Rizos de carbón vii
Se había pasado todo el fin de semana y no podía creer que volviésemos a la realidad. Me encantaba pasar todo mi tiempo libre con Jose Antonio. Y mucho más me gustaba la idea de ser los reyes del mundo cuando viajábamos a algún lugar.
Asumo que aquella entrada en el hotel fue espectacular. Pude recordar los momentos que habíamos pasado durante todos estos meses que llevábamos juntos, tantos besos, caricias y miles miradas que habían llenado nuestras tardes y nuestras noches en vela, pensando el uno en el otro. Pensaba la manera de continuar el resto de nuestras vidas con la misma condición, con la misma magia con la que comienzan las parejas, todo aquello que era tan especial no quería que nunca se terminara. Las escapadas de fin de semana en pareja a otras ciudades, las tardes en el sofá viendo películas de risa.
Se había pasado todo el fin de semana y no podía creer que volviésemos a la realidad. Me encantaba pasar todo mi tiempo libre con Jose Antonio. Y mucho más me gustaba la idea de ser los reyes del mundo cuando viajábamos a algún lugar.
Aquella última noche especial…
Sobre las nueve y media de la noche bajamos al restaurante del hotel. Teníamos un amplio bufet para escoger la cena. Esta vez, Jose Antonio, había pedido una mesa un poco más íntima para nosotros. La camarera nos guio entre las mesas hasta que llegamos a la que él había solicitado.
Sobre la mesa, un mantel rojo y platos con el borde dorado llamaron mi atención. Parecían los que ponía mi abuela materna por navidad. Estaban preparados los cubiertos y las servilletas dobladas muy elaboradamente. Hasta teníamos una botella de champán. Tomamos asiento y la camarera, muy amablemente, nos abrió la botella y nos puso un poco en la copa.
- Por nosotros. Dijo Jose Antonio acercando su copa.
- Por ti, por mí y por volver a este precioso lugar. Contesté yo.
Brindamos y cenamos charlando del día. Tan larga fue la conversación que comimos más de lo que teníamos pensado. Después de un café, le llevé a la playa con la excusa de bajar toda aquella comilona. La playa era preciosa a oscuras, estábamos rodeados de pinares y helechos. No era la playa a la típica donde van todos los turistas sino una pequeña y escondida cala donde tendría la casi absoluta seguridad de que pasaríamos la noche solos.
Y allí estábamos los dos en una absoluta oscuridad sólo salvada por dos velas que había traído para hacer más especial e íntimo el momento. Había guardado del bufet unos frutos secos y unas cervezas para bebérnoslas mirando las estrellas. La música de fondo era sin duda una de las más bellas. Las olas llegando suave y tranquilamente a la orilla y desde lo que la vista me alcanzaba a ver las olas rompían sobre las rocas con toda la furia y fuerza del mar generando el espectáculo perfecto para la ocasión.
- ¿Te gusta, Princesa? Me dijo José Antonio al verme maravillada mirando el mar.
- Sí. Pasaría aquí el resto de mi vida. Así, contigo. Y le abracé.
En sus ojos se reflejaban perfectamente la luz de la luna.
Fue una noche preciosa, conversaciones en las que llegamos a saber todo el uno del otro. Silencios en los que las miradas hablaban y mostraban los sentimientos que había del uno al otro, besos en los que parecía que absorbíamos el alma del otro para tenerla siempre con nosotros.
Llegó un momento en que la luna llena quedó suspendida por encima del agua como si alguien la hubiera puesto allí para nosotros y conseguir que aquella noche fuera más mágica. En esos momentos no sabíamos dónde terminaba el mar y dónde empezaba el cielo. Floreció en ese momento, en el momento en que un largo silencio pareció decirlo todo, cuando él y yo nos miramos a los ojos. Miré sus profundos ojos , aquellos que tanto me habían enamorado y le besé tan profundamente como si fuese el único chico que había en el mundo.
- ¿Quieres probar el elixir de mis labios? Pero te advierto, son afrodisíacos. Si los pruebas, querrás más y más. Repetí, esta vez con una sonrisa escondida entre mis labios.
- Los quiero solamente para mí. Me dijo.
Volví a lanzarme a sus brazos. Esta vez, mis manos se deslizaban por debajo de la camiseta. Parecían desesperadas por la velocidad, tan dulce, con las que recorrían y desnudaban su cuerpo. Su entrepierna había respondido como yo esperaba. Así que, decidí quitarme el tanga y quedarme solo con la falda y la camiseta. Me coloqué sobre sus piernas y desabroche el pantalón. Mi vagina estaba preparada para recibirle y con un par de caricias en su pene, con mi mano, lo introduje sólo un poco para continuar deslizándome por él hasta insertármelo entero. José Antonio ladeo su cabeza para luego más tarde echarla hacia atrás. Me agarró las nalgas con fuerza y me ayudó con el baile que yo tenía con su pene. Tras varias embestidas más, llegué al orgasmo y una vez que acabé de correrme, me erguí rápidamente quitándome de aquella posición para regalarle mi boca. Primero chupando con cuidado su glande y después intente seguir el ritmo que tenía antes de correrme. Lo conseguí, y un par de minutos después llegó el orgasmo para él.
- Cierra la boca. Me dijo entre gemidos.
Lo hice. Se corrió sobre mis labios. Su semen caliente caía sobre mi barbilla después de resbalar de entre mis labios. Para luego continuar sobre mi escote. Corrimos al agua, nos bañamos desnudos y después de estar un rato jugando sobre las olas, caminamos hasta la arena para secarnos, nos abrazamos hasta quedarnos dormidos.
El amanecer iluminó nuestros cuerpos desnudos, abrazados fuertemente para que nadie nos pudiera separar. Los dos abrimos los ojos a la vez, sonreímos y nos dimos un beso, el último de aquel fin de semana. La luna había sido testigo de nuestra primera vez en la playa y el sol fue testigo de la promesa que hicimos.
- Algún día volveríamos a estar juntos en aquel lugar y nuestros cuerpos volverían a ser sólo uno como había pasado aquella noche en la playa.
Y con los mismos testigos…
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