Rituales de placer

Filial, sexo lésbico entre gemelas, trío MHM en un entorno de Fantasía Épica

Mi hermana Jaznat y yo, Dehit, éramos sacerdotisas de la diosa Erfhat, Madre de la vida, la belleza, el placer y el fuego. Nacimos bendecidas como “hermanas de reflejo”, es decir, éramos gemelas físicamente idénticas. Del mismo modo que las leyendas describen a Erfhat, nuestros cabellos eran platinados, nuestros ojos de un azul similar al del cristal de mar, nuestras pieles claras, bronceadas por el implacable sol del Desierto Rojo y nuestros cuerpos de proporciones iguales a las utilizadas por los artistas del Imperio Caído para representar en estatuas ala diosa.

Descendíamos de una antigua casta de sacerdotisas que rigieron sobre todos los clanes del desierto durante las Eras De Abundancia y las Eras De Penuria. Fuimos dedicadas al culto desde nuestro nacimiento; crecimos aprendiendo los misterios de las plantas y la curación de enfermedades y heridas, los secretos de la fertilización de la tierra y las bendiciones de la cosecha. Aprendimos los rituales del fuego, del agua y de la vida.

Al crecer, decidimos afirmar nuestro cariño mutuo volviéndonos Socias De Lecho y consolidamos nuestra relación cazando un león negro para comer sus órganos genitales en un banquete ritual; cada una comió un testículo y ambas comimos la mitad longitudinal del falo. Compartimos la carne y la sangre de nuestra víctima sacrificial con las mujeres del Clan Del Fuego Azul, reservando la piel, suavemente curtida, para formar el lecho que algún día compartiríamos con el compañero que Erfhat destinara para nosotras. Nuestro padre, nuestra madre y su socia de lecho nunca conocieron un día más gozoso.

Dos años después de nuestra unión, el momento que tanto habíamos deseado se aproximaba. La noche anterior a la dádiva de Erfhat, el fuego ceremonial chisporroteó de modo inusual. Leímos entre sus llamas que el compañero destinado para nosotras se aproximaba, cruzando el desierto en solitario. El péndulo de cristal de mar nos indicó la dirección y la distancia y, ahora, Jaznat y yo mirábamos expectantes el cumplimiento de la promesa ígnea.

El viajero caminaba con paso cansino, al lado de una yegua blanca de alta alzada. El tono de su piel, la camisola, el jubón y las botas de cañón alto lo identificaban como habitante de las Tierras Altas. Las dádivas de Erfhat casi nunca venían sin intervención de La Opositora, escupamos sobre su sombra. Doscientos pasos adelante, al noreste de donde el hombre marchaba, había un grupo de salteadores esperándole, camuflados entre la arena de una alta duna. Sentí la tentación de bajar de la meseta donde nos ocultábamos y advertir a nuestro futuro compañero, pero Jaznat, siempre más juiciosa, me lo impidió con gesto autoritario.

—¡Camina directo a una emboscada! —exclamé en voz baja—. ¿Permitiremos que lo maten?

—Normalmente no deberíamos —respondió Jaznat abrazándome—, pero él es nuestro regalo del destino. Si intervenimos, nunca sabremos si es un guerrero digno de nosotras. Lo siento, deberá luchar; sea cual sea el resultado, será la última vez que combata solo. Puede morir y no conocernos o vencer y contar con nuestro apoyo de hoy en adelante.

Ignorando nuestra presencia y el asecho de sus enemigos, el hombre detuvo su andar para tomar el odre de agua que colgaba junto a las alforjas. Lo destapó y ofreció el preciado líquido a su montura, quien se relamió los belfos ansiosamente. Tras atender a la yegua. Él bebió un trago moderado y, tapando el odre, oteó en el horizonte. El gesto me conmovió, pues muchos hombres habrían reservado el agua para sí mismos, habrían montado y reventado a su cabalgadura con tal de travesar el desierto. Extrajo de su bolsillo una pequeña talega y una pipa e arcilla. Vertió tabaco cuidadosamente y lo encendió mediante el fuego amplificado de un cristal de agua que colgaba de su cuello. Fumó en silencio recargando la espalda contra el flanco derecho de la yegua.

Jaznat y yo nos miramos sonrientes. Me estremecí pensando en las historias que, si Erfhat lo decretaba, podríamos vivir con él. Abracé a mi hermana y busqué sus labios con mi boca mientras acariciaba sus nalgas. Ella respondió al beso y apretó mi seno izquierdo. La furia masculina estaba por desatarse, el placer femenino debía equiparársele.

Rugiendo, los seis salteadores abandonaron su escondite y corrieron hacia el viajero. Él, asintiendo como si ya los esperara, vació la cazoleta de su pipa sobre la arena y desenvainó la cimitarra. Los atacantes venían armados con largas espadas de hoja recta, que blandían en alto mientras la furia marcaba sus rostros.

Mi hermana y yo conocíamos a la banda; cincuenta noches antes habían traído a un herido a nuestra gruta, a causa de su lamentable estado no pudimos salvarle. No hicimos preguntas sobre las actividades del grupo y ellos no ofrecieron información. Se marcharon en paz, pero nosotras sabíamos que eran renegados.

Dos de los asaltantes se adelantaron al resto. El viajero ejecutó un floreo con su cimitarra y noté cómo en su mano izquierda relampagueaban dos destellos. Al instante, un par de dagas arrojadizas de bronce se clavaron en los esternones de sus primeros adversarios. Cambió de postura para encarar a los demás mientras sus primeras víctimas caían sobre la arena.

Un salteador se lanzó en tromba sobre el viajero. Las hojas chocaron y se repelieron en varios encuentros que insinuaban destrucción. Mientras los movimientos del morador del desierto eran toscos, más fuertes que precisos. Las posturas, fintas y ataques del desconocido parecían estudiados y elegantes. Durante el combate no lo vimos fruncir el ceño o mostrar temor. En un momento dado, la cimitarra chocó con el filo de la espada y se deslizó hacia arriba, aprovechando la curvatura de su arma, el viajero desvió la hoja de su rival y retrocedió girando y lanzando un tajo que cercenó desde el codo el brazo derecho del morador del desierto. Dando un sólo paso remató al forajido mientras otro ya se cernía sobre él.

