Ricardo y el viejo
La noche había concluido y la normalidad se imponía; no podía escapar del trabajo, la rutina, las máscaras, los roles, las sinrazones. Confieso que desactivar mi volcán interior fue lo más pesado. Con todo, encaré el día.
Caminaba por la cornisa, como en la cuerda floja los pasos eran cortos, inseguros, un pie delante del otro. Las calzas exaltaban mis formas: sabía que, desde atrás, los otros ojos se regodeaban con mi figura y, en especial, con las pronunciadas redondeces de mis firmes nalgas, delineadas en su individualidad por la calza hundida en mi zanja.
Sabía que era envidia de muchas.
Desde abajo mis piernas se veían largas y atractivas; con el suspensorio ajustándome la humanidad, mi silueta lucía espigada, sin grasa, sin pechos desarrollados, era la figura bien valorada socialmente. Sella mi aspecto el rostro lampiño, los cabellos sueltos, finos y largos cayendo sobre mis hombros estrechos.
Era plenamente consciente de que esa forma de caminar airoso, sudando, hacía mover mi cuerpo con un vaivén singular que derramaba lisura y en el aire dejaba aroma de enardecimiento.
El dolor entre mis piernas se hizo tan insoportable que me despertó dejándome preso de la excitación. Mi pija laxa, colocada entre mis piernas, doblada hacia el perineo y apretada por el suspensorio, había perdido su flacidez y pugnaba por saltar de su prisión.
Aflojé el elástico que la contenía y saltó como una acróbata. Mi mano la cogió en el aire y la sintió tan caliente que, al apresarla, soltó los chorros contenidos para después relajarse, volver a ser buena niña, y reingresar relajada a su posición para dejarme continuar el sueño.
Saber soñar es una virtud, pensé.
Acomodándome para dormir pasé mis manos por mis muslos. Al llegar a mis glúteos los sentí desnudos -a excepción de las tiras que levantaban mi trasero, para darles el toque respingón.
Sentí mi piel lisa de vellosidades; la curvatura de la nalga llevó mis dedos hasta la profundidad de la grieta, deteniéndose en el aro limpio, sensible al tacto y a la pasión. Acariciándome me dormí.
Me despertó el fuego, el interior y el exterior eran uno y el mismo. Envuelto en sudor, mi cuerpo estaba desnudo a excepción del suspensorio – tanga, con el sol que me castigaba los ojos, sentí excitadas mis tetillas.
La noche había concluido y la normalidad se imponía; no podía escapar del trabajo, la rutina, las máscaras, los roles, las sinrazones.
Confieso que desactivar mi volcán interior fue lo más pesado. Con todo, encaré el día. Era uno más e idéntico a todas las jornadas laborales: Horarios, apuros, subtes rellenos. Entrar al vagón fue más fácil que buscar ubicación parado en el pasillo.
Al comenzar el lento traqueteo, un cuerpo se adosó a mi espalda disimuladamente y, a medida en que el tren aumentaba su velocidad, aprovechaba la inercia del vaivén para adosarse más. Mi culo se sintió tocado por una punta que, más tarde, pude identificar como una verga que me punteaba el traste, buscándome la raya. Quise ver el rostro del atacante, pero no fue posible. Busqué su reflejo en los vidrios del vagón, pero me sería irreconocible. Mientras, más se apretaba haciéndome sentir toda su herramienta erecta. No sabía qué hacer porque mi culo aceptaba la caricia cada vez más profunda y procaz. Una mano apretó mi cadera, luego la otra. Él se pegaba a mí y yo me tiraba hacia atrás, empujándole con mi sentadera. Ambos estábamos en una extraña danza ferroviaria hasta que intuí el estertor de su aparato apoyado en mi culito. Se relajó y en siguiente parada, el torrente humano se lo llevó para siempre hacia la salida.
Un poco más espacioso el interior del coche, me toqué el traste disimuladamente. Sentí el enchastre en mi pantalón, lleno de pegajoso semen. Disimuladamente me sequé con el pañuelo, me acomodé y me preparé para descender en la próxima parada.
