Repasada por el pintor de papá
Mi papá contrató a un pintor para trabajar la casa, sin saber que el señor me daría varias repasadas también a mí, convirtiéndome en una putita embobada por su imponente brocha.
Todo comenzó cuando estaba estudiando para los exámenes finales de mi segundo año en la facultad. Mi papá contrató a don Jorge, un señor entrado en los cincuenta, conocido entre los vecinos por ser pintor y hacer trabajos en todo el barrio, amén de tener una actitud tosca. Y no es precisamente que sea un adonis ni nada similar… tampoco es que me importara ya que solo se trata del pintor.
Lo contrató para que repintara las paredes de nuestro jardín porque el invierno y la humedad habían hecho de las suyas, enmoheciéndolo todo; tocaba pintar unas nuevas capas, y de paso renovar también la casa. Así que el señor se presentaba todas las tardes en mi hogar donde trabajaba durante horas y horas mientras yo en la sala me dedicaba a estudiar.
A veces me tomaba descansos para ir a charlar con él. Total, como a esas horas éramos los únicos en la casa y tampoco era plan de ser antisocial. Aunque como dije, el señor no era muy conversador ni simpático. Yo solía indagar para ver si teníamos algo en común sobre lo cual hablar: noticias del día, su trabajo como pintor, su familia, la mía, ¡incluso hablábamos del clima! Pero nada funcionaba, todos mis intentos de diálogos se acaban a los cuatro o cinco intercambios.
Una tarde en particular, cuando él estaba alto en la escalera, pasando pintura por la pared, entré al jardín cansada de fórmulas, números y teorías.
—Don Jorge, ¿le gusta el tenis?
—No, no lo sigo. ¿A ti te gusta?
—¡Sí! De hecho, lo practico.
—¡Bien por ti!
Silencio luego. Incómodo y largo silencio. Hastiada, decidí cruzarme de brazos e intentar enfocar las cosas de otra manera.
—Ya. ¿Me podría decir qué es lo que no le gusta, don Jorge?
—¿Pero qué…? —dejó de pintar y me miró extrañado—. ¿Se puede saber a qué vienen esas preguntas que me haces todos los días?
—Solo quiero conversar, pero si se va a molestar pues ni caso.
—Eres una muchacha muy… Mira, ¿quieres saber qué no me gusta? ¡Este frío!
—¡Dios! —se me encendió el foco—. ¡Ya le traigo un café, no se mueva!
Al volver al jardín con una taza de café y rosquillas en las manos, terminé tropezándome con la manguera y caí de bruces contra la mencionada escalera. El pobre hombre tambaleó a lo alto y se cayó. No sobre mí, por suerte. Pero sí que aterrizó muy mal, por desgracia.
¿Resultado? Escayolas, escayolas y escayolas. Me sentí como un monstruo al visitarle en su casa, en compañía de mi papá, y verlo confinado en una pequeña y oscura habitación, acostado sobre la cama con brazo y pierna izquierdas enyesadas, postrado y triste, con la mirada perdida. Él no tenía ni ganas de saludarme. Su señora me había dicho, al verme muy afectada, que no me preocupara demasiado, que su marido hacía encargos de pinturería por gusto, no por necesidad, que como todo buen hombre trabajador no quería estar quieto sin hacer nada.
Pero yo no podía dejarlo así. Entonces le dije a su señora que si no era molestia, vendría todos los días después de mis clases de facultad para pasar el rato con él, cuidarlo y tratar de atenderlo para no delegarle todo el trabajo a ella durante el mes que estaría así. La culpable era a todos luces yo, y por más de que mi papá y su esposa quisieran quitarle hierro al asunto, yo simplemente no podía dejar pasar algo así. ¡Un hombre estaba encamado y enyesado por mi culpa!
Cuando tanto mi padre como la esposa del pintor se fueron, abrí la cortina que ocultaba la luz del sol y traté de sacarle temas de conversación de manera infructuosa, como siempre. Mejor iluminado como estaba, me fijé en el diminuto cuarto. Apenas un armario, un pequeño mueble para el televisor, un sillón al lado de la cama y finalmente una radio sobre una mesita, al otro lado de la cama. En ese momento simplemente pensé que era el cuarto que su mujer decidió usar como lugar para poder atenderlo mejor, ya que se encontraba cerca de la cocina, en el primer piso, y no en el segundo, donde más tarde sabría que se encuentra la habitación matrimonial.
—Oiga, don Jorge, su casa es muy hermosa y su señora muy amable.
Silencio. Solo mis pasos resonaban por el lugar. Me senté en el sillón al lado de su cama.
—Y… ¿No tiene hijos? Ahora que lo pienso, nunca los he visto. Y eso que suelo pasar todos los días después de la facultad por aquí, y también cuando iba al colegio.
Nada de nada.
—Mi mejor amiga dice que probablemente usted me quiere matar y me odia un montón, pero yo le dije que no tiene sentido concluir esas cosas si ella ni siquiera lo conoce a usted. ¿Verdad? ¿No me odia, no?
Cerró sus ojos y pareció ponerse a dormir.
—Yo no creo que me odie, es decir, no es que yo lo haya hecho a propósito. Además, míreme, podría estar paseando en el Shopping con mis mejores amigas, pero… ¡aquí estoy! Viendo… las fotos que me están enviando al whatsapp… parece que se están divirtiendo…
—Maldita sea, niña, cállate de una puta vez.
—¡Ah! Parece que alguien recuperó la lengua. Por cierto, observe esta foto que me acaban de enviar, ella es Andrea, mi mejor amiga… le estoy escribiendo que esa camiseta de Hello Kitty es preciosa, ¿no lo cree usted? Mire, mire…
No vio la foto sino que me observó fijamente. Parecía querer fulminarme con la mirada pero yo sostenía mi sonrisa como mejor podía. Iba a pedirle nuevamente mis sinceras disculpas por el accidente pero antes de que yo abriera la boca el señor soltó muy groseramente:
—Debí haberme caído sobre ti…
I. La “brocha” del pintor
Para el martes, mientras le leía al señor las noticias de un periódico online, su mujer entró con un plato de caldo de verduras. Al verla algo cansada decidí agarrar el mencionado plato y ser yo misma quien le diera de tomar. Esta vez, con su sonriente esposa de testigo, las cosas se hicieron más divertidas incluso. Para mí, no para él.
