Marcos dormido panza arriba. Como era junio, las tardes eran largas y todavía había abundante luz, así que pude reparar perfectamente en cada detalle de aquella escena. Marcos vestía la camiseta negra de manga corta de por la mañana y unos calzoncillos cortos también negros;  tampoco se había quitado los calcetines. Permanecía cruzado diagonalmente, ocupando las dos camas con los brazos extendidos. Cuando me acerqué un poco más, me di cuenta de aquel tío tenía una erección enorme. Indudablemente, estaba soñando algo agradable, porque el bulto que se describía debajo de la tela de su calzoncillo no era moco de pavo. Me quedé petrificado, admirando la escena y si saber qué hacer. Otra cosa llamó mi atención al entrar en esa habitación y fue el intenso olor a pies que había allí dentro. Marcos se había quitado las zapatillas de deporte, que descansaban a los pies de la cama, y la peste que desprendían era bastante considerable. El calor y la ventana cerrada no contribuían a refrescar el ambiente, así que aquello se había reconcentrado, tras tres horas de siesta, y el olor era más que penetrante. Curiosamente, no sentí repulsión, sino una leve excitación.  Seguí  de pie durante un par de minutos admirando a aquel hombre, cuyas piernas estaban forradas en una espesa pelambrera negra que le cubría los pies casi hasta los dedos. Sus brazos también estaban profusamente poblados y, bajo la camiseta, que era de manga muy corta y ajustada, se vislumbraba una continuidad de esa espesa negrura. Marcos respiraba pausadamente y su rabo palpitaba levemente, señal de que la erección se estaba completando poco a poco. No supe muy bien qué hacer. Me habría quedado allí un buen rato más, pero pensé que lo mejor sería despertarle, así que carraspeé ligeramente. Aquel hombre tenía el sueño muy profundo. No escuchó ni mi golpe en la puerta, ni mi carraspeo, así que me acerqué y le di un golpecillo en el brazo. Se despertó inmediatamente e hizo un espasmódico movimiento con la cabeza, señal de que le rescataba de un sueño bastante profundo:

  • Hostias, Nacho, dime qué hora es, tío. Me he quedao frito. Esta noche volví de un viaje tarde y casi no dormí, así que estoy machacaoooooo – la última vocal se convirtió en un bostezo.

  • Son casi las nueve, Marquitos. A lo mejor he vuelto un poco pronto y te apetecía cenar más tarde  - pregunté, no muy seguro de si había regresado demasiado temprano.

  • ¡Qué va!, chaval. Mejor que me hayas despertado, que si no, por la noche no voy a pegar ojoooooooooooo  - de nuevo, la o se convirtió en un bostezo.

Marcos se incorporó sobre la cama, con lo cual su erección se desdibujó un poco. Estiró los brazos detrás de la nuca y pude apreciar los enormes cercos de sudor que se dibujaban sobre la tela negra de sus axilas. A juzgar por el olor que reinaba en la habitación y por ese pequeño detalle, Marcos era uno de esos tíos que transpiraban muchísimo. Se levantó, se recolocó la polla por encima del calzoncillo sin ningún tipo de pudor  y se sacó la tela de la raja del culo. Con el calor de la tarde y el sudor de la siesta, se le había quedado la ropa interior pegada a los pliegues de su cuerpo. Se dirigió a la ventana y la abrió, asomándose, pero más para refrescarse que para ventilar la habitación porque, según intuí,  aquel tío no era muy consciente del olor que despendía. Entretanto, yo fui al baño con la excusa de refrescarme y me eché un chorro de agua helada en la cara, porque aquella situación me había hecho empezar a sudar también. Salí inmediatamente y me encontré a Marcos sentado a los pies de la cama, rascándose la cabeza y estirando los brazos.

  • Joder, tío. ¡Qué siesta más rica! Me he levantao nuevo. ¿Qué tal tú? ¿Has ido al centro?

  • Sí, estuve paseando por ahí. Había bastante ambientillo.

  • Pues tío, será mejor que me vista y que bajemos a cenar, ¿no?

Sorprendentemente, Marcos no se pegó una ducha después de la siesta, sino que se plantó los pantalones de los bolsillos laterales y la camisa de cuadros encima. Hizo lo mismo con las apestosas zapas, que pude entrever al tiempo que se las calzaba. Aunque eran unas deportivas blancas, estaban bastante machacadas por el uso y por dentro estaban absolutamente renegridas. Se veía que Marcos les había dado ya un buen uso. Éste entró finalmente al baño para echarse un chorro de agua en la cara y salió sonriendo, con la cara y el pelo  empapados y con pinta de niño travieso.

  • Venga, vamos a cenar algo, chavalote,  que nos lo hemos merecido – dijo, mientras me daba un golpecillo en el hombro.

Bajamos  a cenar a un bar de barrio que estaba muy cerquita del hostal, donde comimos bastante bien. Como había unas cuantas horas por delante hasta el comienzo de la siguiente ruta, ambos nos pedimos unas gigantescas y espumosas jarras de cerveza, que ayudaron a que la cena fuera más agradable.  Compramos en un chino cercano unas latas de  Coca-Cola y cerveza, por si nos daba la sed mientras veíamos la tele y una bolsa de hielo. Regresamos al hostal y subimos a la habitación. Mientras yo dejaba las bolsas con las latas y el hielo sobre una de las mesillas de noche, Marquitos entró en el baño y echó una sonora meada, cuyo repiqueteo pude escuchar perfectísimamente desde la habitación, ya que la puerta estaba abierta de par en par. Al salir, se quitó las zapas y las dejó aparcadas a los pies de la cama, se sentó y empezó a desvestirse, a quitarse el pantalón y la camisa. Se quedó de nuevo como me lo encontré por la tarde, con la ropa interior negra y los calcetines blancos. Cogió el mando de la tele y la encendió. Yo aproveché también para descalzarme y quitarme los vaqueros que había llevado puestos todo el día, e hice lo mismo con la camiseta. Dejé todo sobre una silla y me tumbé en mi lado de la cama. De este modo, quedamos los dos, tirados en la cama viendo la tele, él con sus interiores negros y yo con unos boxers de estampados juveniles. Marcos estuvo buscando algo que ver en los distintos canales y, al final, optó por una peli que parecía entretenida.  Era una peli de acción de Jason Statham que ponían en CUATRO y la verdad es que lo pasamos bien viéndola, al tiempo que tomábamos algo de lo que habíamos subido. La ventana permanecía cerrada y, aunque aquello olía como una leonera (sus zapas y las mías a los pies de la cama, la ropa del día de los dos  también desparramada por la habitación), mi nariz pareció acostumbrarse y empezó a disfrutar de esa sensación de intimidad y camaradería. Hacía bastante calor y aquella habitación no tenía aire acondicionado (era Bilbao, allí no hacía calor casi nunca, salvo aquella noche, por lo que se estaba viendo), así que estábamos los dos bañados en una ligera capa de sudor. En mi caso, era más evidente, porque no llevaba camiseta, pero en el suyo no se notaba tanto, de no ser por un brillo perlado que cubría su frente. Cuando acabó la peli, Marcos me miró con su eterna sonrisa  y me dijo:

  • Joder, tiene buen cuerpo el pavo ese – refiriéndose a Jason Statham. ¡Qué envidia! ¡Ya me gustaría a mí estar así de cachas!

  • Ya ves, tío – respondí. Pero tampoco puedes quejarte, que tú estás tocho.

  • ¿Qué dices, chaval? Si estoy todo fofo. No tengo tiempo de ir al gimnasio, que me paso la vida en la carretera. Además, desde que pasé de los treinta, no hago más que coger peso…

  • Joder, mírate a ti y mírame a mí. Tienes dos por mí. A tu lado, soy un tirillas.

Era verdad que, aunque yo no tenía mal cuerpo (era delgado y fibradete), al lado de Marquitos, era un alfeñique, porque aquel tipo tenía una constitución bastante poderosa.

  • Bueno, tío. Pero ¿tú qué tienes? ¿Veinte? Con tu edad no hace falta gimnasio ni leches, macho. ¡¡¡ Bocatas de jamón, jajaja!!! – y volví a fijarme en esa sonrisa perfecta.

  • ¡Firmo por llegar a tu edad como estás tú!

  • Joder, tío, no me digas eso, que me hundes, que tampoco soy un viejo…

  • ¿Cuántos tienes?

  • Treinta y siete. Bueno; casi treinta y ocho…  Buah, pero no estoy nada en forma. Debería estar mucho mejor. Hace diez años, tenía un cuerpazo.  Pero ahora…

Según decía esto, se levantó de un salto y se puso a un lado de la cama, justo junto a la ventana, mientras levantaba su camiseta y exhibía su tripa, para que pudiera ver las pruebas de su falta de forma física. A mí no me pareció en absoluto que aquel tío estuviera fofo, como él decía. Ciertamente, no se le marcaban los abdominales, pero tenía una barriga bastante dura (al menos, a la vista) y forrada de una pelambrera que empezó a turbar mis sentidos. Siempre había admirado a los hombres con mucho vello. No sé, los consideraba más machos, más masculinos. Yo tenía algo, pero ni de lejos lo que me gustaría tener. Para mí, Marquitos era un modelo de virilidad, con ese cuerpo forrado en vello negro que se le intuía bajo la ropa interior.

  • A ver si este verano me pongo las pilas y bajo un poco esta jodida barriga. – dijo mientras se pegaba unos golpecitos en la tripa.

Mi rabo se puso morcillón después de esa conversación, pero la cosa no fue a más, porque Marcos se volvió a tumbar en la cama y siguió viendo la tele, donde empezaba otra peli de acción. Yo empezaba a notar el cansancio del día, así que me levanté, fui al baño y me cepillé los dientes. Al volver, me encontré al conductor tirado en la cama, medio incorporado, con el mando sobre la tripa y un brazo levantado  sobre su cabeza, que seguía exhibiendo el enorme cerco de sudor que ya pude ver por la tarde. Decidí no pensar en esas cosas, que me iban a alterar más, y me tumbé en la cama, con la intención de dormir un poco.

  • Nacho, como he dormido siesta, no tengo ni pizca de sueño así que, si no te importa, dejo la tele encendida para seguir viéndola. Bajo el volumen un poco, si quieres…

  • No hay problema, Marquitos. Duermo como un tronco. No me molesta en absoluto.

Con todo, él apagó la luz de la habitación, con lo cual nos quedamos a oscuras, iluminados sólo por la claridad de la pantalla. Estaba bastante cansado tras el ajetreo del día, así que me quedé frito en pocos minutos, escuchando de fondo los tiros de la peli que él estaba viendo. Tuve un sueño profundo y pesado, pero al cabo de un rato, me desperté sudando. El calor en aquella habitación era sofocante y la ventana seguía cerrada. Supuse que sería tarde, porque la tele estaba ya apagada. Miré al otro lado de la cama y vi que estaba vacío. Marcos debía estar en el baño, porque vi la luz encendida y la puerta entreabierta. Miré mi reloj de pulsera, que estaba sobre la mesilla y vi que sólo era la 1:30. Tenía la impresión de haber dormido mucho más. En realidad, sólo había transcurrido una hora más o menos desde que me había quedado frito. Escuché que Marcos hacía unos ruidos sordos desde el baño y pensé que a lo mejor se encontraba indispuesto, que le podía haber sentado mal la cena, la cerveza, o algo por el estilo. Me levanté y fui medio dormido hacia el baño, frotándome los ojos y rascándome la cabeza.  Con la puerta entreabierta, no podía ver muy bien lo que estaba sucediendo dentro, así que me aproximé y la abrí un poco más al tiempo que decía:

  • Marquitos… ¿Estás bi…?

