Revisión y puesta a punto

Sofía, orgullosa y altiva, ha tenido un mal día en el trabajo. Para colmo de males, su coche se estropea y decide llevarlo a un garaje para una revisión y puesta a punto.

REVISIÓN Y PUESTA A PUNTO

¡No me jodas Sofía! ¡Te dije esto debía estar preparado para hoy! -chilló mi jefe, como si yo estuviese sorda.

Lo siento, es que me han liado con el balance trimestral -repliqué en un tono defensivo.

¡Me importa una mierda eso! ¡O haces lo que se te manda o te pongo en la puta calle! -replicó aquel tipo cuarentón y desagradable.

No me quedó otro remedio que callar. A mis 26 años recordé los consejos de mi padre. Siempre me insistía en que fuese a la universidad a estudiar, pero nunca le hice caso. A los 18 me puse a trabajar como secretaria en una empresa, abandonando los estudios. Ahora me arrepentía de aquello, ya que había descubierto que todos los jefes que había tenido (más de media docena) eran iguales: orgullosos, poco agradables, exigentes y amenazadores, sin contar a aquellos que tenían su máxima aspiración en llevarme a la cama.

Sin rechistar me puse a redactar aquel informe del carajo. Aunque debía de estar acostumbrada a aquellas broncas, siempre que las recibía me entraba una sensación de desazón por todo el cuerpo, a la vez que el rubor invadía mis mejillas. A las dos en punto de la tarde dejé mi trabajo sobre la mesa del jefe y me fui a comer, con un cabreo interior que apenas podía disimular. Cogí el coche y traté de concentrarme en la conducción, pero una luz roja (la del aceite) empezó a parpadear. Lo que me faltaba, hasta el coche me va a dar el día, pensé. Menos mal que al lado de mi casa había un taller mecánico, de esos que están abiertos todo el día. Entré con el coche y me apeé. Nunca había estado en aquel taller, pero me dirigí hasta un tipo con mono que tenía la cabeza bajo un capó.

Mire a ver que le pasa a este cacharro, se enciende la luz del aceite -dije con desenvoltura.

Aquel tío asomó la cabeza con lentitud, mirándome con unos ojos grandes y profundos. Tendría unos 30 años, era fuerte, con el pelo liso y corto, una expresión sonriente y un mono gris lleno de manchas de grasa.

Apárquelo ahí, a la derecha -dijo con desgana, señalando un hueco del taller que quedaba libre-. Ya lo miraré cuando pueda -añadió, volviendo a meter la cabeza bajo el capó del coche que estaba arreglando.

Coloqué el coche donde me indicó. Antes de irme le recordé:

Debe estar arreglado para esta tarde ¿me ha entendido? -dije, con un tono de voz muy similar al que había empleado mi jefe conmigo aquella misma mañana.

Sí, entendido. Esta tarde. Será revisión y puesta a punto.

Pude ver una sonrisa enigmática dibujarse en sus labios, pero no di importancia a ese detalle. Me fui de allí con paso decidido, contenta en el fondo por poder dar órdenes a alguien. Casi no comí, ya que la tensión acumulada me oprimía el estómago. A las cuatro, tras un largo e incómodo viaje en el transporte público, volví al trabajo. De nuevo me tocó recibir otra reprimenda del jefe, ya que a su juicio el informe que yo había redactado "solo era bueno para tirarlo a la papelera". Mi temperamento, orgulloso y altivo, estuvo a punto de perderme, ya que sentí la imperiosa necesidad de mandar a la mierda a aquel estúpido. Pero acabé mordiéndome la lengua. Mi situación era la que era y no me quedaba más remedio que tragar.