—¿Caldo de nuevo? —se quejó el señor.
—¿Qué? ¿Quieres las salchichas de pavo otra vez?
—Me gustan esas salchichas.
—¡Basta de salchichas! Ahora abre la boca, Jorge, la nena te va a dar de tomar.
—¿En serio, mujer? ¿Me va a dar de tomar ella?
—No seas maleducado. Agradece que alguien tenga ganas de ayudarte, que yo sinceramente estoy cansada.
—Don Jorge —interrumpí probando el caldo—, esto está súper delicioso…
—Pequeña bribona, ¿estás tomándote mi caldo?
—Pues sí, ¡y será mejor que abra la boca si no quiere que yo lo termine acabando!
—¡Perfecto! ¡Tómatelo todo, maldita niña, no dejaré que me alimentes! ¡Puta humillación!
El miércoles, debido a que estaban acercándose los exámenes, simplemente me iba a su casa para repasar en voz alta mis apuntes mientras él veía la TV. No tenía idea de qué le gustaba: o el canal de noticias, o el de deportes o el de prensa rosa. Como nunca se quejaba ni tampoco decía nada…
—Don Jorge, creo que estoy teniendo el síndrome de Florence Nightingale…
—¿Qué mierda es eso?
—Que si sigo cuidándolo, me voy a volver loquita por mi paciente –bromeé.
—No soy tu paciente, no necesito de ti, ¡y odio la prensa rosa!
—¿Y si pongo el canal de deportes?
Cerró los ojos y se echó una siesta. Quería fustigarme, amilanarme, pero no lo iba a conseguir. Había una pared fea y enmohecida entre nosotros, pero yo no descansaría hasta embellecerla. Su actitud me hizo pensar que tal vez debería seguir intentando otras alternativas; todos tienen sus debilidades; en algún punto el corazón cede y ve la bondad. Y pronto él vería la mía.
Así que el jueves alquilé un par de películas para verlas juntos. Tuve que recurrir a los consejos de mi sabia mejor amiga para que me recomendara algo que pudiera resultarle divertido a un señor de su edad. Se mostró reacio a ver las películas conmigo, sobre todo porque no le agradaba que yo me sentara sobre su cama, a su lado, para verlas desde el notebook.
Pero cuando vio que le había preparado un par de salchichas de pavo (en secreto, porque su señora no quería), me aceptó como compañía. La primera película fue “Hachiko”, la del perro que esperó a su amo muerto hasta sus últimos días. Puse la portátil sobre mi regazo y metí el disco.
Terminé llorando a moco tendido, abrazando mi notebook, balbuceando que jamás en mi vida tendría un perro, me partiría el alma que algún chucho tuviera que atravesar por algo tan fuerte. Esperaba que don Jorge estuviera en una situación similar a la mía: abatido, destrozado, con el corazón haciéndose añicos; situación ideal para conocernos esa faceta sentimental. Pero cuando lo miré, vi al mismo viejo cascarrabias de siempre.
—La mierda, niña, ¿te pones a llorar por esa tontería?
—¡Dios! ¡Fue terrible cuando la señora reconoció al perro aunque ya estuviera todo envejecido!
—¡Es una puta película!
—¡Basada en hechos reales, don Jorge! ¿Es que no tiene corazón?
La segunda película tenía el rótulo “Hook”, que trata de un envejecido Peter Pan que intenta volver a ser el niño que una vez fue. Me pareció acertado a todas luces, a ver si el señor lograba identificarse y ser menos rabietas conmigo. Así que puse el DVD y se reprodujo automáticamente. Dos mujeres, una rubia y una pelirroja, entraban desnudas a una habitación, tomadas de la mano. Pronto empezaron a besarse.
—Rocío… No esperaba esto de ti. Primero las salchichas, ahora una porno. Ya no me caes tan mal.
—Esto no es “Hook”. Se habrán confundido en el videoclub. Será mejor que vaya a devolverlo.
—¡No! Maldita sea, haz algo bien y déjame verla.
—¿En serio, señor? ¿Así que es eso lo que le interesa? ¿Una porno?
—Si te quedaras callada sería genial pero ser ve que es un caso imposible.
—¡Pesado! Debería decírselo a su señora…
—Hazlo, no creo que le interese mucho. Mira, vaya dos chicas más guapas, ¿no? Y ahí entra un negro en acción.
No le iba a dar el gusto, y mucho menos porque se oía cómo su señora se estaba acercando a la habitación, así que rápidamente cerré el notebook y me levanté de la cama. Don Jorge volvió a suspirar y de paso me regañó porque según él, cuando por fin encontré algo de su interés, terminé descartándolo. Pero no hubo tiempo para más ya que su esposa entró:
—Rocío, quiero salir de compras, ¿no te importa quedarte un rato más hasta que vuelva?
—Claro que no, Susana. Estaba pensando en limpiarle la habitación.
—¡Qué encanto eres! La escoba y el repasador están en el jardín. Pórtate bien, Jorge, no seas malo con la niña.
Luego de despedirme de la señora en el pórtico, me hice con las mencionadas escoba y repasador para volver la habitación de don Jorge. Conforme barría la pieza, el señor volvió al asalto.
—Rocío, sé buenita y ponme esa película que me trajiste.
—No le estoy oyendo, pervertido.
—¿Ahora te haces la enojadita? Solo ponla y vete a la sala hasta que termine de verla.
—¡No sé si se da cuenta, pero estoy limpiando su habitación!
Luego de pasar trapo, siempre aguantando los embates de don Jorge, me acerqué al armario para ordenar sus ropas. Fue cuando noté un pequeño cajón de cartón, como de zapatos, escondido en el fondo. Era bastante pesado. Don Jorge ladeó como pudo su cara y por el tono de voz lo noté alarmado.