Este nuevo rival contaba con la superioridad de su fuerza física, pero nuestro futuro compañero sabía luchar y parecía mantener la calma. Jaznat cambió de posición y me abrazó por detrás. Acarició mis senos sobre la túnica de ante y besó mi cuello. Correspondí a sus caricias deslizando una mano entre nuestros cuerpos para buscar su prenda intima y hacerla a un lado. Mis dedos se humedecieron con su savia de placer; mi gemela estaba tan excitada como yo.

—Si queremos mostrar misericordia debemos estar empapadas —susurró mi socia de lecho buscando mi vagina por debajo de la túnica.

Mi lubricación era la adecuada. Suspiré cuando me penetró con el índice mientras buscaba mi clítoris con el pulgar. Le brindé el mismo tratamiento y ambas gemimos quedamente. Abajo, los hombres intercambiaban mandobles.

El viajero combatía con movimientos bien equilibrados. Su adversario bufaba y maldecía mientras el otro forajido observaba el combate con los brazos cruzados sobre el torso. Las maniobras de mi hermana en mi sexo hacían retroceder mi pelvis involuntariamente, provocando que mi trasero se acercara y alejara del vientre de ella. Mi mano en su vagina aceleraba sus caricias.

—Se dice que los hombres de las Tierras Altas tienen la virilidad más desarrollada que los moradores del desierto —murmuró mi hermana —. Descienden de una mezcla entre la raza oscura de las Islas Boscosas y de nuestra misma raza. No me extrañaría que nuestro compañero comprobara el rumor.

Su comentario me hizo estremecer y sentí que el placer ascendía, Jaznat también vibraba expectante. No me sorprendió percatarme de que ella se refería al viajero como “nuestro compañero”, dando a entender que sobreviviría y aceptaría compartir su vida con nosotras.

El entrechocar de las armas se interrumpió. Ambos contendientes jadeaban por el esfuerzo y se miraban fijamente, como midiendo las posibilidades de salir con vida del encuentro. El otro forajido se mantenía impasible.

La tensión entre ellos se rompió cuando el orgasmo estaba a punto de desatarse en mi interior, por los jadeos de Jaznat, deduje que ella también estaba a punto de sentirlo.

El morador del desierto se lanzó sobre el viajero con un poderoso mandoble. Nuestro compañero ejecutó un quiebre de cintura y cayó en la arena sobre una rodilla. Girando el cuerpo contraatacó enviando un certero tajo entre las piernas de su rival. La hoja de la cimitarra rebanó el bajo vientre del individuo y el alarido de dolor pareció sincronizarse con el estallido orgásmico que recorrió todo mi cuerpo. Jaznat vibró al unísono empapando mis dedos con su preciada savia sexual.

—¡Acabas de matar a mi hermano! —exclamó con ira el último salteador.

—¡Me importa lo mismo que te importa a ti la cazoleta de tabaco que he desperdiciado por vuestra culpa! —respondió nuestro hombre poniéndose en pie.

El renegado desenvainó y realizó un par de fintas. El viajero no se dejó sorprender y recuperó su actitud de ataque estudiado. Mi hermana y yo nos sentamos a observar. Ambas estábamos sonrojadas y jadeantes por el placer compartido; pronto necesitaríamos la savia del clímax.

Entre los hombres, cada ataque era puntualmente respondido, cada finta descubierta y cada mandoble fuera de postura esquivado con maestría.

—¡Oh, Erfhat! ¡Tú lo trajiste a nosotras, no permitas que muera! —rogué, ejecutando una genuflexión y lamiendo los jugos vaginales de mi hermana entre mis dedos.

—Sea de ese modo —concedió Jaznat imitando mi gesto.

Las hojas e metal se trenzaron en un ataque detenido que acrecentó la tensión entre los combatientes. En un movimiento que pareció bien estudiado, el salteador giró hacia abajo su espada para mermar la guardia del viajero. Nuestro hombre retrocedió y, liberando la cimitarra saltó hacia su oponente y giró en el aire instantes antes de ser atravesado por la espada. En el giro descargó un brutal mandoble que cercenó el cuello de su último enemigo.

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El guerrero vencedor clavó la punta de su cimitarra en la arena y se quedó de rodillas intentando recuperar el aliento. La deshidratación y los rigores del viaje se sumaban a la fatiga de la lucha que había emprendido. Los dos heridos por las dagas seguían vivos y gemían quedamente. Jaznat y yo descendimos de la meseta. Mi prenda íntima estaba empapada por la savia de placer nacida de la excitación.

El viajero nos miró con atención. A pesar de nuestros arcos y espadas, supo deducir que no le atacaríamos. Conservó la postura.

Me acerqué a uno de los heridos, procurando que la sombra de mi cabeza no coincidiera con la suya; esto habría sido como comunicar a Erfhat que yo autorizaba las fechorías del hombre y me convertía en aval de sus actos.

—Tu herida es grave —señalé sin dar énfasis a mi voz —. Si retiro la daga morirás en pocos segundos. ¿Quieres que oriente tu camino hacia Erfhat?

El moribundo hizo un gesto de asentimiento con su mano y extraje del ceñidor mi daga ritual. Jaznat hizo lo mismo, proponiéndose dar un tratamiento similar al otro herido. Con el filo del arma corté un mechón e mi cabello y lo introduje en mi boca para empaparlo de saliva. Con la lengua formé una apretada bola de pelo que puse entre mis dedos.

—Morirás debido a que rompiste las leyes del desierto y atacaste a un viajero cuando debiste brindarle agua, alimentos y paz —declaré la fórmula ritual adecuada—. Que Erfhat escuche las palabras que dirás en tu favor.

Acerqué la bola de pelo a su boca. Él abrió los labios y la atrapó entre sus dientes. Quizá no podía hablar, pero me dirigió una mirada de genuino agradecimiento. Me abrí la túnica y bajé mi prenda íntima para entregarla al viajero en señal de respeto y admiración. Jaznat hizo lo mismo, el hombre besó y olfateó las prendas contesto educado y las guardó en su bolsillo junto a la talega de tabaco. Mi hermana y yo volvimos con los heridos.

