Resurrección

El apocalipsis ha llegado. Los muertos cobran vida y están hambrientos. Mercedes está recorriendo un edificio abandonado en busca de víveres cuando siente una urgencia muy terrenal.[Aviso: algo de gore, algo de porno]

Me estaba meando, joder, y, por si fuera poco, mis tripas estaban inquietas, como si supiesen que me hallaba cerca de un inodoro.

Un maldito inodoro. No importa que estuviese sucio, cubierto de porquería o que la cisterna estuviese vacía. Mataría por un inodoro donde dejar que todo lo que tenía acumulado en las tripas saliese sin más, sin preocuparme de si el rincón, arbusto o agujero donde me acuclillase estuviese bien guarecido antes de bajarme las bragas.

Maldita sea, cómo había cambiado todo desde la Resurrección. Antes me preocupaba por ingeniármelas para mantener mi trabajo, pagar el alquiler, las letras del coche, la compra y dar de comer a mis hijos. Ahora tengo una sola preocupación: seguir viva. Y, en este mismo instante, aunque sé que tarde o temprano me olerán a mí o a Dave y Rosario e intentarán rodearnos en este edificio que acabamos de asaltar, lo que más anhelo es un lugar donde mear y cagar a gusto. Lo de encontrar provisiones y cualquier elemento útil en los pisos abandonados del edificio ha pasado a un segundo plano. Solo quiero cinco minutos, quizá diez, para sentarme en la taza y dejar que todo fluya. Una no sabe lo que tiene hasta que lo…

¡Mierda! ¿Qué ha sido ese ruido? ¿Un redivivo? No sueles encontrártelos solos, van en grupo, como nosotros. Aunque, en nuestro caso, nos mueve la supervivencia y, en el suyo, el hambre o lo que sea que les impulsa a devorarnos.

No, no hay nadie. He mirado por el pasillo del segundo piso de este edificio y no he visto ninguno. ¡Anda, mira! Un piso con la puerta cerrada. Estos suelen ser los buenos. Sus ocupantes cerraron antes de escapar de la ciudad, pensando que volverían pronto. Ilusos. Ahora, con suerte, estarán muertos y, si no, serán caminantes. Quedamos muy pocos. Mierda, ni siquiera sé si somos el único grupo de seres humanos vivos en la ciudad.

Saqué la palanca de la mochila y, encajándola en el quicio, junto a la cerradura, hice fuerza. Despacio. Despacio, no quería que ningún caminante oyese el sonido de la puerta forzándose. De todos modos, Dave y Rosario estaban en los pisos inferiores del edificio: podían subir si me metía en problemas. Si supiesen que mi objetivo era sentarme en un inodoro y soltarlo todo no me volverían a traer de búsqueda. Tenía gracia: ellos buscando comida y objetos útiles y yo pensando en mear y cagar a gusto.

La puerta cedió en silencio y la abrí con cuidado. Una casa en penumbra me saludó. Polvo en suspensión, olor a rancio, a orines. Por ahora bien, no notaba peligro. Por si acaso, saqué la pistola y deslicé el dedo índice sobre el gatillo, no valía la pena correr riesgos. El suelo enmoquetado crujía bajo mis pies al pisar los pedazos de escayola desprendidos del techo. El edificio había aguantado las bombas pero se veían grietas en las paredes. La cocina estaba a la derecha del pasillo pero la dejé para después. Mi vejiga comenzaba a transmitirme pinchazos en el vientre, como notando la inminencia del vaciado. Joder, qué a gusto iba a quedarme. Dejé atrás una sala de estar y un dormitorio. Había sábanas tiradas por el suelo, arrebujadas. Manchas de suciedad en las paredes, un desconchón en el techo del final de pasillo. Me planté delante de la única estancia con la puerta cerrada, era la única que no había revisado, tenía que ser el cuarto de baño. Recé para que el inodoro estuviese de una pieza, no me gustaría aposentar mi culo sobre loza afilada. Abrí la  puerta y le vi.

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Alzamos las pistolas al unísono, apuntándonos a la cabeza.

Un segundo, dos segundos, tres segundos.

Estaba claro que no era un caminante. Era un chico, un adolescente, quizá más mayor, no sé, tenía el cabello largo y desgreñado y una barba espesa y negra que le cubría la cara. Estaba frente al inodoro, de espaldas a mí, con una mano oculta entre sus piernas.

–¿Quién coño eres? –mascullé.

–Lo mismo puedo preguntarte. Baja el arma.

Negué con la cabeza. Ni hablar, mocoso. ¿Para qué, para que me metas una bala entre ceja y ceja y escapes con mi mochila?

–Creo que será mejor que la bajes tú, chico. He venido con mi grupo. En cualquier momento aparecerán y esta situación dejará de estar nivelada. Baja la puñetera pistola.

Me lanzó una mirada de arriba a abajo, como si estuviese calculando las medidas de mi culo, cintura y pecho. Odio esas miradas, te hacen sentir un puñetero maniquí, un trozo de carne donde meter la polla, una muñeca a la que hacer toda clase de salvajadas. El niñato me estaba cabreando de veras. Y lo que era peor, estaba junto al inodoro. Me bastó un rápido vistazo para confirmar mi enorme suerte: blanco inmaculado, intacto, con tapa y todo. De repente, me percaté de qué podía estar haciendo el criajo.

–¿Estabas meando, te he pillado meando?

–Algo así.

“Algo así”, Jesús Bendito, a saber qué estaría haciéndose. Le pillo a mi hijo masturbándose y le arreo una colleja que le dejo medio tonto. Mierda, estoy notando una presión en el vientre, una presión enorme. Y la taza del inodoro está ahí, a un paso nada más, dentro de este cuarto de baño diminuto. No, no, tengo que luchar por no pensar en la estupenda sesión escatológica que me esperaba. No bajes la pistola, sigue apuntando a este maldito pajero.

–¿Vas… vas a tardar mucho?