Más tarde, apenas tuve oportunidad, saque mi pañuelo aún mojado y con restos cremosos, le olí el afrecho y lo saboree agridulce.
Con esa experiencia en la lengua y el olfato, cobré nuevas fuerzas para continuar mi camino hacia el yugo, con la esperanza de que alguna vez algo iba a cambiar.
2.- Llegada
El tac del reloj al marcar mi tarjeta de asistencia, me sacó del letargo. La sensación recién vivida, de tener una verga tallándose en mi culo, aún estaba presente en mis nalgas calientes, pero la realidad se impuso, el ascensor desvencijado llegó al piso de la oficina e ingresé saludando.
Soy un oficinista más y, como tal, me llevo bien con todos. En mi oficina, varones y mujeres nos complementamos en nuestra labor. Por mi parte, presumo de discreto y me mantengo al margen de los dimes y diretes.
Nuestro trabajo consiste en llevar la contabilidad y debemos ser diestros en el manejo del Exxel.
Por la tarde, mi jefe me llamó a su despacho y me endilgó a Ricardo, un joven que ingresaba como pasante y al que había que enseñarle todo.
Llegados a mi escritorio, me senté en mi lugar y Ricardo se paró a la par mía, invadiéndome el calor y el aroma de su ingle juvenil.
“Tráete una silla y siéntate acá, para que veas lo que hago”, dije.
El seguía con atención mis movimientos.
“Cualquier cosa, pegunta”, le aclaré, pero continuó en silencio sin sacarme los ojos de encima. Cuando llegó el fin del turno, le pregunté si sabía manejar el Exxel. “No digas nada, pero no soy un experto y, si lo saben, me dejan en la calle”, suplicó. Lo miré de pies a cabeza: era un bebote común. “En ese caso tendrás que hacer horas extras, acompañándome a casa para que te entrene en lo que falta”. “Sí, lo que Ud. diga”.
Viajando a casa, estaba más animado y hablador, me contaba sobre su familia, sus estudios y sus padecimientos económicos ahora que se había independizado y vivía en una pensión barata, todo para que no lo denunciara a la empresa.
Tan acostumbrado estaba a hacer ese trayecto solo, que esa compañía me resultaba divertida. En su monólogo, me vi obligado a mirarlo. Sus ojos parecieron transparentes, era honesto, como un niño grande y su cuerpo, medio gigantón y con cara de niñato, no me disgustaba.
Al entrar a la casa, sentí como si ésta se iluminaba y tomaba otra dimensión. Me saqué el saco que había llevado desde la mañana, le dije que se pusiera cómodo, y me fui a la habitación a cambiarme. Me desvestí, cambié mis calzoncillos todo transpirados, me apresté a colgar el pantalón del traje cuando noté una mancha oscura que endurecía la tela. Instintivamente llevé mi nariz para saber qué era aquello y recordé la escena matutina en el metro.
Dejé la prenda y me cubrí con un short y una remera.
Volví al comedor y mi pupilo estaba prendido de las imágenes explícitas de una porno del canal Venus. Al darse cuenta de mi cercanía, lo cambió en el acto, sin saber que ya lo había descubierto. “Ven, te muestro el baño para que te asees, te mojes la cara y la cabeza para trabajar”, dije. Se paró y no pudo evitar la carpa en su entrepierna, de lo que tomé nota, pero me hice el sota. Lo dejé en el lavabo, volví a la cocina a preparar unos emparedados, ya que la frugalidad era recomendable en esos momentos.
El regresó como otra persona, renovada, ya que había tenido un día agotador. Las entrevistas matutinas para el ingreso y el entrenamiento que me habían encomendado esa tarde, habían dejado sus huellas estresantes. La vista de los sándwiches lo reanimaron aún más.
