Retrato de un adulto

Una vida muy apegada a lo material y sus consecuencias.

RETRATO DE UN ADULTO

Llegada la tarde del domingo, quise explicar a Antonio los pormenores de los días venideros y, aunque salimos a dar unos paseos, antes de llegar la noche tenía que saber cualquier detalle sobre lo que deberíamos hacer entresemana.

Al entrar en casa cerca de la hora de la cena, ni me dio tiempo a encender las luces. Se pegó a mí tras la puerta, me empujó hacia la pared y, mientras me besaba con desesperación, se abrió los pantalones y los dejó caer. Tiró de mi cinturón para que hiciera lo mismo y, estaba abriéndome los pantalones, cuando tiró de sus calzoncillos bajándolos hasta las rodillas. Me apresuré para seguirle, a pesar de que me era muy difícil hacer nada, porque no dejaba de besarme.

Cuando comprobó que estaba desnudo de cintura para abajo ―y empalmado, por supuesto―, se dio la vuelta y dobló su cintura, apoyando sus brazos en la pared de enfrente del pasillo de entrada y empujando hacia mí. Se estaba acostumbrando en pocos días, y quizá en exceso, exclusivamente a mamármela o a dejar que lo penetrara.

Jamás, en ningún momento, me negué a sus peticiones. Me gustaba él, estar con él, hablar con él y follar con él; por supuesto. Solo advertía que, haciendo eso, él se conformaba luego con una paja; y a veces tampoco la quería.

Me lo follé, como era su claro deseo, allí mismo, en el oscuro y estrecho pasillo de la entrada. Estaba tan excitado en esos momentos que tuve que hacer un verdadero esfuerzo para estirar aquel delicioso momento todo cuanto pude. A él no le importaba si duraba poco, sino que, si era así, había que esperar un buen rato y repetir.

Cuando apreté en su interior con todas mis fuerzas entre gemidos, llegado el orgasmo, tiró de su cuerpo hacia adelante empujándome hacia atrás,  a la pared; de esta forma, se la sacó con brusquedad. Volviéndose para mirarme en la penumbra y besarme, se la agarré con fuerzas y con la intención de darle el máximo placer… Se negó y me apartó la mano.

Hasta entonces, en tan solo unos días, todo había sido compartir ilusiones y descubrirnos mutuamente. Desde el momento en que empecé a hablar de los planes para el futuro inmediato, su sonrisa se fue borrando. Era inminente mi incorporación al trabajo, por la mañana, con él en casa y, con toda seguridad, tendría que recuperar uno de aquellos tres días de descanso ―el día extra―, lo que significaba que aún íbamos a estar un poco más separados.

Le dije que saldría temprano, con tiempo, para irme andando hasta el hotel y entrar a las ocho. Podría quedarse en la cama hasta una hora prudente y, luego, a media mañana, debería salir a comprar, entre otras cosas, el pan fresco. Se vio entonces solo todo el día y no le gustó:

―¿Hasta las siete de la tarde?

―Hasta las siete, a más tardar ―aclaré―. Mi horario, se supone, es de ocho a dos y de cuatro a seis, pero me lo cambian. No me da tiempo a venir a casa a almorzar, así que almuerzo en el hotel; no me lo cobran… Descanso un poco y a las seis regreso dando un paseo.

―¿Vas a tardar una hora desde allí?

―No, no lo creo. Normalmente, cuando tú no estabas, paseaba sin prisas, hacía compras o quedaba con algún amigo hasta la hora de la cena. Algo bastante aburrido, te lo aseguro. Ahora, si salgo antes de las seis, me vendré sin entretenerme para disfrutar juntos de nuestro tiempo libre.

―¡Nuestro tiempo libre! ―protestó―. Te referirás al tuyo. Yo no tengo nada que hacer por el momento.

―Así es, Antonio. Mejor que disfrutemos el que tengamos a partir de mañana. El día que empieces a trabajar en una buena cocina, vas a estar más ocupado que yo; ¡seguro!

―Bueno ―se conformó encogiendo los hombros―. A ver si es verdad que me llevas a ver a ese chef que dices. Es cierto que tendré menos tiempo libre que tú; así lo creo. Al final, vamos a disfrutarnos muy poco.