–¿No te aguantas, eh? –pregunta con una media sonrisa.

Me muerdo el labio inferior. ¿Tanto se me nota?

–Tienes las piernas muy juntas, mujer, como si hicieses fuerza para que no se te salga.

Parpadeo enfadada. Si hay algo peor que sentirse desesperada por soltarlo todo es saber que los demás lo saben. Me tiembla la pistola.

–Mira, chico, tal vez tengas razón. Vamos a hacer una cosa: tú te largas, me dejas sola, te buscas otro apartamento en el edificio y te encierras en el cuarto de baño, para hacerte lo que más te divierta.

La media sonrisa permanece en sus labios.

–¿Y si te vas tú?

No, chico, yo no me voy. Si me largo, me cago en los pantalones en lo que doy tres pasos. Te largas tú, mierda.

–Si me voy yo, chico, vengo de seguido con mi grupo y te agujereamos el cráneo, maldito estúpido.

La sonrisa se le borra de la cara. Bien. He conseguido hacerle entrar en razón. O cabrearle más, no sé, parece un chalado. Espera, algo hace entre sus piernas. Oigo una bragueta subirse. Bien, bien, estás haciendo lo más sensato, chico.

Se mueve, se mueve hacia la puerta. No, no sonrías, no bajes la pistola.

El cuarto de baño es minúsculo. Nuestras armas tintinean al golpearse los cañones cuando giramos, intercambiando posiciones. No saca su mano manchada del bolsillo del pantalón.

–¿Has visto alguno?

Se refiere a los caminantes.

Meneo la cabeza. No, no he visto a ninguno. Este edificio parece limpio.

–Tus amigos no me dispararán, ¿verdad?

–No, si no haces una tontería.

–Será mejor que ellos tampoco hagan ninguna.

Menudo cretino. Dave le volaría los sesos.

Vale, ya se va. Mierda, qué necesitada estoy de sentarme en el trono.

–Oye –murmura, bajando el arma, mientras camina por el pasillo hasta la puerta del apartamento– ¿Tu grupo acoge a más gente?

¿A un gilipollas como tú? No, claro que no. A esos les despachamos rápido. Más rápido que a los caminantes.

–No acogemos a nadie.

El chico me mira fijamente, sonríe y chasquea con la lengua. Tiene la mano con la que se tocaba todavía en el bolsillo. La tendrá manchada de semen, pringosa, brillante de ese mejunje lechoso abominable. Ojalá se te pudra o te crezca pelo en las palmas de las manos o se te caigan las uñas. Dios, qué asco.

–Lástima. Bueno, me marcho. Hasta luego y suerte.

–Suerte –repito, sin añadir “Hasta nunca”.

Cierro la puerta del cuarto de baño. Echo el cerrojo y me vuelvo hacia mi objeto del deseo. Es fantástico, divino, inconmensurablemente bello. Solo está manchado de polvo y suciedad. Manchas oscuras en el fondo, pero es algo normal. Joder, si es que es solo verlo y se me hinchan los pezones, me entran unos temblores tan agradables… me derrito de gusto. No me sorprendería correrme sentada mientras hago fuerza.

No bien me desabrocho los pantalones, oigo el primer disparo. Otro y luego otro más. Me giro hacia la puerta, asustada. Recojo la pistola del suelo y miro a mi alrededor. Hasta ahora no me había percatado de qué más había en el cuarto de baño aparte del inodoro. Un plato de ducha, una cortina de plástico azul con lunares blancos, un lavabo ajado y dos armarios abiertos y con las baldas vacías.

Miro hacia el cerrojo y ahogo un gemido al descubrirlo abierto. Joder, ¿no lo había cerrado? Sí, mierda, lo había cerrado, claro que lo había cerrado. ¿O no?

Más disparos. Un grito desesperado tras la puerta. Alzo la pistola y apunto hacia la puerta mientras me acerco a echar el cerrojo.

El chico entra de repente y cierra la puerta a sus espaldas. Aprieto el gatillo varias veces mientras chillo.

–Puta idiota –escupe apartando mi arma de su cara– ¿A quién quieres disparar con el seguro puesto?

Abro la boca para tomar aire. Cierro los ojos, aprieto los dientes.

Un estruendo me hace abrir los ojos. El chico ha volcado un armario sobre la puerta.

–¡Ayúdame, zorra! –chilla el chico– ¡Están ahí!

–¿Quiénes?

Me mira asombrado. Me agarra de los hombros y me obliga a mirarle a los ojos.

–Caminantes. Muchos. ¿Quieres servirles de comida?

Niego con la cabeza. Me tiembla el mentón y siento como se me encharcan los párpados.

–Pues ayúdame con este otro armario. Está atornillado a la pared, yo no puedo solo pero los dos juntos sí podemos, ¿vale?

Asiento.

Chillo fuerte al oírles arañar la puerta tras ella. Golpes, tumbos. Arremeten contra la puerta. El armario ya volcado se mueve peligrosamente. Grito aterrorizada.

–¡Empuja, empuja!

Hago lo que me dice. El tira de las baldas, yo empujo de un lateral. El armario es pesado, mucho, es de cemento. Los tornillos que lo atornillan chirrían, los azulejos estallan.

–¡Más, más, venga, ya casi está, empuja!

Empujo mientras chillo. Tras la puerta se agolpan y aporrean. Gimen y arrascan la puerta. Uno de los ruidos que escucho me pone hace llorar sin remedio. Sé lo que es ese chasquido. El de un miembro desgajándose en trozos. Uno caminante casi me alcanza hace días. Dave le atrapó entre dos puertas. Su brazo pútrido sobresalía por una rendija. Estiró el brazo intentando alcanzarnos. El codo no le permitía doblar el brazo. No le frenó, su antebrazo se quebró, sobresaliendo sus huesos grises. Dave le voló el miembro. Pero el engendro continuó abalanzándose sobre la puerta cerrada, arañando con sus huesos astillados. Allí quedó, encerrado tras las dos puertas. Dave dijo que no valía la pena gastar una bala, estaba encerrado.