Mi sexo aún estaba húmedo. Recolecté entre mis dedos la mayor cantidad posible de flujo vaginal y me arrodillé sobre la arena, poniendo la cabeza del moribundo entre mis muslos. El forajido miró mi vagina depilada y se estremeció de placer. Unté sus labios y fosas nasales con mi savia.

—¡Que la diosa Erfhat perdone tus trasgresiones y te permita disfrutar de los placeres futuros! —sentencié en la fórmula ritual—. Lleva mi aroma y mi sabor ante ella, como prueba de que te libero de esta vida.

Coloqué la punta de la daga ritual sobre su corazón y, con un firme movimiento, la clavé hasta la empuñadura en su pecho. El bandido se sacudió y murió, llevando entre sus ojos la imagen de mi sexo. No me sentí capaz de hacer más por él.

Jaznat pareció conmoverse por el herido a su cargo, pues orinó sobre su rostro antes de rematarlo; llegaría ante Erfhat con la señal de que una sacerdotisa lo eximía de todas sus culpas.

Ambas nos incorporamos. El viajero recuperó sus dagas y nos entregó las nuestras después de limpiarlas con la capa de uno de los cadáveres.

—Soy Jaznat y ella es mi hermana, Dehit -informó mi gemela—. Somos sacerdotisas de la diosa Erfhat, ¿Quién eres y de dónde vienes? Espero que no trates de engañarnos; recuerda que las sacerdotisas estamos facultadas para detectar la mentira.

Mi socia de lecho podía estar emocionada por el encuentro, pero seguía rigiéndose por su cautela habitual.

—Mi nombre es Reknyel —respondió el viajero—. Vengo del Altiplano y soy un guerrero sin estandarte. Soy hijo bastardo del emperador Samael, apodado "El Embustero" y de Layla, hechicera de la Costa Partida. No me juzguéis por las atrocidades que mis padres han cometido. Crecí con Oravocti, reina, guerrera y hechicera de las Montañas Del Alba. De pequeño me alimenté de su cuerpo y al madurar conocí el placer con ella. Me considero un buen devoto de la diosa Erfhat, sin importar que mi padre haya prohibido su culto en todos los reinos tributarios.

El hombre hablaba con sinceridad. Jaznat y yo asentimos imperceptiblemente. Reknyel había demostrado su valentía como guerrero, tenía en su historia el cierre de un círculo de placer al haber sido amamantado por la misma mujer que después lo inició en los misterios de Erfhat. Por sus venas corría la sangre de un noble y una hechicera; el que fuese o no un hijo bastardo era culpa y cobardía de su padre. Me pareció excelente como obsequio de nuestra diosa.

—¿Qué haces en este lugar? —pregunté con voz átona.

—Hace veinte noches estaba en una expedición, dando caza a una banda de forajidos —relató—. Me quedé dormido al lado de la hoguera y la diosa Erfhat me visitó en sueños. Compartió su cuerpo y sus placeres conmigo y después me indicó el camino a seguir para hallaros. Erfhat dijo que aquí, en el Desierto Rojo, encontraría la dualidad del placer.

—El fuego ceremonial nos indicó que vendrías —concedió Jaznat—. Si deseas cumplir con lo que has venido a hacer, acompáñanos a nuestra gruta.

Una vez quedando de acuerdo preparamos el trayecto. Mi socia de lecho y yo recuperamos los caballos que teníamos ocultos y nuestro hombre dio más agua a su montura. Reknyel se sorprendió al ver la fertilidad del huerto, por turnos le explicamos que poseíamos el secreto de dar vida a la tierra muerta. Pero más se maravilló al entrar a la gruta.

Muestro hogar era una oquedad en la pared del cañón, medía unos cien pasos de largo por cincuenta de ancho y en el fondo había un manantial cuyas aguas se acunaban en una poza poco profunda para filtrarse después entre las grietas de la pared. La gran estancia estaba bien dividida en dormitorios, área de curación y preparado de remedios (con una farmacopea botánica completa), cocina, biblioteca, un amplio cuarto de aseo con ducha hidráulica incluida y bañera, y una amplia sala común, alfombrada y llena de cojines para descansar cómodamente.

Reknyel atendió a la yegua y después tomó un prolongado baño. Durante ese tiempo, Jaznat y yo preparamos la comida. Cuando se reunió con nosotras lo instalamos en la sala común y corrimos a la bañera.

Nos sumergimos en el agua, agradecidas por su frescura y tallamos escrupulosamente nuestros cuerpos con jabón de tabaco.

—Estoy algo nerviosa —reconocí—. Nunca lo hemos hecho con ningún hombre.

—Estamos bien adiestradas —me consoló Jaznat—. Recuerda cuánto hemos practicado con los falos de cuarzo.

Sentí la tentación de abrazarla y nuestras bocas se encontraron como miles de veces antes. Nos arrodillamos una ante la otra, con el agua de la bañera al nivel de nuestras caderas. Mi hermana me abrazó y yo recorrí la redondez de sus nalgas. Nuestros cuerpos desnudos se estremecieron por el mutuo contacto. Encontré la entrada de su sexo y friccioné con suavidad sus labios mayores. Ella deslizó sus manos sobre mi espalda y, separando mis glúteos, hurgó con sus dedos hasta encontrar mi orificio anal.

—¡Te amo! —declaré en un suspiro.

—Como debe ser —concedió—. Nacimos idénticas, la una para la otra. No podría ser de otro modo.

Pegué un respingo cuando uno de los dedos de Jaznat se adentró por mi ano. Introduje un dedo en su vagina y ambas iniciamos un movimiento de entrada y salida de nuestras cavidades.

Mi mano libre se posó entre las nalgas de mi hermana y mi dedo índice se coló en su recto. Su mano libre atendió mi vagina y pronto cuatro manos atendieron cuatro orificios mientras cuatro senos se restregaban entre sí y dos bocas se devoraban en besos apasionados. Dos cuerpos idénticos encontraban su lugar natural dentro del orden de las cosas mientras nuestros gemidos debían escucharse en la estancia donde nos esperaba el hombre destinado a unirse a nuestras vidas. Este era el círculo perfecto del amor que vivíamos juntas.