―Pon los pies en el suelo, grandullón. ―Acaricié su triste rostro mirándolo muy de cerca―. Lo importante es que te ganes la vida por ti mismo. Con esas cosas que sabes hacer, me da la impresión de que vas a tener un buen sueldo. La vida es así y no la podemos cambiar.

―¡Ya! ―aceptó con resignación―. Ojalá hubiéramos disfrutado juntos del verano. ¡Qué mal tiempo perdido! Ahora hay que trabajar, lo sé. Para eso me he venido a Madrid… también. No quiero vivir a costa de nadie y menos  de ti.

―Eso no va a ocurrir ―dije seguro―. Ya sabes dónde tienes dinero de sobra para hacer las compras o para lo que haga falta; de momento. No salgas nunca a la calle sin un euro. Aquí cuesta dinero hasta pasear. Cuando trabajes y veas tu primera paga te cambiará esa cara. Entonces, tú y yo, haremos un acuerdo económico. Tendremos pocos gastos, pero te has traído poca ropa, por ejemplo.

―Iremos de compras los dos ―soñó en voz alta―. Me compraré ropa nueva de la que sé que te gusta verme puesta y… zapatos de piel como estos o zapatillas de deporte de las que me has visto puestas.

―Si te gustan a ti… Eso forma parte de tu conjunto. Eres así y vistes así; por eso me gustaste tanto. De todas formas, en calzoncillos tampoco estás nada mal.

―Siempre andas elogiándome por esto o por lo otro ―contestó con otra caricia―. Creo que nunca te he dicho lo que pienso de ti. Cuando tropezamos y me pusiste la camisa como una sopa cubana no sabía qué decirte. Por un lado sabía que tenía que irme y por otro no quería irme jamás de tu lado. Primero me fijé en tus ojos claros y escandalosos; luego vi, más abajo, un cuerpo como a mí me gusta: delgadito y provocativo. Se te nota mucho el bulto. Y esto… ―Revolvió mis cabellos casi con impaciencia―. Esto tan rubio hace de tu mirada misteriosa y seductora todo un poema. Miré tus labios húmedos y brillantes con el deseo de besarlos, sí o sí, antes de volver a casa.

―Lo conseguiste, mamoncete; y yo conseguí tenerte aquella misma noche tal como lo deseé desde el primer momento de nuestro encontronazo. Lo que no imaginaba entonces es que me fueras a cambiar la vida.

―¿Piensas que tú no me la has cambiado a mí? ―preguntó inseguro―. No he salido de Plasencia para nada en toda mi vida… ¡Bueno, ya sabes! Siempre que he ido de viaje, he ido con mis padres.

―¡Afortunadamente! ―exclamé enseguida―. Si no hubieras ido a pasar las vacaciones con ellos, no estaríamos aquí ahora. ¡Ah! Y no te olvides de llamarlos, a ser posible, todos los días. El fijo tiene tarifa plana, así que puedes hablar todo lo que quieras. Les gustará.

―A mí me gustaría llamarte también. ¿Puede ser?

―¡No, no puede ser! ―negué con rotundidad―. Yo te llamaré cada vez que tenga un rato tranquilo, no te preocupes. Si llamas al hotel, llamas a una centralita. Eso es un lio y, además, puede que empiecen las preguntas.

―¿Y si no me llamas?

―No te preocupes, hermoso ―sugerí, no sin cierta intención―. Te llamaré. Me dará ánimos oír tu voz y, si no contestas, te llamaré al móvil. Será como tenerte controlado.

―Sé que no me vas a controlar ―gruñó―. ¿A dónde voy yo solo en una ciudad como esta?

―¿Quién sabe? ―insinué―. A lo mejor encuentras por ahí a alguien que te enseñe a dónde ir…

―No; seguro. En ese aspecto no me conoces. Casi te diría que soy yo el que no me fio de con quién andas. Esos amigos tuyos…

―¡Oye! ―protesté―. Esos amigos míos, que un día serán también los tuyos, son personas muy respetuosas. Desde el momento en que supieron que eres mi novio formal, cambiaron el chip; los conozco demasiado bien. Entre nosotros, el que le pone los cuernos a otro, queda inmediatamente excluido. ¿No me crees?