Estos no están encerrados. Están sueltos, están hambrientos, son numerosos.

La pared tiembla cuando el armario se separa. Cae volcado sobre la puerta. El suelo retumba y varios azulejos caen. Los murmullos desesperados tras la puerta se acrecientan, están furiosos, sus cuerpos redivivos necesitan calmar el hambre. Los golpes les han excitado, ahora todos ellos empujan. La puerta se desplaza, crujen las bisagras. Chillo con todas mis fuerzas, me agarro la cabeza y cierro los ojos. Solo quiero que sus cientos de murmullos, convertidos en gritos, cesen, solo quiero eso. Chillo, chillo, me tiro al suelo y pataleo. Cierro los ojos con fuerza. Oscuridad, bendita oscuridad, llévame.

Noto que me agarran del hombro, que tiran de mí. Los aparto de un manotazo. Matadme rápido, en el cuello, en la cara, arrancarme toda la piel pero dejarme morir antes. Grito con fuerza, llamo a mi hijo, a mi difunto marido, a mis padres. Corred, corred, ahora soy uno de ellos.

–¡Abre los ojos, coño!

Hago lo que me dice. El chico está a mi lado, estoy acuclillada, en el diminuto rincón entre la pared y el inodoro.

–La puerta resiste, mírala.

Es cierto. La puerta ha saltado de los goznes pero los armarios volcados la mantienen en su sitio. La madera cruje pero resiste. La aporrean pero resiste. Los armarios se bambolean con sus porrazos pero la puerta resiste.

–Vale, loca estúpida –suspira el chico sentándose sobre el inodoro–. Ya que has vuelto, que has dejado de chillar como una histérica, te cuento las malas noticias: estamos atrapados.

Parpadeo confusa, me seco las lágrimas de las mejillas.

–Atrapados, mujer, atrapados y sin escapatoria. Estamos realmente jodidos.

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–¡Callaos, joder, callaos! –gritó el chico.

Los murmullos y lamentos tras la puerta no cesaban. Golpes, tumbos. Me los imaginaba arremetiendo con sus pechos, cabezas, manos, muñones, huesos. Cada poco, un golpe más fuerte de lo normal nos hacía mirar la puerta con fijeza. Se me encogía el alma, aguantaba la respiración.

–¿Podemos matarlos? –pregunté. Era la primera vez que abría la boca desde que nos atrincheramos en este cuarto de tres por dos.

–¿Cuántas balas tienes?

Saqué el cargador y miré la ranura de inspección.

–Cinco, más la de la recámara. Seis, tengo seis balas.

–Yo ocho. Suman catorce. Ellos son muchos más.

–¿Cuántos?

–Muchos, ya te lo he dicho. Dos docenas, quizá más. Por cierto –el chico me miró mientras se mesaba la barba–, me preocupa saber cómo entraron aquí.

–Nos huelen. Saben que somos comida.

–Eso ya lo sé –masculló molesto–. Lo que quiero decir es que yo cerré la puerta de este apartamento tras entrar. La cerré a conciencia. ¿Tú cómo entraste?

Forzando la cerradura con la palanca. Impidiendo que pudiese ser cerrada de nuevo. Le miré a los ojos y él frunció el ceño. La ira parecía adueñarse de sus ojos. Parpadeó varias veces, como si luchase por mantenerse despierto.

–¿Estás bien? –pregunto preocupada.

–Que cómo entraste –repitió de nuevo.

–No lo sé, no me acuerdo.

–No te acuerdas –repitió en voz baja.

Negué con la cabeza. No me convenía enfurecer al otro ser vivo con el que compartía esta celda. De repente, el vientre pareció sacudírseme, la vejiga me transmitió pinchazos. Solté la pistola y me agarré la entrepierna mientras juntaba las piernas con fuerza. Contuve el aire y entorné los ojos. Noté como varias gotas se me escurrían, aunque contrajese el coño y el culo hasta dolerme.

–¿No llegaste a mear?

El chico me miraba las manos ocultas entre mis piernas, con una sonrisa de oreja a oreja.

–Suéltalo, venga, no te cortes. Total, no tienes nada mejor que hacer.

–Delante de ti.

Se encogió de hombros.

–¿Y qué? ¿Acaso crees que me incomoda? Yo también meo, también cago. ¿Qué eres, una princesita de cuento que nunca defeca?

Su mirada. Sus ojos. No los apartaba de mis manos, apretando mis genitales. Pajillero inmundo. Continúas con la mano en el bolsillo, ¿tan pringosa la tienes aún, con el semen cuajado entre tus dedos? Ni loca iba a bajarme las bragas delante de ti. Ni loca. Antes te mato, antes me mato.

–Lo haré cuando me saquen de aquí.

El chico soltó una carcajada.

–¿Sacarte, a ti? ¿Y cuándo va a suceder eso, princesita de cuento?

–Dave y Rosario saben que estoy aquí. Vendrán a por mí.

El chico chasqueó la lengua y murmuró algo.

–¿Qué has dicho? –pregunté molesta.

–Que eres una payasa.

–Tú sí que eres un idiota, un descerebrado, un maldito criajo sin futuro. Vendrán a por mí, estate seguro.

–Nadie va venir por ti, princesita cagona. Ya estarían aquí si quisieran. Métetelo en la cabeza, nadie va a venir a por ti.

–¡Calla, calla, hijo de mala madre! –chillé apuntándole con la pistola.

Un retumbar de golpes sobre la puerta acompañó mi grito. Gemí angustiada, agarrándome la cabeza. El metal de la pistola me enfrió la sien.

–Eh, eh, calma, princesita, no los alteres –susurró mirando hacia la puerta.

Respiré hondo y apreté las piernas con todas mis fuerzas.

–Cálmate tú y quizá deje de pensar en meterte una bala entre ceja y ceja –murmuré.