—¿¡Qué estás haciendo, niña!?
—¡Le estoy ordenando el armario!
—¡Suelta eso!
Con lo cabreada que me estaba poniendo su actitud, lo abrí para castigarlo. Mis ojos se abrieron cuanto pudieron. Eran revistas porno, y no me refiero a revistas… ligeras… sino bastante fuertes. Mientras el señor vociferaba sobre aquella invasión de privacidad, noté un denominador común en todas las portadas y el contenido de las revistas. Por lo visto al señor le gustaban las chicas con mucho pecho…
Pero enseguida me dio un corte tremendo porque yo tengo los senos grandes, pero claro que por la manera que yo vestía (estábamos en invierno) apenas se notaba. Guardé las revistas en el cajón y la devolví en el armario. Y me sentí terrible, es decir, a mí no me gustaría que alguien supiera de mis fetiches y perversiones. Es algo que ni siquiera lo solía compartir con mi novio porque se requiere de un nivel de confianza muy grande.
—Oiga, don Jorge, discúlpeme. Ya lo guardo y no lo volveré a revisar.
Silencio de nuevo. Esta vez fue matador. Sentía que lo había herido muy fuerte. Seguí a lo mío, doblando y ordenando sus ropas. Entonces sospeché de otra cosa. El montón de ropas, el televisor, la radio allí sobre una cómoda. No era mi intención inmiscuirme más, al menos no más de lo que ya lo había hecho, pero estaba pensando seriamente que don Jorge y doña Susana no compartían la misma habitación.
—Don Jorge, ¿quiere que le ponga algo de música?
Nada. Nada de nada. El señor estaba herido, eso estaba claro. Y yo me sentía como un monstruo. Aparte de haberle causado un accidente horrible, lo había humillado. Así que al terminar con las ropas, me senté de nuevo sobre su cama, abriendo el notebook.
Se reprodujo la película. Allí, las dos chicas gozaban con el negro.
—Bueno… —dije suspirando—. Seguro que el papá de esa rubia estará súper orgulloso…
—No me jodas, niña —respondió don Jorge, mirándome con una sonrisa, antes de ver de nuevo la película. Los gritos y gemidos llenaban toda la habitación.
Prefería no seguir viendo; no es que no esté acostumbrada o me hiciera de la decentita, es que simplemente se sentía mal verlo con un señor a quien debía estar cuidando. Le dejé el notebook y me levanté para trapear un poco más ese piso.
Mientras limpiaba debajo de su cama, noté algo llamativo en la entrepierna del señor: su erección se estaba marcando bajo su pantalón. Y esa espada, por el amor de todos los santos, era algo increíble. Me quedé allí, sosteniendo el trapeador, mirando fijamente cómo aquel mástil se endurecía más y más y más; ¿hasta dónde iba a crecer? ¡Ya estaba superando a la de mi novio!
—Rocío, ¿te sucede algo? —preguntó don Jorge, sonrisa pícara.
No podía proferir palabra alguna pero sí supe reaccionar a tiempo. Ladeé la mirada y me hice de la desentendida, trapeando el suelo nuevamente. Pero aquella lanza seguía reluciendo. Casi brillando, diría yo, llamándome, rogándome que lo ojeara disimuladamente cuando pudiera. Los gemidos de las chicas rebotaban por la habitación; se me escapó un hilo de saliva cuando la volví a observar.
—¿Te importaría salir un rato de mi habitación, Rocío?
—Ahhh —dije embobada—. Tengo que repasar, don Jorge.
—¡Ya veo! Pues quédate, me importa un rábano.
Con su única mano retiró un poco el pantalón y ladeó su ropa interior, sacando a relucir ese imponente pedazo de carne. ¡Madre! ¡Brillaba, centelleaba, se erigía todo gordo, orgulloso e infinito! ¡Dios, y esas venas! Me flaquearon las piernitas, sentí un ligero mareo, aún no quiero sonar muy obscena pero es que hasta mi vaginita se estremeció imaginando cómo sería que algo así entrara en mí. Salí pitando de la habitación en el momento que comenzó a masajear su carne de manera grosera, bufando como un animal y mirando la película porno.
Roja como un tomate, cerré la puerta detrás de mí. Me recosté contra ella, cayendo lentamente hasta el suelo. ¡No lo podía creer! ¡Eso superaba la veintena de centímetros fácilmente! Pobre doña Susana, seguro ni le dejaba caminar bien… o mejor dicho… vaya con la afortunada doña Susana…
Tras la puerta, don Jorge se masturbaba muy ruidosamente. Y yo, curiosa como no podía ser de otra forma, me repuse para tratar de verlo a través del picaporte. Ladeando forzadamente la mirada, pude ver el enorme objeto que me tenía tontita. Aquellas enormes venas iban y venían por ese largo y grueso tronco, fuertemente machacado por la mano del señor.
No pude evitarlo, ¡me excitó un montón! Pero no era ocasión para masturbarme. Así que fui a la cocina para prepararle algo de comer y quitarme pensamientos impuros de la cabeza. De vez en cuando volvía silenciosamente hasta su puerta para curiosear si seguía estimulándose o si ya había terminado con su manualidad.
Quince minutos después, cuando vi que se corrió en un pañuelo, trató de ponerse bien tanto su bóxer como su pantalón con su única mano disponible.
Entré a su habitación con una ensalada en mano; tenía rodajas de su salchicha preferida. Pero me temblaba todo el cuerpo, estaba coloradísima, sudando también, mirando de reojo su entrepierna que ya no daba señales del destructor que se alojaba allí.
—Don Jorge, le voy a dejar una ensalada aquí… y saldré corriendo para mi casa ya.
—Gracias, niña. ¿Podrías hacerme un último favor? Ciérrame la hebilla del cinturón…
—Ahhh… señor Jorge —me quedé para allí sin saber qué hacer, jugando con mis dedos. Quería correr pero también quería quedarme, no sé. Tragué saliva y me acerqué para cerrársela lentamente, ajustando un poco su bóxer, que estaba mal puesto, tratando de no mirar demasiado ese pedazo de carne morcillón que relucía bajo la tela—. Don Jorge, me alegra haber encontrado por fin algo que le guste.
