Ricky, el perro callejero 5
Capítulo dedicado a Luis. Se desvela cómo fue que el hermano mayor de Saúl terminó siendo la puta sumisa del perro callejero. En vez de copiar directamente los textos del diario de Luis, hemos preferido dar la información en forma de relato, para que resulte más amena de leer.
Luis siempre había tenido un carácter flojo y débil. Sumado a su delgada anatomía, y a su falta de carácter, desde muy pequeño había sido objeto de burla de los demás niños de la escuela. El pequeño Luis ni si quiera se defendía cuando le atacaban, en solitario o en grupo, y empezaban a insultarle, o peor, le golpeaban y daban patadas. Por eso ya desde su más tierna infancia, el muchacho de pelo trigueño se encerró en sí mismo, y empezó a sentir miedo de todo. Tenía poco más de diez años cuando los primeros síntomas de ansiedad y depresión aparecieron en él. A penas comía, suspendía todas las asignaturas, no hablaba con nadie, ni con otros chicos, ni con los profesores, ni si quiera con su madre. Incluso se alejó de su hermano menor, buscando estar solo también en su casa.
El primer encuentro entre Ricky y Luis se dio cuando el rubio tenía 12 años y el perro callejero 14. Ricky estaba repitiendo curso por enésima vez, y coincidió que le metieron en la misma aula que Luis. Ricky por aquel entonces no estaba del todo desarrollado, aun así su físico era mucho más imponente que el de cualquiera de los otros críos, ya que les llevaba un par de años de ventaja, y contaba además con una constitución que ya se denotaba fuerte y robusta. La primera vez que le vio, Luis quedó hipnotizado por su regia presencia. Sentado en la última fila de la clase, el rubio pasó toda la mañana observando la piel oscura de Ricky, sus incipientes músculos, sintiéndose maravillado y aterrorizado en partes iguales por aquel chico nuevo. Lo veía como alguien inalcanzable. Fuerte, seguro de sí mismo, extrovertido y macarra, era exactamente todo lo contrario a sí mismo. Y a pesar de que se sentía irrefrenablemente atraído por su mera presencia, supo desde el primer momento que no tenía ni la más mínima posibilidad de ser su amigo, ya que él no tenía de eso. Luis era una mierda, un cero a la izquierda, el saco de basura donde todos volcaban su mala leche. Y lo más seguro era que el niño nuevo terminara tratándole igual de mal que todos los demás.
Ese día a la hora del almuerzo, Ricky fue testigo de cómo los matones de la clase primero se burlaban de Luis, y luego le robaban la comida, sin que éste hiciera nada por defenderse. Observó de manera disimulada cómo había ocurrido todo, pero como si en realidad no le estuviera prestando atención al asunto. En su tierna cabecita de cabroncete empezó a idear un plan donde ese rubio de mirada lánguida y andares pesarosos terminaría siendo su criado para todo. Y es que Ricky hacía tiempo que deseaba tener un esclavo, un mocoso que lo obedeciera en todo lo que le ordenara. Era una especie de juego de niños para él, como un reto autoimpuesto, solo por el placer de poder conseguir un objetivo tan difícil, pero sería un juego que terminaría teniendo serias e inesperadas repercusiones en el futuro, donde ese niño triste y solitario terminaría siendo su puta sumisa y obediente, aunque Ricky no pudiera saberlo en ese momento. En realidad todo venía porque había visto en la televisión una película de romanos en la que un poderoso militar, un general de alto rango, se compraba en el mercado un esclavo venido de lejos, y lo utilizaba para que realizara las tareas más penosas para él.