A eso de las seis llamé a mi novio por el móvil. No solía hacerlo, pero necesitaba consuelo y comprensión. Todo lo que encontré por su parte fue una sarta de reproches, tales como "será que algo mal has hecho", "debes poner más cuidado en tu trabajo", "ya sabes, el jefe es el jefe" y cosas por el estilo. Le colgué sin despedirme, comprobando que aquella llamada no había hecho otra cosa que aumentar mi enfado. Me largué del trabajo diez minutos antes de mi hora, a las siete menos diez, sin importarme para nada que eso me costase otra pelotera con el jefe. Al menos podía consolarme pensando que era jueves, por lo que el fin de semana estaba a la vista y me vendrían bien dos días de descanso.

Llegué a casa a las siete y media. Me duché, cogí un conjunto limpio de ropa interior, me puse el mismo traje de chaqueta y falda que había llevado todo el día y me encaminé al taller, al objeto de recuperar mi coche. Eran las ocho y cinco cuando llegué y encontré la puerta cerrada, pero se veía luz en el interior. Llamé con los nudillos y una voz me respondió desde el interior:

¡Está cerrado!

Perdone, pero vengo a recoger el coche que le dejé a la hora de comer -respondí con un tono de voz ligeramente irritado.

¡Solo me faltaba eso! Con el día que llevaba y un mecánico insolente y lleno de grasa se me iba a poner chulo. Pero en ese momento la puerta automática del garaje se abrió con un suave zumbido. Entré con decisión, viendo que mi coche seguía exactamente en el mismo sitio en el que yo lo había dejado. Aquello aumentó mi nivel de cabreo, por lo que dije en voz muy alta:

¡¿No me diga que aún no está arreglado?!

En ese momento apareció el mecánico por una puerta, limpiándose las manos con un trapo negro. Me miró atentamente, de arriba a abajo, y en su boca volvió a dibujarse aquella extraña sonrisa.

Verás es que he tenido la tarde un poco ocupada -respondió mientras accionaba un pequeño mando a distancia que cerraba la puerta a mis espaldas.

A mí eso me da lo mismo. Necesito el coche para trabajar ¿sabe?, y no recuerdo haberle dado permiso para tutearme -contesté, poniéndome chulita.

No te enfades -respondió-, que esto lo arreglamos ahora mismo. La revisión a fondo y la puesta a punto solo me llevará un ratito.

Yo estaba fuera de mí ante tanta insolencia. Encima me iba a tocar esperar en aquel taller de mala muerte. Resoplé y, adoptando la más altiva de mis poses, dije:

Está bien, pero dese prisa, que no tengo todo el día.

En ese momento me miró a los ojos fijamente, con una mirada fría y dura. No sé por qué, pero aquella mirada me hizo apartar la vista, dirigiéndola hacia una mesa metálica en la cual aparecían perfectamente ordenadas llaves inglesas, tuercas y herramientas de todo tipo.

Tranquila, que ahora mismo procedo -dijo él, mientras pasaba por detrás de mí, dirigiéndose hacia mi coche.

Estaba contando las llaves inglesas, perfectamente ordenadas por tamaños, que había sobre aquella mesa, cuando súbitamente sentí su asalto. Me pilló desprevenida y, antes de que pudiera reaccionar, había agarrado mis dos muñecas, llevándomelas a la espalda. La fuerza con la que ejecutó aquella acción me cortó la respiración. Con una sola de sus manos sujetó las dos mías, mientras que con la otra empujó mi espalda, haciendo que me doblase hacia delante. Mis tetas se aplastaron contra las llaves inglesas, al tiempo que intenté protestar:

Pero ¿qué demonios hace......?

Lo que dije: revisión a fondo y puesta a punto -replicó, con una risotada.

¿Por quién me ha tomado? -me atreví a responder.

Por una putita que ha entrado aquí con aires de suficiencia y contoneando las caderas. Yo sé como tratar a las zorras como tú, lo vas a ver.

