Relatos Históricos: Yo, el Rey

Algunos autores de TR nos hemos animado a escribir relatos sobre la Historia. "Yo, el Rey" de SOYLAOTRA. Segunda mitad del siglo XVII: Carlos II, el último de los Austrias en España, es un rey desgraciado y dicen que está loco.

Fuera arriero o aguador y estaría agradecido a mi buena fortuna, pues no habría hombre más dichoso en las Españas. Del arriero se espera que trajine con bestias de carga, no que descubra intrigas, aleje a advenedizos y encumbre a hombres de bien. Nadie demanda al aguador que concierte alianzas con monarcas extranjeros o encomiende a los ejércitos la invasión de tierras y poblados allende fronteras. Ni a arriero ni a aguador se le exige hijo varón que herede su oficio.

Cada hombre es ducho en unas habilidades según su particular y natural inclinación. Nací para aguador o arriero, dicen que mis entendederas a más no alcanzan; empero, por azares de la fortuna, no hubo cuna más noble que la mía, y ya a los cuatro años desde mi natalicio era Rey de las Españas, ignoro si por gracia o desgracia de Dios.

Todavía era tierno infante y ya mi señora madre, la Reina Viuda, repetía a quien quisiera escucharla –y eran muchos quienes lo hacían- que la Santísima Trinidad no me bendijo con el don del claro entendimiento. Nadie se afanó en que me aficionara al aprendizaje de las primeras letras hasta ser casi mozo, con lo que la Corte entera vivía convencida de que su Rey era hombre de cortas luces. Menos todavía quisiera haber tenido, ya que las que poseo son bastantes para apercibirme de que unos y otros me llevaron y trajeron –y lo siguen haciendo aun en este día- a su antojo y según sus particulares intereses.

Harto erraron al bautizarme con el nombre de Carlos. Carlos se llamó mi señor tatarabuelo, el Emperador, aquél en cuyos dominios brilló siempre el sol. Tres reyes Felipes –bisabuelo, abuelo y padre- son eslabones de la cadena que a él me unen. Carlos I y Carlos II, alfa y omega, principio y fin de la dinastía, que a Dios no plugo que una u otra de mis esposas me diera hijos.

No tomé, empero, cálamo y recado de escribir para narrar mi vida; en ello se afanan los cronistas, unos al servicio de la Casa de Borbón, otros alineados con los Habsburgo austríacos y nadie alineado conmigo, ya que hogaño no hay quien tenga a las Españas por cosa distinta a pieza de caza. Los cronistas de ambos bandos, en casi todos los negocios adversarios, afirman una sola cosa de consuno: mi incapacidad para desempeñar el oficio de Rey. Tampoco es mi propósito rebatir opinión tan desfavorable como unánime. Razón tienen. Aunque no de flojas luces, si fui y soy débil de carácter. Me aterra la soledad que el poder ha por fiel esposa y me dejé aconsejar por quien no debiera. Tal es mi yerro y mi castigo. Mas aún no expuse el empeño que me empuja a escribir ahora: deseo narrar los mejores momentos de mi vida y también echar de mí los recuerdos que en mayor medida me agravian, aquellos que me helaron ánimos y alma e hicieron enfermar mi espíritu. Los buenos momentos se pierden en el pasado; en cuanto a los malos, unos son antiguos y el último es actual tormento que no dudo acelerará mi muerte.

La noche de mi boda…María Luisa era muy hermosa. Morena, largo el cabello, la nariz recta, labios gordezuelos, ojos oscuros y profundos, la piel blanquísima…Me enamoré de ella en cuanto el embajador francés me mostró su retrato. He sabido después que ella no demostró parejo entusiasmo al contemplar el mío, pese a que fuera enmarcado en brillantes. Tal vez la corona de España y la riqueza del obsequio no hermosearan suficientemente mis facciones.

Recuerdo la noche de bodas como si fuera hoy mismo. Me encontraba nervioso e impaciente por ingresar en la cámara nupcial en que camarera mayor y dueñas ataviaban a María Luisa para el gran momento. Mi señora madre, la Reina viuda, hizo salir de mis aposentos a mayordomo y a ayudas de cámara y me adoctrinó en cómo había de comportarme con mi augusta esposa, recomendándome tratarla con miramiento y cortesía. Así lo hice cuando me recibió en su alcoba, pese a que mi natural hombría pugnara por expresarse con muy otras razones. María Luisa se mostró aliviada e incluso agradecida ante mi caballerosidad y durmió en seguida, en tanto yo permanecí despierto y estuve la noche entera contemplando su rostro virginal a la luz de las velas de la lámpara que una camarista despabilaba de tanto en tanto a fin de que no menguara la luminosidad. Considero que nunca fui tan dichoso como aquella primera noche de mi matrimonio. María Luisa respiraba acompasadamente en el sueño. Su rostro traslucía serenidad, hermosura y paz. "Tienes en tu lecho a la nueva Reina de las Españas". Me lo repetí infinidad de veces e incluso así no acababa de creerlo. Aquella dulce joven era mi esposa, mía, mía para siempre. Su camisa de dormir, mal cobijada por el cobertor, mostraba en el borde del escote la filigrana de los encajes de Malinas, excelso marco para el dulce nacimiento de sus pechos. De madrugada osé acariciarle la mejilla con mis dedos. Respingó y retiré la mano de inmediato. ¡Era tan hermoso tenerla ante mis ojos, verla relajada, serena y apacible!