―¡Claro que te creo! ―Selló nuestro acuerdo con beso fugaz.

―Pues esos son los planes por el momento ―concluí―. Ahí, en esos folletos que hay sobre la mesa, está el número del hotel. Guárdalo por si te hiciera falta. Llama solo si es completamente necesario. No me vas a perder de vista tan fácilmente.

―¡No, no! Prefiero que me llames tú, aunque… si tengo que llamarte… ¿por quién pregunto?

―¿Cómo? ―exclamé con sorpresa―. ¡Pregunta por mí! No tienes que decir nada más. Si lo prefieres, puedes usar una fórmula más formal: «¿Podría ponerme con don Roberto Macías, de administración?». Lo más seguro es que Margarita, la telefonista, piense que estás de coña. Si alguien me llama, cosa rara, pide que le pongan con Roberto; sin más. No hay otro Roberto allí.

Antonio, el detallista, se fue a la cocina a preparar la cena ―que ya estaba cocinada―, mientras que me quedé sentado frente al PC sin saber qué hacer. Tenía mis juegos con los que solía pasar horas. Los días de descanso, incluso, los pasaba enteros jugando. Por eso me había gastado un buen dinero en un PC de esos que llaman de «gaming». Eso, con toda seguridad, se iba a acabar; no porque pudiera molestarle a él, sino porque prefería tenerlo cerca y disfrutar de su presencia.

Así, aquella noche, después de la deliciosa cena y un polvo parecido al de por la mañana, nos echamos a dormir. Mi teléfono sonó a su hora ―cosa que era totalmente innecesaria, normalmente― y Antonio se volvió a mirarme medio dormido, con la cara arrugada:

―¿Quieres que me levante a ayudarte? ―farfulló casi ininteligiblemente.

―¡Duerme! Es temprano, cari. Hay mucho día por delante.

―¿De verdad no quieres que te haga el desayuno?

―De verdad que no quiero. ―Me acerqué a él para acariciar su mentón―. Me tomaré un café bebido y desayunaré en el hotel; siempre es así.

―Hm ―masculló―. ¿No me vas a dar un besito?

―Claro que sí; uno ahora y otro antes de irme. ¡A dormir!

Tras el beso de despedida, antes de abrir la puerta para irme a trabajar, hasta que llegué al hotel, me sentí curiosamente raro; incómodo. No llegué a saber el motivo e intenté apartar aquella preocupación de mi cabeza. Una vez empezada la jornada, casi me olvidé de llamarlo.

Así, con más de una conversación telefónica diaria, cuando tenía un rato tranquilo en el trabajo, un recibimiento impresionante cada tarde y una noche de deseos y placeres, pasó la semana volando hasta el viernes siguiente. Había recuperado ―tal como apunté en su momento―, las horas libres que me habían dado de más.

Antonio se quejó ―no sin razón― de tener que estar solo tantas horas. Yo, al menos, estaba con mis compañeros y mis papeles y pasaba el tiempo sin mucho problema.

El mismo viernes por la tarde, el último día de septiembre, lo llamé una hora antes de salir:

―¡Antonio! ―dije a media voz―. ¿Estás vestido?

―¡Sí! ¿Por qué?

―He pensado que te vayas dando un paseo hasta Callao, ¿recuerdas dónde?

―Claro, pero, ¿qué hago allí?

―Espérame alrededor de la boca del metro o en la puerta de Pans a las seis, ¿vale? Vamos a ir a Malasaña a ver un amigo que tiene una tienda de ropa. Te va a gustar mucho.

―¿Y dónde está la lasaña esa? ¿Muy lejos?

―¡Es un barrio! Malasaña. Desde Callao a la tienda no hay que andar mucho y ahorramos el tiempo que tarde yo en llegar a casa, ¿te apetece?

―¡Sí!, pero… ¿vas a pagarlo tú?