Intenté forcejear, pero era imposible. Sentí algo duro rozar contra mis nalgas, al tiempo que vi como aquel mecánico de aspecto indolente, pero intenciones aviesas, se armaba de un grueso rollo de cinta aislante. Tengo que reconocer que no supe como lo hizo, pero en unos segundos y usando una sola mano fue capaz de atar una de mis muñecas a una especie de torno que había en aquella mesa. Unas cuantas vueltas fueron suficientes para inmovilizar una de mis manos. Acto seguido, fue a por la otra, repitiendo el mismo procedimiento. Cuando me tuvo bien sujeta se alejó unos instantes, los precisos para poner música, a volumen alto.

No me lo podía creer. Estaba atada por las muñecas, con el torso sobre una mesa de herramientas, inclinada hacia delante en un ángulo de noventa grados, totalmente indefensa, a manos de un desconocido sádico que sabría dios lo que pensaba hacer conmigo. No valía la pena gritar, ya que nadie me iba a oír con aquella música estridente, ni resistirme, ya que estaba atada, encerrada y a merced de un tipo mucho más fuerte que yo. Solo me quedaba la baza de dar un poco de pena:

Por favor, no me hagas daño -supliqué.

Bueno, tal vez un poco de daño, sí -susurró a mi oído, haciéndome sentir su aliento en el cogote-. Pero a las perritas como tú no les disgusta un poco de dolor ¿verdad?

No respondí, pero se me erizó el vello de todo el cuerpo al oír aquella afirmación. Hasta ese día mi vida sexual había sido normal, políticamente correcta, se podría decir. Pero en ese momento tuve la clara premonición de que aquello iba a ser diferente. Tenía miedo, estaba temblado, pero lo más curioso del caso es que la sensación de su dura polla rozándose por la raja de mi culo no me desagradaba lo más mínimo, todo lo contrario, me provocaba un suave y agradable cosquilleo.

Vamos a empezar esa revisión, que esta putita tiene prisa -dijo él, al tiempo que cogía unas enormes tijeras que había en una de las esquinas de aquella mesa.

Por un momento pensé que me iba a rajar en canal, ya que aquella herramienta mediría unos 30 centímetros de filo y parecía muy afilada. Se colocó a mi lado y mientras con una de sus manos sobaba mi redondo trasero, con la otra dirigía sus tijeras hasta el puño de una de las mangas de mi chaqueta. Empezó a cortar con una precisión milimétrica, subiendo por mi brazo con rapidez. Podía notar el frío del metal deslizarse sobre mi piel, ya que aquel bruto debía estar cortando a la vez chaqueta y blusa. Llegó hasta el hombro y siguió cortando, por la espalda, hasta el otro hombro. Un sudor frío se apoderó de todo mi cuerpo.

Deja que me vaya, te lo suplico -dije balbuceando.

Por toda respuesta recibí un cachete en las nalgas, no muy fuerte, pero que me hizo dar un salto. Acto seguido su mano se coló por debajo de mi falda, hasta agarrar mi coñito por encima de las bragas.

Vaya lo que tenemos aquí. Un coño de puta, caliente y mojado -dijo, al tiempo que reanudaba su trabajo, cortando mi chaqueta y mi blusa, bajando por el otro brazo, hasta llegar al puño de la chaqueta.

De un tirón quitó los dos trozos de trapo en los que había convertido mi chaqueta elegante y mi blusa. Hizo resbalar las tijeras por mi espalda, hasta que llegaron donde empezaba mi falda. Temí que esta prenda fuese a correr igual suerte, pero me equivoqué. Dejó las tijeras sobre la mesa y se limitó a bajar la cremallera lateral de la falda, para después quitármela sin contemplaciones. Aquella escena era grotesca: atada, en ropa interior, mostrando el culo (apenas tapado por mi escueto tanga) a aquel bestia. Sin embargo aquella situación me excitaba, sin saber muy bien por qué. Esta sensación, mezcla de miedo y excitación, me causó un cierto desasosiego, pero no me quedaba más que esperar el desarrollo de los acontecimientos.

Veo que mi nueva putita anda más que bien de carrocería. Revisemos el motor.