Nada me habría hecho presagiar la escena que me encontré al asomarme desde la puerta. Marcos estaba sentado sobre la taza del wc, con el teléfono móvil en la mano derecha, los calzoncillos negros a la altura de los tobillos y el rabo erecto sobre su mano izquierda. Sus ojos estaban entrecerrados y sus dientes mordían suavemente su labio inferior. Aquel tío se estaba marcando un pajote en toda regla dentro del cuarto de baño de la habitación. La primera reacción fue de sorpresa para ambos, sobre todo para él, que soltó inmediatamente su rabo y se apresuró a parar la peli que estaba viendo en el móvil. Como tenía los calzoncillos completamente bajados, no tuvo tiempo de subírselos y ocultar su polla empalmada que, al quedar liberada de la presión de la mano, cayó pesadamente sobre el borde de la taza dejando entrever unos huevos negros que descansaban a cada lado.

  • ¿Pero tú no estabas dormido? – Acertó a preguntar, con gesto de extrañeza.

  • Escuché ruidos y pensé que te sentías mal – respondí un poco aturullado.

Hubo un lapso de cinco segundos, hasta que él me ofreció su respuesta. Sus músculos faciales, contraídos por la sorpresa inicial del momento, se relajaron un poco y simplemente se limitó a decir:

  • No podía dormir y me puse a hacerme una paja para relajarme un poco.

Yo no sabía qué decir, así que me puse a reír espontáneamente. A él pareció divertirle mi reacción, porque también empezó a reír.  Tampoco había nada de qué avergonzarse. Al fin y al cabo, todos hacíamos eso casi a diario, así que lo mejor era reaccionar con naturalidad.

  • ¿Y qué estabas viendo, tío? – pregunté por curiosidad, aunque la pregunta no venía a cuento.

  • Bueno, en realidad, nada – su cara mostró una ligera transmutación. La risa de hacía un momento se convirtió en un gesto que reflejaba cierta preocupación. Una peli guarra de esas que hay en internet.

  • Ya, pero… ¿De qué iba? – pregunté siendo indiscreto por segunda vez consecutiva.

  • Nada, lo típico, gente follando.

Mi rabo se empezaba a animar, aunque el suyo se aflojó un poco por la sorpresa del momento y por el interrogatorio al que le estaba sometiendo. Pude ver de refilón que la polla de ese tío tenía una descomunal pelambrera negra que envolvía la huevada, bastante generosa, todo sea dicho.

  • Por mí no te cortes, Marquitos, tío. Yo soy mazo pajero y me flipa masturbarme viendo porno – me sorprendió el grado de sinceridad que había alcanzado repentinamente.

Él parecía reacio a continuar con aquella conversación, pero viendo que yo tampoco había mostrado ningún tipo de displicencia, volvió a encender la pantalla del móvil, dio al play, lo levantó un poco y, desde la puerta, pude ver que se trataba de una peli de tíos follando. Me quedé flipado. Jamás en la vida habría imaginado que a Marcos le iba ese tipo de porno. Yo en casa me las había puesto bastantes veces, porque el porno hetero empezaba a aburrirme y las pelis de gays eran más morbosas, más guarras, así que tampoco me asusté al ver a aquellos machos empotrándose unos a otros.

  • Bueno… No es que sea maricón… - dijo justificándose un poco. Es que me ponen caliente las guarradas que hacen los tíos.

  • Vale, tío… Si no pasa nasa. A mí también me va ese rollo.

Su gesto de sorpresa lo dijo todo. No esperaba ni por asomo que el hermano de su jefa, al que conocía desde crío, tuviera ese tipo de gustos.

  • ¿Te … Te molaría que la viésemos juntos?

  • Sí, ¿por qué no? – respondí resueltamente. Me empezó a sorprender mi grado de soltura.

  • Vale, macho. Vamos a la habitación, entonces,  que estaremos más cómodos.

  • Ok

Marcos se levantó de la taza, se quitó los calzones para poder caminar cómodamente y fue hacia la habitación, con el rabo morcillón y oscilante.  Los dos nos tumbamos en la cama, cada uno en su lado, con la luz apagada, iluminados únicamente por la luz del baño, que era suficiente para que pudiéramos vernos.  Él sostuvo el móvil con su mano izquierda, para que ambos pudiéramos ver la peli y con la derecha empezó a sobarse el rabo. La peli la protagonizaban tres maromos cachas que se estaban follando mutuamente en todas las posturas posibles. No era el mejor porno que había visto, pero sirvió para que en segundos mi rabo se disparase. Empecé a sobarme la polla por encima del calzoncillo. Estuvimos así durante unos minutos, hasta que pude darme cuenta de que Marquitos estaba más pendiente de mi polla, que de la peli, así que decidí satisfacer su curiosidad y bajarme el bóxer. Mi rabo saltó furioso e indómito. Era una sensación guapa, estar pajeándote con un tío que casi te doblaba la edad y que, para colmo, era un modelo de masculinidad para ti. Él también pareció interesarse en mi anatomía y, sobre todo, en mi polla. No era para menos, porque, inmodestamente, tengo un buen rabo, incluso más grande que el suyo, aunque mi pelambrera era bastante más escasa que la suya, que resultaba incluso abrumadora. Como ninguno de los dos estaba haciendo mucho caso de la peli, Marcos soltó el móvil a un lado de la cama y, repentinamente, colocó su peluda mano sobre mi polla. Yo la solté y lo imité. Empezamos a pajearnos mutuamente, mirando cada uno la polla del otro.  Nadie dijo nada, sencillamente nos entregamos a ese placer tan gratificante que es obtener gusto dando placer al otro. Ambos empezamos a emitir gemidos sordos, señal de que aquello estaba siendo mucho más que agradable. Así pudimos estar durante, al menos, cinco o diez minutos. Su polla, que ya llevaba en acción algo más de tiempo, empezó a soltar un líquido preseminal que utilicé para lubricar bien la cabeza y darle más placer.   Sentía en la palma de mi mano las palpitaciones de aquel pedazo de carne ardiente y me estaba poniendo como una moto. Él debió notarlo, porque apretó con más fuerza mi rabo y aceleró el ritmo. Estábamos los dos a mil. De pronto, él soltó:

  • ¿Quieres chupármela, tío?

No me lo pensé dos veces. Me zafé de su mano y me puse de rodillas entre sus piernas. Me lancé furioso sobre aquel cipote erecto. A él la sensación de humedad de mi boca pareció excitarle, porque noté cómo su rabo empezaba a palpitar con más fuerza e intensidad.  Por mi parte,  empecé a dejarme llevar por el vicio, ya que al placer de devorar aquella polla, debía sumar la fragancia que mi nariz percibía cada vez que se quedaba sepultada sobre los pelos de su pubis. Mi barbilla sentía asimismo la humedad de sus huevos empapados y el calor de sus manos sudorosas sobre mi cabeza completaba aquella tormenta de sensaciones. El sabor salado del líquido preseminal sobre mi lengua completaba el placer del momento. Pude estar comiéndole el rabo durante, al menos, cinco o diez minutos, hasta que él mismo retiró mi cabeza de su pene e hizo amago de quitarse la camiseta.

  • ¡No lo hagas todavía, no te la quites! Exigí autoritariamente.

Desde la tarde, aquella camiseta con cercos de sudor había turbado mis pensamientos, así que no quería desecharla tan rápidamente. Levanté uno de sus brazos y lancé mi cara debajo. ¡Dios! El placer que experimenté al oler aquel sobaco es indescriptible. Podría haber estado horas en aquella posición, sin hacer nada más que aspirar aquella fragancia a sudor concentrado. A Marcos aquella práctica pareció dejarle un poco indiferente. Evidentemente, no era consciente del morbo que despertaba en mí su transpiración. Sigo pensando que estaba tan acostumbrado a su propio olor, que no notaba el efecto que producía en los demás. Por ese motivo,  le dejé quitarse la camiseta y exhibir aquel pecho negruzco que parecía una selva coronada por dos cimas, sus sólidos pezones. Marquitos era uno de esos hombres a los que la barba se les junta con el vello del pecho y que tienen los hombros forrados en vello también.  En resumidas cuentas, era una alfombra humana. En ese momento decidí que, si alguien tenía que desvirgarme, aquel semental era la persona indicada. Marcos se tumbó diagonalmente en la cama, como lo descubriera por la tarde, y me invitó a que me pusiera de rodillas sobre su cabeza. Su intención era que siguiera comiéndole la polla mientras él degustaba la mía. Fue así como empezamos un intenso sesenta y nueve que se prolongó durante un tiempo indeterminado. Todos mis sentidos estaban tan turbados, que perdí la capacidad de evaluar el paso de los minutos.  Pudimos estar devorando nuestros rabos como veinte o treinta minutos. Ensalivamos los troncos, los huevos, las ingles… Todo rezumaba una humedad viscosa. Estábamos disfrutando como dos bestias en celo. El cambio de posición me permitió descubrir nuevas fragancias. Ahora eran los huevos los que chocaban con mi nariz y su perfume era tremendamente embriagador. Intermitentemente, percibí unas notas de sudor más intenso procedentes de su entrepierna y de su culo. Al tener las piernas ligeramente abiertas, aquella zona había empezado a liberar sus efluvios. Sentí deseos de seguir explorando aquellos territorios indómitos, prohibidos, pero él no lo había hecho conmigo y no quise adelantarme, así que me conformé con seguir degustando la polla y disfrutando de aquellos aromas. La dureza extrema de sus pesados cojones presagiaba la proximidad de la eyaculación. No me equivoqué,  porque en pocos segundos, Marcos emitió un ruido gutural, al tiempo que decía:

  • Me corroooooooooooo, tíoooooooooooooooooooooo…

E inmediatamente soltó dos o tres trallazos de espeso y abundante semen que acabaron en mi barbilla y que cayeron chorreando sobre su vello púbico. La excitación del momento hizo que yo también me corriera, manchando su cuello y la parte alta de su pecho con una lefa más líquida que la suya, pero también más abundante. La excitación del día me había hecho acumular una buena cantidad de semen, así que debí soltar no menos de cinco o seis disparos. El parecía encantado de verse empapado en mi semen, porque empezó a reír de forma inconexa. Por mi parte, caí exhausto sobre su zona púbica y dejé entremezclar los fluidos de mi barbilla con los que reposaban sobre su matojo de vello. Al mismo tiempo, noté su respiración caliente sobre mi entrepierna. Era una sensación de intimidad extraordinaria, me hice a un lado y me tumbé junto a sus pies. Fue entonces cuando reparé en que no se había quitado los calcetines, que desprendían un olor intenso.  Quedamos así, tumbados diagonalmente, mirando al techo y respirando entrecortadamente…

[CONTINUARÁ]

Roadshow zona Norte (II)

Nos quedamos tumbados sobre la cama, empapados en sudor y semen, mirando al techo, sin comentar nada. Sólo se oía el ruido de nuestras respiraciones romper el silencio de aquella habitación que, como Marcos había comentado, era muy tranquila y silenciosa. Noté cómo mi erección se iba bajando lenta y paulatinamente, y dejé que las últimas gotas de lefa cayeran sobre mi ingle. Pasados unos minutos, fue Marcos quien interrumpió el silencio:

  • Joder, tío. ¡Ha estado de putísima madre! Necesitaba algo así, te lo juro… Ahora, será mejor tratar de dormir un poco, que mañana toca madrugar.