―¡Pues claro, alma mía! ―le respondí con paciencia―. Si lo prefieres, iremos apuntando todos tus gastos y me lo devuelves cuando cobres y sin prisas. Volveremos a casa para dejar la ropa, te vistes y vamos a ver a don Modesto; es el chef del que te hablé ―hice una pausa porque dio un grito de contento―. Tienes que ir elegante. Es un hombre serio, pero cariñoso. Quizá hable contigo a solas un rato.

―¡Ay, ay! ―exclamó inquieto―. ¿Por qué no me has avisado antes?

―¡Hay tiempo! Repásate un poco si no estás bien afeitado. Por lo demás, seguro que le das buena impresión… ¡Bueno, luego hablamos! ¿En Callao a las seis?

―¡Claro, cari! Me repaso ahora mismo y allí nos vemos.

Poco antes de las seis, al doblar la esquina, lo encontré allí esperando con un cierto gesto de desconfianza. Me pareció que no se sentía seguro estando solo en la calle. Me acerqué a él sonriendo:

―¡Hola! ¿Llevas aquí mucho tiempo?

―Un ratito. No importa.

―Es buena hora, Antonio. Vamos a ir dando un paseo por allí. ―Señalé hacia la acera a la que íbamos a cruzar―. Verás que hay muchas tiendas, bares y esas cosas…

―Ya ―contestó muy seguro―. Por ahí está el restaurante donde cenamos. Ahí tendremos que volver, supongo.

―Supones bien. ―Volví a sentirme curiosamente incómodo―. No podemos ir a visitar a don Modesto con todas las bolsas de la ropa que compremos y, además… he pensado que tal vez te gustaría estrenar algo para la visita.

―Puede ser ―respondió haciendo muecas de indiferencia mientras atravesábamos la avenida―. Si veo algo mono para ese momento… ¡Verás! En la calle Preciados ―Señaló atrás con su característico gesto―, he visto unas tiendas muy buenas. ¿Tenemos que ir a comprar a la tienda de tu amigo?

Me detuve en seco al llegar a la otra acera, lo miré con cierto disgusto y decidí hablarle claro:

―¡Mira, Antonio! La ropa es para ti porque te has traído muy poca. No me importa si tienes o no tienes dinero para comprarla. Yo no te he dicho qué ropa comprar ni dónde, ni de cuánta pasta; ni que me la pagues. Si no tuvieras dinero te la compraría igual. Mi amigo Paul tiene cosas exclusivas; tanto como las que hayas podido ver en Preciados. Voy a pagar con la tarjeta, así que, como dices que me lo quieres devolver… compramos donde más te guste.

―¡No te enfades! ―dijo un tanto arrepentido―. No he querido decir eso.

―No habrás querido, pero lo has dicho. Si te sugiero que le compremos la ropa a Paul es porque te va a gustar y nos va a poner un precio bastante mejor. ¡Tú decides! ¡De verdad!

―Vamos a ver a tu amigo, cari. Sé que siempre quieres lo mejor para mí. Es que me da reparo de no pagarlo; nada más. Ya te dije que no me gustan las deudas y por eso quiero devolverte lo que gastemos. Si es un regalo, te lo acepto. Creo que no me he explicado bien.

―Sí te has explicado, grandullón ―bromeé para quitar importancia a una discusión tan tonta―. Te la hubiera regalado con gusto. No es por el dinero. Tú me trajiste un regalo muy bonito y yo no te he regalado nada, aunque entiendo que hablar de ropa de esa categoría no sea lo mismo. La compras tú y yo te regalo alguna prenda; la que tú elijas, ¿vale?

―¡Claro que vale! ―contestó como ahogado mientras bajábamos por la acera―, pero… ¿tenemos que ir corriendo?

―¡Lo siento! ―Me detuve otra vez y me acerqué a él un instante para besarle la mejilla―. Se me olvida que siempre voy con prisas.

Me miró un tanto extrañado por haberlo besado en medio de la calle, le hice un guiño quitándole importancia y continuamos andando con más tranquilidad.