Más tarde tocó la clase de gimnasia. Era la asignatura que más odiaba Luis, no solo porque con su frágil cuerpecito se le hacía difícil conseguir lo que los demás niños hacían casi sin esforzarse en ello, sino que además de ello tenía que aguantar sus burlas en el vestuario. Eso era lo que más miedo le daba de todo. Tener que desnudarse y ducharse entre los abusones. Sin ropa aun se sentía más vulnerable que cuando le hacían lo mismo estando vestido. Era mil veces más humillante. Pero tampoco podía faltar a clase, pues eso conllevaría un fuerte castigo por parte de su madre. Así que al finalizar la clase, Luis suspiró, y dirigió sus pasos, de manera calculadamente lenta, hacia el vestuario. Cuando llegó, muchos de los chicos ya estaban metidos en las duchas, otros estaban por desnudarse. Varias miradas cayeron sobre él. Vio de reojo que Ricky estaba en un rincón, solo con los calzoncillos puestos. Su cuerpo, como había imaginado, era el de un Adonis. Absolutamente perfecto. Lo envidió por eso, pero más que envidia era auténtica devoción lo que empezaba a sentir por ese muchacho, que hasta el momento no había abusado de él, ni le había humillado. Era extraño, porque de cualquier otro habría agradecido que lo ignorara, pero de Ricky… no deseaba su pasotismo ¡Lo que quería era que lo mirara a los ojos! ¡Que lo reconociera y le diera un nombre y un lugar en el mundo!
El joven rubio sacudió la cabeza, alejando esos extraños pensamientos que estaba teniendo. Se fue al rincón más alejado de todos, y empezó a desnudarse de manera deliberadamente lenta. Procuró mantenerse de cara a la pared, dándoles la espalda a los chicos, que ya habían empezado con sus gilipolleces de niñatos. Cinco de ellos se habían puesto en semicírculo y estaban midiendo el tamaño de sus pitos. A Luis le temblaban las piernas, las sentía flojear, como si fuese a quedarse sin fuerza en ellas y terminara cayendo en el suelo. Los dos años anteriores había conseguido evadir esa situación, él si que había visto alguno de los penes de sus compañeros de clase, pero ellos no se lo habían visto a él. Era muy cuidadoso en ese aspecto. El motivo era sencillo, si bien el resto de niños tenían pitos aun sin desarrollar de varios tamaños, grosores y largarías, en comparación su pequeño pitito se le antojaba algo diminuto. Seguro que se reirían de él por eso.
Así que intentando evitar lo inevitable, Luis cogió la toalla y se la enrolló a la cintura, aguantándola bien por un lado para evitar que se le cayera. Cuando pasó al lado de los chicos que estaban dando el espectáculo, vio que habían inventado un nuevo juego. Cada uno de ellos se había colgado una toalla de diferentes tamaños sobre sus pitos tiesos, y estaban calculando quien ganaba. “Estúpidos niñatos” pensó. Pero como era un cobarde no dijo nada. Dirigió sus pasos hacia las duchas.
Aunque no llegó muy lejos, porque una voz gritó a su espalda:
“¡Eh Luis, ven aquí! ¡Queremos medirte el rabo!” el rubio se quedó paralizado por el miedo.
“¿Qué dices? ¡Seguro que ese idiota no tiene pito!” soltó otro, haciendo que el resto se rieran de él a carcajadas. Luis estaba que quería morirse. Unos cuantos niños se habían interpuesto entre él y las duchas, y no podía avanzar más.
“Dejadme en paz” susurró tan bajo que casi ni se oyó él mismo lo que había dicho.
“¡¡Enséñanos el pito!!” gritó el primero, al tiempo que se abalanzaba contra él por detrás, arrancándole de un solo tirón la toalla que le tapaba sus zonas íntimas.
Otras manos lo empujaron contra la fría pared, obligándole a volverse. Cuando se los encontró a todos frente a él ya no pudo reprimir más las lágrimas, y empezaron a caerle gruesas gotas por las mejillas. Luis mantenía sus manitas pegadas a su entrepierna, sin quererlas apartar de ahí. Ricky lo observaba todo muy divertido. Era realmente patético ese mocoso. Lo que lo convertía en el tipo ideal para hacer con él su experimento de convertir a alguien en su esclavo personal.
Como Luis no quería colaborar, varios niños le cogieron por las muñecas y los brazos, dejándolo inmovilizado con la espalda contra la pared. Al acto se hizo un silencio sepulcral. Una veintena de pares de ojos quedaron clavados en la zona de la entrepierna de Luis, que deseó con todas sus fuerzas encogerse y desaparecer convertido en aire, porque después de aquello su existencia sería un millón de veces peor que hasta la fecha.
“¡¡Jaaaaaaaaajajajajaja!! ¡¡Luis no tiene pitoooo!!” empezó a reírse el cabecilla, al ver ese menudo gusanito tan escondidito por el miedo que realmente parecía que Luis no tuviese miembro.