Estaba decidida. Si no se callaba, lo callaba. Pareció comprenderlo de inmediato.

–¿Cuántos sois?

–¿Quiénes?

–Tu grupo, que cuántos habéis venido aquí.

–¿Por qué?

–Yo estoy solo.

Ya, y una mierda estás solo. Nadie sobrevive solo. He visto a muchos como tú, chaval. Os la dais de angelitos desamparados y luego, tarde o temprano, mostráis la verdadera cara: buitres que rapiñan, buitres que se aprovechan del valor de unos pocos para conseguir comida, ropa limpia, un techo. Sanguijuelas que chupan la vida a gente buena como nosotros.

–No me crees.

Claro que no, te piensas que aún hablas con una princesita de cuento.

–¿A quién perdiste tú?

Su pregunta coincidió con un nuevo intento por parte de los redivivos para echar abajo la puerta. Ambos agarramos con fuerza la pistola y miramos la puerta temblar. Sus lamentos se acumulaban, no era capaz de distinguir cuántos podían ser pero estaba claro que eran demasiados para nuestras catorce balas.

El disparo me pilló desprevenida. Un agujero en mitad de la puerta, a una altura insuficiente para alcanzar la cabeza de un adulto, apareció de repente.

–Malgastas las balas –le recriminé.

–Solo necesitamos dos, una para ti, otra para mí.

Nos miramos a los ojos. Por primera vez, me di cuenta de lo bonitos que los tenía. Verdes, brillantes de vida, cuajados de pintitas oscuras. Bajo esa barba espesa y las greñas sucias de su cabello tenía que existir un muchacho guapo o, como decían mis amigas del gimnasio, un “pavo follable”.

Joder, es increíble cómo cambia todo en tan solo dos meses. Una vida, una familia, una ciudad, una civilización, una especie.

–Mi marido y mi hija.

Frunció el ceño sin comprender mis palabras.

–Los perdí al poco de empezar todo esto. En la televisión se habló de una toxina, de algo raro que hacía que los muertos se levantasen y tuviesen una sola idea en su cerebro muerto.

–Es un virus.

–Eso da lo mismo, ¿no? –suspiré–. El colegio de primaria donde iba la pequeña dijo al cabo de unos días que cerraba, que nos llevásemos a los niños, que no seguían. Mi marido fue a por ella. Le atracaron. Todavía no sé por qué –“Por gente como tú”, quise decir.

–Resucitó.

Asentí. Le había dado tantas vueltas en la cabeza, imaginando toda clase de detalles, llorando sin consuelo, que ahora me parecía casi algo inventado.

–No sé cómo, pero llegó hasta la guardería. Devoró a varios niños, mi hija incluida.

–Cuando vuelven, se dice que persiste una especie de memoria residual, algo parecido a recuerdos. Quizá no esté muertos del todo, falta investigar a fondo.

Le miré con curiosidad.

–¿Quién eres tú, un investigador?

El chico sonrió y se arrascó la barba con el cañón de la pistola. Seguía teniendo la otra mano en el bolsillo. ¿Tanto tiempo tarda en secarse una corrida? ¿Me había salido vergonzoso el pajillero?

–Un investigador no. Soy el investigador.

Sonreí y meneé la cabeza. También me había encontrado con decenas de personas que clamaban, cada una de ellas, saber cuál era la causa de todo esto. Y también decían saber cuál era la solución. Profetas de un dios inmisericorde.

–Dave no es de aquí, ¿no?

–Dave es canadiense. Rosario es argentina. Manuel es mejicano. Yo soy española  ¿Tú de dónde eres? Tienes acento francés.

–Porque lo soy. Me llamo François. ¿Os hace falta un francés en el grupo?

No. Ya tenemos varias y no tienen el más mínimo interés por aprender otro idioma que no sea el suyo.

–Mercedes.

–¿Así te llamas?

Asentí mientras tragaba saliva.

–La historia de tu marido me ha recordado un cuadro. De un pintor vuestro, Goya. Una escena mitológica, creo.

“Saturno devorando a sus hijos”. Lo conozco. No sé si el cuadro seguirá existiendo, Madrid fue la primera en caer y los museos no eran lugares prioritarios. Además, ¿qué sentido tiene ahora el arte? Es una necesidad intelectual que solo aparece cuando la supervivencia está garantizada, algo superfluo en los tiempos que corren.

–¿En qué trabajabas?

Su pregunta me sorprendió.

–Estaba en el paro. Tras dar a luz a Rodrigo, me echaron del hotel donde trabajaba.

–La crisis, ¿eh?

Bufé con una sonrisa.

–La crisis, sí. Pero ahora eso ya no importa mucho, ¿no?

–No, la verdad es que no –confirmó François–. Uno no sabe lo que es una crisis, ¿no crees?

Alcé las cejas sin comprender.

–La crisis dejó a muchos sin empleo, sin casa, sin futuro. Uno pensaría que aquello podía ser lo peor del mundo. Corrupción política, mafias, gobiernos timoratos, bancos arruinados. Pero estábamos vivos. Podías salir a la calle sin una puta moneda pero sin miedo a morir.

–Era diferente –respondí. No estaba de acuerdo. Era otro tipo de crisis. La otra era económica, esta es biológica.

–No, claro que no. Mi abuelo combatió contra los nazis. Toda su familia murió cuando París casi quedó arrasada. La vida entonces no valía nada. Nada.

–Como ahora.

–Exacto. Fue una crisis, una verdadera crisis. Llámalo guerra si quieres. Pero sustituye nazis por zombis y obtendrás lo mismo.

–¿Y qué?

–¿Cómo que “y qué”? ¿No lo entiendes, Mercedes? Estamos en una verdadera crisis. La humanidad está condenada. Nada es importante ya excepto la vida. Ni tu cuenta bancaria, ni tu casa, ni tu coche. Solo quedas tú, solo tú, nada más.

