Rendido ante Silvia.
Cuando Silvia te mira profundamente con sus intensos ojos castaños, sólo tienes dos opciones: la primera es aceptar que estás bajo su influjo, que a partir de ese momento ya nada importa hasta que ella decida terminar lo que ha empezado; la segunda es huir como alma que lleva el diablo...
Cuando Silvia te mira profundamente con sus intensos ojos castaños, sólo tienes dos opciones: la primera es aceptar que estás bajo su influjo, que a partir de ese momento ya nada importa hasta que ella decida terminar lo que ha empezado; la segunda es huir como alma que lleva el diablo y arrepentirte para siempre de no haber estado al menos una vez a su merced. Silvia hacía del erotismo su forma de vida, y en ella cada uno de sus rasgos individuales eran su particular arma de seducción en aras de formar un todo: como la dureza de los tatuajes que envolvían su cuerpo mezclados con aquella insolente mueca de desprecio que únicamente ella sabía hacer. A veces la podía imaginar con su cuerpo sin una sola marca de tinta esperando a que un ardiente tatuador la dejase en una tarde tal y como está ahora. Y me imaginaba esas microscópicas agujas haciendo arder su largo cuerpo en tan poco tiempo como la rabia que después aplicaría conmigo.
Hasta la fecha sólo podía soñar con que en alguna ocasión me cruzase dos palabras, y lo interpretaba como la mayor de las fantasías. Pero un día, la vi en un autobús. Mi cuerpo era un absoluto flan y sólo podía pensar en que no se diera cuenta de los nervios que asolaban mi estómago. Cuando pasé a su lado con mi cara de alucinado ella me propinó una de sus mejores sonrisas. En mi torpeza habitual, acrecentada por el momento, tropecé, y de no haber sido por la barra que tenía a mi derecha, hubiera caído al suelo estrepitosamente. Ella se carcajeó todo lo que pudo y luego me preguntó si estaba bien. Absorbido por la excitación, pasé de largo sin decir nada y me senté dos asientos por detrás de ella. Hacía buen tiempo y llevaba el pelo recogido, lo que me permitía observar su delicada nuca, sólo una prueba más de su belleza de diosa. Después de dos paradas, apenas tuve tiempo de reaccionar, cuando, de pronto, me di cuenta de que estaba a punto de bajarse. Salí rápidamente tras ella y pude apreciar cómo iba vestida: una camiseta blanca que ponía en evidencia su ombligo, unos pantaloncitos cortos negros que enseñaban sus deliciosos muslos y unas nike estilo años ochenta a través de las cuales se podían ver unos calcetines turquesa lisos. Con un ejército de mariposas aniquilando mi estómago acerté a decirle:
-Perdona...
-¿Sí...? -respondió ella con una pícara sonrisa.
-¿Tú eres...?
-Yo soy...
-Si... Si... Sil...
-Soy Silvia sí -dijo con una sonrisa nerviosa.
-Gracias -fue lo único que atiné a responder.
-¿Gracias por qué? -contestó sorprendida.
-Porque te dedicas a que otros puedan soñar -dije arrepintiéndome en ese instante de haber sonado tan cursi y ella explotó en carcajadas.
-¿Te apetece tomar algo? -y tras decir estas palabras mis ojos se salieron por completo de sus órbitas.
Dos palabras de ella hacia mí habían sido mi única fantasía hasta aquel momento. Compartir un rato con ella en un bar era, de lejos, un recuerdo que planteaba llevarme a la soledad de mi habitación, y que usaría para dejar mi mente en blanco cuando fuera necesario. Pero todo lo que estaba a punto de ocurrir volvería majareta al más convencido de los cuerdos. Y es que la razón se escapó a todo lugar cuando le pregunté sobre su actividad como dómina. Me dijo que durante la semana que se quedaría en la ciudad no le importaría tener un esclavo para divertirse después de salir de fiesta. Aquello implicaba estar sometido a sus abusos a la hora que a ella le viniese en gana y con la consecuente dosis de alcohol que recorriese sus venas.
-¿Te apetece serlo a ti? -me dijo mientras el trago de cerveza que acababa de dar se me iba por ese lado que te pone a toser como si faltase el aire y los ojos vidriosos-. Tranquilo hombre -dijo entre risas- que no va a ser para tanto.
-Sí, me gustaría. -dije con la cara roja e inundada por tics que sólo le había visto hacer a Jim Carrey en alguna de sus películas.
-Pues no se hable más, necesito que me des un mail.
La idea era que ella me contactase por un correo electrónico, emplazándome a una hora concreta en el piso de una amiga suya que tenía una perfecta mazmorra en una de las habitaciones. Yo le dije que dos dóminas iban a ser demasiado, pero me contestó que no me preocupara, que habría total disponibilidad para estar los dos solos.