Gemimos y gritamos al unísono cuando nuestros cuerpos fueron tocados por Erfhat y alcanzamos el orgasmo.

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Comimos con ganas, en medio de comentarios agradables que nos sirvieron para conocer a Reknyel, su carácter, su historia y sus motivaciones. Lo que supimos de él nos agradó. Erfhat fue generosa al enviarlo.

La charla de sobremesa se prolongó hasta después del ocaso. Jaznat y yo encendimos las antorchas mientras Reknyel atendía a los animales. Aprovechamos su momentánea ausencia para extender la piel de león negro sobre la alfombra de la estancia.

—El momento se acerca —señaló mi hermana—. Confieso que estoy nerviosa.

La besé intensamente. Ambas nos estremecimos de anticipación y así, en esa íntima caricia, nos encontró nuestro compañero.

—Llegué aquí por mandato de Erfhat, pero me quedaré con vosotras por decisión propia —declaró Reknyel abrazándonos a las dos.

Nos miramos en silencio. Jaznat desanudó el cíngulo de su túnica y yo interpreté su gesto como el inicio del resto de nuestras vidas. Besé a Reknyel en los labios y pronto el guerrero me abrazó con vigor. Nuestras bocas se unieron en un húmedo frenesí de lenguas, dientes, saliva y labios. Jaznat desanudó mi cíngulo y se abrazó a nosotros.

Hábilmente, mi hermana se situó de modo que las tres bocas quedaron al mismo nivel y el beso que antes fue de dos triplicó su pasión. Las manos de Reknyel recorrían nuestras espaldas y ejecutaban círculos placenteros que se extendían hasta nuestras nalgas. Con mi mano izquierda palpé por encima de su pantalón, descubrí su virilidad enhiesta.

—Os amo y os deseo —confesó Reknyel con voz enronquecida—. Como pareja para formar triada y como mujeres independientes.

La ventaja más grande que teníamos al ser sacerdotisas era que sabíamos cuando alguien decía la verdad. En el caso de nuestro hombre, era completamente sincero.

Jaznat y yo nos deshicimos de las túnicas y quedamos desnudas ante él. El viajero virtualmente se arrancó las prendas del Altiplano para mostrarnos un cuerpo esbelto, de músculos compactos bien definidos, una piel bronceada y cubierta por vello masculino. Lo que más nos sorprendió fue la calidad de su miembro viril.

Corroborando los rumores sobre los descendientes de la raza de piel oscura, el pene de nuestro hombre era muy superior en longitud y grosor a los miembros de los moradores del desierto. Ni mi hermana ni yo habíamos visto jamás uno similar. Su longitud sobrepasaba el largo de nuestras palmas y presentaba una curvatura que prometía placeres nunca experimentados por nosotras.

Jaznat y yo nos arrodillamos ante él, no en señal de sumisión, más bien tomando el mando de los acontecimientos. Mi hermana sujetó el pene por su base y llevó el glande a su boca. Inspirando fuerte lo chupó profundamente mientras que con su mano lo estimulaba por el tronco. Reknyel acarició su cabeza con gesto agradecido. Me incorporé para besarlo. Mientras nuestras bocas volvían a encontrarse, acarició mis nalgas hasta localizar el canal que las separaba. Con el índice encontró mi orificio anal y rozó la entrada sin penetrarme, pero estimulándome.

Me encantó lo que sentí, pero quise probar lo que Jaznat asía, de modo que me arrodillé también. Mi hermana me ofreció el falo erecto y cubierto de saliva, el cual no dudé en llevarme a la boca.

Cuando el glande llegó a mi campanilla me detuve un instante. Sopesé los testículos mientras las manos de nuestro compañero acariciaban mi cabeza. Jaznat me abrazó por detrás y se apoderó de mis senos para regalarme sus expertos apretones y caricias. Entonces inicié mi felación.

Moviendo la cabeza de adelante hacia atrás imprimí un ritmo lento, pero intenso. Hacía llegar el glande hasta un poco más allá del límite de mi garganta para retirar el pene de mi boca con una agradable succión. Reknyel suspiraba emocionado y profería exclamaciones de deleite.

El primer objetivo era gozar, pero sin hacer que Reknyel eyaculara dentro de mi boca. Cambiando de secuencia atraje a Jaznat para compartir con ella el regalo de nuestra diosa. Nos besamos emocionadas y acomodamos el falo entre nuestras bocas. Con los labios formamos una cavidad para alojar el glande y nos coordinamos para mover las cabezas al mismo tiempo. Reknyel acariciaba nuestros cabellos y tensaba su cuerpo recibiendo descargas de placer.

Consideré que llegaba mi momento y me tendí sobre la piel de león. Inmediatamente Jaznat se acomodó entre sobre mi cuerpo y frotó sus senos con los míos.

—Rek, sobre una de las repisas de la cocina encontrarás un frasco de terracota, tráemelo —ordenó mi hermana.

El hombre obedeció y ambas sonreímos. Sería muy útil contar con él en el futuro.

Mi socia de lecho recibió el frasco y le retiró el corcho. Contenía un aceite vegetal dulce y comestible, extraído de la misma planta que utilizábamos para fumar en rituales de iluminación espiritual. Vertió una generosa cantidad sobre mis senos y también lo esparció por los suyos. Con esta lubricación adicional nuestras pieles se resbalaban deliciosamente. Me estremecí de gusto cuando nos movimos al unísono, ella sobre mí, con su sexo frotándose sobre el mío como si estuviera penetrándome. Yo, con las piernas abiertas, acudía al encuentro de su cuerpo. Reknyel friccionó con aceite la espalda de Jaznat, luego recorrió sus nalgas para separarlas y cubrirlas con aceite. Finalmente se acomodó entre nuestras piernas y llevó los dedos largos de cada una de sus manos a nuestros sexos.