  • Sí, tienes razón…

Yo me limité a esbozar una sonrisa, a levantar un poco la cabeza y a mirarle. Marquitos esparció los restos de corrida que manchaban su cuello y su pecho entre su abundante pelambrera, a fin de que se secasen un poco, y terminó limpiándose la mano con su velludo muslo. No me extrañó que no necesitase de una toalla  para limpiarse. Con aquella capa de vello natural tan frondosa, ni siquiera le hacía falta. Dado que a él no le importó aquella sensación de suciedad, decidí seguir su ejemplo y me quedé mojado y mirando al techo, disfrutando de aquella mezcla de olores que combinaba nuestros sudores y nuestros fluidos más íntimos. Él se durmió rápido (¡vaya si le había relajado la paja!);  yo tardé un poco más, turbado como estaba tras aquella viciosa experiencia sexual que habíamos vivido. La gente decía que la primera  vez tenía que estar revestida de cierto romanticismo, pero me di cuenta de que, en mi caso, aquello no era necesario. Había disfrutado al mil por cien y no sentía absolutamente nada hacia aquel hombre que dormía a mi derecha. Dejando pasar estos pensamientos por mi cabeza, me quedé profundamente dormido, con sus pies a unos centímetros escasos de mi cara.

Acostumbrado como estaba a horarios un poco más livianos desde que había empezado las vacaciones, no me desperté al alba, sino que fue Marquitos el que lo hizo, dándome unas ligeras bofetadas en la cara. Lo primero que vi aquella mañana fue su impertérrita sonrisa, al tiempo que me decía:

  • Venga, levántate, holgazán, que tenemos que ir a recoger los equipos.

Marquitos ya estaba duchado, con una toalla blanca envolviendo su cintura, y con el pelo y el torso empapados en agua. Lo primero que sentí fue una sensación de repugnancia, ya que mi cuerpo estaba todo pegajoso y la habitación olía a tigre. La excitación que había producido en mí esa mezcla de fragancias tan sexuales la tarde-noche y madrugada anteriores se había esfumado por completo. De hecho, agradecí que Marcos se acercase, trayendo con él un ligero aroma a gel de ducha, a desodorante y a limpieza. Eran las siete y media de la mañana, y teníamos que estar en el hotel a las eso de las nueve, para recoger los equipos, así que Marcos me dijo que me diera prisa. Pude ver cómo se retiraba la toalla, de espaldas a mí y cómo se calzaba unos slips verdes de tela acanalada, como de hilo escocés, y una camiseta de tirantes negra. Cambió también sus calcetines del día anterior por otros limpios y encima se puso el mismo pantalón del lunes, pero otra camisa, también de cuadros. La ropa sucia la dobló descuidadamente y la metió en la mochila. Mientras yo abría la ventana de la habitación para ventilar un poco y estiraba los brazos, sentí un aroma familiar salir del cuarto de baño e inundar la habitación. Marcos se estaba echando Agua Brava, una colonia que también usaba mi padre y que asociaba siempre a las mañanas de mi infancia. En fin, dicen que los olores son las sensaciones que más rápidamente activan la memoria. Me puse los calzoncillos del día anterior, para no estar completamente desnudo y aproveché que él había terminado para darme una buena ducha. La verdad es que la necesitaba…  Al salir, me puse una camiseta, unos gayumbos limpios y mis vaqueros del día anterior. Antes de las ocho, ya habíamos recogido nuestras cosas y habíamos entregado la llave a la mujer de la recepción. A las ocho y media, de hecho, estábamos en la puerta del hotel, aguardando a que nos dieran el ok para recoger los equipos y ponernos en ruta de nuevo. El viaje de ese día era muy corto, mucho más que el del día anterior, así que estuvimos remoloneando en Bilbao hasta las diez y pico de la mañana. La mayor parte de la ruta fue a orillas del Cantábrico, con lo cual disfruté de las vistas y del agradable olor a mar.

  • Es un placer conducir por estas carreteras – me dijo Marcos, esbozando su conquistadora sonrisa.

Reparé en él y vi que llevaba el brazo izquierdo apoyado en la ventanilla, con el aire removiendo la oscura pelambrera de su poderoso antebrazo. No pude dejar de pensar en ese anuncio de coches que hablaba del placer de conducir. Por primera vez en mi vida, empecé a entender su significado. Aquel viaje estaba resultando ser iniciático en muchos aspectos, no sólo en el sexual. Como había tiempo de sobra, paramos a desayunar en un área de servicio a la altura de Laredo. Marquitos se pidió un bocadillo de jamón y un zumo de naranja, y yo un Cola-Cao y un bollo de chocolate. Pedir ese desayuno tan pueril me resultó un poco vergonzoso, pero el café me revolvía el estómago y, yendo en coche, los efectos podían ser letales. Marcos siquiera pareció reparar en ese detalle. Tomó su desayuno con buen apetito y me dijo que iba a acercarse al minimarket a comprar un par de cosas; que si quería, podía aprovechar para ir a mear, ya que no pararíamos más hasta Santander. Me esperaría directamente en la furgoneta. Pagó la cuenta y se levantó. Yo,  por mi parte, me dirigí al baño de la estación, donde me aguardaba una nueva sorpresa.

Al entrar en el cuarto de baño, vi que era bastante amplio, con tres lavabos encastrados en una encimera de mármol, tres cabinas y un par de urinarios. El baño estaba vacío, excepto por un hombre que permanecía de pie, medio de espaldas a mí y frente al espejo que había sobre la fila de lavabos. Por lo que pude apreciar, se estaba afeitando y aseando. Según entré, se volvió y me saludó cordialmente:

  • Pasa, pasa, chaval, no te cortes. Me estoy lavando. Es lo que tiene dormir en la cabina del camión, que no hay cuarto de baño y tienes que hacerlo donde buenamente puedas,  jejeje.

Según me decía esto, pude reparar en que se trataba de un hombre de mediana edad (cuarenta o cuarenta y cinco años aproximadamente), de pelo castaño claro y ojos también bastante claros. Mediría un metro ochenta aproximadamente y no era ni gordo ni delgado, de complexión normal.  Tenía la camisa quitada, apoyada sobre la encimera de mármol, y estaba desnudo de cintura para arriba. Debajo, llevaba un pantalón corto con bolsillos (similar al de Marcos) y unas botas color ámbar, tipo Panama Jack. Según se dio la vuelta, pude apreciar que tenía las axilas y el pecho llenos de espuma de jabón.  No quise mirar muy descaradamente y seguí mi camino hasta uno de los urinarios, acertando a decir sencillamente:

  • ¿Qué hay? ¡Buenos días!

Me desabotoné la bragueta del pantalón y empecé a mear y, según lo hacía, tuve la sensación de que aquel tipo me estaba mirando de reojo, a través del espejo. Pensé que eran imaginaciones mías, así que tampoco le di mucha importancia, pero en todo caso hice repicar intensamente mi micción sobre aquel urinario. Cuando terminé, noté que mi rabo estaba un poco más inflamado de lo normal.  Aun así, volví a abotonar mi bragueta y me di la vuelta. Según lo hacía, aquel tipo también se volvió y pude verle claramente de frente.  Tenía los pantalones medio desabrochados y, bajo ellos, se intuía un slip blanco que debía estar bien apretado, aunque el bulto no quedaba a la vista, sino que se intuía a un lado del pantalón corto. Aquel tipo se estaba secando los sobacos y el pecho con una toalla pequeña, como de bidet, y empezó a hablarme:

  • Buena mañana, ¡eh! Hace un día cojonudo para estar en la carretera.

  • Sí, la verdad es que hace bueno…

  • Yo voy para Barcelona, así que me queda un buen tramo por delante todavía, jejeje.

Según decía esto, terminó de secarse el pecho y pude ver que estaba cubierto por una fina capa de vello castaño, más extensa en la parte superior y casi inexistente en la zona de la ombligo. Aprovechó para bajar la cremallera de su pantalón y hacer que éste cayera un poco, hasta la altura de sus muslos. Entonces, pude apreciar que lucía uno de esos slips de cintura alta, ligeramente holgado, con una costura a cada lado de la huevera y con un generoso paquete insinuándose en su interior. Apenas tuve tiempo de observar esta escena, porque inmediatamente, se lo bajó a la altura del pantalón y exhibió su rabo, al tiempo que se pasaba la toalla húmeda por la zona púbica, por los huevos y por las ingles.

  • ¡Joder, está haciendo un calor de la hostia! Esta noche he sudado en la cabina como un pollo…

Decía esto mientras se pasaba la toalla por la entrepierna, limpiando también la zona del perineo y calculo que llegando a la altura del culo. ¡Mi polla se disparó!  No sabía si aquel hombre se me estaba insinuando o si sencillamente se aseaba al tiempo que buscaba un poco de conversación.  Lo único que se me ocurrió en ese instante fue fingir un apretón, llevándome las manos a la barriga, y decirle:

  • Disculpa…

Me metí en la cabina del centro y me senté. Estuve un minuto sin saber qué hacer, totalmente aturdido por lo que acababa de vivir. Pero cuál fue mi sorpresa cuando noté que aquel camionero abría la cabina de al lado y se sentaba en el wáter, al tiempo que bajaba sus pantacas y sus calzoncillos hasta la altura de las botas. Aquel tío no se disponía a cagar, porque había estado limpiándose el culo con la toalla. Tenía otras intenciones. Evidentemente, comenzó a hacerse una paja. Permanecí sentado en la taza, pero agaché un poco la cabeza y pude ver una de las botas, la pernera del pantalón y, sobre ella, el calzoncillo. Al cabo de unos segundos, aquel hijo de puta empezó a gemir sonoramente. El cabrón me estaba provocando, así que decidí aceptar el reto, y me bajé también los pantalones y los gayumbos, y empecé a pajearme.  Nadie había entrado en el baño así que, con la certeza de que estábamos solos, empezamos a pugnar por ver cuál de los dos gemía más fuerte, por ver quién se pajeaba con más intensidad. Yo no quitaba ojo a su bota, a  su pantalón y a su calzoncillo, y esa sencilla visión, unida al estímulo de sus gemidos de placer, bastó para que me corriera en poco más de cinco minutos. Él debió notar que me había corrido, porque también dejó de gemir. Inmediatamente cogí un trozo de papel, me limpié la polla y me agaché para subirme los pantalones. Mi sorpresa fue ver de refilón la huevera de los slips del camionero llena de lefa. Aquel cabrón se había corrido sobre sus propios calzoncillos. Abrí la puerta de la cabina y salí como alma que lleva el diablo. No quería que Marcos sospechase que había estado pajeándome en el baño. Pensaría que era un salido y que no había tenido bastante con lo de la noche anterior. Pero si no hubiera sido porque me estaba esperando, creo que me habría quedado más tiempo y habría metido las narices en ese slip manchado en lefa. Un monstruo estaba despertándose dentro de mí. Llevaba mucho tiempo dormido y lo estaba haciendo con fuerza.  Al camionero no le dio tiempo a salir. Mientras subía a la furgoneta y arrancábamos, miré de reojo a ver si lo veía salir del área de servicio, pero no fue así. Retomamos la ruta hacia Santander.