—Pues la película estuvo estupenda. ¿Vas a traerme más de esas?
—Uf… es súper incómodo esto, pero puedo hacerlo.
—Me estás empezando a agradar, Rocío. Y me gustan las chicas con tetas, así que trae algunas películas de ese estilo.
—Dios mío, si su señora nos pilla seguro que me da un escopetazo a la cara —era imposible cerrar la hebilla porque mis manitas temblaban, ¡Dios!
—Ya te lo dije, niña, ¡no le importará un pimiento!
De noche, en mi casa, no podía quitarme la imagen mental de aquel mástil de proporciones astronómicas. Seguro que su señora estaría, en ese momento, dándole una mamada o forzando posiciones para poder follarlo en esa cama, no sea que lastimara sus extremidades rotas. Normal, si él fuera mi marido yo también estaría como loca todo el rato. Pero claro, no era ese mi caso, así que me limité simplemente a pasar un rato agradable en mi baño, metiendo un dedito mientras que con el pulgar me acariciaba el clítoris; imaginaba que yo era su esposa que lo recibía luego de un pesado día de trabajo, vestida con un camisón coqueto y trasparente.
Le llenaría la cara a besos mientras degustaba mi cena, y luego lo arrastraría hasta nuestra habitación matrimonial donde me haría gozar toda la noche con esa larga, gruesa y titánica obra de la naturaleza. Lo haríamos así todos los días, todos los días, todos los días…
¡Madre, todos los días sin parar! Tal vez dejaría los domingos para pasear en la playa, que es mi actividad preferida. Pero luego me puse a lagrimear viendo mi dedo, tan pequeño y finito, mojadito de mí, no era lo mismo que la enorme herramienta de ese pintor…
Había una pared entre ambos, ¡sí! Fea y enmohecida. Pero ahora una enorme brocha había entrado en escena. Y parecía venir cargada con mucha pintura.
II. Una superficie demasiado estrechita para tanta brocha
El viernes volví a su casa. Llevé otro par de películas. Y desde luego ambas eran eróticas. Me costó armarme de valor para alquilar esas cosas, el jovencito pecoso de la tienda me sonrió como un pervertido cuando le pedí los DVDs.
—Buenas tardes, Rocío. ¿Me has traído mis películas?
—Uf, don Jorge, buenas tardes. Claro que las traje, las escondí en mi mochila.
Puse una cualquiera y nada más darle al play, salí de la habitación y cerré la puerta para dejarlo en privacidad. Aunque él no supo ni tenía forma de saber que al otro lado yo estaba recostada contra la puerta, escuchando el intenso y seco sonido de su autosatisfacción. Me repuse para verlo a través del picaporte.
Me puse a babear. ¡Era impresionante aquello! Juraría que su lanza estaba más grande que el día anterior y todo. Me acordé de mi novio. Esa mañana en la facultad, durante las horas de clases, lo llevé a rastras hasta el baño de mujeres; estaba como un hervidero y necesitaba un hombre cuanto antes. Christian, mi chico, estaba súper nervioso porque no está acostumbrado a mis arrebatos, y de hecho se enojó conmigo cuando me reí al ver su miembro erecto. Es que no pude evitar comparar el pene de mi chico con el del señor Jorge, y la diferencia era tan abrumadora que simplemente me reí al ver el de mi novio.
Obviamente se cabreó tanto que dio por terminada nuestra aventura en el baño. Pero lo que mi chico no sabía es que, al haberme dejado a medias, me estaba enviando a la casa del pintor toda encharcada; estaba tan excitada que ya no me importó bajarme el vaquero allí en la casa de don Jorge, dispuesta a masturbarme contra su puerta mientras el señor se pajeaba.
Mi puño izquierdo quedó muy marcado por mis dientes mientras mi mano derecha se escondía bajo mis braguitas. No puedo describir el placer y la cantidad de intensos orgasmos que experimenté con mis pequeños dedos haciendo ganchitos dentro de mí mientras escuchaba las pajas de aquel señor. La cantidad de humedad en esta pared no era ni medio normal.
Me quedé postrada allí contra la puerta, toda agotada, mirando mi dedito encharcado, apretujando mis muslos. “Tiene que ser mío”, pensé como una loba. La verdad es que ni yo me reconocía; ya estaba hartita de masturbarme, ¡quería carne de verdad!
Luego de varios minutos, tras entrar para cerrarle la hebilla del cinturón, y de limpiar una gota de semen que le cayó sobre la escayola del pie, agarré mi notebook y salí corriendo sin mirar para atrás ni escuchar sus perversas opiniones acerca de la película que le había alquilado. Pensé que tal vez encontraría la lucidez que necesitaba en una noche con mis libros y apuntes.
Pero es muy difícil estudiar en esas condiciones. A veces las letras y los números, y sobre todo los gráficos de mis libros, parecían transformarse en una enorme, gigantesca y llamativa… ¡verga!… ¡Todo mi cuerpito estaba enfocado en eso! Y mentalmente me pedí perdón a mí, a mi novio, y a su señora, y, y, y,… ¡Perdón a todos! Porque esa noche, al cerrar los ojos, decidí hacerle caso a esa maldita putita con cuernos y colita de diablo que campa dentro de mi cabeza, a esa chica que no para de gritarme: “¿Qué más da que te deje caminando como un pingüino por días? ¡Tienes que probar esa brocha! ¿O acaso vas a tranquilizarte con ese dedito que tienes? ¡Por favor, no es ni por asomo lo mismito!”.
Al día siguiente, sábado, como la señora estaba dialogando con el mismo vecino de siempre en el pórtico de su casa, don Jorge y yo tendríamos bastante privacidad. No obstante, decidí poner el seguro a la puerta, amén de encender la radio para poner música y así ver “nuestra” película porno en mudo.
—Rocío, voy a… bueno, creo que estarías más cómoda si te fueras de la habitación.