Me estaba humillando, al compararme con uno de aquellos trastos que se amontonaban en su garaje. Lo peor de todo es que estaba empezando a desear que empezase la inspección en profundidad. El frío de la mesa y de las llaves inglesas (¿o era otra cosa?) ya había logrado poner mis pezones duros como dos garbanzos y sus sobeteos provocaron que mi coño empezase a destilar jugos. El conjunto que llevaba de suje y tanga era sexy, pero por lo visto a aquel tipo no le importaba lo más mínimo ese detalle. Quitó el sujetador y lo arrojó lejos. Después empezó a deslizar el tanguita por mis piernas, hasta sacármelo por los pies. Ahora estaba totalmente desnuda, indefensa, con el culo y el sexo expuestos a todo. Aquel mecánico cabrón lo hacía todo con lentitud, como si estuviese deleitándose del mal rato que yo estaba pasando, como si quisiera alargar mi sufrimiento.

¡Abre bien las piernas, puta! -ordenó, en un tono que no admitía réplica.

Sí, como mandes -contesté, admitiendo mi impotencia para salir de aquel lío, y separé los pies.

Mmmmmm, que bajos más ricos tienes, zorra -dijo, colocando el pulgar sobre mi ano y el resto de sus dedazos sobre mi coño-. Esta coño depilado es perfecto, que suave...

Apretó con algo de fuerza, haciéndome gritar. Aquel grito no debió gustarle mucho, porque soltó dos fuertes azotes, uno sobre cada nalga, para después decir:

Te has ganado el primer castigo, zorra. Cuanto más grites será peor, te lo advierto.

Su tono rozaba el sadismo. Notaba escozor en ambas nalgas, pero lo peor era pensar en el castigo que, a buen seguro, me iba a aplicar. Se colocó a mi lado, para que pudiera verle bien, y se despojó del mono de trabajo. Debajo no llevaba más que unos apretados calzoncillos, que dejaban adivinar un abultado paquete. Se los quitó también, dejando a la vista un enorme y endurecido miembro. Mi cara de sorpresa al ver aquello no le pasó desapercibida, ya que dijo:

Veo que te gusta la herramienta que voy a usar para tu puesta a punto. Relájate perrita mía, ya verás lo bien que lo vas a pasar.

Mientras me decía esas cosas sus manos rebuscaban en una caja de cartón que había en uno de los laterales de aquella mesa de tortura. Cogió dos pinzas de madera, de tender la ropa, y se acercó a mí. Aquellas manos grandes atraparon de un solo golpe mis tetas, alzándolas un poco de la mesa. Recibí una buena serie de pellizcos brutales en los pezones, que empezaron a arderme. Para no gritar tuve que morderme el labio inferior. Pero la cosa no iba a quedar ahí, ya que con suma habilidad colocó las pinzas en mis doloridos pezones. Noté dos mordiscos simultáneos, que me provocaron un dolor agudo y una especie de corriente eléctrica que fue a converger a mi hinchado clítoris. Por más que intentaba evitarlo, lo cierto es que se me escapaban gemidos, mezcla de placer y de dolor. Con ambos brazos di un tirón, pero aquella cinta aislante no me permitió liberarme. El dolor en los pezones me estaba matando, al tiempo que mi sexo se encharcaba de más y más jugos.

Los pezones, bien, ideales para pinzarlos -sonó su voz fría y cruel-. Veamos como están estos agujeritos....

Instintivamente junté las piernas, lo que me valió otros dos violentos cachetes en las nalgas. Sin que me dijese nada volví a separarlas, oyendo su voz que me decía, con un tono satisfecho:

Así me gusta, perrita, que vayas aprendiendo. Te quiero bien abierta, siempre.