[CONTINUARÁ…]

Roadshow zona Norte (III)

Llegamos al centro de la ciudad pasada la una de la tarde. Perdimos un poco de tiempo localizando el hotel, igual que nos había pasado el día anterior. Mientras nos vaciaron la sala donde se iba a hacer la presentación  y descargamos los equipos, nos dieron las tres de la tarde. Con la furgoneta vacía ya, nos subimos y Marcos me comentó el plan que tenía pensado para aquella tarde:

  • Mira, Nacho, el hijo de un primo mío de Sevilla está currando en San Vicente; es camarero en un restaurante de la playa así que, si quieres, podemos ir allí a comer. Con un poco de suerte, con lo bueno que está haciendo, a lo mejor hasta nos da tiempo a pegarnos un chapuzón en el mar. Total, es media hora y tenemos toda la tarde libre, así que como veas, tío…

  • Por mí guay, Marquitos, tío. Lo único que no me he traído bañador…

  • No te preocupes; ya lo arreglaremos…

Salimos de Santander dirección Oeste y, en media hora, llegamos al pueblo en el que trabajaba el primo de Marcos. Nunca había estado allí y me pareció un lugar bastante bonito. Como no sabíamos cuál era la dirección exacta, nada más entrar en el pueblo, Marcos pilló su móvil del bolsillo del pantalón y llamó a su primo, para preguntarle dónde teníamos que ir. Éste le explicó que teníamos que pasar un puente largo que partía el pueblo y adentrarnos en un pequeño barrio que estaba pegado a la playa. Así hicimos y, como aquello era muy pequeño, no tardamos en dar con la dirección. El turno de comidas ya había terminado cuando llegamos, así que el restaurante estaba medio vacío, con algunos comensales rezagados tomando café y mirando la tele. Al ser junio, todavía no había prácticamente turistas, así que aquello se veía bastante tranquilo. Nada más cruzar el umbral de la puerta, Paquito, el primo de Marcos, salió de la barra a saludarnos. Tenían un cierto parecido, aunque Paquito era mucho más alto y fibrado que Marcos. Calculé que no bajaría del metro ochenta y dos, aunque supuse, por su pelo y su nariz afilada, que podría haber sido un clon de Marcos con quince años menos; eso sí, con unos cuantos centímetros de más. El primo tenía veinticinco y, aunque vivía en Sevilla, se había subido al Norte para trabajar durante el verano. Aquel restaurante de playa lo cerrarían a comienzos de octubre y él se volvería para Sevilla. Paquito vestía uniforme de camarero, camisa y pantalón negros, y mandil también negro. Me llamó la atención su sonrisa, tan parecida a la de su primo. En realidad, no podía negarse que eran familia. Paquito le dio un par de besos y un abrazo a Marcos y a mí me estrechó la mano cordialmente:

  • Mira, Paquito, éste es Nacho, el hermano pequeño de mis jefes, que me está acompañando en la ruta Norte.

  • ¿Qué hay, quillo? Encantao… - a diferencia de  Marcos, Paquito sí tenía un clarísimo acento andaluz.

  • Bueno, chaval, ¿nos pones algo de comer o qué?

  • Claroooo… - sonrió de nuevo con un brillo intenso en sus ojos negros.

Paquito nos sirvió una comida marinera estupenda. Pescado del Cantábrico, que nada tenía que ver con el que comíamos en Madrid. Nos tomamos un par de jarras de cerveza, ya que Marcos no tenía que conducir, puesto que había decidido que sería mejor hacer noche allí y volver al día siguiente a Santander a recoger los equipos. Así, podríamos ir a pasar la tarde a la playa. Paquito vivía en un apartamento compartido, con lo cual no podíamos quedarnos en su casa, pero nos aconsejó un hostal baratito y céntrico, que dijo que estaba genial. La comida fue agradable. Marcos le preguntó a Paquito por su padre, que era su primo hermano, y por un montón de personas más con las que tenían parentesco común. Se pusieron a hablar de Sevilla, de cosas del barrio y de gente que yo, evidentemente, no conocía. Como el turno del primo finalizaba a las cinco y media, quedamos en que él nos enseñaría la playa, que por lo visto era bastante grande. Una vez que dio esa hora, Paquito se cambió, se puso unas chanclas de goma, una camiseta y un bañador de esos que llegaban por la rodilla, y nos fuimos caminando hasta la playa. Junto a la zona de los apartamentos, había algo de gente, pero empezamos a caminar y a alejarnos un poco. Aquella playa parecía no acabar nunca. Cuando nos cansamos de andar, decidimos tirarnos sobre la arena en una zona bastante tranquila. No había ni un alma al menos en quinientos metros.

  • El agua está todavía un poco fría (no ha hecho demasiado calor todavía por aquí) pero, por la orilla, donde no cubre, sí que podemos meternos – dijo Paquito.

  • Bueno, pero el único que tiene bañador eres tú –respondí.

  • Es verdad, pero aquí no hay nadie, así que, si queréis, podéis bañaros en calzones, que no pasa ná.

Miré a Marquitos y éste hizo una mueca de asentimiento, dando a entender que no le importaba. A mí también me daba un poco igual, así que nos quedamos los dos en calzoncillos, y Paquito se quitó la camiseta y se quedó con su bañador de surfero. Llevaba una toalla enorme, que extendió sobre la arena, y nos sentamos los tres sobre ella. Los dos primos fueron a bañarse y yo me quedé disfrutando un poco del sol y de la brisa marina. Los veía desde la lejanía jugar en el agua como dos chiquillos traviesos, empujarse y hacerse aguadillas. Al cabo de un rato, volvieron empapados y tiritando.

  • Jodeeeeeeeeeeeeeeer… Se me han quedado los huevos como canicas – dijo Marquitos. El agua está helada. Has hecho bien en no bañarte.

  • ¡Qué exageraooooo! Si está buenísima – apuntó su primo.

Marcos llegó con sus slips verdes empapados. Aquella tela fina y acanalada le marcaba todo y, al estar mojada, el peso del agua hacía que cayera un poco, mostrando el comienzo de su vello púbico, aunque la diferencia en relación al resto era casi inexistente. A pesar de que según él los huevos se le habían encogido, marcaba un generoso paquete que casi se transparentaba  a la perfección. No pude evitar excitarme un poco, aunque traté de evitar la erección, ya que mis boxers eran ceñidos y se habría notado. No quería que el primo pensase nada.  Al cabo de un rato, Paquito volvió al agua y nos quedamos solos Marcos y yo:

  • Bueno, ¿qué? ¿Qué te parece mi primo?

  • Pues me parece un tío muy majete.

  • Sí, claro que lo es. Es un cachondo. En Sevilla salimos juntos muchas veces y no veas cómo nos lo pasamos. Pero no te pregunto eso; ¡digo si te gusta!

¡Joder! Me pilló completamente de sorpresa. Pensé que era una pregunta trampa o que se estaba quedando conmigo.

  • Pues hombre… Tiene buen cuerpo. Es muy alto… Y es guapete también… Os parecéis un poco…

  • Ahí donde lo ves, es un vicioso el cabrón. Me lo he follado varias veces. De hecho, fui yo quien lo desvirgó.

  • ¿Qué? – Es imposible que aquello estuviera pasando. Es materialmente imposible que me estuviera diciendo esa frase…

  • Sí, tío. Tiene un culo apretado y tragón el hijoputa. ¿Te gustaría que nos lo follásemos los dos?

Inmediatamente, me volví a empalmar. Aquel tío me estaba proponiendo un trío con su primo. No podía creer lo que me estaba sucediendo.

  • ¡Si no te mola el plan, nada, eh! Nos vamos al hostal y punto. Pero creo que a él le molará, que le conozco y es un viciosete…

  • Bueno, por mí… Bien…

  • ¡¡¡Hey, Paquito!!! –Marcos se levantó y empezó a hacer señas a su primo, que estaba en el agua. ¡Ven p’acá, chaval! – yo miraba las piernas peludas, el torso y el paquete medio mojado de Marcos y no podía creer que ese pedazo de macho me estuviera proponiendo ese plan.

Paquito salió del agua y vino corriendo hasta donde estábamos nosotros.

  • Quillo, que le he dicho a Nacho que si le hace una fiestecilla entre los tres y dice que sí. ¿Te mola o qué?

  • Claro, macho…  ¿Pero… ahora? ¿Pero… Dónde? En mi casa está mi compi y no os puedo subir…

  • ¿Qué tal en la furgoneta? – insinuó Marcos. La tengo aparcada en un sitio retirado y allí nadie nos molestará.

  • De puta madre –dijo el primo. Vamos p’allá, entonces.

Nos vestimos, Paquito recogió su toalla y empezamos a desandar el camino andado por la playa. Llegamos a la zona de los apartamentos, donde ya no quedaba casi nadie, y vimos la solitaria furgoneta, aparcada junto a un promontorio donde empezaba la playa. Marcos abrió la puerta lateral y nos subimos los tres. Como habíamos descargado los equipos, sólo estaban nuestras mochilas de viaje, unas colchonetas que se usaban para que las mercancías delicadas no se movieran y unas mantas de viaje. Marcos se dispuso a extender las colchonetas por el suelo y encima colocó las mantas.

  • Aquí no nos verá nadie. Además, que las lunas traseras son tintadas y no se ve ni un pijo desde fuera. Esperad, que voy a por una cosa…

Salió de la furgoneta y entró en la cabina delantera, donde recogió algo. Al cabo de unos segundos, volvió a entrar con una caja de condones y un bote de lubricante. Es lo que había comprado por la mañana en el minimarket, porque reconocí la pequeña bolsa que ponía CEPSA. Aquel cabrón tenía planeado el polvo desde por la mañana. Mi rabo se había puesto contento durante todo el trayecto de vuelta, pero a esas alturas ya estaba a punto de estallar.

  • Bueno, ¿qué? ¿Nos ponemos cómodos o qué? – dijo Marcos, al tiempo que se empezaba a desvestir.

En cuestión de segundos, los tres nos sacamos la ropa y nos quedamos semidesnudos. Marcos con sus slips verdes, yo con mis boxers y el primo directamente sin nada, ya que bajo el bañador de surfero no llevaba ninguna ropa interior. Pude comparar los cuerpos de los dos primos y la verdad es que había un común denominador, aunque Paquito era una copia más estilizada y con menos vello de su primo mayor. Objetivamente, estaba bastante bueno y tenía mejor cuerpo que Marquitos,  aunque no despertó en mí tanto morbo. Los rabos eran bastante similares, si acaso del de Paquito resultaba un poco más pequeño (al menos, en estado de flacidez) y, desde luego, con una pelambrera mucho menos abrumadora.

Aquellos dos tíos empezaron a  magrearse a saco; se estaban tocando todo, dándose pellizcos en los pezones, palmadas y cachetes en el culo y sobándose sin pudor los rabos. Paquito no tardó mucho en bajarle los slips a su primo. ¡Me puse cardíaco! Era un morbazo ver a esos dos machotes sevillanos explorar sus respectivas anatomías. Por un momento, temí ser convidado de piedra en esa fiesta, pero fue una impresión efímera y errónea, porque Marquitos me acercó a ellos y me uní al festival de roces y caricias. Entre los dos, me bajaron los boxers y nos quedamos los tres completamente desnudos. Estuvimos así un buen rato, los tres de rodillas, notando nuestros cálidos alientos y sintiendo el calor de nuestros cuerpos, ligeramente mojados a causa de la humedad de la playa y por culpa del sudor que ocasionaba la excitación del momento. Resultaba tremendamente morboso estar así. Nuestras pollas chocaban unas con otras a causa de sus flamantes erecciones. Pude ver de reojo el capullo de Marquitos: aquel glande estaba rojo e hinchado, suave y terso. Por su parte, Paquito también se había animado y su polla, que a priori no me pareció excesivamente grande, empezó a exhibirse en toda su magnitud. Aquel pavo tenía un muy buen rabo también. Necesitaba tocar aquellos dos cipotes, así que, mientras uno me pellizcaba un pezón con fuerza y el otro apretaba mi glúteo, agarré aquellos dos falos y empecé a pajearlos rabiosamente. A ellos pareció excitarles, ya que volvieron sus cabezas hacia atrás y emitieron un gruñido se satisfacción. Inmediatamente, se miraron y empezaron a morrearse apasionadamente.