—¡No! O sea... hágase espacio, quiero verlo también… digo, quiero ver la película.
—¿Lo dices en serio? No creas que porque tú estás aquí vas a evitar que lo haga.
—¡Hágalo! Mastúrbese, pervertido. Tengo diecinueve, no es que vaya a ver algo súper novedoso.
—En serio eres una niña muy rara, ¿eh? ¡Perfecto, quédate! Dale al play.
Me senté sobre la cama y puse el notebook sobre mi regazo. La película no era nada especial. Una chica haciendo una cubana a varios chicos. El señor se volvió a empalmar. Y yo estaba sudando ya como una cerdita, abrazando una almohada, mirando boquiabierta aquella imponente verga de mis sueños despertándose de su letargo.
El señor simplemente no se aguantó y se volvió a tomar la polla, por encima de su ropa interior. Me miró y me sonrió conforme se la estrujaba con fuerza. Yo podría parar aquello, decirle que no era apropiado hacer eso, pero de alguna manera él notaba lo embobada que estaba por su miembro, lo caliente que me ponía viéndole masturbarse.
—¿No te molesta, Rocío, en serio?
—Ah… don Jorge —abracé con fuerza la almohada—, no está mirando la película.
—Es que, preciosa, tú tienes también unas tetas dignas de mención, desde que las vi mientras trapeabas me he quedado obsesionado. Aunque con la almohada no puedo ver nada. ¿Vas a mostrármelas o tengo que imaginarlas?
Tragué saliva. Mil pensamientos iban y venían. ¿Me estaba bromeando? ¿Me lo estaba pidiendo en serio? Su señora estaba afuera, en cualquier momento podría golpear la puerta. ¿Debería hacerlo? ¿Cómo era posible que aquella “brocha” me hipnotizara prácticamente? Seguro pensaba que yo era una chica tonta y fácil; ¿se estaba aprovechando de que me sentía culpable por lo que le había hecho?
Y lo peor de todo es que en un momento como ese la culpabilidad me empezó a invadir de nuevo. Que mi novio, que su señora, que mi decencia, que mi cuerpo no aguantaría ni un solo embate de su armatoste. Pero fue la lejana risita de su señora y su vecino los que me sacaron de mis adentros.
—¿Y bien, Rocío, qué esperas para mostrármelas? —no paraba de estrujársela.
—¡M-me voy a mi casa!
Salí a pasos rápidos y nerviosos, toda colorada, confundida y frustrada conmigo misma. Lo tenía decidido, quería hacer mío a ese hombre pero la conciencia me atacaba en los momentos menos propicios.
Lo peor de todo llegó a la noche, en mi habitación. Me tumbé sobre mi cama cuando me llamó el mismísimo don Jorge a mi móvil. Fue solo ver su nombre en la pantalla de mi teléfono y estremecerme todita. Mi cola incluso pareció boquear, como si rogara por su enorme y hermosa tranca. Tragué saliva y tuve la conversación más surreal de mi vida:
—¿Señor Jorge?
—Hola Rocío. Te llamo para decirte que te olvidaste de tu notebook. Lo tengo aquí.
—Ah, pues… mañana pasaré a buscarlo, gracias por avisarme.
—¿No te importa que lo use? Estoy aburrido…
—Claro que no, señor Jorge, úselo. Pero por favor no para ver porno —susurré.
—Estoy viendo algo mucho mejor. Estoy viendo tu Facebook, niña.
—¡Ah!
—Vaya con las fotitos que tienes. Me encantan las que te tomaste estando en la playa con un chico… ¿quién es?
—¡Es mi novio! ¡Deje de ver mis fotos!
—Pero si te ves tan guapita. ¡Oh! Y en esta estás para mojar pan, Rocío, con tu bikini rosado, mostrando la colita tan rica que tienes, un poquito sucia de arena. ¡Cómo quisiera limpiártela!
—¡Basta, pervertido! ¡Apáguela y duerma!
—¿Apagarla? ¿Eres tonta o algo así? Me estoy haciendo una paja mientras las veo.
En ese momento pude haberle gritado mil cosas peores, pero de nuevo mis carnecitas vibraron imaginando a su súper miembro. De mi cola y mi vagina directamente salieron unas corrientes eléctricas, si es que algo así es posible. Madre mía, es como si me exigieran que la enorme espada de ese señor me diera por todos lados pese a que era obvio que me iba a dejar magullada. Y para colmo juraría que podía escuchar ligeramente cómo se masturbaba. ¿O era simplemente yo misma quien imaginaba y oía cosas que no debía?
—¿S-se está masturbando de nuevo, don Jorge?
—¿Quién es ella? —suspiraba el señor.
—¿Quién?
—La rubia que te está abrazando en un Shopping. Es muy bonita. Alta, flaquita… ¡parece una modelo, no joda!
—Es mi amiga… ¡Es Andrea!
—Pues está muy buena.
—¿Está muy buena…? ¡P-perfecto! ¡Mastúrbese con ella, viejo pervertido! Como ensucie mi notebook se va a arrepentir.
—Aunque si te digo la verdad, las prefiero con más curvas, con más tetas y cola. Como tú.
—Ahhh, ¿en serio?…
—Uf, esta foto es genial. Tu amiga te está levantando una falda deportiva, seguro que es tu faldita de tenis. ¿Es una malla eso que llevas debajo? Te hace levantar la cola, la malla te la marca muy bien… Uf, me duelen los huevos, niña.
—Ah, no me hable así de feo, don Jorge… pero bueno —me acomodé en mi cama y abracé una almohada con mis piernas. El solo saber que ese señor estaba viendo mis fotos y tocándose me ponía súper… calentita… —. Don Jorge, la verdad es que me siento súper mal porque yo a su señora la respeto. ¡Además tengo novioooo!
—Madre mía, mientras más veo tu cola más me enamoro. Te digo que cuando la tenga a mi merced voy a violar todas las leyes habidas y por haber. O sea que no sé por cuánto tiempo me van a encerrar por lo que le voy a hacer a tu culito, ¿me estás escuchando, niña?