Suspiré complacida cuando su índice penetró mi vagina hasta el límite de la barrera virginal; Jaznat debió sentir lo mismo cuando el tratamiento le fue aplicado. El clítoris de mi hermana chocaba con el mío en rítmicos encuentros mientras los dedos de nuestro hombre estimulaban nuestras entradas de placer. Los juegos, la tensión y el gusto de sentirme en compañía de mis dos amores provocaron que se me disparara un intenso orgasmo. Jaznat suspiró con energía e intensificó sus movimientos pélvicos hasta correrse también.

Reknyel se separó de nosotras sentándose a nuestro lado. Con ojos empapados en lágrimas de dicha olfateó y saboreó los jugos vaginales que empapaban sus dedos. Murmuraba frases de agradecimiento a Erfhat, sumido en un piadoso estado de éxtasis religioso. Lo acomodamos de costado sobre la piel de león y Jaznat se apoderó de su virilidad para volver a chuparla con deleite.

Mi hermana, también de costado, separó sus piernas en compás para ofrecerme su sexo. Corrí a lamer sus jugos vaginales mientras las manos de Reknyel separaron mis muslos. Grité emocionada al sentir el vello de su barba acariciando la suave piel de mi entrepierna. Casi lloro de éxtasis cuando su cálido aliento recorrió mi intimidad y su lengua se arremolinó en mi entrada vaginal.

Reknyel sorbió mi savia íntima y lamió despacio mis labios mayores mientras yo daba placer a mi hermana y ella succionaba su falo. El triángulo de sexo oral estaba completo, aunque por momentos alguno de nosotros interrumpía su labor para gemir o murmurar frases de gusto. Personalmente era halagador que Reknyel, un auténtico devoto de Erfhat, con un largo recorrido sexual, se esmerara tanto por darme placer.

Grité entre los muslos de mi hermana cuando nuestro hombre capturó mi clítoris entre sus labios. Introdujo uno de sus dedos hasta topar con mi membrana de virginidad y gimió estremecido. Con su boca succionaba mi nódulo de deleite para liberarlo de golpe. Con cada maniobra me hacía gritar, pero pronto supe contenerme para brindar a Jaznat el mismo tratamiento. De este modo la tensión fue acumulándose en nuestros organismos hasta que estalló en un clímax que bañó el rostro de Reknyel con mis jugos vaginales. Luchando entre estertores conseguí transmitir a Jaznat el mismo goce.

Reknyel se acostó boca arriba sobre la piel de león. Jaznat y yo vertimos un generoso chorro de aceite sobre su torso, abdomen y muslos, e hicimos lo mismo sobre el frente de nuestros cuerpos. Nos recostamos sobre el hombre y lo besamos en la boca por turnos.

Deslizándonos con el aceite friccionamos los senos de una contra los de la otra y luego sobre el torso del guerrero. Cada una de nosotras montó uno de sus muslos y friccionamos nuestros pubis contra su piel.

Después fue Jaznat quien se tendió sobre la piel. Me lancé sobre ella como tantas veces. Mi sexo encontró el suyo y nos restregamos con apasionados movimientos de cadera. Reknyel se acomodó de rodillas entre nuestras piernas y supuse que penetrara a alguna de las dos. El momento no llegaba aún.

Con maestría acomodó su virilidad entre nuestras vaginas y, tomándome por la cintura, empujó la pelvis deslizando su hombría entre nosotras.

Mi hermana y yo gritamos de placer al sentir el recorrido del mástil a lo largo de nuestras intimidades y el impacto de su glande contra nuestros nódulos de placer. Era como si estuviera copulando con ambas al mismo tiempo. Los frenéticos embates hacían que su bajo vientre golpeara contra mis nalgas y sus testículos impactaran contra la entrada vaginal de Jaznat.

Los tres gritábamos fuera de control. Temí que eyaculara sin habernos penetrado, pero mantenía un buen ritmo respiratorio.

La cumbre del placer llegó y Jaznat se corrió junto conmigo mientras los tres gritábamos embravecidos.

Me levanté para colocarme junto a mi socia de lecho y alzarle las piernas. Reknyel no debía seguir conteniéndose más. Con decisión tomé su miembro y lo dirigí a la vagina de Jaznat. El hombre se acomodó, puso las piernas de ella sobre sus hombros y la penetró despacio, en un largo y lento movimiento.

El glande entró con facilidad gracias a la lubricación, pero topó con la membrana virginal. Ambos se miraron y ella asintió, dando autorización a tan ansiada visita. Él, con un movimiento firme, empujó y terminó de penetrarla. Ambos gritaron apasionadamente. Se mantuvieron estáticos y aproveché para mirar entre las piernas de los dos. Un hilillo de sangre salía del sexo de mi hermana. Procedí a lamer la zona del acoplamiento.

Cuando retiré el rostro de sus intimidades comenzaron a moverse. Primero fueron despacio, estudiando el terreno, dando a Jaznat tiempo y consideración para adaptarse a la nueva era de su vida sexual. El ritmo adquirió vigor y pronto noté que las piernas de mi socia de lecho se tensaban. Su respiración se aceleró y un ronco grito escapó de su garganta para proclamar uno de los orgasmos más poderosos de su existencia. Reknyel aulló de placer y descargó un caudal de simiente en lo más profundo del sexo de mi hermana.

Sus cuerpos permanecieron unidos durante un rato que ambos dedicaron a prodigarse caricias y decirse frases de amor y solidaridad. Después él se incorporó para acomodarse al lado de Jaznat y ambos me miraron expectantes. Llegaba mi momento.

La virilidad de Reknyel seguía en pie, esperando mi intervención. De momento atendí a mi hermana.

Repté entre las piernas de Jaznat y, con deleite, lamí los jugos vaginales, restos de sangre virginal y semen. La mezcla de fluidos era embriagadora; Erfhat nos bendecía con la excitación y el placer.

De la vagina de ella pasé a los genitales de él. Lamí sus testículos y después pasé al miembro viril. Mi lengua recorrió el tronco desde su base hasta casi llegar al glande, el cual preferí dejar intacto. Decidí que me penetraría con restos de la mezcla sexual producida en el interior de Jaznat.