No sé cómo no me corrí en ese mismo momento, porque la visión era alucinante: dos tíos peludos, morenos y sudados mordiéndose mutuamente la lengua mientras yo sostenía sus pollas erectas y notaba sus pulsaciones con cada una de mis manos. Mi rabo empezó a lubricar. Instantáneamente, Marquitos puso su mano sobre mi nuca y la empujó con suavidad para que me uniera a ese beso tan morboso que se estaban dando. Juntamos nuestras lenguas y sentí la calidez de sus alientos en mi nariz. Dios; estaba disfrutando de lo lindo y aquello no había hecho nada más que empezar. Estuvimos jugando con nuestras lenguas unos minutos, hasta que instintivamente Paquito y yo empezamos a idolatrar el cuerpo de Marcos. Cada uno se aferró a uno de sus duros pezones y empezamos a morderlos. Yo, al principio, lo hice con cierta timidez, temeroso de lastimarle, pero viendo que gemía y disfrutaba como un cabrón, no dudé en incrementar la intensidad de mis mordiscos hasta apretar con fuerza extrema. Le comimos los sobacos peludos (descubrí que sí lo disfrutaba, aunque la noche anterior había tenido mis dudas al respecto) que, desafortunadamente, aquella tarde, con el baño en el mar, no exhalaban la profunda fragancia de la noche anterior, aunque estaban salados y sabrosos.

Finalmente, ambos acabamos adorando su magnífica polla, degustando el tronco y los huevos por turnos, mientras Marquitos sostenía sus manos sobre nuestras cabezas y nos instaba a seguir dándole placer. En ese momento, me dejé llevar por la excitación y aproveché que el primo le estaba haciendo una mamada profunda, para indagar el culo de aquel semental, que había despertado mi curiosidad la noche anterior. Abrí sus nalgas e inhalé el sudor que emanaba de aquel bosque de pelos, que no permitía ver la ubicación exacta del ojal. Aquel olor tan íntimo me embriago, así que no dudé en probar su sabor, pasando mi lengua ansiosamente por aquella raja, hasta que intuí por el tacto la localización exacta del ojal. ¡Qué rico estaba el culo de ese maromo! Y cómo estaba disfrutando el hijo de puta. Tenía dos bocas a su servicio, dándole placer y explotando las posibilidades de sus zonas más erógenas. Estuvimos así muchísimo rato, y Paquito y yo acabamos compartiendo los sabores de las zonas más íntimas de Marcos en un morboso y húmedo beso, al tiempo que él, desde la altura, soltaba un lapo que cayó sobre nuestras lenguas y que compartimos como buenos siervos.

Marcos aprovechó ese momento de intimidad entre su primo y yo para empezar a explorar nuestros anos con cada una de sus manos. Empezó a masajear mi ojete con decisión y una nueva avalancha de sensaciones nubló mis sentidos. Decidí mostrar mi agradecimiento besando a Paquito más y más apasionadamente. Él parecía estar viviendo algo similar. Aquella sensación era indescriptible. Después de estar así durante un tiempo que no fui capaz de evaluar, Marcos tomó la iniciativa de separarnos e invitó a su primo a que se colocase a cuatro patas, mirando hacia la zona de la cabina delantera. Éste obedeció, al tiempo que abría excitado sus dos piernas, ofreciendo su culo, también peludete, pero no tanto como el de su primo.

  • Ahora le vas a comer bien la polla al Nacho, se la vas a poner bien dura, mientras yo te abro el culo –le dijo al oído en un susurro.

Al tiempo, me invitó a que me colocase delante de su primo y así lo hice. Casi no me dio tiempo a hacerlo, ya que Paquito se abalanzó rabioso sobre mi polla húmeda y erecta. Puse mis manos sobre su cabeza y empecé a disfrutar de aquella mamada…

  • Eso es, cabrón… ¡Cómemela bien!

Excitado como estaba, empujé mi polla hasta los rincones más recónditos de su garganta, sintiendo un placer extraordinario y ejerciendo una presión intensa sobre la nuca de Paquito, que parecía estar disfrutando de mi rabo en su boca, tanto o más que yo de su mamada. Entretanto, Marcos se colocó de rodillas a la altura del culo de Paquito y metió su barbilla sombreada entre sus piernas. Podía ver cómo le comía el culo y sus ojos entreabiertos, mirándome con cara de vicio, hicieron que mi rabo soltase una oleada de líquido preseminal, que pareció ser del gusto de Paquito, ya que continuó degustando mi cipote con más y más fruición. Cuando Marcos se cansó de trabajar el culo de su primo, se incorporó un poco y vino de rodillas hacia mí, ofreciéndome su lengua, para que pudiera paladear el gusto del ojete de Paquito. Perdí el control el ese momento y mi turbación fue total. Marquitos indicó a su primo que acabase con la mamada, pero le dijo que no se moviera, Me colocó detrás de él y abrió la caja de condones, sacó uno y rompió el envoltorio con los dientes, ofreciéndomelo.

  • Ponte esto, que te voy a enseñar a follarte un culo.

Me calcé el preservativo como buenamente pude y Marcos soltó una abundante cantidad de lubricante sobre mi polla y sobre el culo de su primo. Restregó  el líquido viscoso primero en el agujero de Paquito y luego a lo largo del tronco de mi polla. Noté cómo parte de ese líquido helado caía sobre mis cojones, dándome una sensación de frialdad. Lo que sucedió entonces fue algo alucinante. Marcos cogió con sus dedos la cabeza de mi polla y la dirigió hacia el ojal de su primo. Primero empezó a rozar una con el otro, al tiempo que Paquito se volvía, con ojos vidriosos y suplicantes por la excitación. La viscosidad de mi rabo lubricado y de su ojete húmedo creó filos hilos transparente de lubricante que unían ambas anatomías. Después, Marcos empezó a emitir suaves golpes con mi glande sobre su ojete: plop, plop, plop… Y, finalmente, fue él mismo quien encajó la cabeza de mi pene sobre aquel ano empapado.

  • Ahora, empuja sin miedo, chaval…

Temeroso de hacer daño a Paquito, fui introduciendo mi rabo dentro de su ojete lenta, paulatinamente, hasta que lo tuve completamente dentro de su ano. De hecho, no podía ver ni el borde elástico del condón sobre el tronco de mi polla. El chaval parecía estar encantado con mi cipote dentro, así que empecé a bombear con suavidad.

  • ¡Fóllatelo bien! – me dijo Marcos con voz autoritaria. ¡Dale caña, que es lo que le gusta!

Incrementé poco a poco la intensidad de mi follada, mientras Marquitos se acercaba a la cabeza de su primo, sepultada sobre la colchoneta, y empezaba a susurrarle guarradas al oído.

  • Tiene buena polla el cabrón del Nacho, ¡eh! Venga, abre bien el ojete, ábrelo para que disfrute bien, hijoputa, y deja que te taladre, cabrón…

Yo estaba excitadísimo, culeando cada vez con más fuerza y notando la extraña presión que el esfínter de Paquito ofrecía sobre el tronco de mi rabo. Nunca imaginé que follar un culo sería así. Pensaba que sería menos violento, que ofrecería menos resistencia. Sin embargo, la sensación de presión sobre mi rabo era similar a la de una paja con la mano apretada, que siempre resultaban ser las más placenteras.  Marquitos levantó la cabeza de su primo y la acercó a su rabo, invitándole a que se lo volviera a comer. Éste no dudó y, con los ojos en blanco, se lanzó sobre aquella polla, que estaba al rojo vivo y soltando hilos de baba. El cabrón estaba disfrutando como una verdadera puta, con un rabo punteando su ojete y una polla haciendo lo propio con su tráquea.  Marquitos me miraba fijamente, con cara de vicio, y asentía, instigándome a que me lo follase más y más fuerte. A esas alturas, las embestidas eran brutales. Estaba jodiendo a aquel tío con la fuerza de un búfalo y el morbo que me producía la mirada de Marcos me excitaba más y más. A él también pareció ponerle cachondo la situación porque, de repente, su cuerpo se convulsionó y gritó:

  • ¡¡¡Me corroooooooooooooooooooooooooooo!!!

Lo hizo en la boca de su primo, que pareció disfrutar extasiado de ese repentino regalo. Pude ver los chorros de semen caer por las comisuras de los labios y aquella visión fue demasiado impactante como para poder resistir la acometida del violento orgasmo que me sacudió de pies a cabeza en ese momento. Me corrí dentro del culo de Paquito, al tiempo que gritaba:

  • ¡¡¡Hostiaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaas!!!

Al cabo de unos segundos, saqué mi rabo enfundado en el condón del culo de Paquito, con el depósito rebosante de leche blanquecina,  mientras él seguía chupando el rabo, todavía empalmado, de su primo. La follada había sido tan profunda, que el condón salió ligeramente manchado de mierda, aunque no decidí dar mucha importancia a ese detalle, para no arruinar la excitación del momento. Me lo quité y lo tiré a un lado de la furgoneta, al tiempo que Paquito venía hacia mí y me ofrecía su boca llena de semen para aprovechar los últimos coletazos de mi erección. Metió mi rabo todavía erecto en su boca y la sensación de calor me ayudó a relajar la uretra y dejar salir los últimos borbotones de semen, que se mezclaron en su boca con la abundante corrida que acababa de soltar su primo. Entretanto, el chaval no paraba de pajearse y, mientras degustaba mi rabo, noté un líquido ardiente caer por mi muslo. Paquito se estaba corriendo. Marcos miraba la escena divertido… Cuando el primo terminó de convulsionarse por el potente orgasmo que acababa de experimentar, Marcos se acercó a mí y me susurró al oído:

  • ¿Qué? ¿Te ha molado follarte un culo…?

[CONTIUARÁ…]

Roadshow zona Norte (IV - desenlace)

¡Vaya si me había molado! Había tenido más de un sueño húmedo en el que lo hacía y mi imaginación había cavilado bastante sobre cómo sería, pero nunca había pensado que era algo tan brusco, tan violento, pero al mismo tiempo tan placentero. El esfínter de Paquito ofrecía una resistencia natural que había que vencer y los músculos de su ano se comprimían de forma intuitiva, ejerciendo una presión sobre el tronco de mi pene con la que nunca había contado. Aquella experiencia fue brutal; había descubierto cómo era follarse un culo y sabía que no iba a ser la última vez que lo hiciera.

Los tres nos quedamos exhaustos y sudorosos dentro de la furgoneta durante unos minutos,  mirándonos sin decir nada, empapados por el sudor, sintiendo el olor de nuestros fluidos corporales y disfrutando de ese momento de intimidad masculina, hasta que Marcos se levantó y empezó a vestirse. Su primo y yo seguimos su ejemplo, nos pusimos la ropa sobre los cuerpos, todavía un poco húmedos, y salimos afuera a sentir la incipiente brisa del atardecer, que fue como un bálsamo después de esa oleada de calor ardiente que acabábamos de experimentar dentro del vehículo.  Nos sentamos sobre una pequeña loma donde terminaba la zona urbanizada y empezaba la arena de la playa, y nos quedamos los tres un buen rato mirando hacia el mar y disfrutando de los últimos estertores de aquella tarde de junio.