Al siguiente día mi confesor, que hasta el momento me había aconsejado reprimir mi apetito por las mujeres, a las que, según decía, había de respetar como a la mismísima Madre de Dios, se desdijo de sus tan repetidas admoniciones y me conminó a que consumara el matrimonio porque, según aseguró, así lo exigía mi destino. Procuré hacerlo, pero en unas ocasiones porque María Luisa, pese a su buena disposición como esposa, solía sentirse aquejada de migrañas cuando acudía a visitarla en su recámara, y en otras porque la fuerza de mi deseo se mostraba superior a mi naturaleza de modo que mi sexo expelía sus humores mucho antes de que María Luisa se arremangara la camisa de dormir, resultó que, al año, todavía no la había penetrado.

Despertaron a la sazón las habladurías y las Cortes de Versalles y de Viena comenzaron a diseñar su estrategia para hacerse con las Españas en el caso de que yo no tuviera descendencia. Lo que hasta ese momento fue dicha trocose en pesada carga. Se dudaba de mi hombría, los físicos atiborraron a mi esposa de frituras al entender que los alimentos fríos facilitaban la fertilidad y cada día los nobles preguntaban si la Reina había quedado en estado de buena esperanza. Las noches que yo visitaba a María Luisa en su recámara se oía, de la parte de afuera de las puertas, el bisbiseo de los altos dignatarios que aplicaban a ellas el oído con el propósito de averiguar, por los sonidos que les llegaran desde el lecho, si nuestro encuentro marital se adecuaba o no a la normalidad.

No es sencillo amar sabiendo que el destino del imperio depende de que Dios Nuestro Señor bendiga o no ese amor con frutos. Lo placentero se torna angustioso y la responsabilidad hace menguar la fuerza del deseo. Trascurrieron algunos años y mi confesor decidió implorar la ayuda divina, a cuyo efecto –todavía me estremezco al recordarlo- dispuso que depositaran los restos de San Isidro en el lecho nupcial, confiando en que su proximidad obrara el milagro de la inmediata preñez de la reina. A nadie deseo que cohabite con mujer compartiendo almohada con una osamenta, por santa y prodigiosa que la huesa sea. María Luisa, pese a su natural conformidad, no se mostró animada ni dispuesta a cumplir el débito conyugal a la vista de la monda calavera del santo patrono de la capital del reino, cuyas órbitas vacías parecían observar nuestros vanos intentos de cópula. No, no fue invención afortunada la del clérigo, muy al contrario. A poco de aquella desafortunada noche decayó la salud de María Luisa y no valieron pócimas ni bebedizos para remediar sus males que desembocaron en el óbito.

Pese a la pena que sentí, ya que María Luisa de Orleans fue mujer bien amada por mí, hube de matrimoniar de nuevo de inmediato ya que cada día que trascurría se convertía en más urgente la necesidad de dar un heredero a la Corona. Si María Luisa fue infanta francesa, mi segunda esposa, Mariana de Neoburgo, era austriaca, ya que el eterno juego de alianzas y contraalianzas entre Estados así lo aconsejó. Nunca, ni siquiera el primer día, amé a Mariana. Era una gigantona pelirroja de mal carácter y buen beber que nada hizo por aprender la lengua castellana. Como yo tampoco conocía el idioma alemán, nuestros encuentros se limitaron al lecho: unas caricias rutinarias, si es que caricias podían llamarse y poco más. Y no obstante, Mariana me dio la mayor de las alegrías seguida del más grande de los desengaños. Era a finales de mayo, recién habían florecido los cerezos, cuando la Reina me anunció a través de su camarera mayor, la Condesa de Berlepsch, que estaba embarazada. Jamás hubo en el mundo viejo o nuevo, hombre más dichoso que yo. Dios no dispuso, sin embargo, que la alegría fuera mi dulce amiga. A poco se reveló que la noticia dada no se ajustaba a la verdad. Comenzó a la sazón el acoso de los embajadores de Francia y Austria, el uno importunándome para que dejara a mi muerte el Reino a la casa de Borbón, el otro, auspiciado por la misma Reina, invitándome a que testara a favor del hijo del elector de Baviera. ¡Qué no hubiera dado por tener un hijo! Llegué a desear que la Reina quedara en estado de buena esperanza, fuera yo el padre o no lo fuera, pero ni siquiera eso se dio.