Una vez llegué a mi casa no pude sino mirar el correo, a pesar de que sabía que sería imposible tener alguna noticia suya todavía. Durante los dos días siguientes mi rostro se asemejaba al del protagonista de una peli de zombies. No a la cara de un zombie, sino a la del personaje principal inquieto e insomne por la inseguridad de que un muerto viviente pudiera colarse en su habitación y devorarle con un bocado. Aunque Silvia empezaba a ser un vampiro que sorbía mi sangre con catastróficas consecuencias. Sin embargo, sólo más tarde comprendí que me tenía exactamente en el punto en el que ella quería. Yo no podía dejar de hacer clic en mi bandeja de entrada y mientras tanto no paraba de mirar por internet alguna de sus fotos. En concreto me detenía con mucho interés en aquellas en las que mostraba las plantas de sus pies, de los cuáles soy absolutamente fetichista. Soñaba al menos con que me pusiera una de sus largas plantas en la cara y sentir el aroma de sus arcos después de llevar aquellas nike durante todo el día.
Al tercer día vi un correo suyo por la mañana. Dijo que me esperaba esa tarde en el piso de su amiga y me adjuntó la dirección. Me pareció que era una hora temprana, pero no importaba. Mi excitación superaba fronteras y cuanto antes estuviera a su disposición mejor sería para mi salud mental. Pero era un asboluto ingenuo al pensar aquello tras lo que estaba a punto de experimentar.
-No tengo muy buena tolerancia al dolor -le dije en el pasillo de aquella, en apariencia, acogedora casa.
-No te preocupes, hay muchas más cosas que un sumiso puede hacer por su ama. -respondió. Y en parte la creí, aunque sabía que tendría alguna que otra cosa incómoda preparada para mí.
Cuando llegamos a la mazmorra me puse pálido. Aquella habitación era más grande que mi piso, y en vez de mesas tenía un par de camillas de las cuales pensaba que no podría liberarme ni tentiendo la fuerza de un semidiós. En sus estanterías no había libros, sino una plétora de objetos cuyo uso desconocía y de los cuáles intuía que su aplicación no sería de mi agrado. Después de la conmoción por esta primera vista, vi que los cuadros de las paredes contenían fotos de sumisos con caretas y atados en incómodas posiciones. Sin salir del asombro vi en la pared de la derecha el artefacto que sin duda más me impresionó, una cruz de San Andrés.
-No te preocupes, luego estarás un ratito ahí -dijo silvia mientras un sudor frío me recorría de arriba a abajo.
Llegados a ese punto daba lo mismo, sufriría lo indecible con tal de que se acordase de mi gusto por sus exquisitos pies. Aunque tendría que pasar mucho antes de eso. Yo esperaba que me diese las típicas directrices que uno se imagina cuando no ha experimentado el BDSM en su vida, pero Silvia es distinta. Silvia es como una serpiente de cascabel silenciosa, de aquellas que no percibes y en el instante menos oportuno te muerde con la mayor crueldad y con la más moldeable de las intensidades.
Me pidió que la esperase un momento y yo no sabía si sentarme, quitarme la ropa o hacerme una paja para aliviar la tensión. Cuando volvió su corpiño negro con detalles en rojo, sus medias oscuras con liguero y sus tacones magenta de doce centímetros me hicieron enloquecer. Para entonces Silvia ya no era más una chica simpática y amable, era la dómina que superaba todas mis fantasías. Me obligó a ponerme de rodillas, pero me debí de equivocar porque al instante sentí arder mi cara por la bofetada que me aplicó con un guante que llevaba en la mano. Quería que me pusiera de rodillas como los japoneses, quebrando los límites de mi flexibilidad.
-No sé el porqué de que todavía no te hayas quitado la ropa.
-No me lo ha pedido aún, ama. -respondí sin saber qué decir, tras lo que recibí otra de sus bofetadas con el guante.
-¿Es que te tienen que decir absolutamente todo para que lo hagas?
Ató mis manos a la espalda y salió por un momento de la habitación. Yo todavía estaba triunfante, arrogante pensando que todo esto que había sucedido sería el súmmum de cuanto me iba a ocurrir. Pero no. Y a esta idea victoriosa se amplió cuando trajo en la mano sus nike y los calcetines para obligarme a que los esnifara. Se había acordado de que le comenté que me encantaban los pies. No podía ser más feliz y estar más cachondo, aunque las zapatillas olían realmente mal, con un aroma sintético y artificial que sólo podían generar esas plantas encerradas durante horas. A pesar de que finalmente sentí que la cara me iba a apestar al menos una semana a esa apestosa fragancia, mi excitación era a todas luces imposible de esconder.
Silvia cogió de una estantería una palmeta con punta en forma de corazón y se afanó en bajar mi alegría de dos palmetazos. Aquello no era suficiente, me excitaba más todavía y no dudó en clavarme sus tacones en el ombligo. Me quedé sin aire pero la erección se mantenía vigente y llevaba camino de seguir los pasos del euribor. El enfado de Silvia era vigente, y yo no era consciente de que si no usaba las técnicas de Uri Geller con las cucharas, sería mucho peor para mí. Ella volvió a salir y trajo una jarra llena de agua con hielo que acabó junto donde yo me esperaba, y que ayudó a que me pudiera atar boca abajo en una de las camillas.