Despedimos a Paquito en la puerta del restaurante en el que trabajaba, ya que su apartamento estaba a pocos metros, volvimos a subir a la furgoneta y deshicimos el camino andado, de vuelta al centro del pueblo, en busca del hostal que nos había recomendado aquel  muchacho, que no tardamos en encontrar, ya que San Vicente era bastante pequeño. Durante el trayecto, mi mente no dejó de pensar si aquella noche volvería a tener sexo con Marcos. De alguna manera, deseaba que fuera así. Llevaba años acumulando una incontrolable tensión sexual que evacuaba cuando buenamente podía con alguna que otra pajilla y era como si aquel macho sevillano hubiera despertado a un poderoso dragón durmiente, porque me sentía con fuerzas de seguir practicando sexo de forma incontrolada por semanas. No obstante, aquella noche resultó ser bastante tranquila, ya que seguimos el esquema de la anterior, comprando unos sándwiches y unos refrescos, que devoramos viendo la tele en la habitación. Como la comida en el restaurante de Paquito había sido bastante copiosa, ninguno de los dos teníamos demasiado interés en cenar fuera aquella noche, así que nos pareció más apetecible tomar un pequeño piscolabis en la habitación mientras veíamos la televisión los dos en calzoncillos. Ambos nos habíamos dado una rápida ducha nada más llegar, por quitarnos la sal, la arena, los restos de sudor y semen, pero como aquel mes de junio resultó ser prematuramente caluroso, no tardamos en volver a estar ligeramente sudados, a pesar de la precariedad de nuestro atuendo. Era una sensación de camaradería extraordinaria, estar comiendo y bebiendo, tumbados en una cama y en ropa interior, alumbrados por la pantalla de la televisión y viendo cómo las luces y las sombras dibujaban los contornos de nuestros respectivos cuerpos. A pesar de que aquella noche no hubo sexo, sí hubo una inmensa carga de erotismo. Marcos ni siquiera me rozó, así que yo tampoco quise hacerlo, pero me habría gustado haber apoyado mi cabeza sobre su velludo abdomen, sentir el calor de su entrepierna y la humedad pegajosa de su piel ligeramente transpirada, pero tal vez esa frontera invisible que se estableció entre nosotros ayudó a que viviera aquella noche con una mayor carga erótica. De hecho, pasado el tiempo, casi me alegro de que fuera así. Cansados como estábamos, nos quedamos dormidos con la tele encendida, cuyo volumen se entremezcló con el sonido acompasado de nuestras respectivas respiraciones.

A las siete y media de la mañana, Marcos me volvió a despertar, esta vez, dándome un ligero golpecillo con su toalla húmeda sobre la cara:

  • Venga, Nacho, levántate, chaval, que tenemos que volver a Santander a recoger las cosas – me dijo con su eterna sonrisa.

Ya estaba duchado, las gotas de agua le recorrían el pecho y la espalda, y la toalla envuelta a la cintura marcaba una abrupta frontera con la espesa negrura de su abdomen y la ligera oscuridad del final de su espalda. Sin ningún pudor, se quitó la toalla y exhibió su velluda entrepierna, húmeda también a causa de la reciente ducha, con la generosa huevada colgando pesadamente y mostrando casi de forma indecorosa su exuberante abundancia de pelo. Se agachó momentáneamente para recoger de la mochila de viaje la ropa que iba a vestir ese día, que se resumió en unos slips blancos ‘Abanderado’, ligeramente estrechos para su poderosa anatomía, un pantalón de chándal corto de ‘Decathlon’ y una camiseta de tirantes negra que dejaba entrever la abundante pelambrera de sus axilas. Menos mal que, como era habitual en mí,  me había despertado con una erección de campeonato,  porque de no haber sido así, todas estas visiones me la habrían provocado de forma casi inmediata. Marcos ni siquiera pareció reparar en el bulto de mis calzoncillos, sencillamente me instó a que me diera prisa en ducharme, ya que en menos de una hora debíamos estar en Santander recogiendo los equipos. Me di prisa en ducharme y en vestirme. Aquel día me puse un pantalón corto de deporte y una camiseta de manga corta. Como estaba haciendo calor, sería suficiente. Al salir, Marcos me dijo:

  • Oye, Nacho, tío, ¿no tendrás unos calcetos de sobra, chaval? Que sólo me traje dos pares y no tengo para hoy.

  • Espera, que miro - me puse a rebuscar en mi equipaje, de forma infructuosa.  ¡Qué va, Marquitos! No tengo. Si quieres, te dejo los míos, que me da igual no llevar.

  • No, chaval, da lo mismo, me pondré las zapas sin calcetos. Total; con el calor que hace, va  a dar lo mismo – Inmediatamente se calzó las deportivas blancas y volvió a sonreírme con mirada traviesa. Venga, termina de vestirte, tío, que vamos con atraso.

Le obedecí  y terminé de colocarme la ropa; bajamos a la recepción, entregamos las llaves y tomamos la furgoneta de vuelta a Santander.  Llegamos a tiempo de recoger los equipos y, como pasara el día anterior, antes de las once de la mañana, volvíamos a estar en la Autovía del Cantábrico, dirección a Gijón, nuestra última parada en aquel viaje. Disfruté de los bellos paisajes costeros del Norte y, siguiendo el ritual del día anterior, paramos a desayunar en un área de carretera, llena de transportistas y familias de turistas en ruta. Marquitos se pidió su bocata de jamón y su zumo, y yo opté de nuevo por un ‘Cola-Cao’ y un bollo de chocolate. Parecía el día de la marmota; aquella vida debía ser extremadamente rutinaria. Aproveché para ir al baño, pero en esta ocasión no hubo ningún incidente, ya que estaba completamente vacío. Continuamos con nuestra ruta y, antes de la una del mediodía, ya estábamos en Gijón. En esta ocasión, la exhibición no tendría lugar en ningún hotel, sino en un recinto ferial que había cerca del estadio de fútbol. Fue más laborioso bajar los equipos y trasladarlos, ya que había que recorrer un trecho que era inaccesible para los vehículos, así que nos entretuvimos hasta casi las cuatro de la tarde, trasladando la mercancía y firmando todo el papeleo. Hacía un día de sol radiante en Gijón y la ciudad estaba llena de gente, que se dirigía a la playa a aprovechar el inusual día de sol norteño. Terminado el trabajo y, de camino a la furgoneta, Marcos se dirigió a mí sonriendo:

  • Bueno, chaval, por hoy ya nos hemos ganado el jornal, así que para celebrar que es nuestro último día, vamos a pillarnos un hotelito chulo que conozco en la Playa de Poniente, que estoy un poco hasta los cojones de los hostales cutres.

  • Por mí, genial, tío – le respondí con la cara animada por la idea de descansar en un sitio un poco más lujoso o, al menos, más confortable que los días anteriores.

  • Pero antes de nada, vamos a comer algo, que estoy canino esta mañana. El buen clima me abre el apetito, ¡jajaja!

Almorzamos en una sidrería cercana a la playa y tomamos bastante sidra, lo cual, unido al inusual calor que estaba haciendo aquella tarde, nos achispó un poco. Antes de las cinco, ya estábamos en el hotel del que me había hablado, un cuatro estrellas bastante coqueto a orillas de la Playa de Poniente, con vistas al puerto deportivo. La habitación era amplia y luminosa, con una enorme terraza que daba a la playa.

  • Buah, tío. Este hotel es la hostia. Por sesenta  pavos, duermes aquí de puta madre, chaval…

  • Sí; la verdad es que está muy bien – dije mientras corría las cortinas y atisbaba el lejano horizonte marítimo.

Como hiciera el primer día en Bilbao, se dejó caer sobre la enorme cama y se descalzó con los pies, inundando la habitación con un sutil aroma a transpiración que empezó a animarme.  Al volverme, me lo encontré tirado en la cama, con los brazos apoyados bajo el cuello y exhibiendo sus negras axilas, con los pies rezumando ese olor a transpiración y con una suave onda marcándose en su entrepierna, bajo el pantalón de algodón, que no era precisamente  discreto.

  • Túmbate aquí, chaval. Vamos a descansar un poco, que ese pedazo de comida que nos acabamos de zampar me ha dejado como un puto dios…

Le obedecí y me tumbé a su lado, quitándome también las zapatillas, para no manchar la cama. Nos quedamos los dos mirando hacia el techo, respirando profundamente y sintiendo el calor que desprendíamos.

  • ¡Esto es vida, tío! Sentirte libre, dormir cada día en un sitio diferente, ver nuevas caras, comer comidas diferentes… No cambiaría este trabajo por nada del mundo.

No estaba muy seguro de compartir aquella opinión. Realmente, había empezado a dominar un poco mi miedo a la carretera pero, con todo, distaba mucho de encontrar ese tipo de trabajo como algo para lo que yo estuviera predispuesto. Es cierto que te daba una cierta sensación de libertad pero, aparte de eso, debía ser muy desarraigado tener que pasar más de media vida recorriendo lugares extraños, durmiendo en camas usadas por otros y, en fin, viviendo lejos de casa. Pero también entendía un poco el punto de vista de aquel tío que tenía tumbado a escasos centímetros de mí.

  • Bueno, no sé si esto es lo mío, Marquitos, tío, pero quiero que sepas que este viaje lo he pasado genial.

  • Yo también, chavalote – dijo mientras me pegaba un golpecillo en la tripa. Yo también…

Estuvimos unos minutos más tendidos sobre la cama. No sabía muy bien lo que iba  a pasar, si él iba a dormir un rato de siesta, como el primer día en Bilbao, invitándome a dar una vuelta por la ciudad, o si me iba a llevar la mano al paquete que, entre el olor a transpiración de sus pies y el de los sobacos, empezaba a activarse… Sin embargo, al cabo de unos minutos, se levantó de un brinco, se volvió a calzar y dijo:

  • Va, venga, tío… ¡Vamos a la calle a dar una vuelta por la ciudad!

Me levanté, me volví a calzar y bajamos a la calle. Hacía calor, pero la brisa marítima templaba un poco el ambiente, así que aprovechamos la tarde para visitar el centro, el paseo marítimo y algunos lugares emblemáticos de la ciudad costera. También volvimos a tomar alguna que otra sidra en esos bares con el suelo lleno de serrín que inundan la ciudad. Fue una tarde muy divertida. Como junio estaba muy avanzado, el sol se mantuvo hasta más allá de las diez, así que tardamos en volver al hotel.

  • Oye, Nacho, si quieres, pedimos algo en la habitación y así no tenemos que estar buscando un sitio para cenar.

  • Por mí, genial, tío. No hay problema. De hecho, casi lo prefiero, que nos hemos pegado una buena caminata.

Al llegar al hotel, nos encontramos con un conocido de Marcos en la recepción, un tal Iván, que también era transportista y que, por lo visto, estaba alojado allí.

  • ¡Coño, Iván! ¡Joder, macho! ¡Vaya sorpresa! ¿Cuánto hace que no nos vemos, tío? Por lo menos, un año… Pensé que te habías retirado de la ruta, que no te veo en la vida.

Iván era la antítesis de Marcos: de pelo castaño muy claro, casi rubio, con el pelo rapado, muy corto, cara perfectamente afeitada y con una fina capa de vello rubio cubriendo sus antebrazos.

  • ¡Joder, tío! Te digo lo mismo. Me han dicho éstos que ya no haces ruta fija, que ahora estás de un lado a otro.

  • Sí, macho, ahora a veces me subo a Europa y todo, tío, que el negocio va p’arriba. Por cierto, éste es Nacho, el cuñado del Gonzo, que se ha venido conmigo a hacer este viajecillo.

Iván cruzó su mirada azul con la mía y me ofreció su poderosa mano, que estreché con fuerza, notando asimismo la potencia de ese camionero.

  • ¿Qué tal, tío? ¡Encantado! Joder, dale un abrazo al Gonzo, que desde que es jefazo, ya no se sube al camión ni aunque lo maten, ¡jajaja! – me miró con sonrisa franca. ¿Qué tal está?