“¡¡LUIS ES UNA NENAAA!!” gritó otro, señalándole, y de nuevo todos los chicos se rieron al unísono.
El pobre rubio ya no sabía qué hacer. Estaba temblando de los pies a la cabeza. Lloraba a moco tendido. Se sentía humillado, dolido, triste, enfadado, ninguneado. Era la escoria de la escoria. No había sitio para él en este mundo. No luchó por defenderse. Se quedó parado, con los ojos cerrados, rezando para que esa vergonzosa situación finalizase pronto. Luego iría a casa y se encerraría para siempre. Ya no volvería a salir jamás a la calle. Se quedaría en su cuarto. Y si a la estúpida de su madre se le ocurría intentar obligarle a salir de allí… él… él… ¡¡Cometería una locura!!
“¡¡NENA, NENA, NENA!!” empezaron a canturrear los niños, mientras algunos de ellos cogían las toallas, las enrollaban, y empezaban a golpearle por todo el cuerpo, como si fuesen pequeños latiguitos.
“¡¡AAHH!! ¡¡NOOOO!! ¡¡ BASTAAA!!¡¡AAAAAAAH!!” Luis solo empezó a removerse y luchar por su integridad, cuando algunos de los golpes le cayeron directos al pito y sus minúsculos huevos.
Poco a poco todos los críos se animaron, soltaron al rubio, que cayó de rodillas al suelo, intentando protegerse la cara y el estómago con los brazos, y empezaron a golpearle de manera brutal. La piel del niño estaba salpicada de pequeños cardenales rojos y azules por todos lados; en las piernas, brazos, el cuello, su pito, su culo… sentía fuertes pinchazos de dolor por toda su púber anatomía. Cuando pensaba que esa panda de borregos descerebrados iba a matarlo allí mismo, se oyó una voz firme, clara, bien alta, y que provocó que todos los muchachos se detuvieran al acto.
“¡BASTA!” a Ricky no le había hecho falta usar la fuerza, ni perder los nervios. Su tono autoritario era ineludible. Tenías que obedecerle y punto.
El perro callejero fue hasta la pica de lavarse las manos, abrió el grifo y mojó por completo la gran toalla que llevaba en la mano. En silencio, volvió hacia donde estaban los chicos y se paró justo al lado de Luis. El rubio veía sus pies morenos de reojo, el pobre no se atrevía a descubrir aún su rostro. Se había quedado tumbado en el suelo de lado, en posición fetal. El resto de niños miraban al mayor con expectación. Ricky lucía una poderosa erección entre sus piernas, y su polla era magnífica. El triple de gruesa, grande y larga que la mayor de ellos. Ricky puso la toalla mojada, que pesaba más que las secas que habían usado antes ellos para apostar, sobre su rabo, y la soltó. Su polla se mantuvo firme. Hinchada. Rígida. Orgullosa.
“¡Aquí el Puto Amo soy yo!” los compañeros de clase cuchicheaban por lo bajo, asombrados por la increíble hazaña que acababan de presenciar. Ninguno de ellos se le ocurrió replicarle nada al nuevo.
Entonces Ricky pateó a Luis, obligándole a ponerse boca arriba sobre el suelo. Alzó uno de sus pies desnudos y lo situó sobre el torso del menor.
“¡Y esta nena me pertenece! ¿¡Tenéis algo que decir a eso!?” les retó, de manera masculina y dominante.
Luis de repente se sintió inundado de paz. En el momento en que la piel de Ricky rozó con la suya, fue como si su calor lo envolviera por completo, y el niño se dejó llevar por esa fantástica sensación. Aunque Ricky no es que lo estuviera tratando del todo bien, en cierta manera lo estaba protegiendo de los demás niños. Además, por algún extraño motivo, que Ricky abusara de él no le causaba la misma malsana sensación que cuando lo hacían los demás. Que reconociera su existencia, aunque fuese para patearlo o pisotearlo, no sabía por qué, pero le producía una agradable sensación dentro del pecho. Según su diario personal, ése fue el momento en que Luis empezó a amar a Ricky de manera incondicional. Justo en ese instante.
Pero los niños, aunque maravillados con la prodigiosa polla del perro callejero, no iban a dejar que ese chico repetidor les quitase su fuente de mayor diversión. El pequeño líder de los macarras fue el que habló, intentando que su voz de niño sonara tan autoritaria como la de Ricky, aunque no lo consiguió en absoluto:
“¿Qué quiere decir que te pertenece?” le preguntó, encarándose con él.