Paul me miró con enorme sorpresa al verme aparecer por la puerta. Yo ya había hablado bastante con él por teléfono y le avisé de que iría con Antonio a actualizar su vestuario, así que soltó lo que tenía entre manos y se nos acercó contoneándose, como de costumbre. Cuando sacaba su lado femenino, siempre lo hacía con prudencia y, además, con mucha gracia:

―¡Hola, hola, hola, maricón! ―me dijo besándome sin perder de vista a Antonio―. Supongo que esta maravilla de hombre es tu marido, ¿no? ―Se volvió para saludarlo:― ¡Hola, majo! No me tomes en serio, cariño, que yo soy así de petarda. Tengo unas cosas por ahí dentro monísimas de la muerte. Te van a gustar porque son de tu estilo…

Cuando se volvió hacia el interior de la tienda sin dejar de hablarnos, Antonio aprovechó para mirarme un instante esbozando una sonrisa. Me pareció que Paul le había caído bien:

―¿Tienes de todo? ―le preguntó siguiéndolo―. También necesito ropa interior…

―Para Roberto y para ti tengo de todo, cariño. Me ha venido un género nuevo que te va de dulce. ¡Fíjate, majo! Ahora lo verás. Ya me ha dicho Roberto que necesitas de todo. Los underwear … si quieres, de C alvin Klein .

Entramos en la trastienda mientras le decía a Gloria, su dependienta, que cuidara de aquello, aunque no había nadie en esos momentos:

―¡Vamos a ver, corazón! ―exclamó retirándose de Antonio un poco para mirarlo de arriba a abajo―. ¡Qué cuerpazo, por Dios! Pero tengo tu talla, ¿eh? ¡A ver que yo vea algo de lo que hay ahí debajo! Al estilo, me refiero…

―¡Qué descarado eres, Paul! ―le dije entre risas―. Vosotros decidís. Cuídamelo, que no tengo otro. Espero en la puerta fumándome un cigarrillo, que vengo del trabajo.

Antonio me miró muy sonriente y conforme y, antes de darme la vuelta para salir, ya estaba curioseando con Paul.

Me fumé el primer cigarrillo desde el almuerzo, con tranquilidad. No es que no me interesara saber lo que compraba Antonio, sino que sabía que iban a estar allí mucho tiempo. No me equivoqué. Se habían conocido dos amantes de la moda y la ropa exclusiva.

Cuando entré, encontré una montaña de camisas, pantalones, calcetines y todo lo imaginable. Antonio ―cosa que me sorprendió―, se había quitado los pantalones para probarse y estaba desabrochándose la camisa sin parar de hablar con mi amigo. Les lancé una mirada de desesperación y me volví a la tienda a charlar con Gloria.

Al final, el que no quería ir a comprar allí, acabó llevándose media tienda y dejándose besuquear por Paul cuando nos despidió en la puerta:

―Con ese cuerpazo y esta ropa ―le dijo insinuante― vas a estar para ir a la Fashion Week . ¡Monísimo de reventar! ¡Ya sabes, majo! ―levantó la voz ya en la calle―. Si algo no acaba de gustarte o no te queda bien, me lo traes. Y ya te envío la ropa con los arreglos.

―¡Qué pillo es tu amigo Paul! ―comentó Antonio a los pocos pasos―. Se ha aprovechado de que me probaba para palpar a su gusto.

―¡Ya! ―respondí aguantando unas risas―. A mí me hace lo mismo. Creo que a todos… A todos los hombres, claro.

Había comprado mucho. Lo supe, entre otras cosas, por la factura. En realidad me sentí muy bien. Estaba desando ver a mi grandullón vestido con su ropa nueva.

Caminamos hasta casa despacio y cargados de bolsas ―aunque algún vestuario lo enviarían el lunes o el martes― y, ya allí, cayó sobre mi pecho, me abrazó con fuerzas y me besó con pasión.

―¿Otra vez un polvo de llegada? ―insinué.

―Si no te apetece… ―Agarró sus bolsas y pasó al salón―. Cuando me cambie, mejor.

Buscó entre todas las bolsas para encontrar lo que dijo que iba a ponerse para visitar a don Modesto. Me pareció una ropa elegante y adecuada:

―Sí. Esa me gusta.

―Pues ahora, cuando me desnude, antes de la ducha, quiero tenerte.