Entre las brumas que me provocaba el agudo dolor que sentía en los pezones, pude notar como algo redondo, duro y carnoso se apoyaba en la entrada de mi coño, al tiempo que unas manos fuertes agarraban mis caderas. De mi boca escapó un gemido largo y fuerte, acompasado con su penetración. Me la metió hasta las bolas de un solo golpe. La sensación de aquella cosa enorme presionando las paredes de mi coñito me hizo perder el aliento. Empezó a follarme duro, chocando contra mis nalgas en cada envestida. Me estaba destrozando el coño, pero aquel detalle no pareció importarle demasiado.

Que coñito tan caliente y estrecho tiene mi putita. Estos son los que a mí me gustan -dijo sin dejar de meter y sacar.

Las pinzas en los pezones me estaban matando, pero pronto dejé de sentirlas. Solo notaba aquella barra que me taladraba el coño sin piedad. Cada vez estaba más mojada y no me importaba ni la humillación que estaba sufriendo, ni lo incómodo de mi postura. Al cabo de unos minutos sentí que me corría sin remedio. Mi mente se negaba a aceptar aquello, pero mi cuerpo me traicionaba. Fui incapaz de ahogar los suspiros de placer cuando aquel orgasmo intenso me sacudió todo el cuerpo.

¡AAAHHHH! Eres un cabronazo.... -pude decir, con voz débil.

Pues aún estoy a media revisión, zorra -dijo él, con otra de aquellas risas crueles.

Sacó su polla, durísima y brillante, de mi coño chorreante. Se colocó a mi lado, me agarró de los cabellos y con voz amenazante dijo:

Chúpamela, puta. Y más te vale hacerlo bien, si no verás lo que es bueno.

No me quedó otro remedio que abrir la boca y admitir que aquel pene mojado por mis jugos entrase hasta mi garganta. Literalmente me folló la boca, sin soltar mi melena rubia, mientras que con la otra mano cogía un tubo que ponía algo así como "Grasa para válvulas". Traté de chupársela lo mejor que supe, pese a lo incómodo de mi postura. Pensé que si hacía que se corriese rápido acabaría mi tortura. A tal fin apliqué mi lengua sobre su capullo, mientras deslizaba los labios sobre aquel duro tronco, notando el sabor ácido de mis propios flujos. Pero él, como si pudiera leer mi mente, la sacó al cabo de unos minutos. Abrió aquel tubo de grasa, lo apretó y depositó en sus dedos una sustancia viscosa y transparente. Sin decir ni una palabra se colocó de nuevo detrás de mí. Di un pequeño brinco cuando sentí uno de sus dedos, cubierto por aquella grasa, posarse sobre mi ano expuesto.

Continuemos con la revisión. ¿Cuántas pollas han empalado este culo de puta? -quiso saber, mientras extendía con cuidado la grasa por todo mi agujerito posterior.

Aquella grasa estaba fresquita y su contacto con mi ojete me hizo sentir una sensación nueva. Nunca había permitido que mis amantes me lo hiciesen por el culo, ya que lo consideraba antinatural y humillante. Pero por lo visto aquel día iba a ser diferente. No obstante, traté de evitarlo:

No, por favor, por ahí no, nunca me lo han hecho.

Ummmmmm, un culito virgen, mejor que mejor, hacía tiempo que no desvirgaba ninguno -contestó con aquella voz opaca.

Quítame las pinzas, no aguanto más -supliqué.

Sí, claro, ahora mismo.

Las quitó, las dos a la vez, produciéndome un placentero alivio. Pero dos segundos después sentí su polla entrar, no en el culo como yo me temía, sino de nuevo en mi coñito, de un solo golpe. Esta violenta e inesperada penetración, unida a la caricia que su dedo hacía en mi ano y al hormigueo intenso que recorría mis pezones, hicieron que volviese a mojarme. Pero esto fue nada comparado con la sensación que sentí cuando su dedo engrasado apretó y rompió la resistencia del músculo circular que custodiaba mi culito. Me lo metió entero, de un solo empujón, haciéndome ver una deliciosas estrellas, al tiempo que su polla empezó a moverse dentro mi hinchado coño.