—¿¡Por qué me dice esas cosas!? ¡A mí nadie me toca la cola!
—Pues eso lo vamos a cambiar… ¡Uf! ¡Espera!... Estoy… a… ¡punto!
—¡Dios santo! ¡No ensucie mi notebook por favor!
Corté la llamada toda sudada. No lo podía creer, tuve mil y una oportunidades para ponerle frenos pero apenas tuve voluntad. Era obvio que el señor estaba jugando conmigo porque ya había visto que estaba loquita por él. Imposible a todas luces que el maldito pintor de mi casa me estuviera poniendo tan caliente, obsesionada, tan zorrita, ¡pero así era!
Recibí un mensaje suyo. “Envíame una foto de tus tetas”, decía. Tragué saliva. Pero no le respondí, yo soy una chica decente ante todo. Es normal que me sintiera mojada, es decir, ¡soy humana! ¡Pero también hago buen uso de mi raciocinio! Aunque a veces… sé que cuando estoy excitada no hago buen uso de la razón…
Mientras estaba metida en mis debates internos, me envió una foto de su verga en pleno apogeo. Se veía de fondo mi portátil, con una foto de mi Facebook donde yo llevaba un bikini, acostada boca abajo sobre una toalla en la playa. Se me erizó la piel cuando pillé su indirecta de hacerme la cola.
Esa noche no paré de masturbarme viendo la foto de su gigantesco pincel…
III. La superficie se humedece demasiado, ¡necesita una pasada YA!
Al día siguiente, domingo, fui a su casa luego de mis prácticas de tenis. Obviamente solo volví para recuperar mi notebook. Al entrar me senté al lado de la cama de don Jorge, quien estaba viendo televisión. Reposé mi raqueta sobre mi regazo y le hablé bajo.
—Buenas tardes, don Jorge.
—¿Vienes de tus prácticas?
—Sí.
—Si ese es el uniforme usual de las tenistas, me voy a volver fanático. Toda de blanco pareces una angelita. Camiseta ceñida, faldita corta. Estás realmente preciosa. Levántate y date una vuelta para mí.
—¡Basta! Soy muy buena con los swings, le puedo dar un raquetazo a la cara como siga actuando así.
—Venga, sé buenita. Estás toda sudada.
—Normalmente uso los vestidores del club para bañarme y cambiarme, pero entenderá que quise venir aquí cuanto antes.
—¿Porque estás emocionadita con lo que te dije de hacerte la cola?
—¡Don Jorge! Dios santo… solo vine para buscar mi notebook.
—Aquí tienes —me lo pasó, estaba en la cama, a su lado. Estaba limpio.
—No me gustó lo que ha hecho anoche, don Jorge. Usted está casado.
—Rocío, solo de verte en ese uniforme tan coqueto tengo una erección dolorosa. Lástima que se me quiera bajar en el momento que empiezas a parlotear.
—Deje de hablarme así, por favor. Mi mejor amiga dice que estoy actuando rara últimamente, como si estuviera enamorada. Pero yo no estoy enamorada sino que estoy bastante confundida. Encima estoy de exámenes, no puedo desconcentrarme, deje de actuar así conmigo, ¡no podemos! ¡No debemos!
—¿Sabes? No tienes idea de las ganas que tengo de callarte de un pollazo. ¡Hablas demasiado! Cuando te ponga de cuatro, te voy a dar tan duro a esa tierna colita que de tu boca solo saldrán chillidos y baba, ¡como debe ser!
—¡Deje de hablarme así, yo soy una chica decente!
—¡Cierra la puerta, niña! ¿O quieres que me levante y te folle contra la pared?
En ese momento mi vaginita y la cola simplemente se estremecieron imaginando algo así. ¡Pobre de mí!
—¡Ah! ¡Entiendo, quédese allí, ahora cierro la puerta!
—Eso es. Ahora me la puedo sacar con comodidad…
—Ahhh —el destructor volvió a asomar todo poderoso, todo amenazante—. No se la saque, por favor…
—Ven, siéntate sobre la cama.
—E-estoy sudada, tal vez no debería…
Se sacó el arma y empezó a meneársela de nuevo. Me hipnotizó toda. Perdóname, Christian, por ser tan putita. Tragué saliva y me acerqué lentamente, sentándome en la cama del señor, a su lado, dejando el notebook y la raqueta en el sillón, mirando siempre ese increíble pincel. Era fascinante, el señor la ladeaba y yo la seguía con la vista como si fuera una perrita que ve comida.
—¿Te gusta lo que ves, Rocío?
—Ah… No sé…
—Es enorme, ¿no es así?
Silencio.
—¿Es más grande que la de tu noviecito?
Silencio de nuevo. Pero me mordí los labios y afirmé tímidamente.
—Ya veo. Seguro que estuviste pensando en esto todos estos días, ¿no?
—No es verdad, no diga eso.
—¿Y por qué te pones tan colorada? Venga, muéstrame tus tetas.
De nuevo mil dudas. Miré la puerta, comprobando compulsivamente que estuviera asegurada. Y pensé en lo morboso que era la situación, ¡esa enorme polla iba a tranquilizarse no viendo a una estrella porno sino a mí! Pero no tenía fuerzas para quitarme mi camiseta de tenis, una cosa era que el señor fuera un pervertido y grosero, pero otra cosa era que yo participara en su juego de esa manera; su esposa me caía muy bien, no quería traicionar esa confianza.
Así que como el señor me veía indecisa, dejó su verga y me agarró la cintura para acariciarme dulcemente, metiendo su mano bajo mi camiseta. Di un respingo; su piel estaba caliente. Dedos gruesos, rugosos. Me derretí.
—Ustedes las niñas se mojan fácil pero tienen mucho miedo. Por eso las prefiero mayores.
—¡N-no soy ninguna nena!