  • Bien, anda liado, pero bien…

  • Joder tío, ¿estás alojado aquí, en el hotel? – interrumpió Marcos.

  • Sí, macho, para dejarme una pasta en un hostal de mala muerte, prefiero quedarme aquí, que está de putísima madre.

  • Pues tío, si quieres, vente luego a la habitación y cenamos los tres juntos y así nos ponemos al día.

  • Hostia, de puta madre, tío. Además, que tengo una cosilla que me apetece compartir – dijo con un brillo malicioso en los ojos.

  • ¡Jajaja! Conociéndote, me puedo imaginar de lo que se trata…

  • Bueno, entonces, súbete en un rato, pedimos algo y cenamos los tres allí, ¿vale?

  • Ok, tío. Venga; nos vemos en media hora…

Mientras subíamos por el ascensor, Marcos me explicó que Iván era un transportista catalán (bueno; en realidad, era de ascendencia extremeña, pero nacido y criado en Barcelona) que hacía la ruta desde Coruña hasta Barcelona, transportando mariscos, vinos y pescados gallegos. Por lo visto, llevaba muchos años en esa ruta y se conocían desde hacía bastante tiempo. Conocía también a mi cuñado, así que supuse que Iván sería más o menos de la misma edad de Marcos, aunque daba la impresión de ser más joven, puesto que era mucho más atlético y su rostro más lampiño le daba una apariencia más juvenil que la de mi compañero sevillano.

  • Iván es un tío de puta madre, te partes con él… Ya lo verás…

Transcurridos los treinta minutos que habíamos acordado, en los que aprovechamos para refrescarnos un poco la cara y beber algo frío, Iván llamó a la puerta y apareció con una botella de tequila.

  • Bueno, esto es para animar un poco la noche, ¡jajaja!

  • ¡Qué cabrón! – dijo Marcos. Ya sabía yo que ésta iba a ser tu sorpresita, ¡jajaja!

  • ¡Qué va, tío! Es otra, dijo sacándose algo del bolsillo y enseñándoselo a Marcos. Un colega de Coruña me ha pasado esto y tengo que acabármelo antes de seguir con la ruta.

Se trataba de una pequeña china de costo. Noté que Marcos se incomodaba un poco, supongo que pensando en mi reacción, pero me adelanté a responder, adivinando su inquietud al respecto.

  • Hey, ¡qué guay! Nos podemos hacer un peta después de cenar y  nos echamos unas risas – dije divertido.

  • ¿Pero tú fumas? – me preguntó Marcos con una mirada entre incrédula y sorprendida.

  • Sí, bueno, alguna vez con los colegas.

  • Bueno, en tal caso, vale, pero yo paso de malos rollos con el Gonzo, que no quiero que luego me acuse de llevarte por el mal camino.

  • Tranqui, Marquitos, tío, ¡jajaja!

Solucionado el problema, acordamos pedir unas hamburguesas a la cocina del hotel. Teníamos algunas cervezas y refrescos, así que tampoco hacía falta mucho más. Transcurridos unos minutos, una chica jovencita subió la cena y noté que se sintió un poco abrumada al ver a tres tíos que se disponían a hacer una pequeña fiesta casi en plan adolescente. Intuí que le habría gustado quedarse, a juzgar por las miradas que nos echó a los tres mientras dejaba las bandejas sobre una mesa.

  • ¡Venga, gracias, guapa! Si queremos algo más, te pegamos un toque, ¿ok? – dijo Iván mientras le guiñaba un ojo maliciosamente.

La chica se fue algo sonrojada y nos dispusimos a cenar. Aproveché entretanto para fijarme más y mejor en el aspecto de Iván. Quizá mi primera impresión había sido errónea. Aquel tío no era de la edad de Marcos ni de coña. Debía ser, al menos, ocho o diez años más joven. Intuyo que había empezado a trabajar muy joven, de ahí que conociera a mi cuñado, que ya llevaba retirado algunos años de la primera línea de batalla en la carretera. Debía medir metro setenta y ocho aproximadamente y su complexión era atlética, con cintura estrecha, y amplios hombros. Llevaba un pantalón de chándal verde, con rayas blancas en los costados, así que no pude adivinar la envergadura de sus piernas, pero no se adivinaban excesivamente fuertes. Esos camioneros dedicaban mucho tiempo a estar sentados y su tren inferior no solía ser la parte más desarrollada de su anatomía. Al igual que nosotros, vestía zapatillas de deporte y encima llevaba una camiseta ajustada que marcaba bien sus anchos hombros.  Nos sentamos en un sofá que había junto a la terraza, de frente a la tele y empezamos a comer las hamburguesas, mientras los dos tíos hablaban de sus cosas y de terceras personas que yo no conocía. Me sentí un poco como el día anterior con el primo. Incluso más desplazado, ya que Paquito era más próximo a mí en edad y además no compartía profesión con su tío. En cambio, Iván no paraba de hablar de bares de carretera, de camioneros conocidos, de anécdotas… Marquitos se reía exhibiendo sus blancos dientes y yo comía mirándolos alternativamente, como si se tratase de un partido de tenis.

  • Va, venga, vamos a aburrir a Nacho con estas batallitas –dijo llegado a un punto Iván. Pero que sepas, chaval, que tu cuñado era un crack cuando estaba en la carretera. Lo que nos hemos reído con él, ¿verdad, Marquitos?

  • Ya ves…  Pero no asustes al chaval con estas historias, macho – reprendió Marcos a Iván con un tono entre divertido y paternalista.

  • Bueno, ¿qué? ¿Nos liamos un peta y nos tomamos un chupito de tequila para acabar la fiesta? –dijo Iván con el característico brillo travieso de su azul mirada.

  • Venga, vale, tío. Voy a ver si encuentro por ahí unos vasos – dijo Marcos mientras se levantaba de camino al baño, en busca de unos vasos para servir el tequila.

Entretanto, Iván volvió a sacar su china del bolsillo y empezó con el ritual de preparar un porro, algo que hizo delicadamente, tomándose su tiempo y hablando de trivialidades conmigo. Yo seguía observándole y cada vez despertaba más curiosidad y fascinación en mí. Todo lo sucedido en aquellos días me había alterado y ya era inevitable echar furtivas miradas a ciertas partes de su anatomía. El chándal, evidentemente, no ayudaba a camuflar la dotación del barcelonés que, abierto de piernas, liaba el porro al margen de mis cavilaciones. Marcos no tardó en regresar con tres vasos y se sentó  a mi lado, de forma, que me quede flanqueado por aquellos dos machotes, tan diferentes entre sí como la noche y el día, uno moreno y otro rubio. Marcos escanció un poco de tequila en cada vaso mientras Iván terminaba con el porro y lo encendía. Brindamos y bebimos el primer trago de un golpe, mientras Iván daba una primera calada al porro y decía:

  • ¡No hay que pasarse con esto, eh! Que mañana hay que conducir y yo paso de hacerlo con resaca… - según decía esto, me pasó  el peta para que le pegase una calada.

  • Ya ves, tío. Que tú tiras para Barcelona, pero nosotros tenemos que estar en Madrid a primera hora de la tarde – dijo Marcos.

Fui yo entonces quien le pasó el peta. Iván estaba escanciando otro trago de tequila en los vasos.  Seguimos fumando y bebiendo unos minutos, hasta que el efecto del alcohol y del porro nos relajó un poco y empezamos a reírnos tontamente por cada cosa que decía cada uno de nosotros.  Yo me sentía como en una nube, abrumado por los efectos de la cena, la sidra de la tarde, los chupitos de tequila y el porro de hachís. Marcos aprovechó para soltarse las zapatillas con los pies, como era habitual en él. Exhibió sus pies descalzos y nos invitó a que hiciéramos lo mismo.

  • Va, tíos, vamos a ponernos cómodos.

Iván se quitó las suyas y dejó a la vista unos calcetines tobilleros blancos que estaban bastante oscurecidos por el sudor del día. Yo también me quité con las manos las mías y las lancé a un rincón de la habitación, junto a los calcetines, dejando mis pies descalzos. Al quedarnos los tres descalzados, la fragancia de nuestros respectivos pies se entremezcló con el aromático olor del hachís quemado, creando una primera oleada de excitación que animó sutilmente mi excitable rabo.  Los dos tíos se recostaron sobre el sillón, con las piernas abiertas, disfrutando de los efectos del porro que nos estábamos fumando. Fue un momento de gran tensión sexual, sentir el calor de sus muslos rozando los míos, teniéndolos tan cerca, pero sin hacer nada más que fumar y beber, en plan colegas. Mi rabo estaba ya medio enderezado y, aturdido como estaba, no me importó que sus efectos se pudieran entrever por debajo de la tela de mi pantalón corto de deporte, algo que no pasó desapercibido para Marcos.

  • Joder, mira el Nachete, cómo se ha relajado, el cabrón – dijo, mirando a Iván, que estaba ensimismado, echando una nueva calada al peta.

Iván me miró distraídamente y no pareció dar mucha importancia al tema.

  • Deja al chaval, macho. Es joven y tiene las hormonas revolucionadas. A su edad, me pasaba lo mismo, tío. Me follaba un agujero en la pared, si hacía falta, ¡jajaja! – dijo Iván esbozando una ligera y maliciosa sonrisa.

  • Pues yo… ¿Qué quieres que te diga, tío? Para completar la noche, como que me haría un pajote – dijo Marcos mientras se llevaba la mano a la entrepierna.

Iván siguió sin prestar demasiada atención, como si fuera lo más normal del mundo, pero yo ya tenía una tienda de campaña bajo mi entrepierna y Marcos empezó a sobarse el rabo por encima del pantalón de deporte.  Al cabo de unos segundos, las redondeces bajo el algodón habían dado paso a algo más compacto, que se intuía claramente y pugnaba por salir. Iván pareció prestar atención por fin.

  • Joder, cabrones, ¡cómo os habéis puesto! – al tiempo, empezó a sobarse también el rabo por encima de su chándal verde.

Dado que aquellos tíos no se cortaban en sobarse el paquete descaradamente, opté por seguir su ejemplo y también empecé a tocarme la polla, que estaba dura como un bate en ese punto.