Es verdad, veo que este agujerito no ha sido puesto a punto. Pero no te preocupes, para eso estás aquí. Cuando acabe, estará ya preparado para admitir casi cualquier cosa.

No, no me hagas eso, nooooooo.... -protesté, aún a sabiendas de la inutilidad de ello.

Por toda respuesta sacó su dedo de mi culo, me colocó de nuevo aquellas dos torturantes pinzas en los pezones y lo volvió a meter, con aparente facilidad, de nuevo cubierto de grasa. Empezó entonces una doble follada, por mi coño y por mi culo. Aquel hijo de puta debía ser un verdadero experto en todo aquello, ya que acompasó a la perfección las entradas y salidas de su dedo y de su polla. Las fuerzas me abandonaban por momentos y la impresión de tener llenos mis dos agujeros por primera vez, fue impresionante. Empecé a jadear y traté de acompasar mis caderas a sus envites, en la medida en que aquella forzada posición me lo permitía. Sentí su dedo hacer círculos dentro de mi culo, como si quisiera agrandarlo. Debió lograrlo, ya que al cabo de dos minutos sentí dos dedos taladrar mi, hasta entonces, virgen agujero. Los giró con habilidad, sabiendo bien lo que hacía, proporcionándome un placer diferente, una sensación que yo no había sentido nunca.

Este culo promete, perrita. Ya verás que gusto más rico te voy a dar cuando te encule entera -comentó, mientras seguía ensañándose con mis dos agujeros.

Para hacer más creíbles sus palabras, sacó los dedos y los introdujo de nuevo, untados con más grasa, deslizándola por el interior de mi ojete. Entre tanto, su polla seguía un lento e implacable mete-saca en mi empapado sexo. Cuando la sacó, tuve claro lo que aquello significaba, aunque en aquel momento debo confesar que el deseo y la curiosidad ya superaban al miedo. Es curioso el modo en el que las sensaciones y el morbo pueden hacer perder la cabeza a una persona. Si una hora antes me llegan a decir que iba a estar atada en un taller, esperando que un mecánico desconocido me rompiese el culo, me hubiese echado a reír o a llorar. Pero ahora lo deseaba, sin saber por qué.

Cuando aquel capullo se apoyó en mi ano, respiré profundamente y aguanté el aire en mis pulmones. Su acometida no se hizo esperar: aquella polla perforó mi culo con la misma facilidad que un cuchillo entra en la mantequilla. El dolor que sentí me hizo olvidar de nuevo la terrible presión que maltrataba mis pezones. Con una serie de movimientos cortos y rápidos no tardó en enterrármela entera en el recto. Grité con desesperación:

¡Mi culoooo...........! ¡Sácamela, me matas!

Lo siento, la puesta a punto incluye abrir a tope ese culo que tienes. El cliente siempre manda, putita.

¡Para ironías estaba yo! Me estaba rompiendo el culo con total impunidad y aún se permitía el lujo de hacer chistecitos. La metió y saco, con lentitud al principio, para luego ir acelerando poco a poco el ritmo. El dolor era intenso, pero a medida que pasaban los minutos un placer desconocido hasta entonces para mí empezó a trepar por mis piernas. Cuando metió dos de sus dedos en mi coño y empezó a follármelo, casi me muero de gusto. Los gemidos me delataron y él, con voz socarrona, me dijo:

¿Quieres que siga, perrita?

Sí, sigue, no pares ahora -contesté, presa del placer que me invadía de modo implacable.

Te vas a correr como una puta ¿eh?

Síiiiiiiiiii -fue todo lo que pude articular.