“Siéntate a mi lado, repasamos Exxell y luego comemos, ¿de acuerdo?”, pregunté. La respuesta no podía ser más obvia, así que se sentó a mi lado, pegando su silla a la mía. Exxell restalló en la pantalla. “¿quieres beber algo?”, disparé. “Sí, tengo mucha sed”, dijo y me fui a buscar el jugo de frutas helado que siempre mantengo en la heladera. Traje dos vasos. Le tendí el suyo y lo tragó casi de un solo sorbo. “¿Te gustó, quieres más?”, inquirí. “Por favor, está rico”, dijo, y le pasé mi vaso.
Comenzamos con el maldito Exxell. Le dije que él lo manejara y pronto me di cuenta que sus conocimientos eran demasiado básicos: “Este entrenamiento va a llevar muchos días, ¿estás dispuesto?”, presioné. “Sí, lo prometo, haré todo lo que sea necesario”, contestó. Y comencé con la aburrida charla, haciéndole ejecutar los comandos elementales cada vez que lo consideraba necesario. Por la posición en que estábamos, nuestros cuerpos cada vez se arrimaban más. Su pierna se adosó a la mía y mi brazo cruzó su espalda, por atrás para que manejara el teclado con mayor comodidad, generando una energía adictiva entre las carnes. Así continuamos hasta suspender la práctica y atacar los emparedados que nos esperaban en la mesa ratona.
Él se sentó en el sofá, frente a la mesita, fui por más bebida, y me senté a su lado, tan cerca como me fue posible. Prendí la TV y comencé a zapear hasta los canales porno. “¿Estás en pareja o salís con alguien?”, pregunté. “No”, contestó con un tono avergonzado. “Ya conocerás a alguien…”, dije y lo dejé con sus ojos clavados en la pantalla que repetía una de esas remanidas escenas de sexo explícito entre hombre y la mujer. Como hipnotizados, mis ojos vigilaban su entrepierna entre comentarios sobre los atributos de los actores, los gemidos erráticos y esas ridiculeces del porno barato.
Todo transcurría sobre el andarivel de la normalidad hasta que en la escena irrumpió un segundo hombre, y se formó el trío HMH, con la particularidad de que la bienvenida a la nueva la verga la dio el hombre, quien interrumpió el cunnilingus a la hembra para comenzar una felación de película a la macana del recién llegado, mientras la hembra trabajaba los genitales del mamador.
Inmediatamente se hizo silencio en nuestra mesa, toda la atención fue concentrada en el giro que había tomado la peli, y la bragueta de mi pupilo se levantó.
“Qué bien que mama ese tipo”, comenté. Asintió con la cabeza y su mano se posó en su verga. “Pajéate”, le dije al oído. “¿No te molesta?”, preguntó. “Somos hombres…”, respondí.
Abrió su bragueta y no poco trabajo le costó sacar su miembro que, literalmente, saltó cual reata al sentirse liberada. El fuerte olor a efebo me llenó los senos nasales; un aroma a bolas sudadas, verija y leche añeja me embriagó y impregnó la habitación.
Era una verga mayor, de unos 18 centímetros a cálculo por un diámetro de 5; blanca, recta, su bálano redondeado como trompa de un tren bala. La enlazó en su puño presumiendo de su tamaño y la peló arrastrando la piel hacia su cuerpo hasta exhibirme la cabeza en todo su valor, estirada por la cuerda del prepucio y coronada por el meato que se abría como una boca cilíndrica y potente. Me estremecí al imaginarlo meando.
Comenzó su masaje con movimientos casi lentos, que traducían su calentura, sin sacar los ojos de la pantalla, siguiendo las cadencias de la mamada, hasta que no pude más: “deja que te ayude”, dije y sustituí su mano con la mía. Un shock eléctrico sentí en mi ser al abrazar su lanza de fuego, dura y creciente entre mis dedos. Él también vivió el estremecimiento de mi piel contra la suya hasta que mi puño alcanzó su ritmo. Estaba tan excitado que me animé y, tirándome sobre su verija, comí su glande a lengüetazos, recibiéndolo en mi tragadero como un manjar al que había que tratar con la personalidad del amo.