  • ¿Sabéis lo que me molaría ahora? – dijo Marcos mirándonos distraídamente. Que me hicieran una buena comida de pies…

Según decía esto, hizo un casi imperceptible asentimiento con la cabeza, como invitándome a que fuera yo el que degustase sus pies. Impulsado por un resorte casi eléctrico, salté del sofá y me arrodillé a los pies del sevillano, dispuesto a complacerle, sin pensar en que el otro estaba observando y mucho menos en los juicios de valor que pudiera hacer al respecto. Al quedar más espacio libre en el sofá, el rubio y el moreno aprovecharon para ponerse más cómodos, abriéndose más de piernas y sobándose los paquetes con más comodidad, al tiempo que fijaban sus miradas en mí. Fue entonces cuando me dispuse a satisfacer los deseos de Marquitos. Según me acerqué a sus pies, pude notar perfectamente el olor a sudor que desprendían, pero lejos de sentir asco, tuve el impulso de acercar la nariz más y más, para deleitarme con esa fragancia. A él pareció excitarle mi excitación, porque aprovechó para bajarse el pantalón y el slip a la altura de los muslos, exhibiendo una vez más su flamante y velluda erección. Seguí oliendo aquellos pies, reblandecidos por un día entero dentro de las zapatillas de deporte, y decidí liberar también mi rabo, para poder pajearme a gusto. Sentía que empezaba a perder el control, como ya pasara los días anteriores.  Viendo que los dos nos pajeábamos sin pudor, Iván decidió imitarnos y se bajó el pantalón de chándal a la altura de los tobillos, mostrando sus piernas, casi sin vello, y su rabo, bien proporcionado y con una delicada mata de vello castaño alrededor. Ver a esos dos tíos desnudos pajeándose me excitó sobremanera, así que deje de oler los pies y empecé a degustarlos. El sabor salado de aquel sudor reconcentrado nubló mis sentidos y empecé a lubricar de forma casi inmediata. Marcos estaba disfrutando como un cabrón, mirándome con cara de vicio, e Iván parecía contagiado por la excitación, así que levantó uno de sus pies y me lo ofreció. Me lo llevé a la nariz y disfruté de aquel calcetín currado, con un olor no tan intenso como el de Marcos, pero nada despreciable, en todo caso. No dudé en llevarme el pie con calceto incluido a la boca, para sentir su sabor, tan similar y al mismo tiempo tan distinto del otro. La cara de vicio de los dos me animó, así que decidí seguir con mi trabajo, adorando los piezacos de aquellos dos machos, que me tenían postrado a sus pies.  Mientras adoraba los pies de Iván, Marcos aprovechó para levantarse y quitarse toda la ropa, mientras el otro admiraba su anatomía y la envergadura de su erección. Yo aproveché también para quitarme lo que llevaba encima, al tiempo que comía los pies de uno y otro, ensimismado en esa delicada labor y extasiado con los olores y sabores que me estaban ofreciendo. Viendo que Marcos y yo nos habíamos liberado de todo, Iván decidió quitarse también la ropa y mostró su cuerpo lampiño, de piel blanca y líneas bien definidas. Era un contraste espectacular el que ofrecían aquellas dos anatomías: una más madura, con vello y líneas un poco más desdibujadas, y otra en el borde del final de la juventud, sin ningún vello y con una definición mucho más pronunciada. Noté que los dos tíos aprovechaban para pajearse mutuamente y esa visión me puso a mil. Sentí que lubricaba de nuevo. Pasado un tiempo más que prudencial dejándome que me dedicase a sus pies, Marcos decidió ponerse de pie e invitó a Iván a que hiciera lo propio. Yo seguí de rodillas y noté como, desde las alturas, Marcos me invitaba a abrir la boca.  Obedecí intuitivamente y el sevillano lanzó un lapo dentro de mi boca. Creo que estuve a punto de correrme, pero afortunadamente no lo hice porque, acto seguido, arrastró mi cabeza hacia la polla de Iván y la ensartó dentro de mi boca.  Empecé a degustarla, notando con cada embestida la fragancia de su vello público, mientras Marcos me miraba desde las alturas y manoseaba el pecho, el culo, el abdomen de Iván.  La sorpresa llegó cuando, al cabo de unos minutos ejerciendo este trabajo con la mayor dedicación posible, observé que Marcos, cuya erección había aflojado un poco, orientaba mi cabeza hacia su polla y me invitaba a acercarme. Pensé que quería que se la comiera, como había hecho con el otro, pero eso no es lo que tenía pensado para mí.  Empezó a mear en mi cara, en mi boca. Sentí el calor del líquido y su sabor fuerte, pero estaba abandonado al placer y decidí no tener reparos.

  • No te lo tragues. Déjalo en la boca. – me ordenó desde la altura.

No meó profusamente. Lo justo para llenar mi boca y, una vez que consiguió lo que pretendía, la orientó hacia la polla de Iván, que seguía tiesa como un mástil, y me invitó a que continuara con la mamada. Obedecí y seguí mamando la polla de Iván que, al notar el calor de la meada de Marquitos dentro de mi boca, sintió un estremecimiento de placer. Entretanto, el otro cabrón, no contento con ese malicioso plan, aprovechó para seguir meando, apuntando intermitentemente hacia mi boca y hacia el rabo de Iván, lubricando con sus fluidos la profunda mamada que le estaba haciendo. Aquello nos puso cardíacos a los dos, así que noté cómo el rabo de Iván se enderezaba más y más, al tiempo que mi garganta se habría hasta alcanzar límites insospechados. Estuve durante un lapso de tiempo indeterminando trabajando el rabo de Iván. Marcos, que había tomado las riendas de ese juego, fue quien puso fin a la mamada, invitándome a incorporarme.

  • ¿Sabes, Iván? Nacho ya sabe lo que es follarse un culo, pero todavía no sabe qué es que le follen el culo. Vamos a enseñárselo.

Según decía esto, empezó a comer mi ojete con fuerza y brusquedad. Pude notar cómo su lengua pugnaba por abrir mi esfínter y, de hecho, lo consiguió, ya que el placer era brutal.  Yo no podía verles bien, pero deduje que Iván estaba flipando, porque seguía pajeándose rabiosamente mientras veía a Marcos introducir su barbilla peluda dentro de mi culo. Primero fue su barbilla, su lengua y pude notar la humedad y el calor que desprendía. Pero cuando consiguió humedecer la zona debidamente, introdujo un dedo y empezó a describir círculos dentro de mi ojete.  Siguió trabajándolo con mano diestra y perdí la cuenta de los dedos que había introducido, aunque deduje que serían varios, ya que notaba que la apertura era cada vez mayor.  Cuando consiguió el punto que pretendía, se acercó a mi oído y me susurró algo que no supe interpretar, turbado como estaba por aquellas sensaciones tan guapas:

  • Ahora, relájate, que vamos a lubricarte.

Acto seguido, noté que se volvía a colocar detrás de mí y lo siguiente fue una inesperada sensación de cálida humedad chocando contra mi ojete y resbalándose por mis muslos hacia el suelo. Aquel tío me estaba meando el culo. Cuando terminó, noté que se iba hacia la mochila y sacaba la caja de condones, se la ofrecía a Iván y le invitaba a que se calzase uno.

  • ¿Te apetece follarte a este cabroncete? – le preguntó al camionero rubio.

  • Claro que me apetece – respondió el otro mientras se colocaba el preservativo.

Todo lo que vino después fue una oleada de sensaciones contradictorias. Según Iván colocó la cabeza de su polla en la puerta de mi culo, sentí una excitación que lo dilató inmediatamente, pero cuando estuvo dentro, la excitación se convirtió en un dolor absolutamente desagradable y punzante. No tuve tiempo de manifestar esa sensación, ya que Marcos se colocó frente a mí, con su rabo semierecto y goteando pis, invitándome a que se la comiera, algo que no dudé en hacer. Imagino que la excitación del momento contribuyó a que, transcurridos unos minutos, la sensación inicial de dolor de mi ano se transformase en unas oleadas de sutil placer, que fueron incrementándose paulatinamente, hasta que entendí que el dolor era la puerta que había que traspasar para alcanzar esa sensación tan guapa que estaba empezando a experimentar. Follarse un culo era una pasada, pero ser follado era casi mejor. Y ser follado por la boca y por el culo al mismo tiempo era un morbo que pocas cosas podrían superar. Desconozco el tiempo que estuvimos en esa postura, pero cuando Marcos se cansó de mi felación o, mejor, dicho, cuando su polla estuvo tiesa y dura como un hierro candente, decidió apartarse, escuché que se calzaba un condón y supuse que iba a follarme él. Pero no fue así. Se colocó detrás de Iván y se la clavó, mientras el otro gemía de placer con su rabo dentro de mi ojete.  Marcos empezó a follarse a Iván con la fuerza de un toro y pude notar su excitación en la dureza extrema y el calor infernal que empezó a desprender su miembro dentro de mi ano.  Fue alucinante. Me habría gustado que ese momento se prolongase durante horas y es posible que fuera así, porque hasta donde acierto a recordar, perdí un poco la noción del tiempo. Sólo sé que llegó un momento en el que nos desacoplamos y nos quedamos los tres, frente a frente, pajeando nuestros miembros casi incandescentes. Los tres estábamos empapados en sudor, con las caras desencajadas por el placer y apestando a macho, así que no tardamos en lubricar a lo bestia, lanzando gotas de espeso y ardiente precum sobre los miembros de los otros. Marcos, sabedor de que el clímax se acercaba, me volvió a poner de rodillas y me abrió la boca con los dedos. Intuí lo que quería y sentí un poco de asco, pero me dio igual. Obedecí y no había transcurrido más de un minuto, cuando el macho sevillano empezó a soltar borbotones de lefa ardiente sobre mi lengua. Iván, excitado por esta visión, no tardó más de dos o tres minutos en descargar otra riada de semen, que me dejó la cara y la lengua teñidas de blanco.

  • Mantenlo en tu boca –ordenó Marcos de forma perentoria. Y córrete tú ahora.

Me levantó y empezó a pajearme él mismo, agachándose y acercando su cara barbuda a mi rabo. Esa visión tan erótica pudo conmigo, así que empecé a eyacular. Al tiempo, mis incontrolables gemidos hicieron que goterones de lefa cayeran por la comisura de mis labios sobre mi pecho y sobre la coronilla algo pelada de Marcos. El cabrón orientó mi corrida hacia su boca y la recogió casi toda sobre su lengua. Cuando hube lanzado dos o tres trallazos, sin haberme corrido del todo, pero con la cantidad justa para llenar su boca, se levantó, y acercó su lengua a la mía. Acto seguido, invitó a Iván a que se uniera a aquel beso blanco y estuvimos los tres deleitándonos con el sabor y la textura gelatinosa de nuestras ácidas esencias bajo nuestros paladares. ¡Aquello fue la hostia! Pero el juego no había acabado. Antes de que separásemos nuestras viscosas lenguas, noté un chorro caliente chocar contra mi pierna. Vi de reojo que Marcos estaba meando.  Decidí imitarle y descargué mi vejiga que, estimulada por la follada que me acababan de meter, necesitaba un momento de respiro. Iván pareció entender el juego y también empezó a mear. De esa manera, los tres empezamos a mearnos los unos a los otros. Aquello no duró mucho, pero fue el broche a aquella noche tan morbosa. Nos dejamos caer en el suelo, en el que había un auténtico charco de fluidos, agotados y exhaustos, pero relajados tras ese momento de pasión incontrolable.

No quise hacer preguntas indiscretas sobre la naturaleza de la relación de Iván y Marquitos, pero deduje que aquel encuentro no había sido el primero. No era asunto de mi incumbencia, en todo caso. Lo único que sé es que lo había pasado como Dios con aquellos dos machos. Transcurrido un rato, nos levantamos del suelo y empezamos a recoger, al tiempo que fuimos pasando por turnos por la ducha. La sensación del agua helada cayendo sobre mi cabeza y sobre mi espalda volvió a ejercer de bálsamo tonificante. Cuando salí de la ducha, Marcos ya había terminado de recoger y estaba vestido con unos slips, Iván se había ido a su habitación y no nos quedaba mucho más por hacer o decir. Nos acostamos y dormimos plácidamente, yo de un tirón, hasta la mañana siguiente, que volvimos a recoger los equipos en la feria y emprendimos el camino de vuelta a Madrid, sin hablar de lo que había pasado en los días anteriores. Llegamos a Madrid a eso de las cuatro de la tarde y, cuando entramos en el garaje, vi la cara sonriente de mi cuñado ofreciéndonos una cálida bienvenida.

  • Hey, ¿qué tal? ¿Cómo ha ido el viaje, chavales? ¿Lo habéis pasado bien en el Norte? Y tú, Marquitos, ¿Cómo has tratado a mi cuñadito, eh? - dijo mientras me cogía cariñosamente por el cuello.

Marcos me miró de reojo e hizo un imperceptible guiño con su ojo izquierdo, al tiempo que mostraba su blanca y perfecta sonrisa de anuncio.

[FIN]