Me temblaron las caderas y estallé de placer. Con toda su polla metida en mi culo, las manos atadas, las pinzas en mis pezones, dos dedos en mi coño y otro más apretándome el clítoris, tengo que confesar que nunca me había corrido con tal intensidad. La cabeza me daba vueltas, mi corazón latía a una velocidad endiablada, el coño me chorreaba y el placer se apoderó de todos los poros de mi piel. Cuando sacó su miembro de mi culo, sentí que me ardía. Iba a dolerme varios días, pero eso era lo de menos. Aquel tipo bruto y cruel me había convencido del camino a seguir para alcanzar dosis de placer que, unas horas antes, yo no hubiese podido imaginar.

Sin solución de continuidad, agarró las tijeras y con dos certeros cortes liberó mis manos. Las noté algo entumecidas. Tras quitar las pinzas de mis hinchados pezones, hizo que me arrodillase delante de él. El orgasmo me había dejado tan débil que, aunque hubiese querido, no podría haberme resistido. Imaginé lo que iba a pasar, pero por si no estaba lo suficientemente claro, él se encargó de recordármelo:

Te vas a tragar toda mi leche, ya verás que rica está, zorra.

Alguna vez había dejado que se corriesen en mi boca, pero nunca me lo había tragado. Pero en ese momento, por increíble que parezca, me apetecía hacerlo. Abrí la boca, saqué la lengua y él colocó su capullo a tres centímetros escasos. Los chorros de aquel líquido caliente y espeso empezaron a caer dentro de mi boca, con una puntería perfecta por su parte, ya que ni una gota se fue fuera. La boca se me llenaba por momentos de aquella cremita pegajosa, así que tuve que afanarme en tragar, dejando que se me deslizase por la garganta. Estaba un poco amargo, es verdad, pero no me disgustó lo más mínimo. Cuando él hubo acabado de correrse, cogí con los dedos unas gotitas que se me escapaban por la barbilla y me las llevé a la boca, no fuese a ser que el mecánico que tan bien me había revisado se enfadase. Pareció bastante complacido por mi gesto, ya que dijo:

Eres una perrita que aprende muy rápido. Sabía que no me equivocaba contigo, cuando te vi esta mañana con esa pose orgullosa y altiva.

Aún de rodillas pasé mi lengua sobre la punta de su polla, dándole dos lametones, como una perrita agradecida, al tiempo que sonreía contenta.

Mañana a las ocho pásate por el coche. De paso, seguiremos con tu puesta a punto -dijo, mientras se ponía los calzoncillos y el mono.

¿Cómo sabes que no vendré con la policía? -pregunté con voz suave.

Porque te perderías una sesión aún mejor que la de hoy, putita -sentenció, mientras subía la cremallera del mono-Ahora ponte la falda y esto y vete, tengo cosas que hacer.

Lo peor del caso, es que tenía toda la razón. Me tiró una camiseta blanca, de algodón, con el logotipo de su garaje. Cuando quise coger mi ropa interior, él negó con la cabeza.

Nada de eso. Solo la falda y la camiseta.

Asentí y me puse las dos prendas que él me había dicho. Cogí mi bolso y salí de allí, sin mirar para atrás. Ya en casa tomé un baño y me fui a dormir, agotada y con todo el cuerpo dolorido. Al día siguiente entré en mi trabajo a las nueve en punto. El dolor que tenía en las piernas, el coño, los pezones y, especialmente, en el culo, se encargó de recordarme durante todo el día aquel tipo del taller. Estuve más suave que un guante con mi jefe, no rechistando ninguna de sus órdenes. Cuando me iba, a las siete en punto, me dijo:

Así me gusta Sofía, que trabajes y seas menos rebelde. Eres una buena trabajadora y no me gustaría tener que prescindir de ti sólo por tu carácter.

No se preocupe, a partir de hoy voy a cambiar.

Me miró extrañado, seguramente elucubrando cual era la causa de aquel radical cambio en mi actitud. Sonreí, pensando en que solo yo y aquel mecánico endemoniado conocíamos la respuesta.

Tendrá que disculparme -dije, despidiéndome- tengo un poco de prisa. Debo ir a recoger el coche al taller.