–Yo y los míos –aclaré–. Hablas como si fueses un solitario. Un pesimista solitario.

–¿Un pesimista solitario? –François sonrió y pareció hacerle gracia el término–. Me gusta, me define bien.

–¿Y cómo acabará todo, pesimista solitario?

–Es una pregunta sencilla. Pero una princesita como tú, Mercedes, no podría soportar la respuesta.

Apreté los dientes hasta que me dolieron las mandíbulas. Ojalá tuviese una oportunidad de meterle una bala a este cretino. La gente como él son peor que los redivivos. Son vampiros de la esperanza, monstruos de la desesperación.

Un fuerte retortijón de tripas me devolvió a la cruda realidad de mi necesidad inmediata.

–Gírate –ordené.

–Como no me gire cara a la pared… –sonrió François.

–En el plato de ducha, echa la cortina. Y tápate los oídos.

Lo que iba a escucharse era de todo menos silencioso.

Me hizo caso. Corrió la cortina azul de lunares blancos. Tras ella, su figura difuminada por el vinilo alzó las manos hacia su cabeza.

Oh, Dios. Por fin. No era la situación ideal pero mis remilgos habían pasado a un segundo plano.

–¿Tardarás mucho?

–¡Corre la cortina! –chillé a su cabeza asomando entre la cortina. Me agarraba los pantalones a medio bajar y le apunté a los ojos con la pistola.

–Me gustan las mujeres sin depilar. Menudo matojo te asoma por ahí abajo, ¿no?

Apoyé el cañón entre sus cejas.

–Entendido, me meto.

–Más te vale. Te juro por mi hijo que si te asomas de nuevo te mato sin dudarlo. Ya he quitado el seguro.

Se sentó agazapado.

Espere unos segundos antes de bajarme las bragas. Apoyé el culo sobre la fría loza.

Y lo solté.

Algo mágico sucedió. Mientras me vaciaba, sintiendo como la postura facilitaba la salida de todos mis desechos, recordé la última vez que me había sentado sobre un inodoro, la última vez que evacué sin el miedo a mirar a todos lados, la última vez que lo hice sin una pistola en una mano y el corazón en vilo en la otra. La última vez que meé y cagué en mi casa, cuando todavía tenía familia, ilusiones y un futuro.

–Tengo papel en mi mochila –escuché tras la cortina.

Su mochila estaba junto a la mía. Dentro había libros, una muda de ropa interior razonablemente limpia, un maletín de hojalata de primeros auxilios y varios mapas. Y un rollo de papel higiénico casi entero. Una humedad pasada había penetrado hasta el canuto, tiñendo el blanco inmaculado de un amarillo descolorido. Aun así, era más de lo que había soñado.

No sé cuánto tiempo tardé. François permaneció callado y solo los murmullos tras la puerta me recordaban la violenta realidad que existía tras ella.

Ojeé sus libros mientras permitía que todo desecho saliese de mi culo y coño a su ritmo. No creía poder repetir esta sensación maravillosa de sentarme a gusto sobre un retrete. Los libros estaban escritos en francés, inglés y alemán. No dominaba ninguno de los idiomas, solo lo suficiente para hacerme entender entre los miembros del grupo.

Entre sus páginas había fotos sueltas. Su novia, o una amiga. No, una novia: encontré otra foto de la chica desnuda, abierta de piernas y con el semen manchándola los pechos. Sus padres aparecieron en otra foto, en un cumpleaños o algo así. El chico era guapo, no me había equivocado. Más fotos de su novia desnuda, primeros planos de los genitales, de sus labios chupando un miembro.

Perfecto. Sospechas confirmadas, estaba encerrada con un pervertido.

La última foto me descolocó. Aparecía él, vestido con una especie de traje blanco de astronauta, en una especie de laboratorio, con una especie de capucha de la mano. Detrás de él había instrumentos de cristal, tubos, contenedores de plástico azul con el símbolo de riesgo biológico impreso. Sonreía exultante. A su lado estaba su novia, vestida de igual guisa. No parecían disfraces. Se veía todo muy real.

Me limpié sin dejar de mirar la foto. Gasté abundante papel.

Apreté la palanca de la cisterna en un acto reflejo pero ningún agua salió. En su lugar, bajé la tapa.

Me vestí sin dejar de mirar la foto.

Descorrí la cortina y le enseñé la foto. François se miraba las rodillas. No me había hecho caso: no se había tapado los oídos pero ahora no me preocupaba que hubiera oído mis ventosidades ni mi orín salir a borbotones.

–¿Quién cojones eres tú? –murmuré plantándole la foto delante de la cara.

–Ya te lo he dicho, princesita cagona. Soy el investigador.

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–Ni siquiera sabíamos a dónde íbamos, cuáles eran los objetivos de la investigación ni porqué el ejército insistía en usar una cepa inviable; sólo nos preocupaba recibir ingentes cantidades de dinero cada mes, una nómina que crecía sin parar. Aquello era de locos, trabajábamos catorce, quince horas… hasta un día seguido si hacía falta. Pero no obteníamos resultados, o eso nos hacían creer. Era frustrante: trabajábamos a ciegas, dirigidos por un enlace militar y sin saber si lo que hacíamos serviría para algo o no.

–¿Cómo se llama?

–¿Cómo se llama el qué?

–El virus.

–Técnicamente no es un virus, sino un retrovirus con una envoltura de hidro-fosfato-glicol-sulfuro.

–¿En cristiano?

–Un virus de laboratorio.

–No parece muy fiero.

–El VIH también está originado por un retrovirus y, en serio, palidece en comparación con este. Cuando lo sintetizamos, alguien lo bautizó como “Ira Dei”.

–¿Qué hace?

–Básicamente, “Ira Dei” se infiltra en el bulbo raquídeo donde sustituye las conexiones sinápticas, haciendo creer al órgano que se respira aunque no se respire, que late el corazón aunque no lata y cosas así.