Ricky torció su macabra sonrisa “Quiero decir que es mi esclavo, que hará todo lo que yo le ordene, y que no tenéis permiso para volver a ponerle la mano encima a mi posesión.”
A Luis estaba a punto de salírsele el corazón por la boca de lo fuerte que le latía ¿Qué había querido decir Ricky con eso? ¿De su posesión? ¿Eso quería decir que lo quería como amigo? La joven mente del rubio entendía más o menos lo que era un esclavo, y que más que un amigo era un criado, pero a él ya le parecía bien, si Ricky cumplía con su parte del trato y lo mantenía a salvo de las constantes palizas que llevaba recibiendo desde que tenía uso de memoria.
“Qué mierdas va a ser tu esclavo ¡Eso es una trola!” le respondió el cabecilla, riéndose.
“¡Ricky es un mentirosooo!” añadió otro de los críos.
“Yo no miento” fue la escueta respuesta del perro callejero, que permanecía imperturbable, con el pie todavía sobre el cuerpo de Luis y los brazos cruzados en su pecho.
“Demuéstranoslo” fue lo siguiente que dijo el matón
“¡Si, que lo demuestre!” corearon varios niños
“Muy bien” les respondió el de pelo negro. Entonces inclinó ligeramente la cabeza y clavó sus pupilas en las de Luis “Abre la boca y trágatelo” le ordenó sin alzar la voz.
Luis no sabía a qué se refería. Lo entendió cuando vio que el perro callejero empezaba a soltar un lapo, que iba colgando poco a poco de sus perfectos labios de Macho. Luis perdió de vista al mundo. Sabía que era la prueba de fuego. Si se tragaba su escupitajo, los otros niños se verían obligados a dejarle en paz, y de alguna manera, sabía que haciéndolo estaría firmando una especie de contrato de esclavitud con Ricky. Así que Luis no se lo pensó dos veces. Abrió la boca y dejó que la saliva de Ricky se metiera dentro. Cuando la tragó, se selló el pacto. Ricky sería su Dios, su Amo y Señor, y él sería su humilde esclavo, para todo lo que él necesitara. Jamás le diría que no a nada.
El resto de niños hicieron gesto de asco y se apartaron, dejando a Ricky y Luis solos en el vestuario. Finalmente Ricky se apartó y quitó su pie de encima del torso del rubio. Luis se quedó medio sentado medio arrodillado en el suelo. Todavía no entendía del todo lo que había pasado, ni podía terminar de creérselo.
“Ggracias” susurró con un hilo de voz inteligible.
Ricky le dio una patada en la pierna “¡Gracias Señor Ricky! Vamos, ¡Repítelo!”
Luis bajó la mirada a los pies de su Dios “Ggracias, Sseñor Ricky” exhaló en un susurro.
El perro callejero sonrió complacido, y empezó a enumerarle a su esclavo cuales iban a ser sus tareas a partir de ese momento:
“A partir de hoy vas a traerme un almuerzo para mí, además del tuyo. Llevarás mi mochila. Me harás todos los deberes ¡Y como estén mal te daré una buena paliza!...”
Evidentemente, siendo niños como eran, Ricky solo le ordenó tareas como esas, que nada tenían que ver con lo sexual. Eso llegaría un poco más adelante. Luis no se movió de su posición, a lo mucho iba asintiendo con la cabeza, y dejaba ir algún que otro “Si, Señor Ricky” de vez en cuando. Le daba igual todo aquello. Es más. Cuantas más tareas nombraba Ricky más afortunado se sentía Luis de poderlas llevar a cabo, porque eso significaba que pasaría mucho tiempo a su lado, y eso haría que se sintiera protegido y seguro. El chico rubio no era estúpido. Sabía que si se equivocaba, o sencillamente si Ricky lo creía conveniente, podría molerle a palos cuando le viniera en gana. Pero solo era uno, y era Él. Ricky. Mejor soportar las palizas de un solo muchacho que las de cincuenta, y más cuando estás completamente enamorado de ese chico. Así fue como Luis empezó a ser el esclavo sumiso y complaciente de Ricky, y además sintiéndose agradecido por ello.