―¡Hombre! ―me quejé sin dale demasiada importancia―. No sé si es el momento de ponerse a esas cosas.

―¿Por qué no? ―inquirió―. Hoy no hemos hecho nada de nada, has ido a buscarme y, si vamos a ver a ese hombre…

―No te falta razón, aunque creo que por aguantar un poco hasta la noche no va a pasar nada, ¿no?

―¡Quiero ahora! ―susurró insinuante acercándose para acariciarme.

―¡Claro que sí! Vete desnudando que te voy a poner mirando para Cuenca.

Después de una follada rápida, a las que ya me estaba acostumbrando, me dejó solo sentado en el salón y pasó al baño. Poco tiempo después, salió de la ducha, se vistió ante mi mirada ilusionada, me preguntó si le gustaba ―¡estaba tremendo!― y volvimos a la calle para ir al restaurante.

A excepción de los zapatos, lo iba estrenando todo. Tal como le había dicho Paul, parecía un maniquí por su elegancia.

No habíamos llegado a la Plaza Mayor ―volviendo hacia Malasaña― cuando reaparecieron aquellas incongruencias suyas y, otra vez, sentí esa extraña sensación de incomodidad:

―¡No sé, Roberto! ¿Qué le tengo que decir a don Modesto?

―No creo que tengas que decirle nada en particular; eso no lo sé. Tú eres el que entiendes de cocina, así que deja que te pregunte y respóndele con tus conocimientos y tu buena educación. Estoy seguro de que ese hombre sabrá lo que tiene que hacer para descubrir si eres tan buen cocinero. A mí ya me has convencido.

―Sí ―vi de reojos que respondió muy sonriente―. Dejaré que él pregunte…

―¿No has ido nunca a una entrevista de trabajo?

―¡No! ―exclamó extrañado―. ¿Cómo iba a ir a una entrevista de esas si en Plasencia no hay dónde trabajar? Haré lo que tú dices, cari. Sabes que, además de cocinar, no voy a defraudarle como persona.

―No lo creo. Ya te digo que es un hombre muy amable y muy culto y tú, para la edad que tienes, vas por muy buen camino. Me refería a que si no has ido nunca a una entrevista de trabajo formal… para cualquier puesto y sin recomendación. Algunas de esas charlas, en muchos casos, suelen ser agresivas.

―¿Te pegan o algo?

―¡No, cojones! ¿Cómo te van a pegar? ―contuve mi irritación―. Las entrevistas agresivas las hacen para ponerte a prueba; para saber si puedes reaccionar bien en ciertas circunstancias, por ejemplo. Imagina que vas a por un puesto de cara al público… Pues bien, te puedes encontrar con que el tío te pregunta si haces deporte, si fumas rubio o negro, por qué no estás casado o los jugadores de la Selección. ¡Un rollo!

―¡Un rollo, sí! No sabría qué contestar a ninguna de esas preguntas. No hago deporte, se supone que no debería fumar, no me he casado porque soy maricón y no entiendo nada de fútbol. ¡Qué desastre!

―Por eso, Antonio; por eso te digo que seas natural; tal como eres. Tienes muchos conocimientos, sin duda, buena educación y corrección, cocinas de maravilla y vas recomendado por alguien al que él conoce muy bien.

―¿De qué te conoce tan bien? ―preguntó con sospechas.

―La respuesta es muy fácil y lógica, pero un poco larga; y no es el momento de hablar de eso, ¿de acuerdo? ¡No te preocupes! ¡Todo va a salir bien! Y ya sabrás por qué me conoce… Trabajamos en la hostelería.

Tal como pensé, don Modesto nos esperaba en el office cuando llegó la hora. Al presentarle a Antonio, me miró sonriente y complacido. Era evidente que mi novio no dejaba indiferente a cualquiera y, cuando supiera sobre su talento, me iba a preguntar de dónde había sacado a tal amigo.

Me invitó a una copa en la barra mientras ellos conversaban e, imaginando que aquello iba para largo, me tomé una copa de Jerez seco y me salí a la puerta a fumarme otro cigarrillo.

