Retrato de mujer

No llegué ni siquiera a tocarla, pero todavía la recuerdo.

. Se puso a hablar conmigo no sé por qué. Estábamos en barra, sentados en taburetes contiguos. Su tono de voz era lejano, como si viniera del otro lado de las cosas.

  • En realidad

Calló, tomó el vaso, se lo llevó a los labios, apenas los mojó. Me miró:

  • Bueno, no importa.

Encendió un cigarrillo. Aspiró y dejo escapar el humo, que ascendió trabajosamente, con pena de irse. Tenía el rostro afilado como una proa. Se la veía rebelde y a la vez desvalida, buscando algo sin saber dónde. La música llegaba a oleadas. Ella seguía el ritmo con un nervioso movimiento de la mano.

  • ¿Para qué? – preguntó.

No sé qué le dije. Ella escuchó en silencio. Con atención. Intensamente. Parecía escuchar con los ojos, tal era el húmedo magnetismo de su mirada.

  • Comprendo la muerte.

Su frase era absurda y fuera de contexto, pero no la consideré así. Se volcaba en lo que decía. Supe que en aquel momento comprendía la muerte. Unos segundos antes, no. Después tampoco. Entonces sí.

Sus pómulos eran mármol moreno cincelado audazmente. ¿Exóticos? No, lejanos. Tal era la sensación: una lejanía vaga, un tanto brumosa. Y además estaba el miedo, o mejor la desorientación.

Apuró el cigarrillo y arrojó la colilla al suelo.

  • Es inútil- suspiró.

Pidió un bolígrafo al camarero y comenzó a trazar signos en una servilleta de papel hasta terminar estampando una sola palabra: YO.

¿Una afirmación necesaria? ¿Una definición de su problema? Lo ignoro. Sin embargo no se acercó por ello más a mí. Siguió estando del otro lado. Su YO no era pedantería o vulgaridad. Era grito. YO. Dos letras convulsas, angustiosas.

De nuevo me miró muy fijo. Sostuve su mirada.

  • ¿Sí? –la animé a seguir hablando.

  • No, no era nada.

Tomó otra vez el vaso, lo apuró de un trago, dejó un billete sobre la barra, se levantó y se fue.

Nunca supe siquiera su nombre pero, no sé por qué, no consigo olvidarla.