Aunque pronto empecé a estar sudado, la textura del cuero de la camilla en mi piel era muy agradable. Sin que ella se diera cuenta intenté frotarme como un absoluto idiota. Ella se dio cuenta y me asestó un par de palmetazos en el culo. Aunque no había duda de que mi decisión, lejos de proporcionarme un atisbo de placer, hacía que mi relación con la camilla viviese momentos tensos. Tenía demasiados humos, todavía pensaba que el triunfador de aquella sesión iba a ser yo. Toda esa teoría se vino abajo cuando vino con una mordaza de bola que puso en mi boca y abrió el contenido de una cajita delante de mis ojos. Yo no podía articular palabra y mi baba se empezaba a caer. En la caja había agujas, unas agujas de diferentes larguras que cortaron automáticamente mi respiración. Fue a partir de ahí cuando mi actitud cambió y empecé a chillar como un poseso para ser liberado y acabar de una vez con lo que fuere a ocurrir. Habíamos pactado el modo de terminar la sesión, pero no quería usarlo. Comprendí que todo había sido demasiado utópico hasta ese punto y que una diosa no puede ser feliz sin crear el caos por un momento, para que las criaturas que están bajo su control sacudan su ira, sus miedos y al final terminen por comprender que en el fondo hay alguien que vela por ellos.
La primera aguja se clavó en una de mis nalgas con la velocidad de un relámpago. Creí que chillaría como un cerdo, pero sólo pude emitir un alarido sordo. Pude notar las contracciones de mi diafragma intentando lidiar con el dolor. Esperaba que Silvia me dijese algo, pero sólo callaba, y con su silencio me di cuenta de que disfrutaba como una loca lo que estaba haciendo.
La segunda aguja entró en la otra nalga con la velocidad de un caracol. Con ella mi quejido se mantuvo audible durante varios segundos. Tras mi mordaza sólo podía farfullar súplicas de piedad. Silvia empezó a partirse de la risa y vino a mirarme a los ojos para comprobar por sí misma los lagrimones que salían de ellos. Y tras verme llorar del dolor ella se reía más y yo sentía una rabia inconfesable. Sólo quería que ella pasase por lo mismo que yo. Pero entonces empezó a acariciarme con los guantes puestos y supe que tan sólo me había puesto a prueba. Pensé que ya había acabado todo, pero otra vez dos agujas como las primeras se clavaron a la vez en ambas nalgas. No pude sino retorcerme en los pocos centímetros que permitían mis ataduras. Era malvada, estaba seguro. Pero otra vez sus caricias me conciliaron con ella. Había logrado quebrarme y ya me daba igual todo, era suyo por una vez, ¿qué más podía pedir?
Silvia por fin me desató, yo me coloqué de rodillas como me había pedido antes para evitar una de sus bofetadas. Ella salió de la habitación a por una silla y la puso delante de mí. Se sentó con las piernas cruzadas y me miró con la mayor mueca de desprecio durante cinco minutos que para mí fueron horas. Con ese silencio en realidad no hizo sino concederme la más placentera de las conversaciones. Sus ojos castaños me decían que sólo ahora sabía dónde me encontraba, y sus piernas cruzadas gritaban a los cuatro vientos que sólo ellas mandaban sobre la cantidad de placer y castigo que podía recibir.
Silvia me pidió que le quitara los zapatos. Me hizo esnifar sólo durante unos segundos cada uno de sus pies enfundados en aquellas medias. Los dibujos de flores de la parte de las plantas se dibujaban en mi cara como el mayor de los placeres. Pero sólo duró segundos. Después se quitó una de sus medias y mi cara se iluminó, no sin antes recibir un bofetón esta vez con su mano desnuda. Me dijo un sugerente "lámelo", era el límite del placer y ahora lo podía tener al alcance. Lamí su pie empezando por su talón hasta llegar a sus dedos. Estuve a punto de hacer otra pasada pero al revés.
-Eso es todo, ya te puedes vestir.
No podía creérmelo, esos cinco segundos dejaron totalmente insatisfechos mis más profundos deseos. Estaba a punto de alcanzarlo y de pronto, como la ama caprichosa que era, me despojó de ese sueño.
Cuando abandoné el piso, sólo pude contener aquella desazón. Silvia había hecho lo que había querido conmigo y yo no había recibido ninguna compensación a cambio. Pero luego llegué a mi casa, vi una de las fotos en las que mostraba sus pies descalzos y pensé que un día mi fantasía fue cruzar dos palabras con ella. Sólo dos palabras, y desde luego lo que sucedió superó aquello con creces. No hizo realidad mis deseos, simplemente cumplió uno de mis sueños.