Me incorporé poniendo los pies a cada lado del cuerpo de nuestro hombre, mirándole de frente y mostrándole mi desnudez en todo su esplendor. Sonriendo extendió los brazos para tomarme de las manos. Me acuclillé despacio, entonces mi hermana se colocó tras de mí para lamer brevemente mi vagina y colocar el pene de Reknyel en posición. Sentí que ella acomodaba el glande en mi entrada y, poco a poco, me fui sentando para empalarme por mí misma.

El glande pasó bien entre mis pliegues, estaba muy lubricada y deseosa. Durante los dos años de unión habíamos practicado penetraciones poco profundas con falos de cuarzo, pero nunca llegamos a tocar las barreras virginales. Al llegar a la frontera inexplorada, el miembro de nuestro hombre me provocó algo de incomodidad, pero decidí continuar. El placer que se avecinaba bien valía un poco de dolor.

—Despacio —recomendó Reknyel—. No es necesario que te lastimes. Podemos esperar el tiempo que necesites.

—Debe ser ahora —respondí hundiendo un poco más de carne en mis entrañas—. Prepárate.

Me dejé caer, con un único movimiento motivado por las ansias. Mi propio peso provocó que la erección de Reknyel se incrustara hasta lo más profundo de mis entrañas. La barrera virginal cayó abatida y sentí un ligero hilillo de sangre que resbalaba por entre los pliegues de mi sexo. Grité por una punzada de dolor, pero no di marcha atrás. Erfhat había decretado esto, yo lo estaba disfrutando y mis compañeros de lecho esperaban entereza por mi parte.

El miembro de nuestro hombre ocupó toda mi cavidad vaginal. El dolor se disipó, reemplazado por la placentera sensación de sentirme llena de él.

—¡Te amo, Dehit! —exclamó Reknyel acariciando mis muslos—. ¡Os amo a las dos, me habéis dado más, mucho más de lo que creí merecer!

Me recosté sobre su cuerpo y nos fundimos en un beso abrasador. Sentí que Jaznat lamía nuestros genitales desde atrás. Partiendo de los testículos de él hasta mi entrada vaginal. Con su lengua recogía restos de flujo vaginal y sangre.

Cuando me sentí preparada inicié un cadencioso movimiento pélvico, de adelante hacia atrás. Para entonces las paredes de mi conducto vaginal se adaptaban a las dimensiones del miembro masculino. La curvatura que presentaba hacía que al retroceder tocara un punto en mis entrañas que me daba mucho placer. Al avanzar, mi clítoris rozaba con su cuerpo y al llegar al límite, su glande topaba con el fondo. Con cada movimiento contraía y controlaba mis músculos internos, tal como se nos enseñara desde siempre en nuestro adiestramiento como sacerdotisas.

Desde lo más profundo de mi ser sentí que la tensión se acumulaba y descendía para arrancarme un orgasmo místico. En ese clímax me sentí una a Erfhat, al hombre con el que estaba copulando, a mi hermana, a todo nuestro mundo y al universo que lo contenía.

Grité, lloré y me sacudí en un orgasmo múltiple que me pareció eterno. Reknyel acompañaba mis movimientos con estudiadas penetraciones que conseguían prolongar más aún la sensación cósmica de renovación.

Cuando mi placer decreció, el viajero continuó con poderosos movimientos. Yo ya disfrutaba sin rastros de dolor. Sus arremetidas eran vigorosas y tuve que erguirme para gozar estimulando nuevos puntos en mi interior. Mis senos se agitaban al ritmo de cadera que él imponía, mi piel brillaba cubierta de sudor, mi cabello platinado se pegaba a mi cuerpo como un halo de metal y luz. En la caverna sólo se escuchaban nuestros jadeos y los gemidos de Jaznat, que se masturbaba tendida al lado de nuestro hombre.

Y, nuevamente, me sentí en contacto con la fuente de placer del Paraíso de nuestra diosa. Un nuevo orgasmo recorrió mi cuerpo entero; temblé extasiada al sentir que la virilidad en mi interior se engrosaba para disparar poderosos chorros de esperma que irrigaron mis entrañas. Ambos, viajero y sacerdotisa, vibramos simultáneamente y fuimos arrastrados por el torrente pasional que nos enlazaba con la deidad creadora de todas las formas de vida.

Nos besamos largamente, después me incorporé. Al desacoplarme noté que la virilidad de Reknyel seguía erecta. Jaznat preparó la bañera para los tres, yo me dirigía la cocina para hervir kafia y llenar las pipas con una mezcla de tabaco y hierba dulce e iluminadora. Cuando todo estuvo listo pasamos a la ducha y, tras asearnos, entramos en la bañera para seguir gozándonos.

La infusión estimuló nuestros sentidos, el contenido de las pipas elevó nuestros espíritus. Tras las primeras caladas cantamos y reímos. Reknyel compartió con nosotras algunas melodías que no conocíamos, como aquella que versaba sobre un navío subacuático de color amarillo o la de una chica rodeada de diamantes, perdida en el cielo.

Espíritu y vida se fortalecieron. En el interior de mi hermana, así como en mis entrañas, todo había cambiado. Ahora éramos mujeres completas, abiertas al placer con un hombre que complementaría nuestras vidas.

—Os he anhelado desde siempre —reconoció el viajero—. Pero nunca creí que encontraros me colmara de tanta dicha… ¡Os amo a las dos, con el alma entera, con todo el cuerpo y con toda mi mente!

Ambas lo abrazamos en medio de nosotras. Era sincero. Encontré su hombría en erección debajo del agua. Mi cabeza giraba con el mareo habitual en los estados de iluminación. Él acarició mis senos y comprendí que los rituales de placer aún no terminaban.

—Debemos practicarlo todo —comenté—. En los próximos días tendremos rituales que sólo impliquen ciertas partes de nuestros cuerpos, pero esta noche es para conocernos bien.

Mi hermana agachó su cabeza delante de nuestro hombre y la atrapé para besar su boca con intensidad. Él nos acariciaba los senos, los costados, las nalgas y los muslos. Decidiendo que quería continuar me aparté de ellos.

Me arrodillé dándoles la espalda. Coloqué las manos en el borde de la bañera y ofrecí las nalgas en la postura “equina”.