Sus manos empujaron mi cabeza y el bálano hizo tope en la lengua vuelta sobre sí misma en defensa de mi garganta.
En la pantalla el recién llegado se ponía en posición de penetración al macho, quien, abría su agujero anal, miles de veces dilatado, para recibir al monstruo.
El literalmente me coleaba la boca y yo contribuía a ser embocado.
Sentí su tensión y sus espasmos estallaron llenándome de lefa caliente, espesa, cremosa, que a chorros me inundó. Las violentas descargas y sus manos en mí nunca sosteniéndome, apretando su miembro en mi comedor, hicieron que me trague su descarga. Lo poco que pude saborear era dulce, láctea, rica.
Recién cuando su vega empezó a relajarse me miró a los ojos y sin sacarla, “gracias; discúlpame, estaba tan caliente”, dijo, y me liberó.
Desde la pantalla salían los últimos gemidos orgásmicos. Le aflojé el cinto, le desabroché el pantalón. Le quité los náuticos. “Párate”, ordené. Lo hizo y bajé sus prendas al piso. El cuadro era ridículo: Vestido el torso y desvestido desde la ingle a los pies, con un viejo (yo) arrodillado a su frente, con la cara a la altura de su verga, estudiando las formas caprichosas de su pija, su escroto, sus huevos, el matorral de pendejos exhalando el olor a macho, conociendo los lunares pintados en su piel.
“Vamos a bañarnos”, ordené. Parándome lo tomé de la mano y lo conduje al baño. Comencé a desnudarme diciéndole que hiciera lo mismo. Abrí la ducha y metí al bebote bajo el agua tibia, para luego meterme y hacer de los uno al son del enjabone y las caricias disfrazadas de aseo.
Mis manos hicieron maravillas al calentar su piel y, en su desesperación, sus dedos abrieron mis poros con sus rústicas ternezas de novato incontaminado.
Pasada la limpieza fue el momento de secarnos como dos amantes desesperados en brindarse.
El dormitorio nos acogió como viejos conocidos. La luz del velador daba una penumbra que invitaba a la fantasía y al orgasmo. Nuestros cuerpos desnudos, refrescados el agua, no disimulaban el volcán interior. El suyo, plagado de la urgencia de conocer el sexo y el mío lleno de soledades, fantasías y masturbaciones.
No hizo falta ningún canal Venus para animarnos. Él estaba acostado de espalda, mirando al pecho. Yo, mucho más pequeño, giré para mirar como su pecho se alzaba y bajaba al ritmo de su respiración: era el gigante con el que tanto había soñado.
Tomé la iniciativa y mi herramienta masturbatoria se apoderó de su verga. El solo contacto de las pieles de ambos hizo que su miembro se alborotase parara. Mis labios buscaron su pezón, mi lengua y dientes hicieron el resto. Los gemidos llenaron la habitación y nos aferramos a nosotros abrazamos como dos animales desquitándonos de la vida.
La comunicación era de piel a piel, de cuerpo a cuerpo, sin necesidad de palabras y conceptos.
El calor y lo erótico estaba en la sed de nuestros cuerpos, en las lamidas conque ensalivamos el ser del otro y, en esa lucha de poder, para lograr lo que cada uno quiere y el otro acepta, en ese juego de hacerlo ganar a uno y dejarse vencer por el otro. Tiras y aflojes falsos que culminaron con “súplica”, “despacito”, mientras levantaba más el culo con las nalgas abiertas por mis propias manos.
Su verga, inexperta, me rompió entero y me gustó que me arrancara lágrimas que terminaban lamiéndolas mientras él estallaba una y otra vez en mi desvencijado culo.
Desperté de costado el a mi espalda, abrazándome, su pija con la calentura matinal metida en la raja, apretada por mis nalgas. Me invadió la ternura y, como pude, me di vuelta y besé su rostro.