No había terminado de fumar cuando me di cuenta de que empezaban a entrar clientes. Supuse entonces que don Modesto daría la entrevista por terminada, apagué el cigarrillo y volví al interior.

Uno de los camareros ―al que conocía bastante de vernos a menudo― se me acercó amablemente y me dijo que don Antonio y don Modesto iban a estar en la cocina toda la noche; que si me apetecía, podía pasar y tomar unos aperitivos.

Decliné la invitación con la misma amabilidad y, mirando el reloj, caminé hacia la puerta. Era muy extraño que lo metiera así en la cocina. Supuse que tendría que quitarse la ropa y ponerse algo de esas indumentarias extravagantes de los cocineros… ¡No sabía qué estaba pasando!

Acabé en una hamburguesería cercana sin pensar demasiado en la situación. Evitaba por todos los medios que volviera a mí esa sensación inexplicable de incomodidad, pero volvía cuando recordaba que Antonio estaba en aquella cocina.

Al volver al restaurante, a una hora prudente, se acercó de nuevo el camarero a decirme que iba a avisar a don Modesto, se fue hacia la cocina y esperé con paciencia. En pocos minutos, apareció Antonio con su ropa flamante, con el pelo mojado, mirando al suelo y con la cara descompuesta. Miré hacia los lados con desconfianza, lo agarré del brazo y tiré de él hacia la calle:

―¿Pero qué coño ha pasado, Antonio?

―¡Bien! ―respondió con hilo de voz reticente.

―¿Cómo qué bien? ¿Habéis hablado? ¿Has estado en la cocina? ¡Habla, por Dios!

―Digo que muy bien. No entiendo demasiado de entrevistas de trabajo, como decías.

―Eso lo entiendo, pero viéndote la cara, cualquiera pensaría que te ha echado de allí. Dime de qué habéis hablado o lo que has hecho.

―No lo entiendo muy bien, cari ―volvió a hablar casi con espanto―. Me hizo muchas preguntas y hablamos de cocinero a cocinero. Luego, muy amable, me invitó a que entrase en un vestuario para cambiarme. Había uniformes de cocina y probé uno de mi talla. ¡Son negros y de los caros! Salí de allí y busqué la entrada oyendo el ruido de cacharros. Al verme, se me acercó y empezó a darme órdenes, como si trabajara ahí.

―¿Has estado preparando cenas?

―¡Pues claro! ―exclamó con seguridad―. ¡Emplatando y eso! Eso no es un secreto para mí y los platos que se sirven no son muy complicados. Cuando le dio la gana, me estrechó la mano y me dijo que pasara a los vestuarios a ducharme y cambiarme y, que fuera al despacho…

―No me da mala impresión.

―¡No, no! ¡Qué va! Parece que le he gustado… profesionalmente, digo. En el despacho había una señora, doña Mercedes, que ha sido muy amable. He tenido que firmar unos papeles, que no sé qué son, y me ha pagado 60 euros… ¡por dos horas!

―¡Coño! ―no pude evitar la exclamación―. ¡Menudo chollo de entrevista! Pero… ¿qué papeles eran esos? ¡A ver!

Se detuvo para buscar en uno de los bolsillos de la chaqueta, sacó un documento y me lo entregó como si fuera a reñirle como a un niño que ha hecho algo malo. Era un contrato de trabajo legal por dos horas trabajadas. Lo miré sonriente para hablarle:

―¡Qué bueno, Antonio! Te ha hecho la entrevista y te ha contratado dos horas. ¿No te ha dicho cuándo empiezas?

―¡No! ―siguió hablando reticente―. Solo me ha dicho que en ese restaurante no hay plaza; que tendrá que hablar con don Rogelio para incorporarme en Princesa. ¡No sé lo que es eso!

Me dejé caer despacio en una pared tragando saliva como pude. Él me miró aún más asustado, si eso era posible y, antes de que me preguntara nada, tiré de su brazo para refugiarnos en un buen bar tranquilo, si también eso era posible de encontrar, pasadas las doce, la noche de un viernes:

―¡Verás, Antonio! ―dudé al comenzar mis explicaciones ya sentados en un rincón tranquilo y con una copa en la mano―. Me parece estupendo todo; más o menos. Trabajar en el restaurante de Princesa no está nada mal. ¿Recuerdas dónde está la Plaza de España? ¡Pues por ahí! ¡Es un lujo, créeme! Y está muy cerca de casa… Imagino que tendrías un buen puesto… te lo aseguro. ¡Un lujazo! Pero hay un pequeño detalle…

―¿He hecho algo mal?