Ambos se acercaron a mí. Reknyel se acomodó de rodillas tras mi cuerpo y Jaznat, a un costado, masajeó mis senos desde su origen hasta los pezones enhiestos.

La erección masculina pronto se posó sobre mi entrada vaginal, entonces empujé hacia atrás. Correspondiendo al movimiento, el hombre me penetró casi sin interrupción, un bramido de fiera en celo escapó de mi garganta. Me tomó por la cintura e iniciamos un rítmico movimiento copulatorio.

La curvatura de su miembro me permitía disfrutar de placeres incendiarios al recorrer los puntos sensitivos que Erfhat colocara en las entrañas de toda mujer. Mis senos escapaban de las habidas manos de mi hermana para moverse libremente al compás del movimiento de nuestros cuerpos.

El agua a nuestro alrededor se agitaba en un oleaje que nos golpeaba en respuesta a nuestras acciones. Yo respondía a las arremetidas del hombre con opresiones musculares internas que ofrecían mayor fricción, fue así como volví a conseguir un orgasmo.

Reknyel se desacopló de mi vagina para agacharse detrás de mí. Su lengua recorrió la separación entre mis glúteos y pronto reparó en mi orificio anal. Mi hermana se reunió con nuestro hombre para acariciar mi clítoris. Me sentí extasiada cuando la lengua del viajero se internó por mi orificio posterior para girar entro. Grité de delirio en el momento en que sus labios se posaron en la entrada y su boca succionó con fuerza.

Jaznat se aceitó un dedo y vertió una generosa cantidad de aceite sobre mi orificio anal. Lubricó con cuidado y me penetró con su dedo en rítmicos movimientos. Nuestro hombre agregó uno de sus dedos para introducírmelo también y ambos se sincronizaron para alternar sus entradas y salidas. La doble penetración digital arrancaba de mis labios suspiros y gemidos, el placer que ambos me producían abarcaba todos los niveles físicos y se elevaba a los más altos estratos emocionales. Quise llorar de gusto; tenía el amor incondicional de mi hermana, contaba con un hombre que se quedaría a nuestro lado para hacernos felices a ambas y las sensaciones que mi cuerpo experimentaba me colocaban en contacto directo con el amor de la diosa Erfhat.

—Tengo que hacerlo —murmuró Reknyel—. ¡Tengo que penetrarte por detrás!

—¡Es lo correcto! —concedió Jaznat— ¡Es una sacerdotisa, tu deber como devoto es darle placer!

Nuestro guerrero se arrodilló nuevamente detrás de mi cuerpo. Mi hermana capturó su virilidad y la introdujo en su boca para darle una ligera felación. Después lamió mi orificio anal para lubricarlo y dirigió la virilidad a la entrada. Él sujetó firmemente mis caderas y, de un certero movimiento, empujó para dar comienzo a la monta.

No sentí dolor; estaba habituada a los dedos de mi hermana, aunque nunca había introducido en mi ano un objeto tan grueso como la virilidad del viajero. Lenta, pero inexorablemente, fue adentrándose. Esperó a que me acostumbrara a su presencia en mi interior e inició un lento bombeo.

Correspondí a sus movimientos lanzando mis caderas al encuentro de su bajo vientre, de este modo llegó a introducirme entera su virilidad, para sacarla casi por completo y volver a incrustarla una y otra vez.

Respiré agitada. Sin duda me había ayudado la preparación y juego previo. Cada vez que sus testículos chocaban con mi vagina mi cuerpo se levantaba y yo gritaba apasionada; el placer en mi interior ascendía por momentos.

Mis músculos internos cedían cuando avanzaba y se contraían en los momentos de retroceso. Con cada penetración ambos gritábamos.

Su ritmo se volvió frenético, todo en nuestros organismos se coordinaba; a mi mente vino la imagen de un poderoso semental negro montando a una yegua blanca y todo mi ser estalló en un sublime orgasmo. Mi clímax fue acompañado por un alarido del hombre que me copulaba y un torrente de semen inundó lo más profundo de mis entrañas. Caí desmadejada, pero aún faltaba el placer anal de Jaznat.

Saliéndose de mí, Reknyel pasó a la ducha y se lavó los genitales escrupulosamente con jabón de tabaco.

—¿Te dolió? —preguntó mi socia de lecho acariciando mi ano.

—No. Es delicioso una vez que te acostumbras. Además, él es un experto.

Reknyel volvió con nosotras y se sentó al borde de la bañera. Su hombría se mostraba desafiante. Ambas nos acercamos a él y Jaznat se incorporó dándole la espalda. Se sentó sobre el guerrero, dirigiendo el glande a la entrada de su sexo. Mientras ella se empalaba lentamente yo acomodé la cabeza entre las piernas de los dos. Lamí los testículos de él, el punto de unión entre la virilidad y la entrada vaginal y ascendí hasta el clítoris de mi hermana.

Cuando el acoplamiento fue total, los amantes iniciaron una cadenciosa danza amatoria. Me dediqué a estimular el nódulo de placer de mi soca de lecho mientras ella gemía apasionadamente. Erfhat nos había bendecido con el amor de un poderoso guerrero. Me sentí agradecida e iluminada.

El ritmo de la cópula aumentó hasta que mi hermana experimentó un delirante orgasmo cuyos gritos casi nos hicieron ensordecer. Tras reponerse un poco se desacopló para acomodarse en la misma postura “equina” que yo adoptara rato antes.

Recorrí con mi lengua la hendidura que separaba los glúteos de mi hermana y pronto Reknyel compartió la faena conmigo. Él se acomodó detrás de ella y lamió su orificio anal como rato antes hiciera con el mío. Succionó con fuerza en repetidas ocasiones mientras ella profería gritos y gemidos. Me aceité las manos en previsión de lo que vendría y, cuando el hombre levantó el rostro, penetré con el índice de mi izquierda la entrada posterior de Jaznat.