Me tiembla el pulso al abordar lo que a continuación relato. Se había dispuesto el traslado de los de reyes y reinas fallecidos al Monasterio del Escorial, a cuyo efecto se exhumaron sus restos mortales de las anteriores sepulturas y se condujeron a lo que hoy se llama el Panteón de los Reyes. Todavía no enterrados en el Panteón fueron depositados en una estancia aneja y fue entonces cuando mi señora madre, tal vez enloquecida por el dolor que le producía el mal del zaratán que le corroía los senos, no tuvo mejor ocurrencia que disponer que yo pasara una noche entera en oración junto a los cadáveres de mis antepasados, impetrándoles su ayuda para que Dios Nuestro Señor me diera la bendición de un heredero, ocurrencia ésta que acogieron calurosamente mi esposa y los altos dignatarios de la Corte. Ni tan siquiera al pérfido inglés deseo le acometa la congoja que yo sufrí aquella noche eterna. Los hachones que mal iluminaban la estancia producían sombras móviles que parecían ir y venir entre los cadáveres resecos, entre los huesos mal envueltos en jirones desteñidos. Allí, en mi torno, estaba lo que restaba de las mujeres y los hombres más poderosos de los dos últimos siglos: Mi tatarabuelo Carlos, amortajado con el hábito de los frailes jerónimos que acompañaron en Yuste sus años postreros, el bisabuelo Felipe el Prudente, mi abuelo, mi padre…Sic transit gloria mundi. Así pasa la gloria del mundo. Aquella tétrica y nutrida compañía me hacía castañetear los dientes de terror en lugar de ayudarme a orar. Con todo, nada fue la impresión causada por la contigüidad de los restos mortales de mis ancestros comparada con el golpe que supuso en mi ánimo la contemplación del cadáver de mi primera y amada esposa María Luisa de Orleáns. Sus finas cejas tan presentes en mi memoria, sus largas y sedosas pestañas, sus ojos oscuros y vivaces se habían trasformado en cuencas vacías, ventanales de una amarillenta calavera que todavía, aquí y allá, conservaba hilachas de carne amojamada. No me duelen prendas al confesar que se me nubló el entendimiento y caí desvanecido al suelo, casi un cadáver más entre muchos otros. Cuando, de amanecida, recobré la consciencia, temblaba de fiebre, y, sintiéndome desvalido y niño, rompí a llorar con desconsuelo.

Las semanas siguientes trascurrieron como un sueño para mí. Alguien, no se a ciencia cierta quién, propaló la noticia de que me encontraba hechizado por el mismísimo diablo. A poco la Corte entera me recomendó me pusiera en manos del capellán Fray Antonio Alvarez Argüelles, santo varón experto en posesiones y exorcismos. Así lo hice, no tuve otra elección, y, tras las pertinentes y apropiadas ceremonias, el clérigo anunció que, una vez conjurado el Diablo, el mismísimo Satanás no tuvo inconveniente en jurar ante el Santísimo Sacramento que yo estaba hechizado, y que el hechizo se me había dado en una taza de chocolate el 3 de abril de 1675, taza en la que se habían disuelto sesos de un ajusticiado para quitarme el gobierno, sus entrañas para privarme de la salud y sus riñones para corromperme el semen e impedir la generación. Añadió el Maligno que la causante del hechizo fue mi señora Madre y que la razón del malévolo aojamiento fue su deseo de seguir gobernando el Reino.

Mil veces hubiera preferido nacer arriero o aguador. Nadie endemonia a los arrieros. Nadie supone que un aguador está hechizado ni dispone lo necesario para que se le exorcice. Es duro ser Rey. Un paje acaba de entrar en mi recámara y me ha servido la pócima recomendada por los clérigos e ideada para que Satanás, asqueado por el horrible sabor que la pócima tiene, abandone mi cuerpo. Cada sorbo me produce arcadas, cada trago un cólico intestinal. Llegué, nadie lo hubiera imaginado cuando fui niño, a edad avanzada: me falta un año para llegar al medio siglo, pero estas pócimas me están matando. Muchas noches sueño con mi muerte. Me veo, nuevo Prometeo, agonizando en tanto el gallo francés y el águila austriaca me devoran el hígado, se afanan por quedarse con mis restos, disputan por apropiarse de cada trocha, de cada valle, de cada monte, de cada soto, de cada trigal de la vieja España, forcejean por hacerse con la plata de Potosí, con las riquezas del Perú, con los cafetales de Nueva Granada, con los ingenios de caña de la Española y de Puerto Rico. A la sazón despierto con el cuerpo bañado en sudor y el corazón acelerado. Es solo un sueño todavía, pero cada mañana pregunta por mi salud un enviado del embajador de Francia y una camarera de la Reina retira, por encargo de ésta, mi bacín con el fin de que sus médicos austriacos estudien mis deposiciones. Es cuestión de tiempo. Francia y Austria se preparan para la guerra, solo la aplazan los latidos de mi corazón.

Arriero o aguador debí nacer para vivir descuidado de diablos.

Para mi desgracia, sólo soy Yo, el Rey.