–Pero eso es imposible, ¿no? Si no respiras, mueres, da igual que engañes al cerebro o a ese bulbo no-se-qué. Si no hay oxígeno, no lo hay y punto.

–No exactamente. Piensa en una embarazada que requiere suplementos de calcio porque el feto lo toma de sus huesos. Si no lo tienes pero lo necesitas, lo tomas de otro lado.

Abrí los ojos a medida que comprendía porqué los redivivos querían devorarnos.

–Necesitan nuestros componentes para sobrevivir.

François alzó las cejas a la vez que cerraba los ojos.

–Pero, entonces, si no se alimentan, mueren –razoné.

–Claro, pero a una tasa menor de lo acostumbrado. Su cuerpo se descompone pero el bulbo raquídeo economiza recursos.

Apreté los labios y luego me los hidraté con la punta de la lengua.

–¿Hay cura?

–La habría si el ejército lo hubiese querido. Pero no quiso. Ahora sé que su objetivo fue el desarrollo de un arma biológica. ¿Por qué desarrollar una cura si, una vez convertido a los enemigos en zombis, puedes lanzar una bomba atómica?

–¿Qué ocurrió, por qué ha ocurrido esto, qué salió mal?

El muchacho sonrió y me miró con ojos risueños.

–Una tontería sin importancia, Mercedes. Simplemente, “Ira Dei” mutó en una de las generaciones. Se convirtió en un agente de propagación cutánea en vez de sanguínea. Luego, ya te imaginas: te infectas, tienes la mala suerte de morir en un accidente de tráfico y comienza la epidemia. Y, antes de que alguien reaccione, antes de que un gobierno actúe, el retrovirus muta de nuevo.

–Pero tú puedes pararlo, ¿no? Sabes cómo detenerlo. Al menos, sabes qué lo causa.

–Lo intento. Tengo un laboratorio cerca de aquí. Hago ensayos cada día.

Me mostró la mano que tenía escondida en el bolsillo. Aquella que yo creía cubierta de semen de una masturbación solitaria.

Faltaban dos dedos. Los tres restantes estaban incompletos: al anular le quedaba una falange, al meñique dos. El pulgar aún estaba entero. Los muñones estaban negros, en el dedo corazón, asomaba un extremo de hueso.

–Soy el sujeto del ensayo, Mercedes. Me inyecto una proto-vacuna y pruebo: un trocito de dedo cada vez.

Creía estar inmunizada ante los órganos descompuestos, las vísceras arrastradas, los huesos asomándose entre jirones de carne. Pero esa minucia, esos dedos amputados, me hizo revolvérseme el estómago e iniciaron un flujo de arcadas.

Vomité un líquido verdoso y de aspecto purulento, ardiente en mi garganta.

Me limpié con la manga de la camiseta.

–¿Algún éxito?

François no me respondió. Siguió mirándome a los ojos mientras volvía a esconder su mano mutilada.

–¿Y cuándo acabará todo esto?

–Para ti y para mí, la respuesta está detrás de esa puerta.

Los murmullos y lamentos parecieron responder a François, pues subieron de tono.

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Necesitaba volverlo a escuchar de su boca.

–¿No hay esperanza, entonces?

–No –François pareció regodearse en la cruel respuesta–. No, no la hay. “Ira Dei” está exterminando a la humanidad. Nosotros mismos hemos programado nuestra destrucción.

Bajé la vista y la posé sobre el libro donde encontré la fotografía  de él posando en el laboratorio. Las demás fotografías pornográficas de su novia volvieron a mostrárseme al pasar las hojas.

–¿Tu novia?

Afirmó con la cabeza.

–Fue de las primeras en sucumbir. Por aquel entonces, todavía no sabíamos que la muerte andaba suelta. Yo fui el encargado de atravesarle el cerebelo con una bala del calibre 20. Fue la primera vez que disparaba un arma.

–También has perdido a gente muy querida.

–Como todos. Cada cual tiene sobre su conciencia la muerte de un familiar, de un amigo, de un desconocido. Pero, al fin y al cabo, son ellos o tú, ¿no?

No le respondí. Miraba los genitales de su novia, abiertos y brillantes. Un saludable y envidioso color rosado teñía la zona superior de los labios y el clítoris aparecía desenfundado, cubierto de secreciones vaginales.

–¿Por qué la hacías fotos desnuda?

–¿Y por qué no?

–Seguro que ella detestaba la cámara de fotos inmortalizando su… su sexo.

–¿Qué coño importa eso ahora? No me acuerdo cuando sucedió. Follamos, la hizo gracia fotografiar su corrida y ya está.

–¿No hubieses preferido tener una foto de ella dándote un beso o los dos juntos sonrientes?

–Tenía de esas, sí, pero las tiré. Prefiero recordarla así.

–¿Cómo una puta?

François me miró enfadado pero suavizó el gesto tras respirar profundamente.

–Colette no era una puta. Era una mujer apasionada, vivaz e inteligente. Ella diseñó parte de la molécula de fósforo que recubría el retro-virus. Quiero recordarla así: apasionada, algo loca y en un momento en el que ambos disfrutamos de nuestro cuerpo. ¿No tengo derecho a mantener vivo su recuerdo como me plazca? No creo que quede ningún familiar o amigo suyo vivo. Solo quedo yo. Y quiero recordar a Colette así.

–¿La querías?

–El amor se diluye o magnifica con el tiempo. Es justo admitir que nos quisimos en algún momento. Luego, solo quedó el sexo y el cariño. A mí me bastaba.

–¿Y a ella?

–Ni puta idea. Creo que eso no importa ahora, ¿no? Está muerta. Solo sigue viva en esas fotos y aquí –se golpeó el cañón de la pistola en la sien.

Pensé en mi hijo. No sabía cuánto tiempo llevábamos aquí encerrados. Una hora, dos, no sé. Era muy pequeño, estaría asustado, mucho. Una luz que provenía de un ventanuco alto, difuminada por un grueso cristal, solo permitía inferir que aún era de día. Lo que estaba claro era que había pasado suficiente tiempo como para que Dave y Rosario supiesen que algo malo me había ocurrido.