Ella arqueó la espalda. Reknyel se aceitó las manos también y masajeó las nalgas que se nos ofrecían mientras unís un dedo al que yo tenía incrustado en mi socia de lecho. Con gesto de devoción inició un rítmico movimiento de su dedo, mismo que acompañé coordinando las penetraciones. Pronto Jaznat inició una cadenciosa danza de caderas acompañada de un prolongado cántico de gemidos y gritos guturales. Aceleramos nuestros movimientos y mi gemela volvió a sentir un poderoso orgasmo.

Aceité la virilidad de Reknyel y sostuve sus testículos con adoración mientras el glande penetraba el ano de Jaznat. Ella asentía con la cabeza mientras murmuraba frases de aliento. La primera etapa culminó con el ingreso de la cabeza del pene, después siguió el tronco arqueado y, aunque con cuidado, no se detuvo hasta tener toda su hombría enfundada en la entrada posterior de mi gemela.

Ambos permanecieron inmóviles, momento que aproveché para besar en la boca a Reknyel y luego acariciar la espalda y senos de Jaznat. Tomando a mi hermana por la cintura, el viajero retiró la mitad de su mástil para volver a clavarla con maestría. Ella gimió y respondió con un movimiento de cadera que fue el preludio a la danza copulatoria anal.

Los cuerpos de ambos coordinaron su cadencia. Él sostenía firmemente la cintura de ella y tiraba de sus caderas mientras adelantaba la pelvis. Al mismo tiempo ella lanzaba su cuerpo hacia atrás, buscando el encuentro con el poderoso mástil y su inmersión en lo más profundo de sus entrañas. Los impactos de sus carnes emitían chasquidos atronadores mientras el agua en su entorno se movía en un rítmico oleaje.

Ambos gemían, sacudían las cabezas, exclamaban y se motivaban mientras el placer en sus cuerpos crecía por segundos. De este modo continuaron durante un rato, hasta que ambos vibraron al unísono en un clímax abrasador.

No pude más que sentir amor por estos dos seres. Estaba enamorada de ellos, emocionada por tenerlos cerca de mí, admirada por su resistencia, su entrega, su entereza y por la maravilla de poder compartir todo de mí con ellos y saber que ellos correspondían de la misma manera con mis sentimientos.

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ALGUUNOS COMENTARIOS

Amigos lectores de TR, si han llegado hasta aquí, habrán notado que este relato es un poco distinto a los que suelen publicarse por esta WEB. Quise crear un mundo de fantasía donde el placer no está peleado con la devoción religiosa y donde el incesto lésbico no es abominable, sino deseado y fomentado. No sé si al hacerlo todo tan abierto y natural he restado el elemento “morbo” a las situaciones que describo; si es así, discúlpenme, si no lo es me sentiré aliviada.

Por cierto, habrán notado que en este relato no utilizo palabras malsonantes; en ninguna línea digo “culo”, “coño”, “verga” o similares. No es mojigatería ni puritanismo, sencillamente quería dar a esta narración un lustre de trabajo literario publicable en editorial. Fue por simple vanidad.

Nada de esto sería posible sin el amor incondicional y maravilloso de mi oprima hermana, Natjaz Vasidra, con quien tengo una relación lésbica de unos veinte grados en la escala de Richter, y de su amantísimo esposo, Elykner Drorheck, único hombre en la vida con quien he tenido una relación heterosexual. Juntos hacemos tríos exquisitos.

De hecho, las escenas, movimientos y posturas que describo en este relato son sólo pequeñas muestras del inagotable repertorio sexual que desplegamos cuando podemos darnos una buena encerrona. En lo único que he exagerado es en la existencia de una piel de león negro, cosa que no tenemos. Si en la vida real viéramos una de estas criaturas, no nos atreveríamos a cazarla.

Para aquellos que creyeron que Elykner Drorheck había muerto en abril (sí, los que tenían la teoría de que era cierta persona conocida de todos y que, lamentablemente, se nos adelantó hace tres meses), les diré que no. Sigue vivito y coleando (¡Vivísimo y follando, Ja, JA, JA).

Natjaz y Elykner andan muy ocupados últimamente, trabajando juntos de sol a sol. Ustedes ya se imaginarán la clase de cosas que andarán haciendo en sus ratitos libres, a mí ya no me sorprende. Hemos charlado y parece ser que vamos a darles a todos ustedes una sorpresa en cuestión de relatos. Pero mi participación la condicionaré al grado de aceptación que cause este relato. Si les gustó, haré mi parte en los siguientes, si no les gustó… no sé.

¿Qué siento por ese par de bribones?

Todo. ESTOY ENAMORADA DE MI PRIMA Y DE SU ESPOSO, SOY CORRESPONDIDA Y ESA VERDAD ABSOLUTA ME LLENA DE DICHA.

Mis padres me fallaron desde siempre. Toda mi vida me han dicho que no fui deseada, que hubieran estado mejor sin mí y que vine a arruinar sus vidas y sus libertades.

De pequeña muchas veces Natjaz cuidó de mí, me daba de comer en la boca, me cambiaba los pañales y todas esas cosas que implica estar a cargo por ratitos de una bebita. Somos primas hermanas por partida doble, mi padre es hermano del suyo y mi madre es hermana de la suya. Genéticamente somos como hermanas.

Elykner fue nuestro campeón y salvador desde el día que apareció. Cuando llegó a la vida de Natjaz la salvó de todas las maneras posibles y, de paso, fue mi amigo adulto. Cuando lo conocí a mis catorce años yo era una criatura revoltosa, llena de ideas equivocadas, agnóstica, decepcionada de mis padres y con un largo historial de mala conducta escolar. Él me ayudó, me acompañó, fue mi guía, mi maestro, me llevó de la mano desde mis primeros balbuceos literarios hasta mis conocimientos actuales; si algún día triunfo como escritora será gracias a su apoyo y enseñanzas. Todo esto SIN QUE HUBIERA NADA SEXUAL ENTRE NOSOTROS, simplemente por el afecto sincero de un hombre noble a quien mi prima Natjaz y yo hemos ido llevando por el camino de las parafilias.

Gracias, amigos lectores. Espero sus comentarios y valoraciones a este relato, sólo así sabré si les ha gustado y si quieren que siga escribiendo historias como estas.

Edith

¡Besos y evolución!