―¡No, no, grandullón! Tienes que haber dado la talla más que de sobra. Cualquier cocinero no entra a trabajar en Princesa. Es… sobre don Rogelio.

―Supongo que será el jefe, ¿no? Si tiene que consultarle…

―¡Más o menos! ―contuve mi desesperación creciente―. Tengo que explicarte esto desde el principio. No he querido tocar este tema porque, de momento, podría ser contraproducente pero, tal como han salido las cosas, tengo que darte datos.

―¿Me vas a asustar aún más?

―¡Nada de eso! Al revés ―le dije entre trago y trago preparando el discurso más breve posible―. Ya sabes cómo es el mundo de la hostelería, supongo. En Plasencia será más familiar, pero aquí también nos conocemos todos.

―¡Ah! Y por eso te conoce don Modesto tan bien.

―Por algo más, Antonio ―arranqué―. Don Rogelio, su jefe… es mi padre.

―¡Pero…!

―¡Espera y lo entenderás! ―continué―. Mi intención era que fuésemos mañana a visitar a mis padres; en eso no habría problemas porque les vas a gustar. Ahora no sé qué hacer. Si don Modesto le dice que yo te he llevado… ¡Vamos a ver! Digamos que mi padre es uno de los dueños de todos esos hoteles y restaurantes…

―¡Madre mía! ―exclamó ya a punto de perder el sentido―. Creo que esto no va a ir bien.

―No va a ir mal, de verdad ―aseguré―. Solo pretendía que no supieses nada hasta estar dentro; y ahora cambian las cosas. Tampoco quería que mi padre tuviera nada que ver.

―Si tu padre es el jefe… ―caviló―, él te metió a trabajar en el hotel.

―En eso te equivocas. Es verdad que antes de irme a trabajar a otro sitio preferí trabajar en el hotel. Mi padre me avisó de que había un buen puesto de administrativo, pero no me lo puso fácil. Hice mi examen como otros cuantos y saqué la mejor puntuación. Por eso estoy donde estoy.

―¡Pero conmigo no es igual!

―Es igual, grandullón ―le hablé con sinceridad―. Sabiendo que eras un excelente cocinero, ¿por qué no iba a recomendarte? Parece que has pasado la prueba. No me esperaba que esto llegara a oídos de mi padre hasta que yo mismo se lo hubiera dicho. No creo que cambien las cosas. Eres muy bueno, vas tener un buen puesto y, con toda seguridad, vas a ganar mucho más que yo. Eso sí, te quedará muy poco tiempo libre.

―Pero… ―exclamó conteniéndose y a punto de echarse a llorar―. ¿Qué va a pasar con nuestras vidas? ¡No nos vamos a ver nunca!

―No lo tomes así. Siempre queda tiempo para todo. ¿Volvemos a casa? Me apetece estar a solas contigo.

De esta forma tan natural, amigo lector, fui descubriendo algo que no podía haber imaginado. Antonio seguía siendo para mí «mi grandullón»; el chico corpulento de veintidós años que parecía pueril; infantil unas veces y desconcertante otras. Detrás de todo aquel ropaje, había empezado a atisbar algo muy distinto. El tiempo, como suele suceder, me dejaría ver si lo que me hacía sentirme incómodo sin saber por qué, no era sino un cúmulo de confusiones mías al percibirlo.

Quisiera poder escribir todo esto de una sola vez y con menos palabras, pero a veces, es mejor esperar, sin presumir que lo que te ronda en la cabeza es la verdad. No íbamos a visitar a mis padres el fin de semana y tenía que esperar a volver al trabajo el lunes para saber si mis sospechas tenían algún fundamento. Por lo demás, todo el fin de semana seguí tratándolo como hasta esos momentos; lo mismo que hizo él.

(continúa)