Y, aun así, nada sabía de ellos. Al menos, suponía que por la acumulación de caminantes agolpados tras la puerta, sabrían que estaba aquí. Quizá hubiesen salido corriendo para buscar ayuda. Quizá ahora estuviesen planeando cómo sacarme de aquí sin arriesgar sus propias vidas. Quizá estuviesen consolando a mi hijo, engañándole, diciéndole que su madre iba a tardar un poco más en volver.

Quizá yo no valiese la pena el riesgo de enfrentarse a tantos redivivos.

–No, no, eso ni lo pienses, Mercedes –me repetí en voz alta.

–¿Pensar el qué?

–Que me han abandonado.

–Ven –pidió, poniéndose de pie y ofreciéndome la mano.

–¿Qué vas a hacer?

–Tú ven. Mira, dejo en el suelo la pistola. Sin trucos.

Dimos dos pasos hasta la puerta.

–Asómate por el agujero que hice cuando disparé.

–No.

–Asómate y contempla la realidad.

–No, no.

–Vamos, princesita cagona, echa un vistazo por el agujerito, que no va a pasar nada.

Me acerqué a la oquedad que había quedado al atravesar la bala.

Gemí sin poder evitarlo.

Deambulaban aquí y allá, chocándose unos contra otros, arrastrando algunos sus miembros inútiles, girando sus cabezas aquí y allá, como alimañas husmeando un rastro que iba y venía, sin encontrar una dirección que tomar, los vi. Conté veinte distintos, caminando a través del pasillo, deteniéndose frente a la puerta y mirando el agujero sin verlo para, luego, seguir de paseo hasta el final del pasillo y darse la vuelta. Luego surgieron más de otras habitaciones. Parecían cucarachas que apareciesen de cualquier esquina, de cualquier pedazo de oscuridad, correteando sin ton ni son. Caras deformadas, grises, ambarinas, descompuestas, dientes sobresaliendo de labios abiertos, de labios colgantes, de labios inexistentes.

Chillé apartándome cuando uno de ellos introdujo un dedo en el agujero. Se atascó en la primera falange pero continuó apretando. La uña podrida saltó, la piel se abrió, los músculos grises asomaron, el blanco hueso sobresalió y, por un instante, dos falanges níveas se curvaron hacia abajo. Hasta que François, con un gruñido, asestó un manotazo al dedo hurgador y lo quebró.

Ahí quedó, encajonado en el agujero, inclinado hacia abajo. Piel, músculo y hueso muertos.

–¿Cuándo vendrán, dime, cuándo vendrán?

Lloré ocultándome el rostro con las manos, negando con la cabeza. No, no, iban a venir, iban a venir.

No iban a venir.

–¿Cuánto vales, Mercedes?

–¿Cómo? –murmuré entre mocos.

–¿Vales una vida, dos quizá, tres posiblemente? Eso es lo que perderá tu grupo tratando de salvarte.

–¡Cállate, hijo de mala madre!

–No, Mercedes, no. Le dirán a tu hijo: “Lo siento, chico, tu madre no lo consiguió”. Y punto. Dormirán a gusto, te lo aseguro. Nadie te echará de menos unas horas después. Los vivos morimos, constantemente, tenemos esa fea costumbre.

–¡Hijo de puta, hijo de puta!

–¡Suéltalo, Mercedes, suéltalo ya, dilo bien alto!

–¡Hijo de puta!

Quería matarlo, encañonarlo con mi pistola y borrarle esa puta sonrisa que mostraba tras la barba. Saltarle los ojos y reír a carcajadas mientras suplicaba que acabase con su vida de un balazo en la sien.

Me sujetó de los hombros y me encajonó contra un rincón. Apretó su frente contra la mía y su barba me arañó el mentón.

–Ahora que estamos a tono, ¿qué tal si follamos?

–¡Ni loca!

Me apartó los mechones de la frente y me olió el cabello junto a la oreja. Tuve su cuello a la distancia ideal para arrancarle de un mordisco la yugular.

Abrí la boca y atrapé su oreja entre mis dientes.

Luego, saqué la lengua y lamí su mejilla.

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Nos besamos en desorden. Buscando el interior de nuestras bocas a destiempo, al ritmo de la urgencia de una situación imprevisible y de duración incierta. Busqué la piel de su espalda tras la camiseta, François se contentó con amasarme y comprimirme los pechos, dedicando pellizcos a los pezones sobre la ropa.

Nuestros cuerpos no conocían el agua desde hacía días. El sudor era la sensación olorosa más evidente, aumentada cuando nos despojamos de toda ropa de nuestros torsos. El francés tampoco era un hombre al que le incomodasen mis axilas hirsutas, más bien disfrutaba con el vello abundante y fino que guardaba dentro del brazo.

Yo no sabía qué estaba haciendo. Bueno, mientras el chico me chupaba las tetas, sabía perfectamente qué íbamos a hacer pero yo aún no entendía por qué lo hacía. El muchacho era odioso, cínico y vulgar. Me insultaba y se reía del remanso de inocencia que tanto me costaba reunir en mi espíritu. ¿Acaso no veía que para mí sería muy fácil dejarme llevar por el pesimismo? ¿Mandar todo a la mierda, convertirme en una zorra deshumanizada? Pero había elegido ser una mujer sencilla. Una mujer que lloraba al escuchar el desconsuelo de otros, una mujer que se esforzaba por hacer sonreír a los demás, una mujer que aún creía en el amor.

Y, sin embargo, seguía sin comprender por qué estaba permitiendo que el hijoputa de François me abriese los pantalones y accediese al interior de mis bragas.