—¿Por qué no llamas a mi esposa? Ella sí me mostrará sus tetas, y encima las sabe usar…
—¡No! ¡Voy a mostrárselas!, ¿está bien? Pero escúcheme, como se burle o me diga alguna grosería le rompo la otra pierna con mi raqueta…
Perdóneme, doña Susana, por ser tan zorrita. Deslicé una tira de mi camiseta, lentamente. El vientre se me sentía riquísimo del cosquilleo en el momento que mi seno se liberó de su sostén, además que el señor era muy hábil acariciándome con sus expertos dedos en mi cinturita, ahora metiéndolos por debajo de mi malla para tocar mi cola.
—Vaya dos ubres, pequeña vaquita lechera, son mejores que las de mis revistas.
—¡No me diga vaca, don Jorge! —me las tapé con las manos.
—Venga, no te enojes. Déjame verlas bien.
—¡Discúlpese primero!
Nos quedamos así por largo rato, él subiendo su mano por mi cuerpo para acariciarme, yo inclinando mi cuerpo ligeramente como una gatita que anhela más y más de su tacto. Cuando accedí a mostrárselas de nuevo, don Jorge bromeó de que era raro que yo tuviera “ubres” tan grandes pero aureolas pequeñas. Entonces, apretujando mis pezones, me ordenó algo. No preguntó, no consultó… simplemente ordenó con su voz de macho.
—Hazme una paja.
Silencio.
—No sé, don Jorge… su señora… en cualquier momento…
—¿Por qué miras mi verga y no a mis ojos?
—¡Ah! Creo que debería irme a mi casa.
Como notó mi indecisión, agarró mi mano y la llevó directo hacia su coloso. Di un respingo del susto, era caliente, durísimo, se sentían las venas palpitando y de hecho era tan grueso que no podía cerrar mi mano en el tronco. Con el correr de los segundos me relajé y lo palpé con curiosidad. Empecé a acariciar el glande, luego a presionar las venas, antes de tomarlo con mis dos manitas para comenzar a pajearlo lentamente. No sé si el señor gozaba porque mis manos estaban literalmente temblando de miedo, ¿y si entrara en mí, cómo me dejaría? Magullada, destrozada, llorando de dolor.
—Rocío, hazme una paja rápida, fuerte.
—¿Fuerte?… ¿Cómo de fuerte?
—Puedes llamar a mi señora y te explica cómo lo hace.
—¡Ya cállese!
Seguí pajeando, con velocidad y apretando duro, como si fuera el mango de mi raqueta. Me pedía que le dijera cosas cómo cuán enorme era y si realmente había visto algo así en mi vida. Le dije todo, ¡le confesé la verdad! Pero tartamudeaba o me salían las palabras atravesadas; que la suya era imponente, hermosa, un titán, que me tenía loquita desde que lo vi, que también me daba mucho miedo. Quería decirle que dejara a su señora y que se casara conmigo, o que fuéramos de paseo por la playa un día, ¡ja! Pero ya no tuve valor para decírselo, solo me limité a mirar cómo de la uretra salía poco a poco un líquido traslúcido.
—Eso es, Rocío, lo estás haciendo bien. ¿Quieres probar algo especial que tengo para ti?
—N-no me gusta… tragar…
—¿Quieres que me ensucie y mi señora me pille? ¿Eso es lo que quieres?
—No… n-no quiero que me pillen a mí tampoco… me va a salpicar por mi uniforme…
—Pues va siendo hora de que utilices esa boquita para otra cosa que no sea parlotear. ¡Escupe y pajea rápido, vamos!
—¿Escupir?
Tras varios minutos de estar masturbándole su polla empezó a palpitar, la punta estaba rojísima ya. Junté algo de saliva y dejé caer un pequeño cuajo porque según él iba a ser más cómodo al estar lubricado. Mientras don Jorge bufaba como un animal, metió su mano entre mis nalgas, bajo mi malla, y empezó a jugar con el aro de mi ano:
—¡Ahhh, no toque ahí, puerco!
—Es impresionante lo prieto que lo tienes, Rocío. No te vas a poder sentar por un año a partir del día que te haga la colita. Te la voy a comer todos los días y te haré ver las estrellas. Venga, sigue pajeando que me falta poco.
—¡No siga metiendo ese dedo, por favor!
—¡Dale, cerdita! Anda, ve, ¡a tragar todo!
Cerré los ojos, abrí la boca y me la metí cuanto pude. Se corrió copiosamente mientras uno de sus dedos me hacía ganchitos en mi ano. Los lechazos iban y venían sin cesar, lo sentía acumulándose entre mis dientes y mi lengua. Cuando dejó de escupir semen, me aparté para respirar; mis ojos ardían, su leche era abundante y caliente, seguro mi carita estaba toda roja y desencajada. Hice fuerza para tragar; sentía cómo el semen del señor bajaba lentamente hasta mi estómago.
El destructor lentamente fue a descansar, perdiendo fuerza y tamaño. Mientras se iba, me dediqué a besar ese pedazo imponente con todo mi respeto y admiración, a sus huevos también, esperando que algún día pudiera entrar en mí.
Me desnudé luego para poder acostarme al lado de don Jorge, abriendo los botones de su camisa para besar su pecho mientras él me acicalaba y me decía que lo había hecho muy bien. Era la primera vez que me trataba tan dulcemente, ¡y me encantaba! Pero el reloj avanza, ¿saben? Y avanza rápido cuando haces cosas que te gustan. Podríamos estar toda la tarde acariciándonos y descubriéndonos puntitos tanto con los dedos como con la lengua, pero tienes que dejar que la pintura se tome un tiempo para que se seque.
—Don Jorge, tengo que irme… —dije dándole un larguísimo beso, pegándome contra su cuerpo.
—Ve, Rocío. Pero déjame tu malla —me dio una fuerte nalgada y apretó mi cola.
—¡Ah! No sé, van a ser cuadras muy largas hasta mi casa si voy sin nada debajo de mi falda.
—¿Por qué no me quieres dar un alegrón, niña? Siempre tan indecisa —me atrajo contra sí y me chupó los pezones. Fue súper rico porque los tengo muy sensibles y desde luego que me convenció.
—Ahhh… B-bueno… Supongo que sí se lo voy a dejar…
Así que me levanté para hacerme con mis ropas. Eso sí, cuando terminé de vestirme le mostré la malla, acercándola lentamente a sus manos.
—Don Jorge —alejé mi malla y le sonreí—. Dígame, ¿va a masturbarse con ellas?
—Hasta el día que me muera, niña.
—Ya… Pues va a ser mejor que las esconda mejor que sus revistas porno. Me voy a mudar a otro país si su señora se entera, ¿entiende?
—Vamos a ver. ¿Por qué crees que tengo todas mis cosas en esta habitación? Mi esposa siempre ha dormido arriba, y yo aquí. Estamos separados, Rocío. Así que borra ya esa mueca preocupadita y dame tu malla.
—¿En serio? ¿Está usted separado? Pero si es amorosa ella…
—Amorosa lo es con el vecino, ese con quien habla todos los días.
—¡No me diga!
—Pues te lo digo. ¿Por qué crees que salgo siempre a hacer encargos de pinturería? ¡Porque no me agrada estar aquí! ¿Entonces entiendes por qué me enojé contigo por haberme confinado a este lugar?
—Uf, si fuera por mí lo llevaba a mi casa, don Jorge. Es más, a mi habitación, ¡ja!
—Gracias, Rocío. Pero no hace falta. ¿Vas a venir mañana?
—Obvio que sí, pero puedo quedarme un ratito más si usted quiere.
Me volví a sentar en la cama y acaricié su verga, pero ya no daba señales de vida. De todos modos el señor lamió sus dedos, e inmediatamente metió su mano bajo mi falda para darme una estimulación riquísima que me puso aún más caliente de lo que ya estaba.
—Mira, pequeña, a mí también me encantaría hacerlo. Por lo que estoy sintiendo, tienes labios muy abultados y jugosos, seguro que estás estrechita y todo, como sin estrenar. Eso es especial.
—Ahhh… sigaaa…
—Pero con una pierna y un brazo enyesados esto va a ser más comedia que otra cosa. Me gustaría hacerlo bien y en condiciones. Así que vas a esperar a que me recupere.
—Pero… ¡Usted estará como un mes así!
—Entonces hagamos que este mes no sea tan aburrido, Rocío.
IV. Repasando capas de pintura
A veces, por ridículo que pueda sonar, simplemente iba para verlo masturbarse mientras yo hacía lo que él me ordenara. Ya sea darle de “lactar” con mis supuestas ubres (¡Uf!), o susurrarle las cositas que le hacía yo a él en mi mundo de fantasías, en ese mundo donde él era mi marido y yo simplemente una esposa que no vestía más que un coqueto camisón de lunes a sábado. Los domingos íbamos a una playa imaginaria para pasear de la mano. Incluso, cuando la confianza entre nosotros dos llegó a su punto álgido, me enseñó a estimularle la próstata, algo que le ha hecho derramar más leche que un jovencito, salpicando por todos lados, cosa me ha acarreado algún que otro momento incómodo al volver a mi casa.
Durante las noches le enviaba fotos constantemente. Aprendí a hacer varias poses para resaltar mis senos así como probarme las ropas más sugerentes que tengo. Pasando por bikinis, tangas, algún que otro camisón y hasta hilitos diminutos que solo los usaba para disfrute de mi novio. A veces jugando con el mango de mi raqueta, toda sugerente, pues al parecer el tenis le estaba empezando a gustar.
En ocasiones yo me subía a su cama y le ayudaba en su manualidad, o simplemente nos autosatisfacíamos juntos, o cada uno por su lado, pero pegaditos en la cama. Según él, mientras más conociéramos nuestros cuerpos y puntos erógenos, mejor rendiríamos en la cama para el día que prometimos hacer el amor. Así que explorábamos todas las tardes de las maneras más bonitas y perversas posibles. Incluso aprendí a estimularme con sus salchichas de pavo para luego dárselas de comer, todas mojaditas de mí. Me lo hizo probar una vez pero no me gustó nada, aunque a él sí que le encantaba.
Y repasábamos las capas de pintura de nuestra particular pared, esperando estrenarlo un día, una tarde, una noche, ¡en algún momento! Le confesé mis miedos de intimar con un hombre grande como él, pero me prometió, a su manera brusca, que haría lo posible para no lastimarme. No supe si creerle porque también confesó que le excitaba que las chicas gritaran mucho…
No sé si su señora sospecha. Pero es verdad lo que decía don Jorge, que a ella le daba igual todo: verme salir en horas de la noche de su habitación, pillar que iba sin malla bajo mi faldita de tenis los días domingos, o incluso verme entrar allí con ropa muy sugestiva. Nunca me preguntó, nunca puso mala cara, nunca insinuó conmigo nada al respecto ni mucho menos dejó de prestar ayuda a su marido, ya sea cocinando o ayudándolo para movilizarse un poco por la casa o jardín. Es más, bastante contenta se la veía y creo que su vecino habrá tenido algo que ver con todo eso. Contentos todos, ¿para qué hacer preguntas?
A veces recuerdo esa tarde en la que por mi torpeza terminé rompiéndole extremidades, y sonrío porque el destino es muy gracioso con sus jugarretas. ¿Porque quién iba a decirle a mi papá que todo terminaría así? Con su hija desnuda jugando embobada todos los días con el enorme “pincel” del pintor que contrató.
Lo acompañé al médico el día que fue a quitarse las escayolas, más nerviosa por mí que por él, siempre pensando en su brava promesa de ponerme de cuatro y hacerme ver las estrellitas. Esa tarde me cumplió una fantasía que no esperaba: paseamos por la playa como si fuéramos marido y mujer, aunque la realidad es muy distinta porque probablemente yo parecía más bien una hija que amante.
Aún no hemos pactado cuándo lo haremos porque a veces me da vértigo pensar que algo así va a entrar en mí, ¡uf! Pero creo que es lo normal, es demasiada brocha para una superficie tan estrechita. De todos modos, la pintura, esta pintura, ha quedado muy linda en esa pared antes enmohecida que nos separaba, ¿no creen?
Muchísimas gracias por llegar hasta aquí.