¿Acaso estaba harta de fingir algo que en verdad no era? Este era un mundo cruel y desprovisto de sentimientos, un mundo donde una princesita –como él me insultaba– no tenía cabida. Quizá llevase razón y era hora de estrujar los pocos restos de placer que en él podía encontrar. Dejarme llevar por la euforia de las emociones inmediatas, de lo efímero y lo fugaz.

Le hice sentarse sobre el inodoro y me clavé su miembro erecto. Me agarré a sus sienes y junté su frente con la mía, mirándole a los ojos mientras cabalgaba sobre su sexo, imprimiendo una urgencia desesperada, extrayendo cada gota de licor placentero de la saliva de sus labios.

¿Era, pues, una idiota al aferrarme a la idea de que una mujer podía seguir siendo inocente y frágil? Este no era el mismo mundo que pisaba meses atrás, cuando mi máxima aspiración era encontrar un trabajo y contentar a mi marido y a mis hijos. En charlar con mis vecinos de piso y enterarme de los chismes de los famosos. De escandalizarme por los excesos de los ricos y los políticos. De maravillarme al descubrir la risa de un bebé o de emocionarme en el cine viendo una película romántica.

¿Desde cuándo no me importaba mantener sexo con un desconocido, sin importarme las consecuencias de un posible embarazo o una ETS? Nos mirábamos a los ojos, tratando de encontrar un ritmo febril a nuestros movimientos que satisficiese nuestras mutuas necesidades fisiológicas.

Sus manos imprimían a mis nalgas un abrazo severo, un abrazo sucio al internarse sus dedos en mi interior. Su polla me arrancaba espasmos de gozo y desdicha, de placeres inmensos pero sutiles. Éramos dos cuerpos enjutos y desnutridos cuyos orgasmos reventaban el horror que los hacía temblar tras la puerta. Éramos dos seres humanos como aquellos que levantarían la cabeza, inquietos a la luz de una hoguera, resguardados en cuevas profundas, escuchando los aullidos y gritos de las bestias de la selva, en la noche, a lo lejos, sin saber si podrían seguir respirando cuando volviese a salir el sol. En los albores de la humanidad.

Se me escurrió su semen por los muslos cuando me levanté mareada, todavía afectada por la fuerza desproporcionada y casi olvidada de un orgasmo. Usé parte del papel higiénico que quedaba para limpiarme y me vestí en silencio, sin mirar a François, que aún seguía sentado y desnudo sobre el inodoro. Tenía los ojos cerrados y una sonrisa suave que solo se intuía en las arrugas de sus párpados y sus mejillas hinchadas.

–Podrías ser la única persona viva que pueda devolver algo de cordura a este mundo. Puedes encontrar una cura –murmuré buscando la etiqueta de mi camiseta para ponérmela derecha.

–Es posible. Pero la verdad es que sigo igual de perdido que el primer día. Jamás desarrollaré una cura. Y, aunque la encuentre, será una vacuna, de modo que el peligro de lo que ahora hay seguirá existiendo.

–De modo que ahora mismo vales lo mismo que yo.

Abrió los ojos y me miró incrédulo.

Creo que no podía ni imaginarse que le estuviese apuntando con las dos pistolas.

–¿Estás loca?

Negué con la cabeza.

–Loca no, François, estoy cabreada. Pero no contigo sólo, sino con todos, con todo. Estoy cabreada porque me habéis hecho ser alguien que no quiero ser.

–Pero, ¿qué dices? Trae las pistolas.

El disparo le perforó la carótida, causándole una flor sanguinolenta sobre su pecho velludo. El disparo también provocó que los seres tras la puerta redoblasen sus murmullos y gemidos ansiosos.

Se llevó las manos al cuello, tratando de detener una hemorragia de la que brotaba sangre al ritmo de sus latidos enloquecidos.

Intentó levantarse pero solo provocó que un chorro inmenso de líquido bermellón brotase con más fuerza y salpicase las paredes.

Usé la palanca para desplazar los armarios. Es increíble lo que la ley de la Palanca puede ofrecer. Arquímedes tenía razón: “Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo”. La columna que sostenía el lavabo sirvió a la perfección, aunque la sangre que ya cubría todo el suelo del cuarto de baño ayudó enormemente.

–Me hubiese gustado conocerte en mejores circunstancias, François.

–Acaba… acaba conmigo, puta, y haz… haz lo que te dé la gana.

–Lo siento, pero tienes que seguir vivo.

Comprendió de inmediato cuál era mi plan.

Estaba muy pálido y la sangre le cubría el sexo y las piernas, tiñendo el inodoro de un rosa encendido.

–Un placer haberte conocido.

Abrió la boca para contestarme pero de su garganta solo brotó un chillido cuando abrí la puerta.

Entraron en tromba, como si estuviesen seguros de que, tarde o temprano, llegaría el festín.

Esperé tras la puerta, resguardada contra la pared y el rincón.

Los chillidos agónicos duraron poco, solo hasta que separaron la tráquea del resto del cuello. Los que no podían acceder al cuerpo o los pedazos que eran arrancados, se agachaban y lamían el suelo como animales abrevando.

No me detuve a contar cuántos había. Esquivé los cuerpos agachados y volaba la cabeza de aquel redivivo que osase posar su mirada sobre mí.

Trece balas no hubiesen sido suficientes para detenerlos pero, por suerte, fueron muchos menos los que olvidaron sus ganas de alimentarse del cuerpo de François para fijarlas sobre mí.

Escapé de aquel edificio cuando la noche comenzaba a devorar el cielo. Como imaginaba, el vehículo donde habíamos llegado Dave, Rosario y yo, ya no estaba.

François tenía razón después de todo. Me habían abandonado, incapaces de asumir un cúmulo de muertes para un rescate que podría no servir para nada.

No sabía si llegaría al campamento viva.

Pero, al menos, sabía que la Mercedes que iba a intentarlo ya no era la misma de horas atrás.

En cierto sentido, Mercedes había muerto y otra Mercedes, más realista y pragmática, había mutado, había resucitado.



Ginés Linares



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